Brooklyn

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CUARTA PARTE

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CUARTA PARTE

La madre de Eilis le enseñó el dormitorio de Rose, iluminado por el sol de la mañana. Lo había dejado todo, dijo, tal como estaba, incluida la ropa del armario y los cajones.

—He hecho limpiar las ventanas y lavar las cortinas y yo misma he quitado el polvo y barrido, pero, por lo demás, está todo exactamente igual —dijo su madre.

La casa en sí misma no parecía extraña; Eilis solo notó su ambiente sólido y familiar, el ligero olor a comida preparada, las sombras, la vívida presencia de su madre. Pero nada la había preparado para la quietud de la habitación de Rose y apenas sintió nada al mirarla. Se preguntó si su madre quería que llorara, o si había dejado la habitación tal como era para que pudiera sentir aún con mayor intensidad la muerte de Rose. No supo qué decir.

—Y uno de estos días —dijo la madre— podemos revisar la ropa. Rose se acababa de comprar un abrigo de invierno nuevo y veremos si te queda bien. Tenía cosas muy bonitas.

De repente Eilis se sintió sumamente cansada y pensó que debía irse a dormir en cuanto acabaran de desayunar, pero sabía que su madre había planeado el momento en que ambas estarían juntas ante aquella puerta, contemplando la habitación.

—Sabes, a veces creo que aún está viva —dijo su madre—. Cuando oigo el más leve ruido arriba, pienso que es Rose.

Mientras desayunaban, Eilis deseó que se le ocurriera algo más que decir, pero resultaba difícil hablar porque pareció que su madre hubiera preparado palabra por palabra lo que estaba diciendo.

—He encargado una corona de flores para que la lleves a la tumba, y dentro de unos días si el tiempo aguanta, podemos ir y decirles que es hora de que graben el nombre y las fechas de Rose debajo de las de tu padre.

Eilis se preguntó por un momento qué pasaría si interrumpiera a su madre y dijera: «Me he casado». Supuso que su madre encontraría la forma de no oírla o de simular que no había dicho nada. O puede, imaginó, que el cristal de la ventana se rompiera.

Cuando logró decirle que estaba cansada y necesitaba acostarse un rato, su madre todavía no le había hecho una sola pregunta sobre su estancia en Estados Unidos, ni siquiera sobre su viaje de vuelta. De la misma manera que su madre parecía haber preparado lo que diría y le enseñaría, ella había planeado cómo transcurriría aquel primer día. Tenía pensado contarle que el viaje de Nueva York a Cobh había sido mucho más tranquilo que su primer viaje desde Liverpool, y lo mucho que había disfrutado tomando el sol en cubierta. También había pensado enseñarle a su madre la carta que le había enviado el Brooklyn College diciéndole que había aprobado los exámenes y que posteriormente recibiría un certificado conforme tenía el título de contable. Había comprado una rebeca, una bufanda y algunas medias para su madre, pero la mujer las había dejado a un lado con aire casi ausente, diciendo que abriría los paquetes más tarde.

Eilis se alegró de poder cerrar la puerta de su vieja habitación y correr las cortinas. Lo único que quería era dormir, a pesar de que había dormido bien en el hotel del puerto de Rosslare la noche anterior. Había enviado una postal a Tony desde Cobh diciéndole que había llegado bien y le había escrito una carta desde Rosslare contándole el viaje. Se alegraba de no tener que escribirle desde aquella habitación sin vida, y casi se asustaba al ver lo poco que significaba para ella. No se había parado a pensar cómo sería volver a casa porque había imaginado que sería fácil; había anhelado tanto la familiaridad de aquellas habitaciones que había supuesto que se sentiría feliz y aliviada de volver a ellas, en cambio, aquella primera mañana, no supo hacer otra cosa que contar los días que faltaban para irse. Aquello hizo que se sintiera extraña y culpable; se acurrucó en la cama y cerró los ojos, con la esperanza de dormirse.

Su madre la despertó diciéndole que casi era la hora del té. Había dormido, calculó, casi seis horas, y lo único que quería era seguir durmiendo. Su madre le dijo que había agua caliente, en caso de que quisiera darse un baño. Eilis abrió las maletas y empezó a colgar la ropa en el armario y a guardar cosas en los cajones. Encontró un vestido de verano que no parecía muy arrugado y una rebeca y ropa interior limpia y unos zapatos planos.

