Brooklyn

Brooklyn


17. En cuerpo y alma

Página 22 de 54

17

En cuerpo y alma

Domingo, 25 de octubre de 1998Fairfield, Connecticut

Como de costumbre, a las seis de la mañana en punto sonó el despertador. Estaba tan agotada físicamente que a duras penas logré darle un manotazo desde la distancia para que dejara de martillear mi cabeza con ese pitido infernal.

—Cállate... —gruñí con voz lastimera.

En realidad, no sólo era cansancio, pues me dolía todo el cuerpo; incluso creí tener unas décimas de fiebre.

La noche anterior había sido un completo calvario, una locura, una verdadera tortura. Horas y horas de pie, sirviendo a cientos de invitados y atendiendo a sus variopintas necesidades.

En ese momento, cuando pude volver la vista atrás, debía ser honesta y reconocer que la boda en sí había sido maravillosa, un jodido cuento de hadas. Mi padre, Douglas Cohen, brillaba como una moneda de un dólar, insultantemente elegante y con clase. Y ella, la jovencísima novia, parecía una princesita de las de Disney, esbelta, preciosa, perfecta. Tan sólo le habían faltado los zapatos de cristal y que, a las doce en punto, una carroza de oro le hubiese esperado en la puerta para completar la historia.

Sin embargo, de entre todos los invitados, quien se ganó con creces el puesto de honor fue Ryan, pues, por goleada, atrajo el mayor número de miradas femeninas..., lo cual se debió en parte, sin lugar a duda, al traje hecho a medida, el pelo negro con ese toque justo de fijador, la incipiente barba estudiada a conciencia y esa arrebatadora y sexy sonrisa que regalaba a cada momento.

Al cabo de un rato, la alarma sonó de nuevo.

¡Bip, bip! ¡Bip, bip!

—Chist... Cinco minutos más, por caridad...

Di manotazos al aire, tratando de alcanzar el despertador, al tiempo que cogía la almohada y enterraba mi cabeza entre el colchón y ésta para amortiguar el sonido.

¡Cómo echaba de menos la canción Good vibrations, de los Beach Boy, que tenía en mi despertador en Nueva York para darme los buenos días!

La tarea de levantarme de la cama ese domingo del mes de octubre resultó ser toda una minitragicomedia, pues al final las sábanas se me quedaron pegadas y me quedé dormida durante demasiado tiempo, más del que podía permitirme. Por consiguiente, cuando llegué a la revisión matutina del personal con Rose Guido, ya no había nadie.

Corrí a la cocina, pero no había ni rastro de ella.

—Mire en el despacho del señor Cohen —me propuso el señor Norton, y salí disparada hacia allí.

¡Pam!, ¡pam!, ¡pam!

Golpeé la puerta con tesón.

¡Pam, pam, pam!

Aguardé frente al despacho, con los nervios a flor de piel, hasta que la puerta se abrió y Rose asomó la cabeza.

—Jovencita, ¿dónde está el fuego?

—Disculpe, no pretendía...

Sentí cómo una capa de sudor frío perlaba mi frente.

—Llegas tarde y, cuando eso ocurre, me importa un rábano si lo haces un minuto o cincuenta —dijo tajante—. Llegas tarde, punto.

No supe qué responder.

—Ahora vete y espérame en el cuarto que hay junto a la lavandería.

Dicho esto, me cerró la puerta en las narices.

Mierda. Aquel día iba de mal en peor. Recuerdo haber agachado la cabeza, haberme dado la vuelta y haber caminado arrastrando los pies como si me pesaran una tonelada; entrar en el cuartucho de siete metros cuadrados, escudriñarlo a conciencia antes de que mis posaderas se aclimataran a una de las dos incómodas sillas de madera y esperar a la reprimenda con un ligero olor a tufo a despido disciplinario que, seguramente, doña simpatía estaba redactando para mí.

A pesar de ese esperado trágico final en el mundo laboral en casa de los Cohen, nadie podría decir que Brooklyn Steinfield no se había esforzado ni dejado la piel entre esas paredes.

Pasaron diez minutos antes de que Rose Guido hiciera acto de presencia, se asegurara de cerrar la puerta tras de sí y se sentara frente a mí con cara de perro, más concretamente de bulldog.

Tragué saliva y cerré los ojos, tan sólo un instante, augurando una inminente explosión de gritos en toda mi cara.

—Señorita Steinfield —pronunció mi apellido con cierto deje perturbador, casi a lo Jack Nicholson en El resplandor—, permíteme que te sea franca.

Entrelazó sus dedos y ancló los codos sobre una mesa destinada a plegar ropa.

—Si por mi fuera, hace días que ya no trabajarías en esta casa.

Abrí los ojos, desconcertada.

¡Vaya! A eso se le denomina ir directa al grano, sin anestesia y sin florituras. Ya sabía yo que, desde el primer día que pisé esa casa, no le había entrado por los ojos.

De todas formas, lo que jamás imaginé fue que me detestara tanto.

—Por algún motivo que desconozco, quieren que sigas prestando tus servicios aquí, muy a mi pesar y obviando mi encarecida insistencia de que eso era un terrible error —añadió con un regusto a reproche.

Corrijo: no me detestaba, quería colgarme de la rama más alta de mi árbol favorito y dejarme morir con agonía.

