Butterfly

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Mayo » Capítulo 44

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Trudie suspiró cuando el duro miembro la penetró. Rodeó con sus piernas la cintura de su compañero, cerró los ojos y dijo en un susurro:

—Más de prisa. Más de prisa.

Se llamaba John o Mike o Steve. Le había conocido la víspera en el bar del restaurante Red Onion, y se había ido a casa con él. Ambos habían decidido echarse un «rápido» matinal antes de irse cada cual a su trabajo. Trudie no sabía a qué se dedicaba su compañero ni le importaba. No tenía la menor intención de volverle a ver.

«Esto tiene que acabar», pensó mientras él alcanzaba el punto culminante antes que ella y se retiraba antes de que ella hubiera terminado.

Más tarde, mientras bajaba con su Corvette por las tortuosas y empinadas calles de Bel Air, Trudie empezó a examinar en serio su vida. Y lo que vio no le gustó. El juego del sexo anónimo con compañeros siempre distintos era demasiado peligroso como para seguir jugándolo. Y, además, las amistades de los bares no constituían ninguna panacea para la soledad. En realidad, pensó Trudie, agravaban la soledad y la hacían todavía más insoportable.

Quería a alguien permanente. Alguien a quien amar y con quien compartir su vida.

Pero ¿quién? Aparte los ocasionales compañeros de los sábados por la noche, ¿quiénes eran los hombres de su vida?

Acudió a su mente Bill. Le ocurría muy a menudo últimamente; se tropezaba con él en las obras. Jamás hablaban…, simplemente un movimiento de la cabeza para reconocer la presencia del otro. Suponía que todavía estaba enfadado con ella. A pesar de que le había pedido perdón. A Trudie le molestaba que, en tales circunstancias, se preguntara con frecuencia qué clase de amante debía de ser. Con solo mirarlo, llegó a la conclusión de que debía de ser un sinvergüenza de tres minutos, uno de aquellos tipos machistas que actuaban como un rayo y que después le preguntaban invariablemente a una si lo había pasado bien tal como ellos lo habían pasado. Trudie sabía por experiencia que los amantes satisfactorios, siempre expertos, ya sabían que lo eran y nunca preguntaban nada. Como «Thomas», de Butterfly. Nunca preguntaba nada.

Thomas…

Ya estaba otra vez. El enigma que rodeaba sus relaciones con el compañero de Butterfly. Cada vez que estaba con él, Trudie trataba de averiguar qué tenían de especial sus encuentros con Thomas. Había llegado a la conclusión de que no era el anonimato porque eso también lo tenía con algunos de sus compañeros del sábado por la noche. Y no podía ser algo tan sencillo como el simple hecho de que fuera un amante satisfactorio. Algunos de sus hombres del sábado por la noche eran unos amantes estupendos, pero faltaba la chispa. ¿Qué era, pues? ¿Qué ocurría en Butterfly con su compañero de pago para que sus tardes allí fueran tan espectaculares?

No podía librarse del mal sabor de boca que le había dejado su noche con John o Mike o Steve. Hubo en aquella relación algo tan puramente animal y tan carente de alma que casi le parecía una perversión. ¿Cómo podía una mujer tan racional e inteligente como ella hacer algo tan vulgar como desnudarse con un extraño y hacer con él ciertas cosas que hubieran tenido que estar reservadas a los momentos en que una necesitara expresar un amor muy profundo?

¿Amor? ¡Difícilmente hubiera podido aplicar aquel calificativo a sus actividades de la víspera y de aquella mañana!

Estaba citada para almorzar con Jessica a las dos y ahora eran apenas las once de la mañana. Trudie decidió echar un vistazo a las obras de un par de piscinas antes de dirigirse al restaurante.

El esplendoroso sol de mayo derramaba sus bendiciones sobre un Los Ángeles recién lavado por la lluvia y sobre la rubia melena de Trudie mientras su automóvil circulaba a gran velocidad por el Sunset Boulevard. Cuando llegó a la esquina en la que los edificios color de rosa del Beverly Hills Hotel asomaban por detrás de las palmeras a su izquierda, Trudie pensó en la obra que True Pools estaba haciendo colina arriba en aquella misma calle.

La había inspeccionado precisamente la víspera. Sanderson había hecho una buena excavación (ahora se portaba muy bien, después del fallo de la surgencia del mes anterior) y Bill ya había sido avisado para que acudiera con sus trabajadores. Era la siguiente fase en la construcción de una piscina: después de la excavación del hoyo, se colocaba el acero y las tuberías.