Cuando volvió a la cocina después de bañarse y cambiarse de ropa, su madre la miró de arriba abajo con cierta desaprobación. Eilis cayó en la cuenta de que quizá los colores que llevaba eran demasiado vistosos, pero no tenía ropa más oscura.

—Toda la ciudad me ha preguntado por ti —dijo su madre—. Dios mío, incluso Nelly Kelly. La vi en la puerta de la tienda y me soltó un gran rugido. Todos tus amigos quieren pasar a verte, pero les he dicho que sería mejor que esperaran a que te hubieras instalado.

Eilis se preguntó si su madre siempre había tenido aquella forma de hablar que parecía no esperar respuesta, y de repente reparó en que hasta entonces apenas había estado a solas con ella, que siempre había tenido a Rose para mediar entre ambas; Rose, que tenía muchas cosas que contarles a las dos, preguntas y comentarios que hacer, opiniones que brindar. También tenía que ser difícil para su madre, pensó; lo mejor sería esperar unos días y ver si empezaba a interesarse por su vida en Estados Unidos y le daba la ocasión de introducir poco a poco el tema de Tony y contarle que iba a casarse con él cuando volviera.

Se sentaron a la mesa de la sala y revisaron todas las cartas de condolencias y de solicitudes de misa que habían recibido las semanas posteriores a la muerte de Rose. La madre de Eilis había hecho imprimir un recordatorio con una foto de Rose en todo su esplendor y felicidad, con su nombre, edad y fecha de fallecimiento, y unas oraciones cortas debajo y en el reverso. Tenían que enviarlas. Pero a los que habían escrito o venido a visitarle había que adjuntarles una nota especial o una carta más larga. La madre de Eilis había dividido los recordatorios en tres montones: en uno solo había que poner el nombre y la dirección en el sobre y meter el recordatorio, en el segundo había que incluir una nota o carta suya y en el último Eilis tenía que escribir una nota o una carta. Eilis recordó vagamente que también habían hecho aquello tras la muerte de su padre, pero Rose, recordó también, se había hecho cargo de todo, ella no había participado directamente.

Su madre se sabía casi de memoria algunas de las cartas de condolencia que había recibido y también tenía una lista de todos los que habían ido a visitarla, que repasó con cuidado a Eilis, comentándole quién había ido demasiado a menudo o se había quedado demasiado rato, o quién había cotilleado excesivamente o había dicho algo que la había ofendido. Y había primos de su madre que vivían más allá de Bree que habían ido con vecinos suyos, gente tosca de fuera, y esperaba no tener que volver a verlos, ni a los primos ni a sus vecinos.

Y una noche, dijo, fueron Dora Devereux de Cush Gap y su hermana Statia y no habían parado de hablar y de contar cosas de personas a las que ninguno de los presentes conocía. Le habían dejado una estampa cada una, dijo su madre, y les escribiría una breve nota agradeciendo su visita, aunque procurando no animarlas a volver pronto. También había ido Nora Webster, dijo, con Michael; Nora había dado clases a los chicos en la escuela, y eran las personas más encantadoras de la ciudad. No le importaría que ellos volvieran, dijo, pero como tenían niños pequeños no creía que lo hicieran.

Su madre fue leyendo en voz alta la lista de personas, y Eilis casi se echó a reír al oír nombres de los que no había tenido noticias, o en los que no había pensado durante su estancia en América. Cuando su madre mencionó a una anciana que vivía cerca de Folly, no pudo resistirse.

—Dios mío, ¿aún vive?

Su madre la miró afligida y se puso las gafas al tiempo que empezaba a buscar una carta que había extraviado del capitán del club de golf en la que le decía cuán apreciada era Rose y cuánto la echarían de menos. Cuando la encontró, miró a Eilis con severidad.

Cada carta y cada nota que escribía Eilis tenía que ser revisada por la madre, que a menudo quería que la repitiera o añadiera un párrafo al final. Y en sus propias cartas, al igual que en las de su hija, quería dejar claro que, ahora que Eilis estaba en casa, se sentía muy acompañada y no necesitaba más visitas.

