Butterfly

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Mayo » Capítulo 45

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El Caballero Negro galopaba por la liza del torneo mientras los cascos de su caballo resonaban y lanzaban la polvareda al aire. Mantenía la lanza en firme posición de ataque; en cuanto llegó a la altura del Caballero Rojo, apuntó con precisión y su lanza derribó a su contrincante al suelo. Los espectadores lanzaron vítores mientras el Caballero Negro se acercaba a lomos de su corcel al estrado donde se encontraba su dama, desmontaba y le devolvía el velo que había llevado consigo durante la lid.

La multitud gritó enfervorizada. Jessica batió palmas y saludó al caballero que tan bien había interpretado su papel. La ilusión había sido completa. La Feria del Renacimiento la había encantado.

Ella, John y sus dos amigos se retiraron y reanudaron su paseo por el recinto de la feria. Era un acontecimiento que se celebraba una vez al año en las colinas situadas detrás de Calabazas, y Jessica jamás se lo perdía. Esta vez, John había invitado a Ray y Bonnie a acompañarles. Pero ninguno de ellos se había disfrazado con trajes de la época, tal como solían hacer muchos de los asistentes. Jessica quiso hacerlo, pero John rechazó la idea por considerarla impropia. Mientras paseaban entre la gente, Jessica envidió a las mujeres con sus recargados vestidos isabelinos y sus sencillos atuendos de campesinas. Estaban completamente identificadas con el espíritu de la feria.

Las normas eran muy estrictas: todo tenía que encajar con la época del Renacimiento…, los atuendos, el lenguaje, incluso la comida que se vendía en los tenderetes y que no podía ser anterior ni posterior a la época. Por esa razón la feria terminaba al anochecer: no se podía utilizar la iluminación eléctrica. Sin embargo, por orden del Departamento de Sanidad, se tenían que hacer algunas concesiones a la era moderna. Los tenderetes de comida tenían frigoríficos y hielo; la leche, la cerveza y el vino estaban pasteurizados. Pero, por lo demás, todo era auténtico con tal precisión y tal lujo de detalles que, por unas horas por lo menos, la gente se podía perder en una lejana época del pasado.

Cosa que precisamente hacía Jessica cada vez que acudía allí. Ella y John recorrían las callejuelas de la espaciosa feria y examinaban los artículos hechos a mano que se vendían en los cientos de tenderetes: peltre, sombreros de fieltro, máscaras, colchas y toda una serie de productos de distintas artes y oficios limitados tan solo por la imaginación humana. Aquí y allá estallaban disputas callejeras previamente ensayadas por los hombres vestidos con sus trajes de época mientras las «mozas» los contemplaban y vitoreaban. De pronto, aparecía un prestidigitador y montaba su pequeño espectáculo, pasando después el gorro para que le echaran monedas. Se podía oír a un hombre vestido como Copérnico, discutiendo con otro sobre la posibilidad de que la Tierra girara en torno al Sol. En la feria se sacudía uno de encima el presente y se sumergía en el pasado, entregándose al hechizo de la fantasía.

Se parecía a Butterfly, pensó Jessica mientras se detenían para comprar cuatro tajadas de carne asada. Todo aquello era fantasía e ilusión. Se dejaba la realidad en la entrada, se compraba un frasco de vino dulce y se contemplaba el desfile de la reina Isabel y su corte. Era un día muy bonito para disfrutar de todo aquello: el sol calentaba suavemente con sus rayos, era el fin de semana del Día de la Conmemoración en que se honraba a los soldados muertos en campaña y el sur de California se hallaba envuelto en una neblina preestival.

—Mira, cariño —le dijo John a Jessica al llegar a un tenderete de alfarería—. Esas son las copas de vino que te gustaron la última vez. ¿Por qué no las compramos ahora?

Jessica recordaba las copas; el año anterior le habían parecido horribles y se alegró en su fuero interno cuando ella y John regresaron al término de la jornada y descubrieron que ya no estaban. Mientras John le hacía una seña al propietario del tenderete, vestido con chaquetilla de terciopelo y ajustados calzones, Jessica tomó una copa y la examinó. El pie hubiera tenido que ser la figura de un mago. Pero no estaba muy bien conseguido.