Pese a ello, me mordí la lengua y no dije ni mu, pues ya tenía bastante con oírla despotricar contra mí sin ningún tipo de filtro ni pudor. Era evidente que aquel ser demoníaco no conocía el significado de la palabra «empatía» ni de lejos.

Si llega a ser por la imperiosa necesidad que sentí de levantarme, recoger mis cosas y largarme de allí, no me hubiese tenido sentada enfrente ni medio segundo, pero no lo hice por dos motivos.

El primero, porque necesitaba el dinero más que el respirar para seguir manteniendo a Savannah ingresada en ese centro de desintoxicación. Y, en segundo lugar, para no darle el gusto a la persona que tenía delante, sobrealimentando más aún su ego.

—¿Por qué me odia tanto? —le escupí de sopetón.

—No es odio, te aseguro que es otra cosa muy distinta. —Sonrió con malicia—. Eres como una pesadilla, una persona que no da pie con bola, lenta, indisciplinada, arrogante, olvidadiza, contestona...

Meneé la cabeza en señal de desaprobación, sin dar crédito a lo que estaba obligada a oír salir de su boca.

—A ellos los engañarás con tu dulce cara de no haber roto nunca un plato, sobre todo al señor Cohen hijo, pero no a mí. —Achinó los ojos, demostrando sospecha—. No tengo pruebas, aún... pero sí la corazonada de que tus referencias, tu experiencia y las señas que nos facilitaron antes de firmar el contrato son falsas.

—¿Qué insinúa? —repliqué con voz entrecortada.

—Que eres una impostora. ¿Los motivos? Los ignoro.

En aquel preciso instante, en cuanto me acusó de mentir, quise encararme a ella para abofetearla y que dejara de mirarme con esos ojos desconfiados y llenos de ira.

Pero, a pesar de hervirme la sangre, me tragué la rabia y traté de salir airosa de esa situación de una forma más inteligente... porque estaba convencida de que era eso precisamente lo que estaba buscando: sacarme de mis casillas para que saliera a flote mi lado agresivo y, así, tener ese motivo que anhelaba para que me despidieran.

Rose Guido era de esa clase de gente que te busca para encontrarte. Pues bien, con Brooklyn Steinfield no le iba a dar resultado. Me contuve para darme tiempo y pensar en un plan B con la mente fría.

Tras medio minuto de deliberación conmigo misma, puse mi otra mejilla para responderle robóticamente:

—Sé que debo esmerarme más y que lo puedo hacer mucho mejor.

—Déjame ponerlo en duda.

Joder. La muy mala pécora no pensaba darme siquiera un respiro, pero pensé en Savannah, pensé en mi madre.

—Le prometo que trabajaré más horas si es preciso, más...

—Basta ya, por favor. Guárdate el melodrama para otro momento. Te advierto de que, conmigo, eso que intentas no funcionará —aseguró con despreocupación—. Es cuestión de tiempo que metas la pata y, cuando eso suceda, yo estaré ahí para corroborar, de una vez por todas, de que te irás de una patada en el culo y no volverás a pisar la mansión de los Cohen.

Me bastó verle la cara de satisfacción al pronunciar esas palabras para darme cuenta de que entre ella y yo jamás podría haber un ápice de entendimiento.

En ocasiones pienso que hay personas que son malas por deporte, sin causa aparente, y Rose Guido era una de ellas, ésa era una verdad palpable.

De inmediato, dio por zanjado el tema de conversación. Justo después, empezó otro.

—¿Tienes pasaporte?

Fruncí el ceño.

—Eh... no.

—Lo que imaginaba. Tendrás que ir a hacértelo de inmediato. —Bufó por la nariz—. ¿El documento de identidad está en vigor?

—Sí, eso sí.

—En las referencias indicaste que sabes hablar francés, ¿es eso cierto?

—Me defiendo, sí.

Dedicar mis noches a velar por la integridad física de Savannah tuvo su recompensa: la de ocupar esas horas en proclamarme autodidacta en el mundo de los idiomas.

A la temprana edad de seis años robé mi primer curso completo de francés en casete de la biblioteca de la escuela y no paré hasta aprendérmelo de pe a pa. Las noches en vela se convirtieron en recurrentes, al igual que los cursos de francés y, con ello, mi perfeccionamiento de esa lengua.

—Connais-toi Paris? Tu y êtes allé quelquefois?

Con un impecable acento francés, Rose me preguntó si conocía la ciudad de París y si había estado allí alguna vez, a lo que respondí con un acento aún más parisino, si cabía:

—Non, je nʼai pas encore eu le plaisir de la visiter, mais je sais que la Ville Lumière est belle.

Juro que hubiese pagado con mi vida por inmortalizar su cara en una instantánea cuando oyó mi respuesta, pues en mis veintidós años jamás había visto unos ojos tan pequeños abrirse tanto... prácticamente se le salieron de las órbitas, a lo Kim Goodman, quien posee el récord mundial de los ojos más saltones.

—En cuanto termines tu jornada laboral, ves a hacer el pasaporte y a preparar tu maleta. —Mantuvo la vista fija en mí—. El señor Cohen debe viajar a París por asuntos de trabajo y precisa a alguien del personal que hable con fluidez ese idioma.

—¿Y usted ha pensado en mí?

—No. Yo sólo soy una mensajera. Es así cómo lo ha estimado él.

«¿Él? ¿Quién lo ha estimado así? ¿Douglas o Ryan? ¿Mi padre o mi hermano?»

Ir a la siguiente página

Report Page