Brooklyn

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33. ¿Quién dijo miedo?

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¿Quién dijo miedo?

Principios de julio de 2001Nueva York

Veinte semanas exactas, ése era el tiempo que mi bebé llevaba gestándose en mi interior, ya acercándose al final del segundo trimestre.

Ryan y yo habíamos decidido no saber el sexo de la criatura hasta el día del nacimiento, deseábamos que fuese una sorpresa. Por ese motivo, todo cuanto habíamos comprado hasta la fecha era de color blanco, amarillo o verde... Ni rosas ni azules, ése era el pequeño precio que teníamos que pagar por no descubrirlo hasta el final.

Me encontraba bien, aunque durante el primer trimestre no me habían abandonado las ganas de vomitar a todas horas, además de sufrir intolerancia a algunos olores, como por ejemplo al café, al cual me proclamo adepta.

Los entendidos en la materia aseguran que el tercer trimestre es un período extraordinario de crecimiento crucial y desarrollo del bebé y que es bastante probable que se pueda distinguir cuando está despierto o cuando se mueve.

¡Toda una asombrosa experiencia que estaba deseando sentir!

 

* * *

 

Empecé a tomármelo con calma, ya que de un tiempo a esa parte mi vientre había experimentado un notable cambio y me costaba subir muchos peldaños de golpe. Las cosas del día a día con las que antes me manejaba como pez en el agua se habían convertido en una insufrible odisea. A pesar de todo, decidí disfrutar de la maternidad con total plenitud.

 

* * *

 

—¿Te vas? —le pregunté, algo somnolienta.

Miré el reloj despertador, eran tan sólo las siete de la mañana.

—Sí, cariño. Ya te comenté que se acerca el final del proyecto y me exigen rendir el doscientos por cien.

Ryan me besó en la frente, dejando sus labios un rato sobre mi piel, y yo cerré los ojos, deseando que ese instante no acabara nunca.

Luego se sentó en el borde de la cama y se calzó los zapatos.

—Oh... No te vayas..., quédate —ronroneé, melosa, y me abracé a su cintura—. Vamos, cariño, diles que estás enfermo.

—Brook, sabes que no puedo hacer eso.

—Sé que no puedes... —lloriqueé, sin dejar de abrazarlo. Quizá mi chantaje emocional sirviera para conseguir lo que buscaba—, pero debes... Nos lo debes, a los dos.

Hice pucheros, con teatralidad.

—Ya hemos mantenido esta conversación cientos de veces, mi vida. —Se puso en pie—. Si lo que queremos es ese ascenso, debo comprometerme con la firma y vender mi alma al diablo.

Ryan no dudó; lo tenía claro, no iba a claudicar ante mis deseos.

Él era perfecto hasta en el trabajo, cumplidor y responsable hasta decir basta; en ocasiones parecía como si la empresa fuera suya, y eso me molestaba soberanamente.

—Volveré por la noche.

—¿No vendrás a comer?

—No lo creo. Andaré muy liado, lo siento.

Me coloqué de lado en la cama y clavé un codo en el colchón, y luego apoyé mi cara en la palma de la mano.

—¿Y si me acerco yo a las oficinas? —le propuse en última instancia—. Hay decenas de restaurantes por la zona... y muy buenos, por cierto.

—Brook, mejor otro día —siguió rechazando cada alternativa que le proponía para estar juntos mientras se hacía un nudo Windsor con la corbata—. Te lo compensaré, te lo prometo.

Me dio un casto beso en los labios y otro a mi abultada barriga.

—Más te vale.

—Te quiero, cielo... y a ti, cacahuete.

Así era cómo había bautizado a nuestro bebé. Besó dos de sus dedos y luego los posó en mi vientre y, sin pretenderlo, con ese gesto se ganó el cielo.

 

* * *

 

Menos mal que tenía un plan B, uno que me daba la vida, pues desayunar cada día con Curly me ayudó a no acabar loca de atar o de aburrimiento.

—Humm... No te imaginas cuánto me apetecía este muffin de chocolate. —Me chupé el dedo gordo y me pasé la lengua por la comisura del labio inferior, aunque para algunos ojos indiscretos eso pudiera resultar de mala educación.