A Eilis le asombró la diversidad de formas en que las personas habían expresado sus condolencias, una vez escritas la primera o segunda frases. A la hora de contestar, su madre también intentaba, cambiar el tono y el contenido, procurando decir algo adecuado a cada persona. Pero era un proceso lento, y al final del primer día Eilis todavía no había salido a la calle ni estado a solas un solo momento. Y no había hecho ni la mitad del trabajo.

Al día siguiente trabajó duro y le dijo a su madre varias veces que si seguían hablando o releyendo cada carta que habían recibido, no acabarían nunca la tarea que tenían por delante. Pero su madre no solo iba despacio e insistía en que era ella, y no Eilis, la que tenía que escribir la mayor parte, sino que además quería que su hija leyera todas las cartas que ella acababa. Tampoco podía evitar hacer comentarios sobre las personas que habían escrito, incluidas las que Eilis no conocía.

Eilis intentó cambiar de tema varias veces y le preguntó a su madre si podrían ir juntas a Dublín algún día, o acercarse al menos a Wexford, en tren, una tarde. Pero su madre contestó que esperarían y ya verían, que ahora la cuestión era acabar de escribir y enviar aquellas cartas y que después revisarían la habitación de Rose y ordenarían su ropa.

Mientras tomaban el té el segundo día, Eilis le dijo a su madre que si no llamaba pronto a alguna de sus amigas, las ofendería. Ahora que había empezado, estaba decidida a conseguir un día libre y no pasar directamente de escribir cartas y poner direcciones en los sobres bajo la atenta y cada vez más malhumorada supervisión de su madre a revisar la ropa de Rose.

—He pedido que mañana traigan la corona de flores —dijo su madre—, así que iremos al cementerio.

—Bien, entonces quedaré con Annette y Nancy por la tarde —contestó Eilis.

—Pasaron a preguntar cuándo volvías. Les di largas, pero si quieres verlas, tendrías que invitarlas a casa.

—Puede que lo haga ahora—dijo Eilis—. Si le envío una nota a Nancy, ella puede ponerse en contacto con Annette. ¿Nancy sigue saliendo con George? Dijo que iban a comprometerse.

—Dejaré que te lo explique ella —replicó su madre, y sonrió.

—George sería un gran partido —dijo Eilis—. Y también es apuesto.

—Oh, no sé —dijo su madre—. La podrían convertir en una esclava, en aquella tienda. Y la vieja señora Sheridan parece una aristócrata. Yo no le dedicaría ni un momento.

Salir a la calle hizo que se sintiera mejor enseguida, y la tarde era tan agradable y cálida que podría haber caminado gustosamente durante horas. Vio que una mujer observaba su vestido, medias y zapatos y después su bronceada piel, y cuando se dirigía a casa de Nancy, se dio cuenta con regocijo de que en aquellas calles debía de parecer sofisticada. Se tocó el dedo en el que había llevado el anillo de bodas y se prometió a sí misma que escribiría a Tony aquella noche, cuando su madre se fuera a la cama, y que encontraría una forma de llevar la carta a correos a la mañana siguiente sin que ella se enterara. O quizá, pensó, aquella sería una buena forma de revelar delicadamente a su madre el secreto de que tenía alguien especial en América en caso de que no hubiera visto las cartas que le había escrito a Rose.

Al día siguiente, de camino al cementerio con la corona de flores, todos los que las conocían se detuvieron a hablar con ellas. Elogiaron a Eilis por su buen aspecto, pero no con excesiva efusividad o en un tono demasiado frívolo porque vieron que se dirigía con su madre a la tumba de su hermana.

Hasta que cruzaron la avenida principal del cementerio en dirección al panteón familiar, Eilis no fue consciente de hasta qué punto había temido aquello. Sintió lo mucho que la había irritado su madre los días anteriores y caminó despacio, cogiéndola del brazo, con la corona a la mano. Algunas de las personas que estaban en el cementerio se detuvieron y observaron cómo se aproximaban a la tumba.

Su madre quitó una corona casi marchita. Después volvió junto a Eilis y se quedó en pie frente a la lápida.

