Brooklyn

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31. Entre el sueño y el olvido

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Entre el sueño y el olvido

Viernes, 8 de enero de 1998Comisaría 41 del condado de Suffolk, número 30 de Yaphank Avenue

Al principio no podía creerlo, me negaba en redondo a que eso fuera cierto. Según el informe policial, habían hallado el cuerpo sin vida de Savannah en un umbrío callejón a las afueras de la ciudad. Estaba tirada en el suelo, bañada en su propia orina y con restos de espuma blanca en la comisura de los labios.

Me negaba a creer que mi madre se hubiese hecho eso a sí misma; quizá en otra época de su vida, sí, pero no entonces. En ese momento era feliz o, por lo menos, todo lo feliz que se puede llegar a ser en esta puta vida.

Había recobrado la ilusión y las ganas de hacer cosas.

¡Y me tenía a mí, joder! ¡No estaba sola...! ¡Me tenía a mí, maldita sea!

Por más que trataron de hacerme entender que los adictos suelen recaer y que muchos acaban así, yo sabía que su sentencia de muerte no la había marcado ella, sino Douglas Cohen.

 

* * *

 

Solicité permiso para utilizar el cuarto de baño y, allí, vomité todo cuanto había en mi estómago, permaneciendo de rodillas frente a la taza del váter. El sabor amargo de la bilis y el olor agrio y asqueroso consiguieron que volviera a regurgitar.

Con manos temblorosas, traté de asearme, sin poder evitar lanzar una mirada furtiva al espejo. Tenía los párpados abotargados y los ojos con múltiples venitas rojas a causa del esfuerzo, además de la coleta a medio deshacer.

Apoyé las palmas en el lavamanos; estaba destrozada y a punto de desmayarme. Mis piernas pronto no soportarían toda esa carga emocional. Me lavé las manos y me humedecí la nuca, la frente y las muñecas con agua fría.

No recordaba haber sentido nada igual, como si me desplomara por un desfiladero profundo, oscuro, sin fin. Esa sensación de vacío que te seduce y te arrastra a la locura.

Mi madre, tras tanta lucha y tras sobrevivir a tanta indiferencia y marginación social, había muerto... y lo había hecho sola, sin mí.

Y encima me esperaba tener que oír decir a la gente aquello de «Se veía venir», «Ah... al final, esa drogata, además de puta, ¿se ha muerto? Era de esperar», «Ya verás cómo acaba la hija; de tal palo, tal astilla»... porque los rumores siempre corrían como la pólvora, y sin duda resultaba más fácil culpar a la víctima que hacerse preguntas sobre las verdaderas causas de su fallecimiento. El caso es que opinar, sin tener ni idea de nada, sigue siendo gratis, igual que hacer daño.

 

* * *

 

Asumiendo que no conseguiría salir por mi propio pie de aquella comisaría, pues había agotado todas las fuerzas que me quedaban, telefoneé a Curly Evans.

Aquella noche no deseaba estar sola, no soportaría pasar ese último trago sola. La necesitaba a ella, más que nunca. Necesitaba un hombro amigo en el que llorar.

Vino a mi encuentro, a la comisaría; no tardó demasiado, pero a mí me pareció una eternidad.

—Brook, ¿qué ha pasado?

—Mi madre... ha muerto.

—Cielo, no...

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, traté de levantarme del banco de madera situado en el pasillo de la recepción de la comisaría. Me abrazó durante largo rato y yo, al fin, pude descargar todo el dolor que había puesto en cuarentena.

—Vamos, te llevo a casa.

Desde siempre había considerado que la amistad estaba sobrevalorada, renegando de ella, pues me parecía que era un cuento chino eso de la fraternidad extrema, con su supuesta entrega absoluta y desinteresada. Sin embargo, sí que creía en las personas y en la energía que pueden volcar en ti, buena o mala. Y Curly era una energía positiva, de ese tipo de gente que el destino pone en tu camino para hacerte la travesía de la vida más llevadera.

Yo, que me negaba a que nadie entrara en mi apartamento, permití que ella lo hiciera, convirtiéndose en la primera persona que pisaba ese podrido suelo, salvo el tipo que se montó la santa fiesta en la cama de mi madre y que a punto estuvo de joderle la vida meses atrás.

