Butterfly

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Mayo » Capítulo 42

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Beverly Hills, 1983.

Algo extraño estaba ocurriendo en Fanelli.

Bob Manning, el encargado del establecimiento, no estaba seguro de lo que era ni de cuándo empezó a sospechar algo…, era una sensación de que algo fallaba. Se preguntó si no serían figuraciones suyas el hecho de que, a veces, los modelos se callaran de pronto cuando él entraba en el vestuario o el de que algunas veces creyera percibir unas miradas secretas entre ellos. Cualquier cosa que fuera, imaginaria o real, aquella lluviosa mañana de febrero en la que la ciudad de Los Ángeles aparecía envuelta en una grisácea humedad y la tienda estaba más abarrotada de clientes que nunca, Bob decidió abandonar su despacho y dar un pausado paseo entre los clientes.

Para ser un hombre a punto de cumplir los setenta años, dieciséis de los cuales se los había pasado en un hospital, Bob Manning estaba en una extraordinaria forma. Por supuesto, se mantenía así en parte porque era lo que se esperaba de él, tratándose de alguien que tenía que alternar a diario con la flor y nata de Beverly Hills, pero, sobre todo, porque deseaba compensar todos aquellos años perdidos. Vestía exquisitamente bien, con blazers de seda y pantalones de lana, una rosa recién cortada cada mañana en la solapa y un bastón con cantera de plata que utilizaba con gran dignidad, concentrándose en disimular su cojera cada vez que paseaba por lugares donde la gente pudiera verle.

Los clientes habituales le conocían muy bien. Algunos le trataban de tú e incluso acudían frecuentemente a él con sus peticiones. A menudo, le pedían su opinión:

—¿Te parece que este pañuelo combina bien con este abrigo, o sería mejor que eligiera el rojo oscuro?

O le hacían algún pedido, pensando que el hecho de acudir directamente al gerente de la tienda aceleraría el proceso.

Mientras paseaba por la tienda aquella lluviosa mañana, saludando y sonriendo a los clientes y pasando hábilmente entre los impermeables mojados y los paraguas que asomaban por aquí y por allá, Bob lo estudió todo atentamente en busca de algún detalle insólito.

Vigilaba en su propio interés y porque se preocupaba por el establecimiento, cuyo mando ostentaba desde hacía once años. A Bob Manning le importaba un bledo la Royal Farms, la nueva empresa propietaria de Fanelli… Desde que el reverendo Danny Mackay adquiriera la empresa unos años antes, nadie de Houston había ido a echar un vistazo a la tienda. Danny Mackay y su Pastoral tenían tantas propiedades, desde rascacielos de oficinas hasta cadenas de supermercados y compañías aéreas, que el famoso reverendo no quería molestarse por un pequeño establecimiento de ropa de hombre. Cuando Danny Mackay compró Royal Farms y, por consiguiente, Fanelli, nada cambió. El gerente y el personal conservaron sus puestos de trabajo y el establecimiento siguió funcionando igual que antes. Lo único que tenía que hacer Bob Manning era enviar estados de cuentas regulares al cuartel general de la Pastoral de la Buena Nueva en Houston, donde alguien, de eso no le cabía la menor duda, debía comprobar que Fanelli siguiera obteniendo saneados beneficios.

Eso no significaba que, por el hecho de que Beverly Highland hubiera vendido la tienda, él hubiera perdido el interés por su trabajo. Beverly le había pedido a Bob Manning que la informara en caso de que Danny o algún representante de la Pastoral de la Buena Nueva acudiera a inspeccionar el establecimiento. Dándole a entender que debería hacerlo en secreto, cosa que Bob Manning estaría muy dispuesto a hacer. No había nada que no hubiera sido capaz de hacer por Beverly; le era tenazmente fiel. Ella lo había rescatado cuando se encontraba en el fondo del abismo de su vida. Contempló la ruina humana en que se había convertido y supo ver al hombre. Confió en su valía y le dio un puesto de trabajo y una razón para vivir. Y ahora él la adoraba.

Se detuvo junto a un mostrador de cristal en el que se exhibían unas chaquetas de esmoquin de terciopelo y supervisó la bulliciosa tienda. En caso de que ocurriera algo, Bob Manning lo descubriría.

Bob frunció el ceño. ¿Habrían sido figuraciones suyas o acababa de ver a Michael, uno de los mejores modelos de Fanelli, aceptar furtivamente algo que le entregaba la señora Carpenter, una de las clientas más acaudaladas de la tienda, y deslizarlo en el bolsillo de la chaqueta que estaba exhibiendo?

Pero había algo más que eso, pensó Bob, observándolos fijamente. El intercambio había sido muy breve…, ella había rozado a Michael al pasar, le había deslizado algo en la mano y se había alejado sin detenerse. Sin embargo, en el fugaz instante en el que sus manos se rozaron, hubo también un intercambio de miradas. Michael y la señora Carpenter se habían mirado el uno al otro un instante… con expresión misteriosa.

Peor todavía, pensó Bob, consternado. Ambos se habían intercambiado una mirada de intimidad.

