Brooklyn

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Martes, 15 de septiembre de 2003Nueva York

Brooklyn Steinfield

—¡No estarás hablando en serio!

—Completamente.

La proposición de Ryan me pilló por sorpresa, obligándome a guardar un sepulcral silencio. Él, sin embargo, ni siquiera titubeó al hacerme partícipe de que lo tenía decidido. Pensaba someterse a una cirugía de implante coclear.1 A continuación me mostró unos trípticos, para que, antes de oponerme sin ser objetiva, me empapara sobradamente del tema en cuestión.

Por lo visto, él ya se había encargado minuciosamente de recabar información, a mis espaldas, sobre algo que nos concernía a ambos.

Le eché una ojeada rápida, pero enseguida lo aparté a un lado.

—Ryan, es demasiado arriesgado.

—Bueno, es un riesgo que quiero asumir.

—Las expectativas de éxito no compensan los...

—Brook, mírame. —Atrapó mi cara con sus grandes manos y empezó a acariciar una de mis mejillas con el pulgar para tratar de relajar mi semblante, pues yo estaba que echaba chispas—. Quiero hacerlo. Necesito volver a sentirme completo, a oír vida a mi alrededor, a mantener conversaciones sin tener que leer los labios de nadie, a oír ruidos y sonidos como el de una simple risa, que ya tengo olvidados.

Deslizó su mirada a Shera, quien, distraída, se entretenía sobre una manta de actividades para bebés.

—No quiero perderme las primeras palabras de Shera, ni cada vez que me dices que me quieres, ni oírmelo decir a mí. Por favor, no me prives de eso.

—Pero es que no es real —me quejé, angustiada; que se sometiera a una nueva operación me aterraba—. Demasiado riesgo que correr para ni siquiera curar la sordera.

—Lo sé, y es algo que asumo.

Sus ojos me estaban implorando a gritos la necesidad de llevarlo a cabo y los míos se humedecían, sin poder hacer nada por impedirlo.

—Brook, cariño..., el riesgo es mínimo en comparación con todo lo que puedo ganar. Míralo por ese lado, por favor.

—No quiero perderte, no podría soportarlo.

Ryan sonrió y retiró con la yema de los dedos un par de lágrimas que rodaban por mis mejillas.

—Cielo, no me vas a perder. Nunca más. Lo sabes, ¿verdad?

Respiré pesadamente y él aprovechó para sellar mis labios temblorosos con los suyos.

—Nunca —repitió solemne—. Te lo prometo.

—No puedes prometerme eso... —lloriqueé en su boca.

—Sí, sí que puedo.

Ambos nos echamos a reír, porque nadie podía prometer algo así. Nadie sabía a ciencia cierta lo que el caprichoso destino tenía preparado para sí.

Luego nos abrazamos en silencio, durante largo rato, minutos, tal vez. Perdí la noción del tiempo y del espacio. Estar con Ryan era como vivir un sueño, un delicioso letargo del que nunca quieres despertar.

—Pero antes...

Ryan se separó de mí, dando un paso atrás para anclar una rodilla en el suelo ante mi asombro, sacar una cajita del bolsillo de sus pantalones y, tras sostenerme una mano, pedirme matrimonio mientras yo, apoyada en el mármol de la isla de la cocina de nuestro apartamento en Upper East Side, hacía malabares para no desmayarme in situ.

—Pero si ya tengo éste... —Señalé el precioso solitario que rodeaba mi dedo anular.

—Ése es el de pedida, éste es el de la boda.

Desoyendo mis palabras, abrió la cajita y en su interior apareció una elegante y delicada alianza de oro de dieciocho kilates.

—Oh, cariño...

Ryan me sostuvo la mirada solemne, lo que me indicó que lo que iba a pronunciar era muy importante para él.

—Dios sabe que desde el momento en que te vi por primera vez supe que eras la persona que iba a robarme el corazón. Tú, con tus incansables ganas de devorar la vida y tu afán por hacerme feliz a toda costa, lo hiciste posible... Conseguiste apaciguar esos demonios que arrastraba desde niño, con tu dulce sonrisa y esa forma de amarme sin condiciones y aceptarme como era.

—Ryan, para... o de lo contrario me vas a hacer llorar —le advertí, al borde del llanto.

—Pues yo espero que sí lo hagas.

Le dediqué mi ceño fruncido al tiempo que sorbía por la nariz.

—¿Te gusta verme llorar?

—Sí, siempre que sea de felicidad. A lo que iba... —Se aclaró la voz en el puño, de modo teatral—. Brooklyn Steinfield, ¿aceptas ser mi mujer?

—Sólo si es para siempre...

—Lo será. Te lo prometo.

Sentí mi corazón latir raudo como un galgo en plena carrera. Tenía frente a mí al hombre más entregado, más generoso y más cariñoso que había sobre la faz de la Tierra. Un hombre leal y de principios, un hombre íntegro; amigo de sus amigos, buen amante y mejor padre.

Ryan Cohen lo era todo para mí, y lo seguiría siendo en cada uno de mis días.

A pesar de estar profundamente conmocionada, di el «sí, quiero» que tanto tiempo había deseado pronunciar y con el que sellamos nuestro compromiso.

Madre mía, ¡iba a casarme con Ryan Cohen! Mi corazón no era capaz de absorber tanto júbilo.

—Mira la fecha, en el interior.

Hice lo que me pidió.

—16 de septiembre... —Lo miré, ceñuda, sin acabar de comprender—. ¿Por qué esta fecha?