—Bueno, Rose —dijo, suavemente—, aquí está Eilis, ha venido a casa y te hemos traído flores ufanas.

Eilis no sabía si su madre esperaba que también dijera algo, pero ahora estaba llorando y no creía que pudiera decir nada con claridad. Cogió a su madre de la mano.

—Rezo por ti, Rose, y pienso en ti —susurró— y espero que tú reces por mí.

—Reza por todos nosotros —dijo su madre—. Rose está en el cielo y reza por nosotros.

Estando frente a la tumba, en silencio, la idea de que Rose estuviera bajo tierra, rodeada de oscuridad, se le hizo casi insoportable. Intentó imaginar a su hermana en vida, la luz de sus ojos, su voz, su forma de ponerse la rebeca sobre los hombros cuando sentía frío, su forma de tratar a su madre, haciendo que se interesara incluso por el más pequeño detalle de las vidas de Rose y Eilis, como si tuvieran los mismos amigos, los mismos intereses, las mismas experiencias. Se concentró en el espíritu de Rose e intentó evitar que su mente pensara en lo que le estaba ocurriendo a su cuerpo, justo bajo sus pies, en el húmedo barro.

Volvieron a casa por Summerhill y cruzaron Fair Green hasta Back Road porque su madre dijo que no quería encontrarse a nadie más aquel día, pero a Eilis se le ocurrió que lo que no quería bajo ningún concepto era que la viera alguien que pudiera invitarla o apartarla de su lado.

Aquella noche, cuando Nancy y Annette fueron a visitarla, Eilis vio inmediatamente el anillo de compromiso de Nancy. Ella le contó que llevaba comprometida con George dos meses, pero que no había querido contárselo por carta debido a lo de Rose.

—Pero es fantástico que estés aquí para la boda. Tu madre está encantada.

—¿Cuándo es la boda?

—El sábado veintisiete de junio.

—Pero entonces ya me habré ido —dijo Eilis.

—Tu madre ha dicho que todavía estarías aquí. Escribió aceptando la invitación en nombre de las dos.

Su madre entró en la habitación con una bandeja con tazas, platitos, una tetera y pastelitos.

—Bueno —dijo—, es agradable volver a veros a las dos, un poco de vida en la casa otra vez. La pobre Eilis estaba harta de su vieja madre. Y esperamos con ilusión tu boda, Nancy. Tendremos que ponernos muy elegantes. Es lo que Rose querría.

Y salió de la habitación antes de que nadie pudiera decir una palabra. Nancy miró a Eilis y encogió los hombros.

—Ahora tendrás que ir.

Eilis calculó mentalmente que la boda era cuatro días después de la fecha de partida prevista; también recordó que la agencia de viajes de Brooklyn le había dicho que podía cambiar la fecha siempre y cuando avisara a la compañía marítima con antelación. En ese momento decidió que se quedaría unas semanas más, y esperó que en Bartocci’s nadie pusiera demasiadas objeciones. Sería fácil explicarle a Tony que su madre había confundido la fecha de partida, aunque ella no creía que su madre hubiera confundido nada.

—¿O quizá tienes a alguien esperándote impacientemente en Nueva York? —sugirió Annette.

—Por ejemplo la señora Kehoe, mi casera —replicó Eilis.

Eilis sabía que no podía hacer confidencias a ninguna de sus amigas, sobre todo cuando estaban todas juntas, sin acabar hablando demasiado. Y si se lo contaba, pronto se encontraría con que una de sus madres le comentaría a la suya que tenía novio en América. Era mejor, pensó, no decir nada y hablar de ropa y de sus estudios y contarles cosas de sus compañeras y de la señora Kehoe.

Ellas, a su vez, le contaron las novedades de la ciudad, quién salía con quién, o quién tenía previsto comprometerse, y añadieron que la última noticia era que la hermana de Nancy, que había estado saliendo intermitentemente con Jim Farrell desde Navidad, al final había roto con él y ahora tenía un novio de Ferns.

—Solo se lió con Jim Farrell por un reto —dijo Nancy—. Era tan grosero con ella como lo fue contigo aquella noche, ¿te acuerdas? Y todos apostamos dinero a que no se liaría con él. Y entonces lo hizo. Pero al final no le soportaba, decía que era como tener tortícolis, aunque George diga que es muy buen tipo cuando llegas a conocerle, y todas sabían que George iba al colegio con él.

