Brooklyn

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15. Al son de la más bella melodía

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Al son de la más bella melodía

Viernes, 23 de octubre de 1998Fairfield, Connecticut

De la noche a la mañana pasé de ser una empleada amable, atenta y servicial a ser un espectro a ojos de Ryan Cohen, alguien invisible; así de rápido. Como el horno no estaba para bollos, pensé en la mejor forma de poner cordura en aquella sinrazón, frenando los sentimientos que comenzaban a aflorar y a lo que inevitablemente empezaba a sentir por él..., por mi hermano.

Bien mirado, fue fácil. Simplemente me bastó con pedirle a Julia, la otra empleada del hogar, un cambio de tareas... por lo menos hasta que se celebrara la boda de mi padre, pues oí decir por boca de Rose Guido que Ryan regresaría a su apartamento en Nueva York justo después del enlace.

Así, de manera simple y certera, puse fin a nuestros encuentros. Causa, efecto: si cesa la causa, mueren con ella los efectos.

Todo parecía ir como la seda, todo parecía haber vuelto a la normalidad, incluso parecía que el río había vuelto a su cauce, salvo porque una jamás puede pretender despistar al destino y salir airosa, pues éste regresa con más fuerza para poner nuestros pies sobre el camino que nos tiene predeterminado y fijarlos con kilos de hormigón en ese punto.

 

* * *

 

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

Aquella tarde Rose Guido me ordenó que llevara la mantelería nupcial a la carpa principal donde se iba a celebrar el banquete. Según palabras textuales, todo debía quedar listo para evitar imprevistos.

De hecho, todo hasta el momento estaba saliendo a pedir de boca, gracias a la anticipación, el buen hacer y el trabajo en equipo que, en esa casa, era un hecho intachable.

En cualquier caso, me adueñé del carrito auxiliar para facilitar el traslado de la mantelería de la casa a ese lugar, la coloqué encima y me puse en camino. Atravesé parte del jardín, bordeé la piscina y sorteé un par de rocas decorativas hasta llegar a la alfombra roja que invitaba a entrar en el entoldado.

Al deslizar la cortina y pisar la tarima de madera, me di cuenta de que no estaba sola. La silueta de alguien se dibujaba al fondo, de espaldas y en una esquina.

Durante un instante me quedé paralizada, sin saber qué hacer, pues me percaté de que la misteriosa figura masculina no era tan desconocida como pensaba.

—Ryan.

Enseguida mi corazón se saltó un par de latidos y luego empezó a martillearme en el pecho, pues su sola presencia me afectaba, a pesar de estar separados por varios metros de distancia. Era absurdo no admitir ese hecho.

Permanecí allí, anclada en el sitio, durante un rato más, manteniéndome alejada, observándolo, siendo una mera espectadora de lo que estaba haciendo y sintiéndome una intrusa.

Ryan estaba concentrado y al margen de todo, inmerso en algo que parecía ser importante para él..., en silencio, quieto, como si nada más importara.

Su atlético y esbelto cuerpo se intuía bajo un impecable traje oscuro de alta costura mientras movía los pies en lo que parecían ser los pasos básicos de un vals (el baile de salón por excelencia) en un escenario improvisado.

Tenía una pose elegante y el cuerpo erguido.

Parecía haberse estudiado la técnica a la perfección, pero la puesta en práctica no dejaba de ser un completo desastre.

Casi me reí cuando tropezó, chocando un pie con el otro, pero me contuve al verlo intentarlo una y otra vez con tesón mientras se lamentaba en cada error... y me supo mal saberlo en esa tesitura.

Ryan Cohen era un buen tipo, de eso no me cabía la menor duda, pues lo había demostrado hasta la fecha. Eso mismo fue lo que me impulsó a hacer lo que hice, aunque más tarde creyera que me había equivocado de cabo a rabo..., aunque en mi defensa diré que cualquier hijo de vecino hubiese obrado de la misma forma; le presté mi ayuda.

Por suerte para él, yo había trabajado durante un par de años como monitora en una academia de baile en los suburbios de la ciudad. Acostumbrada a tratar con personajillos de poca monta, supuse que sería pan comido enseñarle cuatro pasos.

Debo decir que adopté una expresión firme, cogí aire e inspiré hondo para tener el valor suficiente antes de encaminarme hacia él, a sabiendas de que no podría evitar sentir lo que él me provocaba sentir cada vez que estábamos juntos.

Al llegar a su lado, Ryan seguía de espaldas, balanceándose y ajeno a mi llegada. Para cuando quise alzar una mano hacia su hombro con la intención de llamar su atención, él se giró con un brusco movimiento antes de que me hubiera dado tiempo incluso a rozar su ropa, anticipándose a mis actos.

Increíble.

A pesar de no oírme, sí parecía haber sentido mi presencia.

—Oh, lo siento —leyó en mis labios—. No pretendía asustarlo.

—¿Señorita Steinfield?

Su rostro formó una mueca interrogativa hasta que nos miramos a los ojos y, al darse cuenta de que realmente era yo, sonrió.

—No pasa nada.