Observó que la señora Carpenter abandonaba la tienda y subía a su Rolls-Royce que aguardaba junto al bordillo. Después, se acercó a Michael y le dijo en voz baja:

—Quiero verte en mi despacho dentro de cinco minutos.

El joven entró vestido con un polo, unos calzones bermudas y calcetines hasta la rodilla, el atuendo que iba a pasar a continuación. Cerró la puerta a su espalda y permaneció de pie delante del escritorio de Bob Manning.

—¿Qué te ha dado la señora Carpenter? —preguntó Bob.

—¿Cómo dice, señor?

—He visto que la señora Carpenter te entregaba una cosa hace unos minutos. ¿Qué es?

Michael desplazó el peso del cuerpo de uno a otro pie y se introdujo las manos en los bolsillos.

—Pues, nada, señor Manning.

—Era algo, lo he visto. Dime, ¿qué era?

Michael carraspeó nerviosamente.

—Pues, verá, me ha pasado su dirección.

Bob arqueó las cejas.

—¿Su dirección?

—Sí, señor.

—¿Y por qué te ha entregado su dirección?

El joven bajó los ojos sobre sus zapatillas deportivas.

—Ven aquí —dijo Bob—. ¿Por qué te ha dado la señora Carpenter su dirección?

—Porque esta noche iré a su casa.

Bob arqueó todavía más las cejas.

—¿Qué quieres decir?

—Me pidió que la visitara…

—¿Que la visitaras?

Michael asintió, evitando mirar a Bob.

—¿Por qué?

—Pues… —El joven volvió a carraspear— supongo que necesita compañía.

—¿Te ha invitado a una fiesta?

—Pues no.

—¿Ha invitado a alguna otra persona?

Una pausa y después:

—No, solo a mí.

—¿Para qué?

Michael soltó una risita y, al final, miró a Bob.

—Pues, verá, señor. Usted ya sabe.

—No, no sé nada. ¿Por qué vas a casa de la señora Carpenter? ¿Acaso eres amigo suyo?

—No exactamente.

—¿Y eso qué significa?

—Pues, supongo que vamos a ser amigos. Esta noche, por lo menos.

Bob Manning estudió un buen rato a su modelo. Después, cuando empezó a comprenderlo, preguntó en un susurro:

—¿Te refieres a sexo?

Michael asintió de nuevo y se movió con aire cohibido.

—Pero, por Dios bendito, muchacho —exclamó Bob con incredulidad—, ¡pero si la señora Carpenter te debe de triplicar la edad! ¿No te parece un poco fuera de lo común?

—Bueno —contestó Michael a la defensiva—, no es que vayamos a casarnos ni nada de eso. Quiero decir que es una cuestión puramente física. Ella no pretende estar enamorada de mí.

Bob miró al joven vestido con su atuendo deportivo. Michael tenía diecinueve años, estaba bronceado incluso en invierno y poseía un cuerpo muy bien formado. Era un aspirante a actor a la espera de que alguien descubriera su talento.

—No lo entiendo —dijo Bob—. Puedes elegir a la chica que quieras. La señora Carpenter es, bueno, no me parece que sea precisamente tu tipo.

—Oh, no es por mí, señor Manning. Es puramente por ella. Me paga para que la visite.

Bob se reclinó contra el respaldo de su sillón y miró al joven, boquiabierto.

—¿Qué te paga?

Michael agitó nerviosamente la cabeza.

—Pues… sí…

—¡Santo cielo, muchacho! ¿Sabes en qué te convierte eso?

—Yo no veo nada de malo en…

Bob descargó un puñetazo sobre la mesa.

—¡Tú trabajas en Fanelli, la mejor tienda de ropa de hombre de la ciudad! ¡Y, por extensión, representas a la mujer que creó esta empresa, la señorita Beverly Highland! ¿Acaso no sabes que, prostituyéndote con sus clientas, mancillas su nombre? —Bob se levantó de un salto y Michael palideció súbitamente—. ¡Cómo te atreves a ejercer tus sucios manejos en este establecimiento!

—Oiga, espere un momen…

—Quedas despedido, muchacho. ¡Y lamento que eso sea lo único que te pueda hacer!

—¡Pero, señor Manning! ¡Eso no es justo! ¡No soy el único que lo hace!

Bob guardó silencio mientras su cuerpo se estremecía de pies a cabeza.

—¿Qué quieres decir con eso de que… no eres el único?

—Pues, que somos unos cuantos —contestó Michael, carraspeando—. Ron Sheffield es el que empezó —el joven hablaba rápidamente en un intento de salvarse—. ¿Conoce usted a Misty Carlisle, la actriz? Le pidió que fuera a su casa un día para pasarle algunos modelos en privado. Terminaron en la cama y ella le entregó un billete de cien dólares. Eso fue hace un año y, desde entonces…

Bob se reclinó en su asiento, aturdido.

—¿Quiénes son? ¡Dame sus nombres!

Michael acabó facilitándole el nombre de tres compañeros en la esperanza de salvar el cuello. No dio resultado. Los cuatro fueron despedidos de inmediato y sin ninguna indemnización.

El sexo.

Pensaba en él constantemente.

Otra vez.

Todavía.