—George es muy bueno —dijo Annette.

Jim Farrell, dijo Nancy, iba a asistir a la boda como amigo de George, pero su hermana exigía que también invitaran a su nuevo novio de Ferns. Con toda aquella charla sobre novios y planes de boda, Eilis se dio cuenta de que si les contaba a Nancy o Annette lo de su boda secreta, a la que no había asistido nadie salvo ella y Tony, su reacción sería de silencio y asombro. Parecería demasiado extraño.

Cuando en los días siguientes, fue a la ciudad, el domingo, al ir a misa de once con su madre, todo el mundo comentaba lo bonita que era la ropa de Eilis, la elegancia de su peinado y el bronceado de su piel. Eilis intentó organizarse para quedar con Annette o Nancy cada día, bien juntas o por separado, y le decía a su madre con antelación lo que tenía previsto hacer. El miércoles, cuando le dijo a su madre que, si no había inconveniente, al día siguiente a primera hora de la tarde iría a Curracloe con George Sheridan y Nancy y Annette, la mujer le pidió que anulara la salida de aquella tarde y empezaran a revisar las pertenencias de Rose y a decidir con qué quedarse y qué dar.

Sacaron la ropa del armario y la colocaron sobre la cama. Eilis quería que quedara claro que no necesitaba la ropa de su hermana y que lo mejor sería darlo todo a la caridad. Pero su madre ya estaba apartando el abrigo de invierno de Rose, recién comprado, y varios vestidos que dijo que podían ajustarse fácilmente para que le quedaran bien a Eilis.

—No voy a tener mucho espacio en mi maleta —dijo Eilis— y el abrigo es precioso, pero demasiado oscuro para mí.

Su madre, que seguía ocupada separando prendas, fingió no haberla oído.

—Lo que haremos será llevar los vestidos y el abrigo al sastre mañana por la mañana. Parecerán distintos cuando tengan la medida correcta, cuando casen con tu nuevo aspecto americano.

Eilis, a su vez, empezó a ignorar a su madre. Abrió el cajón inferior de la cómoda y vació el contenido en el suelo. Quería asegurarse de encontrar las cartas que había enviado a Rose, si estaban allí, antes que su madre. Había viejas medallas y folletos, incluso redecillas y horquillas que no se habían utilizado durante años, pañuelos doblados y algunas fotografías que apartó, así como un montón de cartulinas de puntuación de golf. Pero no había rastro de las cartas ni en aquel cajón ni en los demás.

—La mayor parte son cosas inútiles, mamá. Lo mejor será conservar solo las fotos y tirar lo demás.

—Oh, voy a tener que mirármelo todo, pero ahora ven aquí y ayúdame a doblar estos pañuelos.

Eilis se negó a ir al sastre al día siguiente y al final le dijo a su madre con rotundidad que no quería llevar ni los vestidos ni el abrigo de Rose, no importaba lo elegantes o caros que fueran.

—Entonces, ¿quieres que los tire?

—Hay mucha gente que estaría encantada de tenerlos.

—¿Pero no son lo bastante buenos para ti?

—Yo ya tengo mi ropa.

—Bien, los dejaré en el armario por si cambias de opinión. Podrías darlos y el domingo, en misa, encontrarte a un desconocido con su ropa. Eso sería el colmo.

Eilis había comprado sellos y sobres especiales para América en la oficina de correos. Escribió a Tony para contarle que se quedaba una semana más y a la oficina de la compañía marítima en Cobh para cancelar el billete de vuelta que había reservado y pedirles que le dijeran cómo fijar una fecha de regreso posterior. Decidió esperar a que se acercara la fecha para avisar a la señorita Fortini y a la señora Kehoe de que llegaría más tarde. Se preguntó si sería inteligente utilizar una enfermedad como excusa. Le contó a Tony su visita a la tumba de Rose y el compromiso de Nancy, y le aseguró que llevaba el anillo cerca de ella para poder pensar en él cuando estaba sola.