Resultó obvio que se alegraba de verme, el brillo de sus ojos lo delató. Le pasaba lo mismo que a mí, pues soy incapaz de ocultar mis emociones; soy muy transparente, tanto incluso que mi cara siempre refleja todos mis estados de ánimo.

Soy una jodida máquina de la verdad andante.

¡Maldita sea! Tuve que enterrar la vista en mis manos, ya que me costaba mantenerle la mirada por mucho tiempo.

Me quemaba...

Me abrasaba...

Me fundía como el fuego al acero.

Fue entonces cuando recurrí a la vieja técnica de inspirar hondo para tratar de controlar la respiración, y me funcionó. No quería que notara mi alteración.

—Quizá podría... —Devolví la vista a sus ojos para formular otra frase con más sentido—: Verá, hace años fui monitora de bailes de salón y quizá podría enseñarle un par de trucos...

Le dediqué una sonrisa, a pesar de que durante un instante nos envolvió el silencio.

—¿En serio? —Dejó escapar un suspiro de alivio.

Pasada la sorpresa inicial, adiviné, por el ensanchamiento de su sincera sonrisa, que mi ofrecimiento le había parecido apropiado, pues cualquiera diría que se le había abierto el cielo entero y todas las galaxias del universo de golpe.

—Como habrá visto, tengo dos pies izquierdos y no me vendría nada mal su ayuda.

Lo miré de hito en hito y respondí en un santiamén.

—Debería bastar con unas simples pinceladas para que pudiera defenderse.

—Me parece razonable —añadió con predisposición.

Y dicho esto, de inmediato nos pusimos manos a la obra.

—El vals es un baile de salón sencillo y su tempo es lento, pero hay unas normas que debemos seguir.

Ryan asintió en silencio.

—El cuerpo debe estar completamente recto, adoptando una pose erguida, y sin mover los hombros, ni los brazos, ni siquiera las caderas.

—De acuerdo.

Inspiré hondo lentamente; había llegado el momento de acortar las distancias y volver a tocarnos, pues el baile es lo que tiene, es un cuerpo a cuerpo.

Aguardé un par de segundos y continué.

—Ahora, coja mi mano derecha con la suya izquierda.

Los latidos de mi corazón empezaron a acelerarse; olía tan bien...

¡Bum, bum! ¡Bum, bum!

De inmediato, la mano de Ryan buscó mi mano y la envolvió con la suya como en una caricia, con delicadeza, como si fuese de cristal y temiera romperla.

¡Uf! ¡Oh, Dios mío...!

De nuevo piel con piel.

Otra vez esa electricidad.

Magnetismo.

Conexión.

Calor...

—Ahora... —cogí aire para tratar de disimular mi nerviosismo—, coloque los pies en paralelo mirando hacia delante, sitúe su mano derecha a la altura de mi omóplato izquierdo y yo apoyaré la mía en su hombro.

Siguió al pie de la letra mis instrucciones, aplicado, como el mejor de los alumnos.

—Comenzaremos por unos pasos sencillos, pasos rectos hacia delante y hacia atrás, en un vaivén.

—Ajá...

Sujetó más fuerte mi mano y abrazó más mi cuerpo.

Dejé escapar un casi imperceptible jadeo y luego guardé silencio. Las palabras, como la saliva, se me habían quedado atascadas en las cuerdas vocales. El caso era que iba a resultar más complicado de lo que a priori había creído. Me sudaban las manos, mi ritmo cardiaco galopaba como un galgo en plena carrera y me costaba incluso mantener una respiración constante y normal.

¿Cómo era posible que Ryan Cohen ejerciera tanto poder sobre mis emociones?

¿Qué demonios me pasaba cada vez que estaba junto a él?

Evidentemente ese día todas esas preguntas seguían sin respuesta. Simplemente me parecía algo que rozaba lo absurdo, era como para encerrarme en un psiquiátrico y después arrojar la llave al vacío para abandonarme en ese lugar...

No me quedaba otra, así que respiré profusamente para poder continuar y acabar lo que había empezado; cuanto antes, mejor.

—Paso adelante con pie derecho, paso adelante con pie izquierdo...

Y, así, le fui explicando hasta completar el conocido «paso de caja». Ensayamos varios minutos más y, cuando fui consciente de que había memorizado el recorrido, le sugerí una cosa.

—¿Recuerda cómo era la melodía de un vals?

—Vagamente —frunció el ceño—, pero podría hacer el esfuerzo.

—Bien —asentí—. Pues... quisiera proponerle algo.

—Soy todo oídos.

Tras sus palabras, ambos nos sonreímos mutuamente, pues eso era algo imposible. Ryan era sordo y, dadas las circunstancias, bromear a pesar de su pérdida auditiva, mostrando un peculiar sentido del humor, aún me ganó un poquito más... Todavía me empezaba a calar más hondo, si cabía.

—Necesito que recree en su cabeza la melodía de ese vals que vagamente recuerda y, luego, cierre los ojos para sentirla en sus pies, en sus brazos, en todo su cuerpo.

Entonces ocurrió.

Ryan accedió e hizo exactamente lo que le pedí. Cerró los ojos y empezó a tararear por lo bajini El Danubio azul, de Johann Strauss.

