Budapest

Budapest


Escrito aquel libro

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Escrito aquel libro

La cubierta tornasolada, yo no entendía el color de aquella cubierta, el título Budapest, yo no entendía el nombre Zsoze Kósta impreso allí, yo no había escrito aquel libro. No sabía qué estaba ocurriendo, aquella gente a mi alrededor, yo no tenía nada que ver con todo aquello. Quería devolver el libro, pero no sabía a quién, lo había recibido de Lantos, Lorant & Budai y me quedé ciego. Los focos me deslumbraban, era la Duna Televízió, no entendía aquella Duna Televízió, necesitaba irme de allí, se cerraron detrás de mí las puertas de la aduana. Miraba los carteles del aeropuerto, y a través del cristal unas personas me miraban, me hacían señas con libros de cubierta tornasolada. Y vi la cara risueña de Pisti, Pisti, que nunca sonreía, y a su lado la mujer con una pequeña cámara de vídeo parecía Kriska, pero no lo era, lo era, no lo era, lo era, pero se la veía diferente. Un poco aparte, quien me sonreía era el señor …, nunca había visto aquellas encías oscuras. Y miré a Pisti, y miré al señor …, los cuerpos delgados, las cabezotas, los cabellos negros, no entendía cómo de repente los dos se parecían tanto. Busqué la mirada de Kriska, pero su ojo izquierdo estaba cerrado; el derecho, escondido detrás de la filmadora, y no me entraba en la cabeza que un día se hubiese acostado con aquel individuo. Cuando más tarde me aseguró que era un hombre de buen corazón, escuché callado, no podía decirle a Kriska que su ex marido era un canalla. Pero en aquel momento aún no entendía nada, el viaje había sido largo, había bebido vino, había tomado barbitúricos. Yo estaba aturdido, mi cuerpo se balanceaba, se inclinaba hacia un lado, mis ojos estaban enrojecidos, mi cuerpo se inclinaba hacia el otro lado. Por fin me aplomé, fijé la mirada al frente, mis pupilas estaban dilatadas, y el rostro semioculto de Kriska me parecía redondo, creí que había engordado mucho. Y cuando comprendí que estaba embarazada, todo mi cuerpo comenzó a temblar, me brotó un rictus en los labios, me paralicé. Medio bizco y con la boca torcida, me quedé congelado, porque Kriska pulsó la pausa del vídeo para atender al niño, que se había echado a llorar. Cuando no estaba amamantando, le gustaba mostrar sus grabaciones, las imágenes vacilantes, el zoom inquieto; tenía mi escena en el aeropuerto, tenía al niño en el nido, yo debería haber filmado el parto, pero en el momento me sentí mal y abandoné la sala. Y cuando no pasaba un vídeo ni daba el pecho al niño, Kriska leía el libro. No se cansaba de leer el libro, ahora que estaba de baja por maternidad, ya lo había leído unas treinta veces en voz alta. Realmente increíble, decía, y me miraba maravillada, y hacía comentarios, pan de calabaza, ¿de dónde has sacado eso? Coro de ventrílocuos, realmente increíble, y esa ciudad de Río de Janeiro, esas playas, esa gente andando hacia ningún lugar, y esa mujer, Vanda, ¿de dónde has sacado eso? Realmente increíble, realmente increíble, y yo sentía cómo la sangre me subía a la cabeza a borbotones. Y ella, además, me decía que su ex marido tenía un corazón de oro, se había preocupado al enterarse de su embarazo por Pisti, le había pedido a Pisti que le asegurase a su madre que no ahorraría ingenio ni recursos para llevar a su hombre de vuelta a Budapest. Ingenua, Kriska se había conmovido hasta las lágrimas, pues raramente los ex maridos suelen ser tan altruistas, e hizo que Pisti le transmitiese a su padre su profundo reconocimiento. Mientras eso ocurría, el canalla escribía el libro. Falsificaba mi vocabulario, mis pensamientos y devaneos, el canalla