A la hora de comer metió una toalla, un bañador y unas sandalias en una bolsa y se fue caminando a casa de Nancy, donde George Sheridan pasaría a buscarlas. La mañana había sido bonita; la brisa, suave y tranquila, y en la casa, mientras esperaban que llegara George, el calor era casi sofocante. Cuando oyeron la bocina de la camioneta que solía usar para los repartos, salieron. Eilis se sorprendió al ver a Jim Farrell, que le abrió la puerta para que entrara y después se sentó a su lado, dejando que Nancy se sentara delante con George.

Eilis saludó a Jim con frialdad y se acomodó lo más lejos que pudo de él. Le había visto el domingo anterior en misa, pero había puesto cuidado en evitarlo. Cuando salieron de la ciudad se dio cuenta de que era él, y no Annette, quien les acompañaba; se enfadó con Nancy por no habérselo dicho. De haberlo sabido, no habría ido. Se enfureció aún más cuando George y Jim se pusieron a hablar de un partido de rugby mientras el coche recorría Osbourne Road en dirección a Vinegar Hill y después giraba a la derecha hacia Curracloe. Estuvo a punto de interrumpir a los dos hombres para decirles que en Brooklyn también había un Vinegar Hill, pero que no se parecía en nada al Vinegar Hill desde el que se veía Enniscorthy, a pesar de que le habían puesto su nombre. Cualquier cosa, pensó, con tal de hacerlos callar. Pero decidió no dirigirse ni una sola vez a Jim Farrell, incluso ignorar su presencia, e introducir un tema en el que no pudiera participar en cuanto se produjera una interrupción en la conversación.

Cuando George aparcó el coche y él y Nancy fueron hacia el entablado que cruzaba las dunas hasta la playa, Jim Farrell le preguntó con mucha suavidad cómo estaba su madre y le dijo que él y sus padres habían ido al funeral de Rose. Su madre, dijo, la apreciaba mucho, del club de golf.

—En general —continuó diciendo— hacía mucho tiempo que no ocurría nada tan triste en la ciudad.

Eilis asintió. Si lo que quería era que opinara bien de él, pensó, entonces tendría que hacerle saber cuanto antes que no tenía ninguna intención de hacerlo, pero no era aquel precisamente el momento.

—Debe de resultarte duro estar en casa —continuó él—. Aunque para tu madre debe de ser agradable.

Eilis se volvió y le sonrió con tristeza. No volvieron a hablar hasta que se reunieron con George y Nancy en la playa.

Por lo visto, Jim no había llevado ni toalla ni bañador, y dijo que en cualquier caso el agua estaba demasiado fría. Eilis miró a Nancy y después lanzó una fulminante mirada a Jim con la intención de que Nancy la viera. Mientras Jim se quitaba los zapatos y los calcetines, se arremangaba los pantalones y se dirigía a la orilla, los demás se cambiaron. Si esto hubiera ocurrido años atrás, pensó Eilis, se habría pasado todo el viaje desde Enniscorthy preocupada por el bañador y su diseño, por si no tenía un aspecto bonito o elegante en la playa, o por lo que George o Jim pudieran pensar de ella.

Pero ahora, que todavía conservaba el bronceado del barco y de sus excursiones a Coney Island con Tony, se sintió extrañamente segura de sí misma al cruzar la playa y pasar sin decir palabra junto a Jim Farrell, que estaba chapoteando en la orilla. Se metió en el agua, y, al llegar la primera ola alta, se lanzó contra ella mientras rompía y después se adentró en el mar. Sabía que Jim la estaba mirando, y la idea de que debió de salpicarlo al pasar junto a él la hizo sonreír. Por un instante pensó que era algo que podría explicarle a Rose y que a ella le encantaría, pero después, con un sentimiento de pesar cercano al dolor físico, se acordó de que Rose estaba muerta, y que había cosas como aquella, cosas corrientes, que nunca sabría, que ahora ya no le importaba.