—Joder, Brook, ¿es que no te dan de comer en casa?

—Sólo después de medianoche.

Ambas nos echamos unas risas, rememorando la vez que fuimos al cine juntas a ver Gremlins 2: la nueva generación.

—Menos mal que sólo engordas de la barriga, porque con todo lo que engulles...

—Sí, menos mal. ¡Camarero! —Alcé el brazo y elevé mi pompis de la silla para llamar su atención—. ¿Me pone otro de crema, por favor?

Éste asintió desde la barra.

—¡Gracias!

—Dios santo, Brook. No te pases de la raya, que eso lleva exceso de harinas saturadas y mucho azúcar.

Desoí sus palabras, pues pasaba de torturarme. Cuando naciera el bebé, ya tendría tiempo de obsesionarme en ponerme en forma y recuperar la silueta.

—Mira mis tetas, menudos melones. ¡Tres tallas en menos de seis meses! A este paso me van a confundir con una vaca lechera.

Intenté alcanzar su taza de café para sorber un poco, pero Curly me lo impidió. La cazó al vuelo y se la acabó de un sorbo para que no lo hiciera yo.

—Brook, ¿te encuentras bien?

—De maravilla. —Forcé una sonrisa— ¿Acaso no se nota?

—Lo que noto es que estás muy rara.

—Estoy enorme, Curly. Mi barriga tiene el diámetro de una sandía de ocho kilos, hace meses que no me entra un puto tejano y follo menos que George y Mildred de la serie «Los Roper»,1 porque Ryan teme dañar al bebé.

Curly se echó a reír y yo con ella; no me quedaba otra.

—Sí, cielo. Lo que viene siendo habitual en una embarazada.

Volvió a lanzarme miraditas, como si estuviera esperando otra respuesta.

—No insistas, que no me pasa nada.

Apoyé la cabeza en mi mano y el codo en la mesa. La miré mientras esperaba mi muffin de crema. Me fijé en lo guapa que estaba, algo ojerosa pero preciosa, como siempre. Además, en esa época del año, por el sol, se le acentuaban más el puñado de pecas que pintaban parte de su nariz y sus mejillas... y estaba delgadísima; no nos olvidemos de recordar lo delgada que estaba mientras que yo estaba hecha un tonel.

—Vamos, desembucha, así luego te quedarás a gusto, más tranquila.

Bufé antes de claudicar. Curly se podría dedicar a la venta o a la política, pues se le daba muy bien el acoso y derribo y convencer al contrario de cualquier cosa que se le metiera a ella entre ceja y ceja.

—Pasa que Ryan se tira menos tiempo por casa que las veces que voy al baño al cabo del día.

—Pero ya sabías que su trabajo le absorbe gran parte de la jornada...

—Y de la noche —dije, quejumbrosa—, no nos olvidemos de las puñeteras noches.

—Ah, mira tú por donde, eso yo no lo sabía. No tenía ni idea.

—Pues ahora ya lo sabes.

Se quedó pensativa un instante mientras se acariciaba el lóbulo izquierdo.

—¿Insinúas que tiene una amante?

—No, no, no. Vamos, no lo creo.

—¿Entonces?

Suspiré hondo, resignada.

—No lo sé, Curly. No sé qué es lo que me pasa.

Miré mi reloj de pulsera instintivamente, ahogando otro suspiro, pues los días parecían tener treinta y seis horas en lugar de las veinticuatro de toda la vida.

—Es que me paso el día contando las horas, ése es mi propósito cada mañana al despertar y lo último que hago al acostarme. —Realicé una mueca de disgusto—. Siento que... No sé...

—¿Qué todo se ha convertido en una rutina?

—Oh... puede que sí —lloriqueé como una niña pequeña, y me cogí la cabeza con ambas manos, en plan catastrofista—. Pero ¡qué palabra más horrible! «Rutina»... La odio con todo mi ser.

—Sí, bueno, ejem... bienvenida al club. Las malas lenguas aseguran que el enamoramiento es algo efímero que dura sólo el primer año; llegado ese punto, lo mejor de todo eso es que ese vínculo creado entre ambos se convierta en algo más profundo, aunque menos intenso.