Aquel trabajo era el primero que hacía por recomendación de su astro cinematográfico de Coldwater Canyon. La casa había sido adquirida recientemente por un productor de televisión llamado Barry Greene cuyo éxito con la serie de médicos Cinco Norte le había permitido ganar más dinero que nunca. Trudie se había pasado dos semanas de intenso trabajo con él, diseñando una zona para la piscina en la que se combinaran la madera de secoya y el ladrillo, las cascadas de agua, tres surtidores, rocas y helechos tropicales…, exactamente igual que un decorado cinematográfico. Lo que más le gustaba de aquel proyecto era el hecho de que él le hubiera dado carta blanca en el terreno artístico y un presupuesto prácticamente ilimitado.

Viró impulsivamente a la izquierda, alejándose del distrito comercial de Beverly Hills. Tratándose de una obra tan importante, pensó para justificarse, convenía que la vigilara de cerca. Aunque Bill ya estuviera allí con sus hombres.

En efecto, el GMC 4X4 estaba aparcado junto a la excavación…

Se puso las gafas de sol al descender del vehículo y se acercó a la obra, pisando la grava. La casa aún no estaba ocupada, porque Greene había decidido reformarla por completo. El patio de atrás era un revoltijo de equipos pesados, herramientas, montículos de tierra y sudorosos hombres sin camisa, entrando y saliendo del hoyo recién excavado. Bill estaba examinando unos proyectos y dando órdenes a sus trabajadores.

Trudie se detuvo junto al 4X4. Temía que Bill se tomara su visita inesperada como un insulto personal y pensara que ella quería cerciorarse de que no cometiera ningún fallo. Pero no era así, Trudie se fiaba de él; había hablado en serio al decirle que era el mejor del sector.

Encendiendo un Virginia Slims, miró hacia el interior del automóvil de Bill. El asiento delantero estaba ocupado por unos contratos, varias cintas de audio, un gorro de béisbol y un libro.

Esto último le llamó la atención. Alargó la mano, lo tomó y leyó el título: La Preciosa Sangre, el Santo Grial.

«¡Ya!» pensó. «Me imagino a Bill leyendo eso. ¿Qué hace, exhibirlo por ahí para impresionar a sus conquistas?».

—¡Oye, jefa!

Trudie levantó los ojos. Bill se estaba acercando a ella. ¿Cuándo se había quitado la camisa?

—Ayer estuviste aquí —dijo Bill—. ¿Me estás controlando?

—Veo que lees cosas muy serias —comentó Trudie con el libro en la mano.

Bill se lo quitó y lo arrojó sobre el asiento.

—Te agradeceré que no introduzcas las manos en mi coche.

—Apuesto a que debes de impresionar mucho a las mujeres con semejante libro. ¿De veras les dices que lo estás leyendo?

Bill tomó una toalla que había sobre el salpicadero y se enjugó el sudoroso rostro y el cuello.

—Ya lo he leído, si es que te interesa.

—Ah, ¿sí?

Trudie se apartó un poco de él y dio unas lentas chupadas al cigarrillo mientras contemplaba la obra de la piscina.

—Tú lo habrás leído, claro —dijo Bill, inclinándose hacia el asiento posterior del automóvil para sacar una lata de Pepsi helada.

—Me encantó.

—No me extraña —dijo Bill, abriendo con un chasquido la lata.

—Creo que el razonamiento que sigue es muy bueno —señaló Trudie, volviéndose a mirarle.

Bill ingirió un buen trago, se pasó la mano por la boca y replicó:

—Pues no sé.

Trudie le miró a través de sus grandes gafas ahumadas.

—¿Por qué no?

Bill no la miraba. Apoyado contra su automóvil, contemplaba a sus hombres, trabajando en el interior y alrededor del gran hoyo en el suelo.

—Es demasiado obvio. Demasiado simplista. Y parece casi una venganza. ¿Qué tienen los autores contra los masones?

—Veo que has leído el libro de verdad. Supongo que lo debieron de publicar resumido en Motor Trend.

—¿Nadie te ha dicho que las actitudes sexistas ya están pasadas de moda?

Trudie le miró. El sol del mediodía iluminaba sus bronceados músculos y su cabello más bien largo cuyas puntas aparecían húmedas de sudor. Los vaqueros le rodeaban las caderas y un hilillo de sudor le bajaba por el esternón. Tenía razón, maldita sea…, le había catalogado como perteneciente a la especie de los bebedores de cerveza que solía encontrar en las obras; nunca se le hubiera ocurrido imaginar que pudiera leer semejantes libros.