Sólo si hubiera sido una persona carente de empatía, que no era el caso, no me hubiese dado cuenta del empeño y el alma que Ryan ponía en las cosas, al menos en las pequeñas.

Viendo esos simples pasos de baile, las ganas que tenía de contentar a su padre el día de su boda, la intención de seguir al pie de la letra mis órdenes... Todos eran pruebas fehacientes de que mi hermano era una persona entregada y generosa, y que, además, se sentía a gusto haciendo bien al prójimo.

—Guau... ¡menudo cambio! —exclamé, perpleja, con alegría.

Abrí los ojos y me encontré con los de él, fijos en mis labios.

—Es evidente que, sin su ayuda, no lo hubiese logrado. Sin duda, es usted una excelente profesora, señorita Steinfield.

Sonreí y me detuve en seco; él hizo lo mismo. Por mi parte ya había acabado con mi cometido.

La cuestión era que Ryan estaba mínimamente preparado para defenderse con esos simples pasos.

—Dicen que no hay buen profesor sin un buen alumno.

—Esa frase está sobrevalorada, créame.

Ryan no dejaba de observar mi boca.

—Gracias por su ayuda.

—No se merecen...

Me sonrojé levemente cuando él deslizó su mano del omóplato en dirección a mi espalda, reptando sobre mi ropa y surcando con sus yemas mis costillas, una a una, estrechándome a su vez con su brazo y acortando un par de pasos la distancia entre ambos.

—Brooklyn... —ronroneó mi nombre de pila, de forma cadente y muy varonil.

Luego soltó el aire de sus pulmones y dejó de permanecer inmóvil mientras mantenía la vista fija en mis labios, casi sin pestañear.

Intercambiamos una mirada en completo silencio antes de quedarme sin aire cuando un osado Ryan acercó la mano a mi rostro y la deslizó con suavidad por mi piel, recorriendo desde el mentón a mi mandíbula y acariciando mi mejilla con el dorso muy despacio.

Sus dedos se deslizaron por todo mi rostro y todo mi cuerpo reaccionó al instante.

Ardía...

—Ryan... —dije con voz trémula, pues su nombre se me había atascado en la garganta, conteniendo la respiración a duras penas por temor a lo que intuía que pretendía hacer.

Pronto Ryan negó con la cabeza antes de inclinarse sobre mí, como si se debatiera consigo mismo en cómo proceder..., como si lo que iba a hacer perturbaran la lógica y la razón.

—No sé qué es lo que me pasa cada vez que estoy a su lado...

Su boca se acercó a la mía vacilante, sin recato, perezosamente, y pude notar su cálido aliento rozar mis labios, casi en una caricia, en un susurro, en un mimo.

¿Iba a besarme?

Tragué saliva y miré a sus ojos negros, penetrantes, brillantes, enmarcados por pestañas espesas... y pude detectar en ellos el reflejo del deseo y de una sensualidad nunca vista. Ante mi sorpresa, tenía una mirada hambrienta y dulce a la vez.

Ryan estaba a punto de besarme.

—Eres preciosa —me susurró en los labios, y me sentí desfallecer.

No.

Eso no estaba bien.

Eso no podía estar pasando.

Brooklyn Steinfield no podía dejar que ocurriera, a pesar de desearlo de la misma forma, pues anhelaba que me besara tanto como él a mí.

Negué con la cabeza.

¿Había perdido la razón? ¡Ryan era mi hermano!

—No lo haga...

Me asusté. Me asusté tanto que instintivamente retrocedí un paso y luego otro y otro.

—No puedo hacer esto...

Y me aparté bruscamente.

De repente me vi saliendo a la carrera y atravesando el jardín como si hubiese visto un fantasma..., como si huyera de un asesino y temiera por mi vida.

Subí los peldaños de la escalera de tres en tres y, al llegar a mi habitación, cerré la puerta tras de mí y apoyé la espalda.

—¡Dios! Es horrible...

Me cubrí la cara con ambas manos al darme cuenta de que lo nuestro no podía ser, al descubrir ese sinsentido, al saber que lo que yo sentía por él no merecía siquiera una oportunidad.

No, no, no, no, no.

¡Basta!

Me cogí la cabeza con las manos, horrorizada, me deslicé por la superficie de madera hasta llegar al suelo y la oculté entre mis rodillas. Pobre de mí, como si ese gesto lograra protegerme del mundo, encapsularme en mi propia y vomitiva realidad.

No.

¿En qué coño estaba pensando cuando deseé que me besara?

Básicamente, él y yo nunca podríamos querernos de una forma romántica, apasionada, lujuriosa... sino fraternal. Esa idea, sólo de plantearme haber sucumbido, me dio arcadas. Coquetear siquiera con ese pensamiento era algo insano y una solemne aberración.

Fuera como fuese, debía combatir y erradicar a toda costa ese sentimiento que había empezado a germinar en mi interior, arrancarlo de raíz como la mala hierba y aniquilarlo sin piedad antes de que fuera a mayores y se convirtiera en algo más profundo, en algo imparable, en algo tan poderoso que, llegado el momento, fuese imposible soportar.

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