—¿En serio? ¿Y tú cómo sabes tanto de relaciones?

—No es que sepa mucho, sino que, por suerte o por desgracia, he vivido mucho y me han hecho pasarlas putas muchas veces.

El camarero dejó el dulce a mi lado de la mesa.

—Si te apetece, puedo darte un consejillo de amiga.... y gratis, además.

Sonreí y asentí al mismo tiempo, pues no me quedaba otra.

—Mira, las relaciones de parejas son como el trabajo. Me explico: hay que trabajar día a día y esmerarse en reforzar ese vínculo del que te hablaba, porque no sólo basta con cuidar y respetar a la otra persona, sino que hay que estar atento a cómo está uno mismo y a cómo está la pareja.

Sonreí con cierto agradecimiento. Sus palabras me estaban abriendo las miras, aquellas que tenía tan oxidadas.

—Es decir, para poner un ejemplo: es como tener que regar una flor cada día.

—Parecido, Brook, parecido —reafirmó mis palabras—. Sabes que, si no la riegas a diario o a menudo, ésta acabará marchitándose.

Tomé nota de sus sabios consejos, que me venían como anillo al dedo, y regresé a casa con mi estado de ánimo cargado de pilas.

 

* * *

 

Eran pasadas las once de la noche cuando oí llegar a Ryan, dejar las llaves sobre la cestita de mimbre, el maletín de trabajo en la repisa de la estantería y caminar hasta la habitación casi a hurtadillas para no hacer demasiado ruido por si estaba dormida.

Al ver que seguía despierta, se desprendió de la americana, la corbata y los zapatos y se tumbó a mi lado.

—¿Me haces un masaje en la espalda? Estoy molido.

Lo miré sorprendida y molesta a partes iguales... y, al darse cuenta de mi cara de pocos amigos, se mofó.

—Venga, que era una broma, mujer.

Me abrazó enseguida.

—Últimamente hablamos poco y apenas nos vemos, y mi intención era destensar un poco el ambiente.

—Pues te juro que lo has conseguido. Menudo cara dura...

—Ja, ja, ja... —Me atrapó la cara entre sus manos y me plantó un besazo en toda la boca—. Pero qué guapa estás cuando te pones de morritos. Estás para comerte entera y no dejar ni las sobras...

—Qué zalamero, Ryan. —Le solté un leve manotazo en el hombro—. A propósito de comer, ¿has cenado algo?

No me respondió, simplemente permaneció ahí quieto y mirándome fijamente.

—¿Te pasa algo, Ryan?

—Que eres preciosa —susurró mientras sonreía con un gesto que me desarmó por completo.

—Pero ¿qué dices? Ahora mismo parezco una ballena embarrada en medio de una playa...

Me repasé de arriba abajo, rauda, para ver qué era eso que él veía y que yo era incapaz de comprender; ni harta de vino lo hubiese hecho. A ver, llevaba puesto un camisón de satén y de tirantes a lo Kim Basinger en Nueve semanas y media, pero en modo rústico... ya me entendéis. No se puede pedir ser sexy cuando se está preñada, gorda y con las hormonas revolucionadas y jugándote una mala pasada.

—En ese caso, será mejor no dejar morir a esa ballena en la orilla —emuló el gesto de las comillas y se colocó a horcajadas sobre mi cuerpo, con extremo cuidado de no darme un desafortunado rodillazo en la barriga—. Habrá que desembarrancarla lo antes posible...

Volvió a sonreírme y sus ojos negros se ensancharon al igual que sus perfilados labios, y aparecieron de la nada un par de hoyuelos supersexis y altamente pecaminosos justo en medio de las mejillas.

¡Dios! Era tan guapo...

Me contempló. Nos miramos largo rato hasta que decidió besarme. No tardé en gemir en su boca. Estar con él era como estar en casa, en nuestro refugio, en nuestro hogar.

—No te alejes de mí nunca, Brook, prométemelo —dejó escapar en un susurro grave y cadente en mi oído.

Le sostuve la cara entre mis manos para que pudiera leer en mis labios.

—Nunca, te lo prometo.

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