inventaba mi novela autobiográfica. Y a ejemplo de mi caligrafía forjada en su manuscrito, la historia que él había imaginado, de tan semejante a la mía, a veces me parecía más auténtica que si la hubiese escrito yo mismo. Era como si él hubiese impreso colores en una película que yo recordaba en blanco y negro, oh, Kósta, esa fiesta de Año Nuevo, esa canción de Egipto, ese alemán sin pelo, no soportaba ya oír aquello. Y una noche, en la cama, salté sobre Kriska, arrojé lejos el libro, la cogí por el cabello y así me quedé, jadeante. El autor de mi libro no soy yo, quería decirle, pero la voz no me salía de la boca, y cuando salió fue para decir: sólo te tengo a ti. Y Kriska susurró: hoy no; el niño dormía justamente allí, en la cuna, al lado de la cama, porque tenía que mamar cada media hora. El autor de mi libro no soy yo, me disculpé en el Club de las Bellas Letras, pero todos me felicitaron y fingieron no oírme, tal vez porque, como se dice, estaba mentando la soga en la casa del ahorcado. Y el eminente poeta Kocsis Ferenc, con ocasión del lanzamiento solemne de Budapest, insistió en presentarme en público en la librería Lantos, Lorant & Budai. De muy buen humor, lamentó que sus Tercetos secretos no hubiesen brotado de verdad de la fantástica pluma de Zsoze Kósta, e hizo reír a la multitud. El autor de mi libro no soy yo, añadí, y la multitud estalló en carcajadas. No era un chiste, pero como tal fue publicado el comentario al día siguiente, con foto en la tapa del Magyar Hírlap, y Lantos, Lorant & Budai me telefonearon para decir que la primera edición se había agotado en las librerías. La gente me paraba en la calle, me pedía autógrafos en sus ejemplares, y, con la mano dormida, yo escribía dedicatorias que me resultaban extrañas. Extraños artículos con mi nombre aparecían en la prensa casi todos los días. Me recibieron en el Parlamento, cené en el Palacio del Arzobispo, en la Universidad de Pécs me concedieron un doctorado honoris causa, que agradecí con un discurso pomposo que había aparecido, no sé cómo, en mi bolsillo. Mis pasos se volvieron lentos, iba a donde me llevaban, ya sabía lo que me esperaba, era como si mi libro siguiera escribiéndose. En las conferencias intentaba, además, hablar improvisando, tenía algún que otro destello de ingenio, pero mis lectores ya los conocían todos. Inventaba palabras estrambóticas, frases de atrás hacia delante, un la madre que los parió, pero no bien abría la boca, siempre se me anticipaba algún espectador exhibicionista. Era tedioso, era muy triste, podría bajarme los pantalones en el centro de la ciudad y nadie se sorprendería. Por suerte me quedaban los sueños, y en sueños yo estaba siempre en un puente del Danubio, en las horas muertas, mirando sus aguas color plomizo. Y alzaba los pies del suelo, y me balanceaba con la barriga sobre el parapeto, feliz de la vida por saber que podría, en cualquier momento, dar a mi historia un desenlace que nadie había previsto. Me demoraba gozando de aquella omnipotencia, y con la demora nacía el sol, verdecían las aguas, al rato me veía de nuevo con los movimientos refrenados. Los policías, los bomberos, los paramédicos, los transeúntes se aferraban a mí: no cometáis locuras, Ilustre Escritor Zsoze Kósta, tened fe en Dios, Ilustre Escritor Zsoze Kósta. Un cura, un rabino, un gitano, cada cual me arrastraba hacia su lado, probablemente deseaban aparecer en el libro. Yo me debatía, intentaba desprenderme de aquella turba y me despertaba ovillado en la sábana, aliviado por encontrarme al lado de Kriska, que por lo menos estaba en el libro desde el comienzo. Y el primer día de primavera, observando el caminar de Kriska, presentí