—¿Cuántas compramos? —preguntó John, sacando el billetero—. ¿Seis u ocho?

Jessica dio varias vueltas a la copa, examinándola detenidamente.

A cuarenta dólares la pieza resultaban muy caras y ella no les veía ninguna utilidad.

—¿Jess? El señor está esperando. ¿Cuántas compramos?

—Bueno —dijo Jessica, posando la copa y mirando a su marido—. Es que… a mí no me acaban de gustar, John. Quiero decir que no son nuestro estilo, ¿no crees?

John arqueó las cejas.

—El año pasado te volviste loca por ellas.

«No. El que se volvió loco fuiste tú. Yo no dije nada».

—Compraremos seis —dijo John, dirigiéndose al vendedor.

Mientras el estante se vaciaba de las feas copas en tonos rojizos y grises que irían a parar a una alacena de su casa de la que jamás volverían a salir, John extendió un cheque por valor de casi trescientos dólares y Jessica se volvió, fingiendo interés por una sopera de cerámica con un dragón en la tapa.

Después, se detuvieron a tomar cerveza en un cruce de calles donde cientos de cansadas y acaloradas personas permanecían sentadas sobre haces de heno, apagando su sed.

—Bueno —les dijo John a Bonnie y Ray—. ¿Adónde vamos ahora?

—¿Qué nos queda por ver? —preguntó Bonnie, que visitaba la feria por primera vez.

—No hemos visto ni la mitad. Por allí se practica el tiro con arco y muchos juegos de habilidad —contestó John indicando una callejuela—. Y allí detrás hay un escenario en el que se ofrecen representaciones a lo largo de todo el día.

—También hay adivinos —apuntó Jessica—. Hay toda una serie de expertos en la lectura de la palma de la mano, el Tarot, las bolas de cristal…

—¡Vamos al tiro con arco! —dijo John, arrojando su vaso de plástico a un cubo de desperdicios—. A ver quién da primero en el blanco.

Los demás le siguieron por la abarrotada calleja hacia el campo de tiro con arco donde la gente hacía cola bajo el sol, esperando que le tocara el turno. Jessica y Bonnie contemplaron a John y Ray mientras estos trataban de conseguir la mayor puntuación posible, y después los cuatro prosiguieron su paseo entre las distintas modalidades de juegos.

Al llegar al lanzamiento de aros, Jessica se detuvo y dijo:

—¡Vamos a probar!

John contempló el tenderete y se echó a reír.

—¿Por qué? —preguntó.

—Fíjate en los premios. Muñecas medievales. Me encantaría tener una.

—De acuerdo, cariño —dijo John, acercándose al mostrador donde estaban amontonados los aros listos para ser arrojados a un tablero del fondo de la barraca en el que sobresalían unas varillas.

—Aquí viene un gentil caballero —dijo la mujer que regentaba el puesto. Iba vestida de lechera y lucía una blusa atrevidamente escotada—. ¡Gástese un penique y gane un trofeo para su dama!

Se gastó más de un penique. John pagó un dólar por seis aros. Al ver que tomaba el primero, Jessica le dijo:

—Por favor, déjame probar.

—Ya sabes que eso de los lanzamientos no se te da muy bien, cariño —dijo John, mirándola con una sonrisa—. Déjalo de mi cuenta.

«Pero si precisamente por eso nos hemos detenido aquí…, ¡para que yo juegue!».

John lanzó el primer aro y falló. Lanzó el segundo y volvió a fallar.

Ray se rio y le dio a su socio una palmada en la espalda.

—Reconócelo, John —le dijo—. ¡No estás en muy buena forma! La agudeza visual es lo primero que se deteriora.

John modificó su posición, afianzó los pies en el suelo, apuntó y falló.

—Creo que eso no es tan fácil como parece ser —dijo Bonnie.

—Por favor, déjame probar, John —repitió Jessica.

—Tú quieres una muñeca, ¿verdad, cariño?

—Bueno, sí, pero…

—Pues entonces, déjame a mí.

Bonnie contempló las muñecas hechas a mano. Las había de distintos tipos de tela y estaban colgadas en una pared de la barraca.