Curly me ayudó a sentarme en el sofá y le agradecí que no mencionara nada de las infrahumanas condiciones en las que vivíamos.

—¿Cómo te encuentras, cielo? —Se acuclilló después de ir a la cocina y me colocó un paño húmedo en la frente.

—Curly... —eché un vistazo a mi alrededor. Al apartamento le faltaba muy poco para declararlo en ruinas, pero a fin de cuentas era el único techo que me permitía no dormir en la calle—, hay muchas cosas que no te he contado sobre mí.

—Ni falta que hace.

La miré extrañada y a la vez agradecida.

—Ya sabes que tampoco me caracterizo por ser un libro abierto —añadió ella, y se puso en pie—. Tienes delante a una que, sin decirle nada a nadie, acudió a un carnicero para que le provocara un aborto.

Cierto. Todos tenemos secretos y, el que no, que tire la primera piedra.

—¿Prefieres té, café o lo que buenamente encuentre en la cocina?

—Te lo agradezco, pero ahora mismo no me apetece nada. —Apreté los labios con desazón—. Tengo el estómago completamente cerrado.

—¡Oh, sí que te apetece! Necesitas cuanto antes dosis exageradas de azúcar en vena para levantar ese ánimo.

Detestaba tener a la gente encima, o que estuvieran demasiado pendientes de mí. No estaba acostumbrada a ello. Sin embargo, tuve que reconocer que, en momentos de ese calibre, era lo que más me convenía.

Curly y sus cuidados me sentaban bien.

—No puedo negarme, ¿verdad?

—No, no puedes.

—En ese caso, un té con leche y azúcar.

—Pues que sean dos, ¡marchando! —Señaló hacia la cocina y después me besó en la mejilla; un beso de esos cálidos que son como pura vitamina—. ¿Estarás bien si te dejo dos minutos a solas?

Asentí en silencio.

—Bien, buena chica.

La oí trastear en los armarios y poner en marcha los fogones. Curly parecía moverse de maravilla en ese microhábitat de tres metros cuadrados.

Ella era una cabra loca por defecto, pero de vez en cuando te regalaba esos momentos de cariño y atención que te dejaban estupefacta. Resultaba agradable poder contar con ella para lo que fuese.

A pesar de ser un precioso día despejado, sin una nube en el cielo, tenía claro que mi vida estaba triste y oscura. Sabía que me esperaban días grises, aunque el mundo continuaría girando a mi alrededor.

Tenía que pasar el duelo.

—Bueno, ya está. Calentito, recién hecho.

—Gracias, Curly.

—No es nada.

—No sé qué haría yo sin ti.

—Memeces. —Me sonrió, restándole importancia—. Harías lo que has estado haciendo todos estos años.

—Ir a la deriva...

—No digas tonterías. Has hecho todo cuanto ha estado en tu mano para salvar a tu madre.

—Y también renunciar al amor de mi vida.

—Sí, eso también.

Mientras daba sorbos a la taza de porcelana, recapacité sobre ese tema. El corazón me dio un vuelco, obligándome a mirarla de inmediato. El calor que emanaba de la infusión me reconfortaba, me recordaba a las tazas de sopa de sobre de cuando era pequeña, en esos días lluviosos que olían a tierra mojada, a tardes de botas de agua, dando saltos sobre los charcos, a maratones de fin de semana de dibujos animados en la tele y manta hasta las orejas.

Y luego pensé en los días lluviosos en París con Ryan, en el calor de sus abrazos y en la calidez de sus besos... y todo se redujo a que aún, él y yo, teníamos una conversación pendiente.

—Necesito hacer algo.

 

* * *

 

Con urgencia, nos pusimos rumbo al estado de Connecticut, más precisamente a la casa de los Cohen. Ya lo había demorado todo demasiado tiempo. Además, tenía muy claro que no pensaba pasar por alto las claras sospechas que tenía acerca de que Douglas Cohen había tenido algo que ver en el fallecimiento de Savannah.