Mientras cruzaba con su BMW la enorme verja de hierro forjado que defendía la nueva y lujosa mansión de Beverly Highland, Ann Hastings procuró no pensar en el fracaso de la víspera. Pero no podía evitarlo. Roger le pareció tan prometedor en el bar donde ambos se conocieron. Hablaba con inteligencia, parecía un ser humano rebosante de calor y emitía unas interesantes señales sexuales. Pero, cuando se fue a casa con él, resultó que era un sujeto egoísta, grosero y mal educado. Además, tenía treinta y seis años…, nueve menos que ella. A cada año que pasaba, Ann se hacía mayor mientras que los hombres parecían cada vez más jóvenes.

Era duro tener cuarenta y cinco años en una sociedad orientada hacia la juventud. Y todavía más duro tener cuarenta y cinco años y estar gorda. No constituía ninguna amenaza para la competencia, pensó.

Bueno, en realidad, no es que estuviera gorda. Ya no. Ann había iniciado la batalla contra los kilos diez años antes, cuando tenía treinta y cinco. Sudó, se mató de hambre y machacó con masajes y ejercicios los quince kilos que le sobraban, consiguiendo mantener el peso a través de una férrea disciplina. Ahora lucía los mismos modelitos de tenis que llevaban Beverly y Carmen y picaba frugalmente ensaladas a la hora del almuerzo y la cena. Ya no se asustaba cuando se miraba al espejo y las balanzas no le daban miedo. No obstante, se sentía gorda por dentro. Y ese era un problema de peso que ningún tipo de dieta podía resolver.

Envidiaba a Maggie Kern que comía lo que quería, vestía preciosos caftanes hechos a la medida para disimular sus redondeces y disfrutaba de unas buenas y saludables relaciones de sexo y afecto con Pete Forman, el agente de cambio y bolsa con quien había trabajado en otros tiempos. Maggie era una de aquellas insólitas y afortunadas excepciones. Para Ann Hastings y millones de mujeres como ella que andaban al acecho en busca de un poco de diversión, atención masculina y sexo satisfactorio, las reglas del juego siempre giraban en torno a la esbeltez y la juventud.

Desde aquella noche en 1969 en que, tras otros dos decepcionantes intentos en el suelo, perdió finalmente su virginidad por obra de aquel hippie de pacotilla llamado Steve, Ann había descubierto que el sexo le encantaba. El problema era encontrarlo.

Cuando su trabajo como jefa de control de calidad de la cadena Royal Burger la obligaba a viajar con frecuencia por el país, Ann no tenía dificultad en encontrar a hombres bien dispuestos. Sin embargo, cuando la empresa empezó a crecer y ella se vio obligada a permanecer más tiempo en su despacho mientras sus ayudantes viajaban en su lugar, sus posibilidades empezaron a palidecer porque ella era cada vez más mayor y los hombres solteros eran cada vez más jóvenes, por cuyo motivo ahora se encontraba cada vez con más frecuencia en situaciones como las de la víspera en que había conocido a un imbécil en un bar y más tarde se había tenido que preocupar, temiendo que le hubiera contagiado el herpes u otros horrores.

Mientras aparcaba su automóvil junto a los garajes y rodeaba la parte posterior de la enorme villa de estilo italiano que Beverly había adquirido recientemente y en la que sus amigas se encontraban reunidas junto a la pista de tenis, Ann se hizo, y no por primera vez, varias preguntas acerca de su enigmática jefa. Que ella supiera, Beverly jamás en su vida había estado con un hombre. ¿Cómo podía soportarlo?

No todas las mujeres son como gatas callejeras, querida, se reprendió Ann a sí misma mientras saludaba con la mano a sus amigas, sentadas a la mesa bajo la sombra del parasol. Las hay que pueden pasarse muy bien sin eso.

Mira a Beverly y Carmen, más frescas que unos pepinos con sus elegantes atuendos de tenis. Ann llegó a la conclusión de que la suma total de la experiencia sexual combinada de ambas con los hombres no alcanzaba probablemente ni los quince minutos.

—Yuju —las llamó, dejando la raqueta de tenis y reuniéndose con ellas junto a la mesa—. Siento llegar tarde. Había un atasco en Ventura.

Ann se alegró al ver que ya habían servido el almuerzo. Sin embargo, se le heló la sonrisa en los labios al ver la ensalada sin aliñar, las secas mitades de melocotones Melba y el té frío con limón y sin azúcar. Mientras se sentaba, Ann se preguntó brevemente si merecía la pena morirse de hambre por el sexo.

—¿Qué tal fue anoche? —le preguntó Carmen.

—No quieras saberlo.

—¡Hola, tía Ann!

Ann levantó los ojos y vio a la morena hija de Carmen corriendo hacia ella con la raqueta en la mano. A los diecinueve años, Rosa estaba guapísima y no debía de tener la menor dificultad en despertar el interés de los hombres.

—Hola, Rosa, cariño. ¿Qué tal va el nuevo semestre?

Rosa se llenó un vaso de limonada de la jarra de cristal y se la bebió.

—Estupendo, tía Ann. ¡Tengo un profesor de ciencias económicas fabuloso!