—Desde luego, son muy bonitas. No me importaría nada tener una en mi aula.

John volvió a fallar.

—Aquí hay trampa —dijo, arrojando el quinto aro y fallando por un amplio margen—. ¡Juraría que estas varillas se mueven!

Lanzó el último de espaldas y por encima del hombro estilo Annie Oakley mientras Ray y Bonnie se reían de él.

Jessica, que se había encaprichado de una muñeca en particular porque pensaba que quedaría bien en la pared de su despacho, abrió su bolso.

—Un momento —dijo mientras sus acompañantes ya se estaban alejando—. Voy a probar.

—No malgastes nuestro dinero, Jess —le dijo John—. No merece la pena gastarse un dólar en eso.

«Tampoco lo merecen tus copas».

John y sus dos amigos se alejaron mientras Jessica compraba seis aros.

Entre los lanzamientos, miraba a través de la gente, tratando de no perder de vista a sus acompañantes. Era fácil separarse y perderse en aquella feria tan grande. Al final, no pudo concentrarse lo bastante y falló los seis lanzamientos.

Minutos más tarde, tras haberlos buscado, encontró a John, Bonnie y Ray saboreando unas fresas con crema en el cuenco de un melón, a la sombra de un roble gigantesco.

—¿Has ganado? —le preguntó John al verla aparecer, cansada y acalorada.

—No.

—Ya te lo dije.

Jessica contempló los apetitosos postres. Las fresas eran tan grandes como ciruelas y la crema era a la antigua, con grumos y todo. Prácticamente se hubiera podido extender con un cuchillo.

—¿Te apetece un poco? —le preguntó John.

—¡Sabes que sí!

John recogió con su cuchara una fresa y un poco de crema y se la acercó a la boca. Jessica la saboreó, pero su marido no le ofreció más.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Ray, una vez vaciados los cuencos de melón.

—¿Por qué no vamos a que nos digan la buenaventura? —sugirió Jessica—. El Barranco de los Adivinos está aquí mismo…

—Pronto empezará el Desfile del Cortejo de la Reina, cariño —dijo John—. No nos lo podemos perder.

—Sería divertido que nos dijeran la buenaventura —terció Bonnie.

—No me digas que tú también te crees estas sandeces. ¡Pensaba que Jessica era la única incauta entre nosotros!

—¡Pero eso nadie lo toma en serio, hombre! —exclamó Bonnie—. Es solo para divertirnos.

—De acuerdo, pues, si eso os divierte.

Mientras bajaban por la polvorienta calleja, Jessica observó a John y Ray, caminando delante de ellas…, dos atléticos hombres sobre los cuarenta años, elegantemente vestidos, con un corte de pelo muy caro y con unos gestos y unos andares que proclamaban a gritos su éxito. Eran los amos del mundo, pensó Jessica. Los hombres como John y Ray dirigían cosas, sus decisiones eran tenidas en cuenta y ellos lo sabían. Mientras les seguía sin apenas escuchar lo que Bonnie le estaba contando sobre sus alumnos de sexto grado, Jessica contempló a su marido, moviéndose con seguridad y confianza entre la gente. De vez en cuando, él y Ray se reían. Fingían galantear a las «mozas». Se detenían de vez en cuando para examinar, señalar o comentar algo, y después proseguían su camino. Mientras observaba a su marido paseando por el mundo con aquella confianza suprema en sí mismo, Jessica sintió que el día se nublaba y que su felicidad en la feria empezaba a disiparse.

Habían transcurrido tres semanas desde la angustiada fuga a Butterfly y su decisión de enfrentarse con John. Cuando regresó a casa después de su entreacto de mentiras, encontró a John haciendo el equipaje para un viaje de emergencia a Londres. Habían surgido problemas en la delegación del Reino Unido, le explicó. Estuvo ausente casi dos semanas. A la vuelta, se mostró muy cariñoso y amable con ella, tal como siempre ocurría después de una larga ausencia, y los días sucesivos estuvieron ocupados por el trabajo, las comparecencias ante los tribunales y más trabajo. Aquel fin de semana era el primero que pasaban juntos para relajarse y divertirse un poco.