Tenía el cuerpo en tensión, la mente trabajando a destajo y mi sangre caliente recorriendo velozmente cada una de mis venas. Sentía la cólera viajar de una punta a otra de mi anatomía, unida a la sed de venganza que desbordaba cada poro de mi piel.

Savannah no merecía morir, y menos de esa forma... sola, como un desecho humano, como una rata callejera, como un insignificante copo de nieve que desaparece al impactar con un cuerpo sólido.

Opté por mantenerme callada durante todo el trayecto, inmersa en mi mundo y con la mirada perdida en la ventanilla, y agradecí que mi amiga respetara mi silencio.

 

* * *

 

Cerca de las ocho de la noche, llegamos al destino. Aparcó el vehículo a un lado de la calle y le rogué que me esperase allí, que no se involucrara en ese turbio asunto.

—¿Estás segura?

—Sí, debo resolver esto a mi manera.

—Si es lo que prefieres... —me acarició la mejilla—, aquí me quedaré. No me moveré pase lo que pase, estaré esperándote.

—Gracias.

La abracé con fuerza y me bajé de su Dodge Viper, rojo fuego, dos puertas y descapotable.

No tardé en presionar el botón del videoportero para no sucumbir al arrepentimiento; debía hacerlo.

Ése era justo el momento y no otro.

—Casa de los Cohen, ¿en qué puedo ayudarle?

—Señor Norton —reconocería su voz de pito entre un millón—, soy Brooklyn... Brooklyn Steinfield. ¿Podría dejarme entrar?

—Lo siento, señorita Steinfield, pero me temo que eso no va a ser posible.

Me pareció oír cómo las palabras sonaban más lejanas, como si pretendiera zanjar la conversación sin ni siquiera escuchar lo que le tenía que decir.

—¡Espere... espere, por favor! Se lo ruego, no cuelgue. Verá, olvidé algo importante antes de irme. Muy importante... en la sala de máquinas. Sólo será un momento, se lo ruego. Luego me marcharé.

Creí oír su respiración al otro lado del aparato, una respiración pesada y algo costosa; quizá lo estaba sopesando, tal vez estaba planteándose mi petición. Quizá...

—De acuerdo, le daré cinco minutos, ni uno más.

—¡Oh, gracias! No sé cómo agradecérselo.

—Ahórrese los agradecimientos —dijo, seco—. Vaya por la puerta de atrás. La espero allí.

La verja se abrió y pude colarme en el jardín principal. Rodeé la finca y atravesé el camino de acceso a la entrada del servicio. Allí estaba el señor Norton, acicalado tal y como le recordaba, impoluto hasta decir basta.

Sabía que se estaba jugando el tipo por mí, y aun así había decidido ayudarme.

—Se lo agradezco, señor Norton.

—Por favor, dese prisa.

Me colé en la casa como una vulgar ladronzuela y, en cuanto supe que me había perdido de vista, en lugar de bajar al sótano, ascendí a la primera planta.

Sabía que a esas horas podría encontrar a Douglas Cohen en su despacho, quien solía fumarse un habano de veintitrés centímetros mientras escuchaba La traviata, de Giuseppe Verdi, basada en la novela de Alexandre Dumas La dame aux camélias.

Cortaba ligeramente la boca del puro con una pequeña guillotina y, antes de llevárselo a los labios, lo encendía para que prendiera uniformemente. Luego lo aspiraba suavemente para que el humo llenase por completo su boca.

Lo sabía de buena tinta porque, mientras realizaba cada día el mismo ritual, yo abría una botella de vino tinto y le servía una copa. Más tarde me retiraba y se quedaba a solas, durante más de una hora.

Con el corazón desbocado y a punto de salírseme por la boca, y con un par de ovarios, me planté frente a la puerta del despacho. Enseguida pude confirmar que, tal como había sospechado, estaba dentro. Podía oír perfectamente el principio del segundo acto, la escena primera: en la casa de campo de Violetta en las afueras de París.

Sin más pormenores, abrí la puerta de par en par, sin dudar, entrando como un vendaval, como en una de esas películas de spaghetti western, a lo Clint Eastwood.

¡Dios, cómo me gustaban esos clásicos!