—¿Quién ha ganado? —preguntó Carmen, mirando a su alrededor en busca de Joe, el hijo de diecisiete años de Maggie.

—Yo. Joe se ha ido al club con Arthur para entretenerse un rato con los videojuegos. Tía Ann, tú jugarás conmigo, ¿verdad?

Ann asintió con la cabeza y posó el tenedor. No echaría de menos aquella ensalada.

—Ten cuidado, Rosa —dijo Carmen a su espalda—, ¡tu tía Ann ya no está para muchos trotes!

Ann y Rosa se rieron mientras bajaban a la pista de tenis.

Beverly las vio alejarse con una breve sonrisa en los labios. Después, miró a Carmen y le dijo en un susurro:

—Puedes estar orgullosa de Rosa.

Ambas amigas se miraron largo rato mientras escuchaban el zumbido de las máquinas recortadoras de césped en la inmensa finca de Beverly, los sonidos de las podadoras recortando los setos y el rítmico y sordo rumor de la pelota de tenis en la pista de abajo. Ambas estaban recordando que en noviembre se cumplirían veinte años de su encuentro en Dallas.

—¡Hola! —gritó una conocida voz.

Ambas se volvieron y vieron a Maggie bajando por el sendero del jardín con su vistoso caftán amarillo limón brillando bajo el sol de febrero. Maggie se recogía ahora el rizado cabello pelirrojo en un moño en lo alto de la cabeza, tal como le gustaba a Pete Forman. Cuando llegó a la sombra del parasol y vio las bandejas de ensalada sobre la mesa, le hizo una seña a un sirviente con chaqueta blanca, de pie junto al carrito de las bebidas.

—Tráigame un bocadillo, por favor —le dijo—. De lo que sea, con tal de que tenga mucha mayonesa. Y un vaso de vino blanco.

Maggie apartó unos cubiertos, posó su cartera de documentos y se sentó.

—¡Qué día tan bonito! —exclamó, contemplando a su alrededor la propiedad recién adquirida de Beverly; el terreno parecía extenderse hasta el infinito y producía una sensación de aislamiento.

—Tengo entendido que Pete está en la ciudad —dijo Carmen sonriendo.

Maggie le guiñó el ojo y abrió la cartera de documentos.

—Del servicio de recortes de prensa —dijo, entregándole a Beverly un abultado sobre.

Utilizando un abrecartas de plata, Beverly rasgó el sobre y extrajo cuidadosamente su contenido. Danny Mackay figuraba tan a menudo en las noticias últimamente, que Beverly tenía que dedicarle una hora diaria para mantenerse al día.

—Su mujer dio a luz un hijo el domingo —dijo Maggie—. Otro niño.

Beverly tomó un recorte y lo estudió.

«La Pastoral de la Buena Nueva ha anunciado que la Catedral de Houston ha ingresado seis millones de dólares en su primer año de actividad y que la audiencia televisiva de Danny alcanza actualmente los dos millones de espectadores».

—Beverly —dijo Carmen tras pensarlo un poco—, ¿no te parece que ya es hora?

Es tan famoso. Tan rico y poderoso. Podríamos atacarle ahora mismo.

—No —contestó Beverly. No ha llegado suficientemente arriba. Es conocido en los Estados Unidos. Quiero que su destrucción sea presenciada por el mundo.

Maggie sacó más papeles de la cartera.

—Aquí está el discurso que pronunciarás la semana que viene ante el Consejo de Artes Interpretativas, Bev. Y este es el itinerario de tu gira por la Costa Este la semana que viene. He tenido que ampliar tu estancia en Washington otros dos días… —Maggie extendió los papeles sobre la mesa—. Los representantes de dos grupos de defensa del medioambiente están muy interesados en reunirse contigo y el senador Davidson ha insistido en hablar en privado contigo sobre la nueva ley del aborto que piensa presentar. Ah, y los de la universidad de Stanford piden que les des otra conferencia.

Un grito en la pista de tenis indujo a Beverly a volver la cabeza y mirar a Rosa y Ann, enzarzadas en una amistosa rivalidad. Rosa era alta y agraciada, una belleza morena que hubiera podido pasar por una princesa de las Mil y una noches. A Beverly le hizo recordar su última conversación con Jonas Buchanan, el cual se disponía a partir hacia la Arabia Saudí.

Tras exhaustivas investigaciones, Jonas había vuelto a encontrar la pista de Christine Singleton, descubriendo que, en 1971, esta se había ido a la Arabia Saudí con un hombre llamado Eric Sullivan.

—Su hermana viajó bajo el nombre de Rutherford —le había dicho Jonas a Beverly en su último encuentro—. Es el apellido del hombre con quien se casó y del que posteriormente se divorció. El hombre con quien se trasladó a Arabia era un asesor de la Aramco. Al parecer, le acompañó en calidad de secretaria. Pero hay algo extraño en todo eso. No pude obtener la menor información sobre Sullivan. Nadie me quiso hablar de él. Eso me induce a pensar que, a lo mejor, el trabajo de asesor era la tapadera de otra cosa.

—¿Como qué? —preguntó Beverly, alarmada.