Pero la alegría que sintió Jessica por la mañana cuando estacionaron el automóvil al lado del de Ray y Bonnie en el aparcamiento exterior de la feria, se había ido desvaneciendo a lo largo de las horas como una bolsa de arena con un agujero microscópico. Ahora, mientras evocaba los acontecimientos de la mañana, Jessica pensó que, en cada paso que habían dado y en cada tenderete donde se habían detenido, se había ido dejando un poco de felicidad.

Ahora ya sabía que las cosas entre ella y John jamás cambiarían. Por muy agradables y armoniosos que fueran los regresos a casa de su marido, breves períodos en los cuales Jessica le amaba sinceramente, después se producían invariablemente días de reproches y críticas, de juegos de dominio machista, de sexo como recompensa o castigo y de comportamientos en los cuales se evidenciaba la necesidad de John de humillarla y de reafirmar su autoridad. Jessica miró hacia el final de la calleja renacentista por la cual su marido paseaba como si fuera el señor del castillo, y se imaginó sus años de convivencia en cuyo transcurso envejecería sin que los papeles cambiaran jamás y ella se sentiría asfixiada como su madre en aquella mansión de un millón de dólares en Palm Springs donde la pobre mujer no era más que la esposa ornamental de John Mulligan, un hombre que mandaba y ejercía influencia. Y entonces se asustó súbitamente.

Acababa de iniciarse un combate a espada entre dos hombres que hubieran podido ser Robin Hood y el gobernador de Nottingham. Uno de ellos vestía un coleto de cuero y unos calzones verdes, mientras que el otro llevaba una chaquetilla acolchada y un elegante sombrero de terciopelo. Ambos combatían con habilidad y se llamaban recíprocamente «bellaco» y «villano». La multitud formó un círculo a su alrededor y los animó con gritos. Jessica y Bonnie se acercaron a sus maridos, los cuales tomaron inmediatamente partido y vitorearon a su espadachín preferido, intercambiándose amistosos insultos tal como hacían en los encuentros de fútbol.

Jessica contempló el combate y empezó a emocionarse. Los espadachines eran jóvenes y apuestos. Sus ajustados calzones moldeaban unas musculosas piernas y unas firmes y redondas nalgas. Además, interpretaban muy bien sus papeles. Sin duda, pensó Jessica, habrían estudiado arte dramático y les encantaba aquella oportunidad de exhibir sus aptitudes.

Cuando terminó la contienda y ambos se fueron cada cual por su camino, el público los aplaudió y se dirigió hacia los tenderetes de comida. El enfrentamiento a espada les había abierto un apetito feroz. Mientras los cuatro reanudaban su paseo hacia el Barranco de los Adivinos, Bonnie exclamó:

—¡Qué estupendo es todo esto! Me alegro de que nos hayáis invitado a venir. No tenía ni idea de lo que era la Feria del Renacimiento. ¿No te gustaría que dos hombres se pelearan por ti de esta manera? —preguntó, mirando a Jessica.

«Sí. Sí me gustaría».

—Supongo que ya se habrán dado cuenta —dijo John mientras doblaban la esquina y bajaban por la empinada senda que conducía al boscoso barranco— de lo que fallaba en este duelo, ¿verdad?

—¿Qué?

—El que vestía de negro llevaba un traje que no correspondía a la época. Los hombres no se tocaban con esos altos sombreros en el Renacimiento. Y la chaquetilla era del siglo XVII.

—Pensaba que aquí cuidaban mucho que todo fuera auténtico —dijo Ray.

—Las personas que trabajan aquí siguen un cursillo de adiestramiento antes de la inauguración de la feria —le explicó John, encabezando la marcha hacia un pequeño puente para peatones—. Y sus trajes son inspeccionados. Pero apuesto a que este se les coló por la puerta de atrás.

—Mira, John, yo no lo creo —terció Jessica—. Su traje correspondía a la época renacentista.

—Me temo que te equivocas, cariño. Había una diferencia de cien años.

«Yo sé que tengo razón».

—Bueno, pues —dijo eufóricamente John—, ¿qué va a ser? ¿Cartas? ¿Hojas de té? ¿Protuberancias craneales?