—Bueno —dijo, arrojando el cigarrillo al suelo—. Ya veo que me he equivocado. No eres simplemente un niño bonito.

Bill la miró fijamente y vio cómo la brisa de mayo le alborotaba los rizos de la frente y cómo le caía el flequillo sobre los ojos. El vestido era una novedad. Jamás la había visto luciendo una falda o un vestido.

—Bueno, pues, creo que yo también me he equivocado con respecto a ti.

Ambos se miraron largo rato el uno al otro. Al final, Trudie dijo:

—Me gustaría discutir contigo alguna vez la teoría de este libro.

Bill reflexionó en silencio.

—Cuando quieras —dijo—. Pero quiero advertirte que eso se me da muy bien.

—Y yo pertenecía al equipo de debates de mi curso.

—¿Dónde fue eso?

—En la universidad de California en Santa Bárbara.

—O sea que la niña tiene estudios universitarios.

Bill echó la cabeza hacia atrás y se bebió el resto de la Pepsi.

Trudie estudió su cuello y vio cómo le sobresalían los tendones. Cuando Bill echó con gesto distraído la lata vacía al asiento de atrás de su automóvil, le preguntó:

—Y tú tendrás seguramente un doctorado, ¿verdad?

—Tengo simplemente una licenciatura.

—¿De qué?

Bill pasó por su lado para regresar a la excavación.

—Filosofía oriental —contestó. Después, gritó—: ¡Oye, Frank! Diles a los chicos que es la hora del almuerzo —volviéndose para mirar a Trudie, cruzó los brazos y desplazó el peso de su cuerpo sobre una cadera—. Solo que, una vez terminados los estudios, me di cuenta de que con eso no iría a ninguna parte. Entonces regresé a lo que ya había hecho para sufragarme los estudios. La construcción. ¿Y tú por qué te dedicas a construir piscinas, señorita Campeona de los Debates?

—Ya me dirás tú qué se puede hacer con un título en literatura inglesa como no sea trabajar en un despacho o dedicarte a la enseñanza. Mi padre era constructor. Me enseñó todo lo que sabía.

—Tu padre debía de ser un tipo muy listo.

Uno de los trabajadores tenía un transistor encendido. Las Pointer Sisters cantaron Neutron Dance mientras los hombres sacaban termos y bocadillos de sus cestos del almuerzo.

—Bueno, pues —dijo Bill, señalando el libro que había dejado en el asiento delantero—. ¿Has leído su obra más reciente, El legado mesiánico? Esta vez plantea la cuestión de si Jesucristo fundó o no realmente el cristianismo. Lo acabo de empezar, pero tendré mucho gusto en prestártelo cuando lo termine.

—Gracias, me encantará.

—¿Lo considerarías un insulto de un cerdo machista —preguntó Bill— si te dijera que hoy estás muy bonita?

Trudie entornó los ojos, levantando la vista al cielo.

—Solo en el caso de que yo pudiera comentarte a mi vez el trasero tan estupendo que tienes.

—¿Estás casada?

—¿Quién iba a querer a una mujer tan mandona como yo? ¿Y tú?

Bill esbozó una lenta sonrisa.

—Estoy casado con una Catalina 27, amarrada en el puerto deportivo.

—¡Oye, Bill! —llamó uno de los hombres, acercándose y enzarzándose con Bill en una conversación técnica mientras Trudie les miraba.

Cuando Bill desplazó el peso del cuerpo de una cadera a otra y se pasó la mano por el cabello, Trudie se sorprendió de su repentina excitación.

Estaba realmente excitada.

No era una simple curiosidad sobre la clase de amante que podía ser Bill; Trudie estaba experimentando un repentino, sorprendente y auténtico deseo sexual por aquel hombre. Cuanto más pensaba en él y trataba de comprenderlo, tanto más descubría que deseaba volver a verle a solas.

Desconcertada por aquel repentino e inesperado sesgo, Trudie se apartó de Bill y de su ayudante y empezó a pasear junto al 4X4.

¿Por qué?, se preguntó. ¿Por qué siento eso por él ahora? Su aspecto no era distinto del de otras veces: polvoriento y sudoroso y a menudo sin camisa. Le gustaba su aspecto, pero jamás se había excitado al verle. ¿Por qué ahora?

Sacó un cigarrillo del bolso y lo sostuvo en la mano sin encenderlo.

En realidad, pensó mientras Bill se arrodillaba con un aparato y le acoplaba unas herramientas, aquella sensación no era tan nueva como pensaba. Tenía un sabor especial, como si ya la hubiera experimentado otras veces. Pero no con él. Con otro. Una sensación que raras veces experimentaba…, un intenso anhelo sexual por un hombre determinado.

