Butterfly

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Mayo » Capítulo 40

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Parecía la habitación de un motel cualquiera; una barata colcha a cuadros Mandrás en la cama doble, unas cortinas anaranjadas, una alfombra de pelo anaranjada, mesitas y tocador de falsa caoba. Unas rígidas toallas blancas en el antiséptico cuarto de baño; un letrero de NO MOLESTAR / LIMPIAR LA HABITACIÓN colgado del tirador del interior. Hubiera podido ser una habitación de cualquier motel de la carretera de Los Ángeles a Nueva York. Los rumores del tráfico al otro lado de la ventana cerrada hubieran podido proceder de cualquier calle.

Entró, encendió la luz, colgó el letrero de NO MOLESTAR en el tirador exterior y cerró la puerta. Después, se quitó los zapatos y arrojó su maletín de fin de semana sobre la cama. Tenía la sensación de haber recorrido mil quinientos kilómetros por carretera. Un buen baño caliente la dejaría como nueva. Se preguntó si funcionaría el televisor.

Mientras abría el grifo para llenar la bañera, creyó oír unas llaves en la cerradura de la puerta. Cerró el grifo y regresó a la habitación justo en el momento en que se abría la puerta. Lanzó un grito.

—¡Bueno! —dijo él, cerrando la puerta a su espalda—. Creías que no te iba a encontrar, ¿verdad?

Ella se cubrió la boca con la mano.

Él se adelantó mientras ella retrocedía.

—Veo que tienes que aprender la lección —rugió él—. Quítate la ropa.

Ella se echó a temblar.

—¿Co… cómo me has encontrado?

—He dicho que te desnudes. ¡Ahora mismo!

—¿No podemos hablar?

Él levantó un brazo para golpearla. Ella retrocedió mientras sus dedos buscaban torpemente los botones de la blusa.

Una perversa sonrisa apareció en el rostro del hombre.

—Ya lo has entendido. Ahora hazlo despacito y bien. Móntame un espectáculo.

Ella temblaba tanto que apenas podía controlar los movimientos de sus manos. Se quitó la blusa y esta flotó hacia el suelo. Después, la falda. Vaciló al llegar a la cinturilla de los pantys.

—Todo —ladró él—. Te quiero ver desnuda.

—¿Por qué me haces eso?

—Tú sabes por qué. Es la última vez que te escapas de mí —el hombre se introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un puñado de seda. Eran cuatro chales de seda de color rojo brillante y aspecto levemente amenazador—. Ninguna mujer me toma el pelo dos veces. Ahora quítate todo lo demás.

Con los aterrorizados ojos clavados en los chales, la mujer se bajó los pantys y, sin apartar la mirada de los dedos con los cuales el hombre estaba formando unas cuerdas de seda, se quitó el sujetador y las bragas.

Cuando intentó cubrirse la desnudez con los brazos, él le asió las manos y la arrastró a la cama. Tendiéndola boca arriba, le ató las muñecas y los tobillos a la cabecera y los pies de la cama.

—¿Qué vas a hacer? —gritó ella, pugnando por liberarse de las ataduras de seda.

—Darte una lección que jamás podrás olvidar.

Ella oyó el crujido de la cremallera. Después, la cama se combó y él se situó súbitamente entre sus piernas.

—Espera… —dijo ella casi sin resuello.

Pero él la penetró de inmediato con una dolorosa y sorprendente arremetida.

Ella cerró fuertemente los ojos y apretó las manos en puño bajo aquel brutal asalto. Después, apretó los dientes para no gritar.

Pensó que aquel implacable ataque no iba a terminar jamás. Él parecía aporrearla como castigo. No hablaba. Ella oía su afanosa respiración y los intermitentes jadeos. Se estaba hundiendo lentamente en un vertiginoso torbellino; se sentía atraída por el núcleo del ataque, por el arma que la estaba violando. La veía mentalmente, se concentraba en ella. El torbellino giraba cada vez más rápido hasta que, de pronto, no existió nada excepto el fuego que ardía en lo hondo de su pelvis, el ardiente apetito entre sus piernas.

Al final, incapaz de resistir por más tiempo, emitió un prolongado y estridente grito. Su cuerpo se arqueó, se estremeció y cayó inerte.

Él se retiró muy despacio, todavía duro, y se dirigió al cuarto de baño. Abrió el grifo del agua fría del lavabo y se mojó el miembro para eliminar la erección. No había eyaculado. Jamás lo hacía con ella. Se reservaba para la siguiente socia.

Cuando salió del cuarto de baño a los pocos minutos, ella estaba tendida en la cama y le miraba sonriendo. Él desató los chales sin una palabra y se encaminó hacia la puerta.

—Espera —dijo ella, corriendo tras él—. Tengo una cosa para ti.

Esta vez era un paquetito dorado. Él no lo abrió; lo guardaría para después. Pero sabía que sería algo muy caro. Era una de las socias más generosas de Butterfly.

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