Más tarde, Nancy y George fueron paseando juntos hacia Ballyconnigar, dejando atrás a Eilis y Jim. Él empezó a hacerle preguntas sobre Estados Unidos. Le contó que tenía dos tíos en Nueva York y que solía imaginárselos entre los rascacielos de Manhattan hasta que se enteró de que vivían a más de trescientos kilómetros de la ciudad de Nueva York. Estaban en el estado de Nueva York, dijo, y el pueblo en el que vivía uno de ellos era más pequeño que Bunclody. Cuando Eilis le contó que un sacerdote amigo de su hermana la había animado a ir y la había ayudado cuando llegó, él le preguntó su nombre. Eilis le dijo que era el padre Flood, y se quedó desconcertada unos instantes cuando Jim replicó que sus padres le conocían bien; su padre, creía, había ido al Sant Peter’s College con él.

Más tarde fueron a Wexford y tomaron el té en el hotel Talbot, donde se iba a celebrar el banquete de bodas. De vuelta a Enniscorthy, Jim les invitó a tomar algo en el bar de su padre antes de volver a casa. Su madre, que estaba sirviendo en la barra, sabía que habían ido de excursión y saludó a Eilis con una calurosa efusividad que ella casi encontró inquietante. Antes de separarse quedaron en repetir la excursión el domingo siguiente. George sugirió la posibilidad de ir a Courtown a bailar después de Curracloe.

Eilis no tenía llave de la puerta principal de Friary Street, así que tuvo que llamar; esperaba que su madre no estuviera durmiendo. La oyó acercarse lentamente a la puerta e imagino que debía de haber estado en la cocina. Su madre estuvo un rato abriendo cerraduras y descorriendo cerrojos.

—Bueno, ya estás aquí —dijo su madre, y sonrió—. Tendré que darte una llave.

—Espero no haberte despertado.

—No, cuando he visto que te marchabas he imaginado que volverías tarde, pero tampoco es tan tarde, todavía hay algo de luz en el cielo.

Su madre cerró la puerta y la hizo pasar a la cocina.

—Y bien, dime —dijo—. ¿Te lo has pasado bien en la excursión?

—Ha sido agradable, mamá —dijo Eilis—. Y hemos ido a tomar el té a Wexford.

—Y espero que Jim Farrell no se haya mostrado demasiado necio.

—Ha sido agradable. Ha cuidado sus modales.

—Bien, la gran noticia es que han venido a preguntar por ti de parte de las oficinas Davis’s. Están en plena crisis porque mañana tienen que pagar a los camioneros y a los hombres que trabajan en la fábrica; una de las chicas está de vacaciones y Alice Roche enferma. Estaban desesperados hasta que alguien ha pensado en ti. Quieren que estés allí a las nueve y media de la mañana y les he dicho que allí estarías. Era mejor decir sí que no.

—¿Cómo sabían que estaba aquí?

—Seguro que toda la ciudad sabe que estás aquí. Así que te prepararé el desayuno a las ocho y media, y será mejor que te pongas algo práctico. Nada demasiado americano.

El rostro de su madre mostraba una sonrisa de satisfacción. Aquello supuso un alivio para Eilis, ya que días atrás había empezado a temer los silencios entre ellas y a molestarle la falta de interés de su madre por hablar de nada, ni el menor detalle, que estuviera relacionado con su estancia en Estados Unidos. Ahora, en la cocina, charlaron sobre Nancy y George y la boda, y acordaron ir a Dublín el martes a comprar un vestido para la ocasión. También comentaron qué debían comprarle a Nancy como regalo de bodas.

Cuando Eilis fue arriba se sintió, por primera vez, menos incómoda de estar en casa, y se encontró esperando casi con ilusión el día que tendría que organizar las pagas en Davis’s y el fin de semana. Sin embargo, mientras se desvestía, reparó en que había una carta encima de la cama. Enseguida vio que era de Tony, que había puesto su nombre y dirección en el sobre. Su madre debía de haberla dejado allí, tras decidir no mencionarlo. Abrió la carta con un sentimiento cercano a la alarma, preguntándose por un momento si le habría pasado algo; se sintió aliviada al leer las frases iniciales, que declaraban su amor por ella y subrayaban cuánto la echaba de menos.