—No lo sé. Ocurrió hace doce años.

Puesto que en los Estados Unidos ya no podía encontrar nada más (al parecer, no existía ningún dato sobre el regreso de Christine al país), Beverly había decidido enviar a Jonas a Oriente Medio para que prosiguiera allí sus investigaciones. Rezaba para que tuviera suerte.

Maggie, hincando el diente en su bocadillo de rosbif, dijo:

—Por cierto. ¿Quieren saber una cosa muy divertida? El otro día estuve almorzando con Bob Manning, ¡y me contó una cosa increíble! ¡Al parecer, cuatro modelos de Fanelli’s se acostaban con clientas de la casa y cobraban por ello!

Carmen y Beverly la miraron.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Beverly.

Maggie les refirió lo que Bob le había contado sobre Michael y Ron Sheffield y otros dos que visitaban las residencias de acaudaladas mujeres de Beverly Hills.

—¿No les parece gracioso? —preguntó al terminar.

Pero sus amigas la miraron con la cara muy seria.

—Vender el propio cuerpo no es cosa de risa —dijo Carmen, en un susurro.

—No, no lo es —convino Maggie, recordándolo súbitamente—. Lo siento.

De entre su íntimo círculo de amistades, Maggie era la única persona que conocía el pasado de Beverly y Carmen. Ambas se lo habían confesado porque para ellas era como una hermana: había sido engañada por Danny Mackay, lo mismo que ellas. Los demás, Ann Hastings y Roy Madison, no sabían nada sobre el pasado secreto de ambas amigas.

—Lo que yo quería decir —añadió Maggie— es que ahora las tornas han cambiado. Quiero decir que son las mujeres las que pagan por el sexo. Es un fenómeno de nuestra nueva liberación, desde que la píldora nos ofreció la libertad sexual. ¿Quién hubiera dicho hace veinte o treinta años que habría una revista erótica para mujeres llamada Playgirl, o locales de strip-tease para mujeres como Chippendale’s? Eso demuestra lo que se venía proclamando desde hace mucho tiempo, es decir, que las mujeres desean el sexo tanto como los hombres.

La pelota salió fuera y se oyeron unas risas procedentes de la pista de tenis. Las tres mujeres sentadas bajo el parasol a rayas, disfrutando de un relajador almuerzo, contemplaron a las dos jugadoras de la pista, regañándose cariñosamente la una a la otra. La brisa agitaba las palmeras y rizaba la superficie verde azulada de la piscina de estilo italiano. La fragancia de las gardenias en flor acarició brevemente a las tres amigas, prosiguiendo después su itinerante camino.

La mirada de Beverly se perdió en la distancia. Estaba pensando en los jóvenes y apuestos modelos de Fanelli y en las mujeres que recurrían a ellos para…

¿Para qué?, se preguntó. ¿Para qué pagaban aquellas mujeres?

«Mira, nena. —Beverly oyó la voz de Hazel resonando a través de los años—. Tienes que hacer algo más que quedarte tendida ahí. Los hombres vienen aquí con el dinero que tanto esfuerzo les ha costado ganar, buscando un poco de evasión. Vienen aquí para comprar fantasía, y tú se las tienes que dar».

—Fantasía —musitó Beverly.

Carmen la miró.

—¿Qué has dicho, Beverly?

—He dicho «fantasía». Eso es lo que compran aquellas mujeres.

—¿Qué mujeres? —preguntó Maggie—. ¿Te refieres a las clientas de Fanelli? Esas compran sexo, Bev.

—Tal vez —dijo Beverly muy despacio—. Pero hay algo más que eso. A fin de cuentas, tú misma has dicho que estamos en una nueva era, que la píldora ha liberado a las mujeres del anticuado puritanismo y de la doble moral en el sexo. Hoy en día el sexo es más asequible. ¿Por qué pagar por él?

Maggie se encogió de hombros.

—Para tener la garantía de que una lo va a pasar bien, supongo. Si el tipo quiere que le paguen, será mejor que espabile.

Beverly sacudió la cabeza.

—Creo que hay algo más que eso. Creo que estas mujeres buscan un sueño e intentan comprar unos minutos de felicidad, compañía y tal vez unos cuantos halagos.

¿Por qué iba a pagar una mujer a cambio de la compañía de un hombre?, se preguntó. ¿Para recibir una parte de la atención que su marido o su amigo no le dispensaban? ¿Para liberarse de una insoportable soledad? ¿Para buscar algún significado en su vida? ¿Para creer, aunque solo fuera por una hora, que era hermosa y deseable? ¿O simplemente para pasarlo bien?

Cualquiera de aquellas razones, pensó, era válida. Todas queremos ser amadas y deseamos oír que somos hermosas. Todas, en algún momento, buscamos un significado en nuestras vidas o tratamos de descubrir cuáles son nuestros sueños. Todas tenemos temores y necesitamos unos brazos que nos sostengan y un cálido cuerpo que nos proteja contra la noche.

—¿Y qué hizo Bob? —preguntó de repente.

—¿Qué hizo? —dijo Maggie—. Despidió a los modelos. ¿Por qué?