—John —insistió Jessica—, aquel hombre llevaba un traje muy parecido al de Sir Walter Raleigh. Y este vivió en el Renacimiento.

—Reconócelo, cariño, estás equivocada. No eres muy experta en historia, ¿sabes? Bien, parece que tenemos cincuenta adivinos entre los que elegir…

—Yo sé algo de historia, John. A fin de cuentas, en la universidad de Santa Bárbara seguí un curso secundario de historia.

John esbozó una sonrisa.

—Sí, muy secundario. De acuerdo, pues, ¿a qué adivino vamos? —preguntó, mirando a Bonnie y Ray.

—Yo quiero uno que sea optimista —contestó Ray—. ¡Uno que me diga que hay un Lamborghini en mi futuro!

Mientras los demás se encaminaban hacia los adivinos, Jessica se quedó donde estaba y dijo.

—John, no merezco ser tratada de esta manera.

—¿De qué manera? —preguntó John, volviéndose a mirarla—. ¿Qué te ocurre, Jess?

—Me tratas como a una idiota. Como si todo lo que digo fuera una tontería que no mereciera ser escuchada.

John lanzó un suspiro y se acercó a ella.

—Jessica, ¿por qué le das tanta importancia a una cosa así? ¿Qué más da que aquel tipo llevara un traje adecuado o no?

—No tiene nada que ver con el traje, John —contestó Jessica serenamente mientras el corazón se le desbocaba en el pecho—. No me gusta que me humilles.

—¡Humillarte! —exclamó John, echándose a reír—. Entonces, ¿qué quieres? ¿Que te siga la corriente cuando estás claramente equivocada?

—Es la forma en que lo haces, John.

John miró a Bonnie y Ray y después le dijo a Jessica:

—Mira, no sé en qué he fallado, pero si eso te hace sentir mejor…, de acuerdo, aquel tipo llevaba un traje adecuado. ¿Satisfecha?

Cuando John ya estaba a punto de reanudar su camino, Jessica permaneció donde estaba.

—No, no estoy satisfecha.

John se detuvo y la miró exasperado.

—Mira, Jessica, no sé a qué viene este malhumor, pero me gustaría que te lo sacudieras de encima. Ya te he dado la razón. ¿Qué más quieres?

Jessica sintió que se le aceleraban los latidos del corazón.

—Quiero una disculpa.

—¿Quieres qué?

—Quiero que te disculpes por tu manera de hablarme.

—Oye, Jessica, yo no sé qué te pasa hoy…

—John, simplemente quiero que me trates con un poco de respeto. Me has insultado delante de nuestros amigos. Y no me parece justo.

John la miró fijamente mientras Bonnie y Ray fingían interés por otra cosa y la gente tenía que dar un rodeo a su alrededor al final del pequeño puente. De repente, John dijo en un tono que ella conocía muy bien:

—De acuerdo, Jess. Ya basta. Si hay algo que te molesta, líbrate de ello inmediatamente. Puedes sentirte todo lo desdichada que quieras, pero no quiero que nos estropees el día a los demás.

—El que lo estropea eres tú, John —dijo Jessica, sorprendiéndose de su propia serenidad y su aplomo—. He tolerado tus humillaciones y tu actitud paternalista durante ocho años. Y ya estoy cansada.

John abrió unos ojos como platos. Después, levantó las manos y se alejó. Jessica no le siguió; se quedó donde estaba mientras Bonnie y Ray se intercambiaban una mirada perpleja. Cuando John ya se encontraba a varios metros de distancia, Jessica gritó:

—El hecho de volverme la espalda no te dará resultado esta vez.

John giró en redondo.

—Jessica, ven aquí en seguida.

—Deja de tratarme como a una niña.

John miró a la gente que pasaba. Después, regresó junto a Jessica y le dijo en voz baja:

—Estás dando un espectáculo.

—No me importa.

—No, ya lo sé. Por eso defiendes a los payasos ante los tribunales.

—No cambies de tema, John. Quiero resolver esta cuestión aquí y ahora.

—No pienso discutir contigo en presencia de extraños, Jessica.

