Brooklyn

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30. Tras la calma, llega la tormenta

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Tras la calma, llega la tormenta

Viernes, 8 de enero de 1999Nueva York

—¿Y no le dijiste la verdad?

—No, Curly. No me atreví a hacerlo.

Confesar mis defectos y que había metido la pata en mi manera de actuar siempre hacía que bajara la vista a mis manos, a mis zapatos o a lo más profundo que hubiera bajo mis pies. Era algo que no soportaba.

—Pero, Brook... Ryan debería saber que su asqueroso padre te está extorsionando y eso os afecta a ambos, no sólo a ti. Está evitando que estéis juntos.

—Más bien me está amenazando...

—Bueno, la extorsión consiste en conseguir algo de alguien mediante la violencia, la fuerza, las amenazas, la intimidación... —gruñó, y dio una suave calada a su cigarrillo rubio—. En todo caso, sea lo que sea lo que esté haciendo, lo que está claro es que os está jodiendo la vida. A ti y a Ryan.

Respiró hondo para coger aire.

—Lo sé, pero me tiene entre la espada y la pared y me veo atada de pies y manos. —Estaba muy alterada—. Si no obedezco, si no hago lo que me dice, provocaré la muerte de Savannah.

—Pero ¿realmente te lo has creído?

La miré seria durante varios tensos segundos.

—¿Qué insinúas?, ¿que es un farol?

La bilis se abrió paso a través de la boca de mi estómago y ascendió a mi garganta. ¿Y si Curly estuviera en lo cierto?

—¿Acaso es un puto sicario de la mafia? No, ¿verdad? Pues eso... Me parece que durante todo este tiempo te ha estado tomado el pelo como le ha dado la gana. He dicho.

—¿Quieres decir que he cometido una estupidez?

—Lo que trato de decirte, por activa y por pasiva, es que deberías haber confiado en Ryan; tendrías que habérselo contárselo y, juntos, haber buscado una solución.

Curly me dejó muy pensativa. ¿Y si todo formara parte de una mentira para meterme miedo en el cuerpo? Douglas Cohen era capaz de eso y de mucho más, estaba convencida de ello.

 

* * *

 

Mientras me encaminaba hacia mi apartamento, no paraba de darle vueltas a las conjeturas de mi amiga y en cómo iba a poder llegar hasta Ryan. Tenía que haber alguna forma de volver a verlo.

A partir de ese momento, un halo de esperanza se instaló en mi corazón. Quizá no todo estuviese perdido.

Me disponía a meter la llave en la cerradura para abrir la puerta de mi casa cuando una inesperada llamada me retrasó. Con las manos aún en el pomo, respondí sin ni siquiera echar un vistazo al número de mi interlocutor.

—Dígame.

—¿Es usted familiar de Savannah Steinfield? —preguntó una voz grave y rotunda; por el timbre de voz deduje que seguramente era de un sexagenario.

—Sí, soy su hija.

—En ese caso, déjeme informarla de que la llamo del Departamento de Policía de Nueva York y que le agradecería que acudiera lo antes posible a la comisaría 41 del condado de Suffolk, en el número 30 de Yaphank Avenue.

—¿Por qué?, ¿es que le ha ocurrido algo?

Un repentino malestar me obligó a llevarme la mano al estómago. Un dolor agudo pinzó mis entrañas.

—Lo siento, señorita, pero no estoy autorizado para darle ese tipo de información.

Entré en el apartamento y, con el codo, encendí el interruptor en busca de algo en los cajones que me sirviera para anotar la señas.

—Deme un segundo...

A los pocos minutos me fui de casa aterrorizada y con el corazón en un puño, descendiendo los peldaños de dos en dos, aun a riesgo de trastabillar y caer rodando por la escalera.

Un mal presagio atravesó mi mente como una daga.

Savannah, ¡oh, santo cielo!

Mamá...

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