—Carmen, Bob Manning dice que, en los cinco años transcurridos desde la compra de Royal Farms, Danny Mackay no se ha tomado la molestia de inspeccionar las empresas subsidiarias de la compañía. ¿Es eso cierto?

—Que yo sepa, sí. Está demasiado ocupado comprando líneas aéreas y estadios de béisbol como para preocuparse por una pequeña tienda situada a mil quinientos kilómetros de distancia.

—¿Y las oficinas del piso superior de Fanelli? ¿Siguen allí los mismos inquilinos de siempre? ¿La empresa de venta por correo, el decorador?

—Todo el mundo busca una sede en Beverly Hills, ya lo sabes. Hay gente que alquila cuchitriles en el piso de arriba de Fanelli. ¿Por qué?

Beverly miró de nuevo hacia la pista de tenis y contempló a la esbelta Ann que ahora se moría de hambre para que le sentara bien el atuendo de tenis, y recordó la vez que la conoció veintitrés años antes, lo triste que estaba por tener que asistir a una fiesta de Navidad, sola y humillada. Recordó cómo había conseguido que Roy Madison la acompañara, devolviéndole la seguridad y el orgullo hasta el punto de que aquel incidente cambió toda su vida.

—La fantasía —repitió Beverly, profundamente sumida en sus reflexiones.

Había sido una simple fantasía, una comedia, pero mira lo que significó para Ann.

—¿Qué estás pensando, amiga? —preguntó Carmen.

Beverly miró a sus amigas.

—Quiero que Bob vuelva a contratar a esos modelos.

—¿Cómo?

—Y después quiero que se vayan los inquilinos del piso de arriba. Maggie, encárgate de buscarles otros locales. Ayúdales a hacer el traslado.

—Pero ¿por qué?

—Se me ocurre un uso más provechoso para el piso de arriba de Fanelli.

Beverly le dijo a su chofer que se acercara al bordillo y aparcara. Esperó en medio de la comodidad de su Rolls-Royce con aire acondicionado y contempló el pequeño grupo de personas a través del cristal ahumado de su ventanilla. Unas doce o quince personas asistían al entierro. Casi todas ellas estaban llorando. Beverly también sentía deseos de llorar.

Cuando terminó el servicio religioso junto a la sepultura y todo el mundo empezó a regresar a los automóviles, Beverly descendió de su vehículo y se acercó a una menuda mujer vestida de luto y sostenida por dos personas.

—¿Señora Wiseman? —preguntó.

La canosa mujer la miró con ojos desolados.

—Conocí a su marido —le explicó Beverly en voz baja—. Me hizo un favor hace muchos años. Le prometí no olvidarlo jamás. Era un gran hombre.

—Sí…

—Por favor, acepte esto.

La señora Wiseman parpadeó, contemplando el sobre en la enguantada mano de Beverly. Uno de los que la sostenían, un hombre de unos cuarenta y tantos años, tomó el sobre, diciendo:

—Perdone. Mi madre no se encuentra bien.

—Lo comprendo. No quería entrometerme en su duelo. Solo quería entregarle esto en memoria de su marido.

Los tres contemplaron alejarse a la alta mujer rubia, envuelta en un abrigo de visón largo hasta los tobillos, y subir a un Rolls-Royce de color blanco.

En el asiento de atrás del automóvil de alquiler, el doctor Walter Wiseman abrió el sobre y extrajo su contenido.

—Dios mío —exclamó, volviéndose justo a tiempo para ver como el Rolls blanco desaparecía rodeando una curva.

En los últimos años, el cirujano plástico doctor Seymour Wiseman había abrazado la causa de los judíos que huían de Rusia. La extraña mujer, cuyo nombre los Wiseman jamás conocerían, había establecido una fundación dotada con un millón de dólares a su nombre para la ayuda a los judíos soviéticos.

Ann Hastings no podía dar crédito a sus oídos. Miró a su viejo amigo Roy Madison con semejante cara de asombro que este no tuvo más remedio que echarse a reír.

—¡No hablarás en serio! —le dijo.

—Compruébalo tú misma, si no me crees.

Ambos estaban almorzando en un pequeño restaurante de Venice Beach todavía no «descubierto» y en el que, por consiguiente, Roy estaría a salvo de las miradas de los curiosos. Debido a su fama, este no se atrevía a visitar los lugares donde pudieran reconocerle a no ser, por supuesto, que estuviera de humor para ello. Ahora que había sido nominado para un premio de la Academia por su más reciente película, quedaban muy pocos lugares que el apuesto Roy Madison pudiera visitar sin ser molestado. Excepto aquel pequeño restaurante de tres al cuatro de Venice Beach en el que una curiosa mezcla de borrachines, adolescentes fugados de sus casas y ancianos judíos de bajas pensiones comían picadillo de cecina con patatas fritas.