—Porque es justo el día en que te conocí, justo hace cuatro años, justo en el momento en el que supe que quería convertirme en un viejo longevo para cuidar de ti todos y cada uno de los días del resto de mi vida —me susurró, con los ojos muy brillante.

No pude contener más las emociones y me abalancé a sus brazos.

Ryan me hacía bien y era justo esa pieza que le faltaba al puzle que siempre anhelé completar, aquella que encajaba a la perfección en mi existencia y que equilibraba por completo mi balanza emocional, completando así el ciclo de la vida.

—¿Y el 2003? —insistí más tarde—. Debes llevarla al joyero para que modifiquen la fecha, tiene que haber una errata. Esa fecha es mañana...

Él sonrió, travieso.

—No hay ningún error. Prepara las maletas, mon ciel étoilé, ¡París, la ciudad de la luz nos espera!

—¿A París?

Me sonrió.

—Ya estás tardando, cariño. El vuelo sale a las siete de la tarde.

Hoy en día, décadas más tarde

Curly Evans, tras dar muchos tropiezos en la vida, al final logró encarrilarse. Habló con sus progenitores para sincerarse y explicarles lo sola que se sentía, y ellos hicieron un esfuerzo para que la convivencia fuera mejor para todos; además, por aquella época retomó los estudios universitarios de psicología que había dejado aparcados, y posteriormente contrajo matrimonio, en realidad en dos ocasiones. La primera, con Harris Templeton, un exboxeador con una obsesiva afición por la Cienciología,2 y la segunda, con Timothy Rucker, un auténtico lobo de Wall Street, quien la ayudó a ganar varios millones de dólares, así como a lucir uno de los astados más enormes de toda la ciudad de Nueva York, gracias a sus reconocidas infidelidades.

Ya de muy mayor, tras hacer balance de su vida, llegó a la conclusión de que había disfrutado de todas y cada una de aquellas personas que ocuparon un sitio en su corazón, y logró conocerse a sí misma.

De mi pequeña Shera os puedo explicar muchas cosas, entre ellas que sin duda creció en un ambiente tranquilo, donde reinaba el amor y el respeto mutuo. Tuvo un hogar cálido, lleno de vida y de ganas de disfrutar de aquellos pequeños momentos que para otros podrían resultar insignificantes.

Se licenció en derecho con honores por la prestigiosa Universidad de Harvard y con el paso de los años se convirtió en una joven emprendedora y cofundadora, junto su amiga de la infancia Grace Hayed, de una narcosala en pleno corazón de París, lugar que eligió para pasar largos períodos de su vida.

Nunca se casó, ni tampoco nos concedió el maravilloso regalo de ser abuelos, ya que su ajetreada vida social le demandaba demasiado tiempo como para poder dedicarse con plenitud a ese maravilloso privilegio de ser madre.

Ryan Cohen, el hombre de mi vida, se sometió a la cirugía de implante coclear con éxito, por lo que logró transformar ese silencio que lo acompañaba desde los cinco años en señales eléctricas que estimulaban su nervio auditivo. Al principio sólo fue capaz de captar el sonido de un modo metalizado y sin discriminar lo que oía, pero con el tiempo, reprogramaciones y ajustes periódicos, llegó a oír nuestras voces con claridad, además de mejorar su calidad de vida día a día.

A mediados del 2006 se consagró como uno de los ingenieros más prometedores de toda la costa este, y, junto a su equipo de trabajo, levantó piedra a piedra una treintena de edificaciones y monumentos emblemáticos por toda la geografía de Norteamérica y Canadá.

Y os estaréis preguntando qué pasó conmigo, ¿verdad? ¿Queréis saber si conseguí hacer realidad el sueño de ser una gran actriz hollywoodense? Pues me temo que no, porque, de ser así, vosotros mismos responderíais a esa pregunta al reconocer mi nombre entre los grandes del celuloide a lo largo de estas décadas.

Sin embargo, sí que grabé algún que otro episodio en distintas series de televisión bastante conocidas, promocioné varias marcas de ropa americanas y realicé algún que otro spot publicitario. A pesar de todo eso, jamás dejé de subirme al escenario de un buen teatro, cerrar los ojos tras cada función y permitir que el calor de los aplausos estremecieran cada átomo y cada célula de mí.

Y, a pesar de que la vida no sea ese cuento de hadas que de pequeña nos inculcan, déjame decirte que, para mí, en parte lo fue.

Porque vivir una vida plena al lado de las personas que amas, con sus altibajos, sus piedras en el camino y sus etapas complicadas, lo es, así como sentir, reír, llorar y compartir tu tiempo con ellos.

Y porque compartir esa increíble travesía llamada vida al lado de un maravilloso hombre también lo es.

Finalmente, en mi caso, acunar su cara en mi pecho, sentir mis trémulos labios rozar los suyos con amargo sabor a despedida, decirle que lo amaba con todo mi ser mientras envolvía su mano con la mía con fuerza para que no dudara de que aquello no se trataba de un adiós definitivo, sino de un hasta luego, instantes antes de que su último suspiro de vida fuese arrebatado por el abrazo de la muerte, lo fue.

Es evidente que no tuve un cuento de hadas al uso, pero déjame asegurarte que, sí, fui dichosa, pues tuve una vida plena junto a ese ser que me regaló su vida completa, su tiempo y todo su amor. Porque, aunque nos neguemos a la evidencia, la vida es eso: la suma de aquellos pequeños momentos y de aquellas personas como Ryan Cohen que la hacen tan y tan grande.

Y porque hay historias de amor que nunca terminan.

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