Entonces lo comprendió: Thomas.

Era lo mismo que sentía cuando estaba con su compañero de Butterfly; era el efecto que le producía Thomas. La misma excitación, la misma electricidad. Su amante del cabello plateado le había hecho sentir lo que nadie le había hecho sentir jamás, y lo que ella temía que ningún otro hombre pudiera hacerle sentir. Y, sin embargo, allí estaba, experimentando de pronto el mismo anhelo por Bill.

Tras haber resuelto la cuestión que tenía entre manos, Bill se acercó a ella, deteniéndose un momento para gritarle algo a su capataz. Su forma de volverse, de mover los brazos y de contraer los músculos de la espalda hicieron que el corazón de Trudie le diera un vuelco en el pecho.

—Esta vez pongo tres tuberías de desagüe —dijo Bill con una sonrisa—. ¿Las quieres contar? ¿O prefieres discutir los méritos de La Preciosa Sangre, el Santo Grial?

De pronto, Trudie comprendió la razón de aquella extraña y maravillosa sensación, por qué la experimentaba con Thomas y por qué ahora la experimentaba con Bill, el misterio de sus fabulosas noches en Butterfly y el motivo de que no pudiera revivirlas en el mundo real. Las discusiones intelectuales la excitaban. Le encantaba el desafío intelectual de un hombre sexualmente atractivo. Era una especie de juego preliminar; el enfrentamiento entre los ingenios y la puesta a prueba de la capacidad cerebral se trocaban finalmente en una energía sexual más intensa y emocionante que cualquier juego preliminar de carácter físico. Había encontrado la respuesta al misterio de Thomas mucho antes de que intentara resolverlo: por eso le había dicho a la directora de Butterfly que deseaba estar con un hombre que fuera inteligente e instruido y pudiera enzarzarse con ella en un serio debate intelectual.

Trudie se pasó el bolso de un hombro al otro y se sintió súbitamente azorada.

—Vaya, vaya —dijo, ansiando fumarse un cigarrillo, pero reprimiendo el impulso—. Conque filosofía oriental, ¿eh? Me habías engañado.

—El engaño era recíproco.

Trudie introdujo la mano en el bolso, sacó el mechero y se apresuró a encenderlo. El reciente descubrimiento la hacía sentirse inexplicablemente incómoda. La había pillado por sorpresa; necesitaba asimilarlo y descubrir por sí misma lo que tenía que hacer.

¡Bill!, pensó con asombro. ¡El zopenco de Bill!

—No tendrías que fumar —dijo Bill.

—No me digas que también estudiaste medicina.

—No —dijo Bill en voz baja—. Pero me molestaría verte morir joven.

Trudie contempló las palmeras que bordeaban la propiedad de Greene, mecidas suavemente por la brisa de mayo. Al final, dijo con indiferencia:

—Aún estoy en deuda contigo.

Bill arqueó las cejas.

—¿Por qué?

—Por lo de mi despacho, el mes pasado. ¿No te acuerdas? Perdiste una hora de trabajo porque te mandé llamar para pegarte una bronca y tú me dijiste que te la debía. Hoy te invito a almorzar. ¿En Maury’s de Roxbury te parece bien?

Bill se frotó lentamente las manos y miró a su alrededor.

—No quiero dejar a esta gente. Tengo que resolver problemas. Y, además, ya me he traído el almuerzo.

Trudie arrojó el cigarrillo al suelo, lo pisó para apagarlo y dijo:

—¡De acuerdo, pues! ¡Nos vemos!

Subió rápidamente a su automóvil y estaba a punto de poner en marcha el motor cuando Bill se acercó y le preguntó:

—¿Qué haces el domingo? ¿Te apetecería salir a navegar conmigo?

Trudie contempló su silueta recortada por el sol del mediodía y experimentó el súbito deseo de estar con él en altamar, discutiendo, compitiendo con su ingenio y haciendo fantásticamente el amor.

Pero entonces recordó su desastrosa noche con el propietario de cierta empresa de albañilería («Algunos tipos apuestan a que eres lesbiana») y pensó en la interminable serie de decepciones de los sábados por la noche y en los hombres que buscaban su dinero o solo querían introducirse en sus bragas y, de pronto, no se fio de los nuevos sentimientos de Bill.

—Lo siento —dijo, haciendo marcha atrás para alejarse—. Consideremos cancelada la deuda.

Bill contempló desconcertado cómo el Corvette desaparecía en medio de una lluvia de polvo y grava.

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