Ambos eran íntimos amigos desde su «cita» de veintitrés años antes en la que un joven Roy Madison sin trabajo había cambiado su imagen para acompañar a una joven y desdichada Ann al baile de Navidad de su prima. Procuraban reunirse por lo menos una vez al mes para mantener la clase de conversación de secretos compartidos que no hubieran podido mantener con nadie más. Ann solía quejarse de su vida sexual y de los zopencos que encontraba en los bares; y Roy solía quejarse de su vida sexual y de los zopencos que encontraba en los bares. Pero aquel día era distinto, aquel día tenía algo nuevo y deliciosamente escandaloso que contar.

—¿De veras? —preguntó Ann en un susurro, inclinándose sobre la mesa—. ¿De veras van a tener habitaciones arriba y todo eso? No me lo creo.

—Conozco a Michael desde hace un par de años. No es homosexual, somos simplemente amigos. En todo caso, yo fui quien le consiguió un empleo en Fanelli. Me ha dicho la verdad.

Roy sonrió y se introdujo un grasiento puñado de patatas fritas en la boca mientras Ann le miraba sin poder creerlo…

—Pero ¿por qué iba a hacer eso Bob Manning? Montar un burdel, quiero decir.

—Bueno, según Michael, él y otros compañeros lo venían haciendo habitualmente para redondear sus ingresos. Dice que, cuando Manning se enteró, los despidió a todos. A los tres días, los volvió a contratar y les dijo que podrían seguir desarrollando sus actividades secundarias, pero bajo su supervisión. El viejo Bob debió de pensar que si las clientas estaban dispuestas a pagar, pues, que se divirtieran un poco, qué demonios.

Roy tomó un largo sorbo de Coca-cola light y añadió:

—Manning les dijo también que quería controlar el nivel de calidad del servicio. No permitiría que los chicos hicieran lo que quisieran y fueran adonde quisieran. Lo tendrán que hacer bajo un mismo techo y con cierto control. Hay que pensar en el herpes y las enfermedades venéreas y todo eso.

—¡No me lo puedo creer! —repitió Ann, excitada—. Quiero decir que Bob Manning es un tipo muy serio. ¿Y si Beverly se enterara? ¡Por Dios, Roy, ella fue la que puso en marcha Fanelli!

—Aquí viene lo más curioso. Michael dice que ha visto a Beverly subir con Bob al piso de arriba en tres ocasiones distintas y que ambos hablaban como en secreto. Me parece que Beverly ya debe de saberlo.

—¡Vamos, Roy! —exclamó Ann con absoluta incredulidad—. ¡Estoy hablando de Beverly Highland! ¡Nuestra amiga es tan puritana y mojigata que en los veinticuatro años que la conozco no ha salido ni una sola vez con un hombre!

—Michael dice que la acompañaban dos mujeres…, una pelirroja y una chicana. Me huele que eran Maggie y Carmen.

—¡Eso es imposible! —dijo Ann en voz baja.

Después se calló. De repente, acababa de acordarse de algo. En realidad, estaba recordando varias cosas. En distintas ocasiones a lo largo de los años había sorprendido a Beverly, Maggie y Carmen hablando en susurros y comentando algo en secreto y estas se habían callado al verla aparecer. Ann siempre supo que era una especie de intrusa, que no era realmente una de ellas. Había entre aquellas tres un vínculo más estrecho que el que la unía a ella con Beverly, a pesar de sus veinticuatro años de amistad. Pero la pregunta era: ¿qué secreto compartían?

Quince minutos después, tras haberse despedido de Roy, mientras circulaba velozmente por la autovía de Santa Mónica en su BMW, Ann asimiló y aceptó finalmente lo que Roy le había contado…, que en Fanelli funcionaría un burdel secreto y que Beverly tendría en cierto modo algo que ver con el asunto. Tras haber asimilado la idea, a Ann Hastings se le ocurrió otra. Era tan impresionante y alocada que pisó el acelerador y circuló a ciento cuarenta por hora hasta que la detuvo un agente de tráfico y la obligó a llegar con retraso al despacho de Beverly Highland.

A Bob Manning le parecía una idea brillante (para él, todas las ideas de Beverly eran brillantes) y estaba deseando empezar. Pero tenían que andarse con mucho tiento.

—Nadie —subrayó Beverly, mirando a Bob, Maggie y Carmen sentados al otro lado de la mesa—, pero absolutamente nadie deberá saberlo. Tenemos que ser muy cuidadosos con las personas que contrataremos para trabajar arriba y con las clientas que aceptemos. Se trata de una actividad altamente ilegal y nos podría salir el tiro por la culata. Y, sobre todo, debemos procurar por todos los medios que este cambio no llegue a conocimiento del cuartel general de Danny. No podemos correr el riesgo de que venga algún fisgón de Royal Farms.

Discutieron la localización de la «fábrica de fantasías» de Beverly, tal como la llamaba Maggie. Carmen no estaba muy segura de que el piso de arriba de Fanelli fuera una buena idea. Pero Bob señaló que era la única manera de que él pudiera ejercer un estricto control sobre los modelos y sus clientas. Era el medio más seguro y más sencillo, dijo. ¿Por qué iba alguien a enterarse?, preguntó. Por lo que sabían los contables de la Pastoral de la Buena Nueva, los locales del piso de arriba estaban alquilados a empresas legales. Seguirían percibiendo los alquileres y no se enterarían de que se había producido un cambio de arrendatarios.