—Tú nunca quieres hablar conmigo en privado cuando yo lo intento. Por consiguiente, ¿por qué no delante de todo el mundo?

—Me doy por vencido —dijo John, dándole de nuevo la espalda—. No hay forma de hablar contigo cuando te pones histérica.

Jessica le vio alejarse tal como tantas veces le había visto hacerlo cuando ella quería hablar de algo y él no. En casa, la hubiera castigado con el silencio y después le hubiera hecho el amor como si nada hubiera ocurrido. Esta vez, Jessica le vio alejarse y dio media vuelta, echando a andar en dirección contraria.

Transcurrieron varios minutos antes de que John se diera cuenta de lo ocurrido y volviera sobre sus pasos para darle alcance.

—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó, asiéndola del brazo.

—Me voy a casa —contestó Jessica, librándose de su presa y prosiguiendo su camino por la callejuela.

John corrió tras ella y la agarró nuevamente del brazo, esta vez lastimándola.

—¡No te atrevas a dejarme plantado!

—¿Y por qué no? Tú me lo haces a mí constantemente. Creo que ahora me toca a mí, ¿no?

John la miró, frunciendo el ceño.

—Pero ¿a qué viene todo esto, Jess? ¿Acaso tienes la regla?

Jessica volvió a soltarse y se alejó rápidamente.

Ya se encontraban junto a la entrada, a una considerable distancia del pequeño puente, cuando John la volvió a alcanzar. Cuando se disponía a cruzar la verja, él la asió nuevamente del brazo y la obligó a darse la vuelta.

—¡Déjate de historias ahora mismo, Jessica!

—Si quieres regresar a la feria, John, será mejor que te marquen la mano.

Jessica cruzó la verja y él se la quedó mirando. Después, John la cruzó a su vez y la detuvo de nuevo al otro lado.

—No pienso permitirlo, Jessica. Volvamos dentro ahora mismo, y después tú te disculparás ante nuestros amigos.

—No son nuestros amigos, John. Bonnie y Ray ni siquiera me gustan.

—¡Menudo momento para decírmelo!

—Te lo he dicho otras veces, pero tú no me escuchabas. Suéltame el brazo. Me voy a casa.

—No, no te vas.

—No te han puesto la marca en la mano, John. Ahora tendrás que volver a pagar para entrar de nuevo, aunque solo sea para recoger tus horrendas copas.

—¡Pero si las he comprado para ti!

—¡No las has comprado para mí!

John tenía el rostro congestionado y le apretaba dolorosamente el brazo.

—Te lo juro, Jessica, si no regresas conmigo inmediatamente, te arrepentirás.

—Me he arrepentido durante ocho años, John. Esta es la primera vez que no me arrepiento.

—Pero ¿qué demonios te ocurre?

—Que se me ha acabado la paciencia, John. Eso es todo. Estoy harta de que me trates como a una niña y de que me digas lo que tengo que hacer y lo que tengo que comer y cómo tengo que vestirme. Me humillas cada día de cien maneras distintas. Yo nunca puedo expresar una opinión a no ser que coincida con la tuya. Me menosprecias delante de los demás. Te burlas de mi profesión…

—Y por eso te vas a marchar sin más, ¿verdad? ¿Y me vas a dejar aquí?

—Bonnie y Ray te pueden acompañar. A no ser que quieras venir conmigo y discutir este asunto, por supuesto.

—¡No pienso ir a ninguna parte contigo, maldita sea! Vas a dejar de portarte como una chiquilla malcriada y a convertirte en una persona adulta.

—Me parece un comentario muy irónico.

Jessica consiguió soltarse y echó nuevamente a andar, esta vez casi corriendo.

John la siguió y le cerró el paso.

—No permitiré que hagas eso.

—No necesito tu permiso para irme. Soy perfectamente capaz de conducir el automóvil y volver a casa yo solita. Soy perfectamente capaz de hacer muchas cosas que te sorprenderían, John.

—Tú no sorprendes a nadie, Jess. ¡Eres la mujer más previsible y menos imaginativa que he conocido en mi vida! ¡Santo cielo, pero qué aburridísima eres!