que el período posparto llegaba a su fin. Toda la tarde cantó canciones de otras primaveras, por la noche cantó nanas al niño en la habitación de Pisti, se dio una ducha, se acostó conmigo vestida con un camisón de seda. Y me pidió que leyese el libro. ¿Cómo? El libro. Yo no leería un libro que no era mío, no me sometería a tamaña humillación. Y ella no insistió mucho, tal vez porque sabía que tarde o temprano yo haría su voluntad. Sólo me puso el libro en el regazo y se dejó estar inerte en la cama. Lo cogí, sus hojas se soltaban en mis manos, no entendía por qué necesitaría leer un texto que ella ya había leído más de trescientas veces. Pero en una obra literaria debe de haber matices, dijo Kriska, que sólo se perciben a través de la voz del autor. Sin querer me daba pie para que le comunicase, de modo perentorio, que no podría ser yo el autor de un libro que llevase mi nombre en la cubierta. Amenacé con arrancar mi nombre de aquella tapa ya medio manchada, untuosa, pero al ver la sonrisa plácida de Kriska, sus párpados caídos, su piel casi transparente, me dio pena herirla. Sin duda prefería seguir imaginando que era mío el libro que llevaba siempre junto al pecho. Para ella era muy lisonjero que un autor tan premiado, considerado por el venerable Buzanszky Zoltán como el último purista de las letras húngaras, fuese ese tipo salvaje que ella había iniciado en el idioma. Entonces me puse las gafas, abrí el libro y comencé: Debería estar prohibido burlarse de quien se aventura… Despacio, Kósta, más despacio, y las primeras páginas fueron duras de vencer. Yo me atropellaba con la puntuación, perdía el aliento en medio de las frases, era como leer un texto que realmente hubiese escrito yo, pero con las palabras desplazadas. Era como leer una vida paralela a la mía, y al hablar en primera persona, a través de un personaje paralelo a mí, yo tartamudeaba. Pero cuando aprendí a tomar distancia del yo del libro, mi lectura fluyó. Por ser preciso el relato y límpido el estilo, ya no vacilaba en narrar paso a paso la existencia tortuosa de aquel yo. Y por más que aquel personaje padeciese, Kriska tampoco demostraba gran conmiseración. Pues si tenía alguna simpatía por el yo del libro, con quien se embelesaba era con su inhumano creador. Y a solas con ella, a la media luz de la habitación llena de humo, hasta llegué a convencerme de ser el verdadero autor del libro. Disfrutaba de las frases, de la melodía de mi húngaro, me deleitaba con mi voz. Rápido, Kósta, más rápido, decía Kriska, cuando yo me detenía más de la cuenta en los episodios de Río de Janeiro. Pero cuando era ella la que figuraba en la historia, me pedía que releyese la página, sólo una vez más, Kósta, de nuevo. Y reía, reía como si yo escribiese con una pluma en su piel, esa pista de baile giratoria, realmente increíble. Ya cerca del final, yo sabía que se acomodaría en la cama para recostar su cabeza en mi hombro. Se colocó de lado en la cama y recostó su cabeza en mi hombro, consciente de que, sin interrumpir la lectura, yo sentía placer en ver sus caderas realzadas bajo el camisón. Entonces movió levemente una pierna sobre la otra, dejando nítido el dibujo de sus muslos bajo la seda. Y al instante siguiente sintió vergüenza, porque ahora yo leía el libro al mismo tiempo que el libro ocurría. Querida Kriska, le pregunté, ¿sabes que noche tras noche concebí solamente por ti el libro que ahora concluye? No sé lo que pensó, porque cerró los ojos, pero dijo sí con un movimiento de la cabeza. Y la mujer amada, cuya leche yo había ya sorbido, me dio a beber del agua con la que había lavado su blusa.

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