—Pero ¡¿qué diablos?! —balbuceó nada más verme, y a punto estuvo de escupir el vino que acababa de ingerir.

Apretó los labios y luego los puños exageradamente. Resultaba evidente que ni en sus peores pesadillas se hubiese imaginado en esa tesitura.

«¡Sí, capullo, soy yo, Brooklyn!»

—¡Largo de mi casa!

Le faltó tiempo para levantarse de golpe de la butaca y acercarse a mí con la furia de mil demonios y de una forma altamente amenazante.

—¡Has ordenado el asesinato de mi madre! —me enfrenté a él sin temor a represalias. Estaba harta de ser siempre una niña buena; había llegado el momento de desatar toda mi furia contra ese ser despreciable.

—No te equivoques, mocosa, esa zorra ya estaba muerta desde hacía muchos años —aseveró con descaro, sin temblarle la voz.

—¡Mientes! ¡Tú la has matado y te aseguro que no vas a salir indemne de eso!

Se rio en mi cara.

—En ese caso, te aconsejo que tengas pruebas de todo lo que afirmas o, de lo contrario, no me temblará el pulso en denunciarte por injurias —gruñó, y se acercó más de la cuenta a mi cara.

Douglas era un hombre muy alto y corpulento, alguien a quien no le costaría ningún esfuerzo aplastarme como a una simple cucaracha.

—¡Fuiste tú! Tú me amenazaste con matarla si no me alejaba de Ryan. ¡Tú me obligaste a desaparecer de su vida!

Apretó la mandíbula con fuerza; casi pude oír el rechinar de sus muelas al hacerlo.

—¡Cierra la puta boca!

—¡Confiésalo, maldita sea!

—¡Estás loca, como una puta regadera! ¡Igual que esa yonqui de mierda!

—¡Basta! No mancilles su nombre. —Mis ojos empezaron a humedecerse de inmediato, aunque no quería dejar que viera mi lado más voluble—. No tienes respeto por nada ni por nadie, papá...

Escupí esa última palabra con todo el asco que pude soltar.

—¡Tú no eres mi hija!

—Sí, lo soy, aunque te pese.

Dio una última zancada para plantarse a escasos centímetros de mi cara y cerró la mano en un puño. En el refulgir de sus ojos vi las inconmensurables ganas que tenía de partirme la crisma.

—¡Lárgate ahora mismo!

—O, si no, ¿qué? —lo provoqué aún más. Ya no temía sus represalias, no me daba miedo ser golpeada por ese hijo de Satán—. ¿Vas a ordenarle a un sicario que me asesine también?

—¡Cállate, zorra! —gritó, exacerbado, con la cara completamente roja. Le quedaba nada para estallar.

Percibí que estaba a punto de obtener su confesión. Ése era mi plan, mi única baza en una partida a priori perdida.

—¡Eres un maldito cobarde que ni siquiera has tenido los santos cojones de acabar personalmente con su vida!

—Por supuesto que no, insensata... De tirar la basura ya se encargan otros —dijo con repulsión. El odio que sentía por mi madre rozaba lo patológico—. Soy un hombre muy poderoso, no necesito hacer el trabajo sucio, ordeno que lo hagan otros.

¡Cazado! Lo había cazado como a un diminuto ratón de laboratorio... y su confesión había quedado registrada en la grabadora que tenía oculta bajo la ropa.

—Brooklyn, ¿qué estás haciendo aquí?

¡Santo Dios! Ryan apareció en escena como un ángel salvador. Un ángel guapísimo, imponente, de riguroso negro, en sintonía con sus ojos, su pelo y sus pobladas pestañas rizadas.

—¿Padre? ¿Sobre qué discutíais? Responde...

Primero me miró a mí y luego a Douglas Cohen, aún sin comprenderlo. Se quedó observando nuestras caras en plena explosión, rojas como pimientos, y los ojos inyectados en cólera, como si se tratara de una pelea de gallos y éstos estuvieran en el ruedo, abriendo sus alas, mostrando cada cual su plumaje.

—Padre, ¡¿qué coño está pasando aquí?!

—Nada, hijo. Vuelve a tus cosas, esto no es asunto tuyo.