—El sigilo es vitalmente importante —dijo Beverly—. Quiero que las mujeres estén protegidas. Y estoy segura de que los modelos tendrán interés en guardar el secreto para no poner en peligro unos puestos de trabajo tan apetecibles. Como se vayan de la lengua, todos a la calle. En cuanto a las clientas, será lógico que quieran mantener esta situación en secreto. Casi todas ellas estarán casadas. Insisto en una minuciosa selección tanto de los modelos como de las clientas. Tenemos que exigir el máximo nivel en los unos y en las otras. Confiaré este aspecto del negocio a Jonas, cuando regrese de Arabia.

Los demás asintieron y pusieron inmediatamente manos a la obra.

Carmen fue la primera en informar de sus actividades. Había realizado investigaciones sobre varios servicios de «acompañantes» del área de Los Ángeles.

—Los más acreditados y lucrativos de ellos no consideran empleados a los «acompañantes». No figuran en nómina, no cotizan en la Seguridad Social, no se suscriben pólizas de seguros ni nada de todo eso. Los acompañantes son colaboradores independientes. Si montamos el servicio de esta manera y pagamos en efectivo, nos ahorraremos mucho papeleo y evitaremos el riesgo de que nos descubran.

Beverly se mostró de acuerdo y miró a los demás, esperando sus comentarios.

—Creo que deberíamos limitar el número de socias —dijo Maggie—. Una idea de este tipo…, bueno, si se corriera la voz, nos podríamos ver literalmente asaltadas por las clientas. ¡Las mujeres harían cola alrededor de la manzana! Es mejor que sea una cosa pequeña y discreta, de acceso limitado.

—Podríamos cobrar una cuota a las socias —terció Carmen—. Como si fuera un club campestre. Y las nuevas socias deberían ser presentadas por socias de confianza.

Beverly se dirigió a Manning.

—Bob, tú te encargarás de los hombres. Deberán seguir unas pautas determinadas. No podemos permitir que nuestras clientas se contagien del herpes o contraigan enfermedades venéreas.

Bob se sorprendió. Beverly Highland siempre le había parecido una señora. ¿Cómo era posible que supiera tantas cosas sobre el funcionamiento de un burdel?

—Tendré que hablar con ellos —dijo.

Una vez más, se asombró de la habilidad de Beverly para saber exactamente lo que quería la gente. Estaba seguro de que aquellas actividades secretas serían todo un éxito.

—Maggie, tú te encargarás de la reforma de los locales. Los dormitorios y el comedor privado tienen que ser perfectos. No repares en gastos. Las habitaciones tienen que ser preciosas; el ambiente tiene que hacer posible los sueños de cada mujer. Finalmente, Bob, quiero que asesores a los hombres. Estas mujeres comprarán sueños. No quiero que se las lastime o decepcione.

—¿Qué deberé decirles a los chicos?

—Diles que les ofrezcan unas relaciones sexuales satisfactorias, eso es lo que deberás decirles —contestó una voz desde la puerta.

Todos se volvieron y vieron a Ann Hastings de pie en la puerta con las manos en jarras y una radiante sonrisa en los labios. Ann se adelantó y cerró la puerta.

—Diles a los chicos que se olviden de su propio placer y se concentren en proporcionar placer a las clientas. Diles que no tengan prisa, que no sean excesivamente sentimentales ni utilicen lenguaje malsonante. Diles que se tomen todo el tiempo que haga falta, que sean afectuosos y considerados y que se comporten como si la mujer con quien están fuera la única mujer del mundo. Adviérteles contra el mal aliento, la barba cerdosa y las manos ásperas. —Ann miró a Beverly con una sonrisa de disculpa—. Perdona, estaba escuchando a escondidas.

—¿Y qué has escuchado?

—No te preocupes, no he escuchado nada. Me ha contado la historia Roy, que a su vez se ha enterado a través de su buen amigo Michael.

Al ver que Maggie miraba con inquietud a Beverly, Ann rodeó la mesa para mirarlas cara a cara y se apresuró a decir:

—No se preocupen por mí. ¡No le diré ni una sola palabra a nadie! Simplemente quiero participar.

—¡Participar! —exclamó Carmen—. Haciendo, ¿qué?

—Lo mismo que he estado haciendo en Royal Burger todos estos años. Control de calidad. Cuidar de que se mantenga un alto nivel de calidad y de que cada clienta se beneficie de esta calidad. Al fin y al cabo, el sexo es un artículo de consumo como cualquier otro. Puede ser pura dinamita o puede ser un asco.

Los demás se miraron entre sí.

—Mira —añadió Ann—. Alguien tiene que explicarles a estos chicos cómo funciona eso. Alguien tiene que indicarles cómo se hace realmente el amor a una mujer. De lo contrario, el producto será desigual. Algunos de ellos podrán ser buenos y otros serán unos auténticos desastres.

—Y supongo —dijo Carmen muy despacio— que tú querrás adiestrarles personalmente y encargarte de que estén a la altura de la calidad exigida, ¿verdad?

Ann esbozó una sonrisa.

—Con las hamburguesas da resultado, ¿no crees?

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