Jessica le miró casi al borde de las lágrimas. Habían discutido muchas veces, pero jamás había visto semejante desprecio en sus ojos, jamás le había oído pronunciar semejantes palabras.

—Creo que tú me has convertido en una mujer aburrida, John —dijo en voz baja. Le temblaba la voz y temía echarse a llorar—. No me has dejado crecer.

—¡Crecer! —John giró en redondo y se introdujo las manos en los bolsillos—. ¡Estúpida perra! ¿Dónde estarías ahora si yo no me hubiera casado contigo? ¿Qué harías si yo no te dijera cada día lo que tienes que ponerte y lo que tienes que pedir en un restaurante, por Dios bendito? Tú no tienes criterio propio, Jess.

—¡Eso porque tú nunca has permitido que lo tuviera! —gritó Jessica.

La gente que pasaba para dirigirse a los automóviles aparcados junto a la entrada, miraba subrepticiamente a la pareja. Por una vez, a John no parecía importarle.

—De acuerdo —dijo este con el rostro congestionado por la cólera—. ¿Quieres ir a casa? Muy bien, iremos a casa.

La tomó del brazo y la arrastró hacia el lugar donde estaba aparcado el automóvil.

—¡Me haces daño!

John caminaba a su lado, hundiéndole los dedos en el brazo y obligándola a tropezar sobre el desigual terreno. Cuando llegaron al BMW, la empujó contra el automóvil y se introdujo la mano en el bolsillo para sacar las llaves.

—No pienso subir —dijo Jessica.

—Querías ir a casa, pues vamos a casa. ¡Sube!

—No. Me iré a casa por mi cuenta.

—Pero si ni siquiera sabes orientarte en un supermercado —dijo John, abriendo la portezuela—. ¡Sube!

Jessica reprimió las lágrimas que estaban pugnando por asomar a sus ojos.

—Puedo ir por mi cuenta —dijo en tono forzado—. Soy capaz de hacer muchas cosas por mi cuenta, John.

—Dime una, aparte del hecho de rebajarte en las salas de justicia —replicó John despectivamente.

Jessica advirtió que los latidos del corazón le resonaban en los oídos. Tenía la boca tan seca que casi no podía hablar.

—Ante todo —dijo en un susurro—, soy capaz de irme a la cama con otro hombre.

John soltó una carcajada de desprecio.

—¿Y cuándo te propones hacerlo?

—Ya lo he hecho.

La boca de John se curvó en una sonrisa burlona.

—¿Debo sentirme amenazado?

—En realidad, me he acostado con él un par de veces.

John parpadeó mientras su imperturbable fachada empezaba a agrietarse.

—¿Quién es?

—No sé cómo se llama. Era un perfecto desconocido. Me fui a la cama con un hombre al que ni siquiera conozco.

—No te creo.

—¡Y le pagué dinero a cambio!

La mano de John se levantó tan rápidamente y le azotó el rostro con tanta fuerza que Jessica se tambaleó. Cuando cayó al suelo, tanto ella como John se sorprendieron.

Acercándose una mano a la mejilla, Jessica miró a su marido, diciendo:

—Espero que eso te haya hecho sentir mejor.

—Te lo has ganado… —empezó a decir John.

Temblaba de pies a cabeza y mantenía las manos apretadas en puño junto a los costados.

Jessica se levantó y se apoyó contra el automóvil. Le latía la mejilla y tenía las palmas de las manos arañadas. Contempló la rígida espalda de John, esperando que este hablara o hiciera algo. Pero John permaneció de espaldas con los ojos clavados en las hileras de vehículos que se extendían hasta las colinas. Un sofocante silencio estival descendió sobre la escena. Aquella zona del aparcamiento había sido ocupada a primera hora de la mañana y no había alegres feriantes pasando entre los automóviles; solo las moscas y los abejorros zumbaban en medio del calor. En la distancia, los rumores de la feria se elevaban hacia el cielo bañado por el sol.

Jessica esperó.

Al final, respirando hondo e irguiendo la espalda, John cerró de golpe la portezuela del vehículo, se volvió a guardar las llaves en el bolsillo y dijo:

—Puedes hacer lo que quieras. Me importa un bledo.

Tras lo cual, se alejó en dirección a la feria.

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