—¡De eso nada! Tienes que saber la verdad —intervine sin miramientos, a pesar de que me costara hablar; estaba demasiado acalorada y la situación era demasiado tensa.

Había llegado la hora de que Ryan supiera de qué pie cojeaba su padre.

—¿De qué narices estás hablando, Brooklyn?

Se acercó a mí y se interpuso entre Douglas y yo.

—Hablo de los verdaderos motivos por los que me vi obligada a abandonarte.

—¡Cierra la puta boca!

A Douglas Cohen estaba a punto de darle un infarto o algo parecido; no dejaba de sudar a mares y las venitas azulonas de su sien no cesaban de contraerse y dilatarse como si estuvieran a punto de explosionar. Parecían delgados gusanos tratando de salir de dentro de su piel.

—Ryan, ni te imaginas lo que es capaz de hacer tu padre, incluso matar, para que no estemos juntos.

Le dediqué una mirada tan vacía y de repulsión a Douglas Cohen que, de haber estado yo en su lugar, me hubiese meado en las bragas.

—¡Calla, maldita zorra embustera!

Douglas sorteó el cuerpo de su hijo para cogerme del pescuezo, comprimiéndome las vías aéreas y privando de oxígeno mis pulmones. Toda su ira se descargó en esas manos que, sin vacilar, me estaban estrangulando sin piedad, como si mi vida no valiera un centavo.

Dicen que, si se aprieta con la suficiente fuerza, es posible llegar a romper el hueso hioides, dañando así los cartílagos del cuello y, a su vez, causando el desmayo o incluso la muerte, conocida como la estrangulación carotídea, técnica empleada en artes marciales. También aseguran de que al ser humano le gusta matar por naturaleza, pues somos superdepredadores que matamos a un número de animales mucho mayor que cualquier otra especie... Sólo se necesita un empujón o, en el caso de Douglas Cohen, un fin.

Ese lado oscuro del poder por el poder.

Vi transcurrir mi vida frente a mí en una fracción de segundos, cada vez me notaba más fuera de mí. No podía respirar, me ahogaba, me debilitaba por momentos.

Afortunadamente, todo acabó pronto. Ryan actuó con diligencia, como si su cerebro funcionara como el de un púgil a toda máquina, consiguiendo doblegar a ese malnacido. No sé cómo lo logró, pero lo hizo. Apartó sus grandes manos de asesino de mi cuello y, después, no dudó en asestarle un puñetazo en forma de gancho, tan certero que lo tumbó al suelo.

—¡Hijo de la grandísima...! —bramó como un enajenado mental—. ¡Pagarás por esto, Ryan! ¡Tú y tu puta pagaréis por esto!

Douglas Cohen se retorció de dolor como una lagartija mientras se taponaba la nariz con las manos, sin éxito, pues la sangre, roja como un rubí, salía a borbotones de sus fosas nasales.

—¡Que no se te ocurra acercarte de nuevo a ella!, ¿te ha quedado claro?

—¡Fuera de mi propiedad!

—No te equivoques, padre —dijo con desdén, apuntándolo con el dedo—. Tú no me echas: el que se marcha soy yo.

Ryan me cogió de la mano y me sacó de allí a toda prisa. Me obligó a acompañarlo a su habitación y, una vez allí, me sentó en la cama.

—Mi vida, ¿estás bien? —Me sujetó la cara con ambas manos y me miró a los ojos, muy preocupado, echando un vistazo a mis hematomas del cuello y realizando un escaneo por si sufría otras lesiones.

—Ahora sí, Ryan. Ahora sí.

Nos abrazamos durante unos segundos antes de ayudarlo a buscar una maleta para recoger algunas de sus pertenencias y poner tierra de por medio; queríamos largarnos cuanto antes de allí. Recogió lo básico: un par de mudas, ropa interior, un neceser y un puñado de ilusión.

Aún no le había explicado la verdad, pero me dije que ya habría tiempo para las explicaciones; de hecho, esa misma noche se lo conté todo, sin dejarme ningún detalle... Las amenazas de su padre al descubrir que yo era su hija, los motivos de mi abandono y las pruebas que corroboraban que Douglas Cohen había promovido la muerte de Savannah.

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