Mientras leía la carta, deseó poder llevarla abajo y leérsela a su madre. El tono era estirado, formal, anticuado, el de alguien poco acostumbrado a escribir cartas. Aun así, Tony había logrado reflejar algo de sí mismo, su calidez, su amabilidad y entusiasmo por las cosas. Y había algo constante en él, pensó, que también estaba en aquella carta. El sentimiento de que si volvía la cabeza, ella podía haberse ido. Aquella tarde, disfrutando del mar y la cálida temperatura, de la compañía de Nancy y George e incluso, al final del día, de Jim, había estado lejos de Tony, muy lejos, sumergiéndose en la tranquilidad de lo que repentinamente se había vuelto familiar.

Ahora deseaba no haberse casado con él, no porque no lo amara y no quisiera volver junto él, sino porque el no habérselo dicho a su madre y a sus amigos convertía cada día transcurrido en Estados Unidos en una especie de fantasía, en algo que no encajaba con los días que estaba pasando en casa. Se sentía extraña, era como si fuera dos personas, una que había luchado contra dos fríos inviernos y muchos días duros en Brooklyn y se había enamorado allí, y otra que era la hija de su madre, la Eilis que todo el mundo conocía, o creía conocer.

Deseaba poder bajar y contarle a su madre lo que había hecho, pero sabía que no lo haría. Sería más fácil argüir que tenía que volver a Brooklyn a trabajar, escribir cuando ya hubiera vuelto y decir que estaba saliendo con un hombre al que amaba y con el que esperaba comprometerse y casarse. Solo estaría en casa unas semanas más. Tumbada en la cama, pensó que lo más acertado sería sacar el mayor partido, no tomar grandes decisiones en lo que solo iba a ser un interludio. No era muy probable que la posibilidad de estar en casa volviera a presentarse. Por la mañana, pensó, se levantaría pronto, escribiría a Tony y enviaría la carta de camino al trabajo.

Por la mañana le resultó difícil no pensar que era el fantasma de Rose, su madre preparándole el desayuno y hablándole de la misma forma en el mismo momento, admirando su ropa con las mismas palabras que utilizaba con Rose, y después ella saliendo a paso ligero hacia el trabajo. Cuando cogió el mismo camino que Rose, tuvo que obligarse a sí misma a dejar de caminar con la elegancia y la determinación de Rose e ir más despacio.

En la oficina la estaba esperando Maria Gethings, de quien Rose solía hablar; la acompañó al sanctasanctórum en el que se guardaba el dinero en efectivo. El problema era, dijo Maria, que era temporada alta y los camioneros y hombres de la fábrica habían hecho horas extras la semana anterior. Todos habían apuntado las horas trabajadas, pero nadie había calculado el dinero que se les debía, que se anotaba en un formulario especial y se sumaba a su paga habitual, expresaba en otro formulario, una hoja salarial. Ni siquiera estaban en orden alfabético, dijo.

Eilis le dijo que si la dejaba a solas unas dos horas con toda la información sobre las tarifas de las horas extras, organizaría un sistema, siempre y cuando pudiera preguntarle cuanto necesitara saber. Dijo que trabajaría mejor sola, pero que le comunicaría la menor duda que tuviera. Maria le dijo que cerraría la puerta y no la molestaría; al salir explicó que los hombres irían a buscar su paga hacia las cinco y que el dinero en efectivo para pagarles estaba en la caja fuerte.

Eilis encontró una grapadora y empezó a grapar el formulario de horas extras de cada trabajador a su hoja salarial. Las puso en orden alfabético. Cuando acabó, revisó los formularios de las horas extras calculando, a partir de la lista de tarifas, que variaban considerablemente según la antigüedad y el grado de responsabilidad, cuánto había que pagar a cada uno; después añadió y sumó aquella cantidad a la paga de la hoja salarial, de forma que solo quedara una cifra por trabajador. Fue apuntando las cifras en una lista aparte que después sumaría para saber cuánto dinero se necesitaba para pagar a todos los hombres. El trabajo era sencillo porque los términos estaban claros y, si se concentraba y no cometía errores en la suma, pensó, podría llevar a cabo su tarea, siempre que hubiera suficientes billetes pequeños y monedas en la caja fuerte.

Hizo un breve descanso para comer y volvió a decirle a Maria que no necesitaría ayuda, solo un montón de sobres y alguien que abriera la caja fuerte y fuera al banco o a correos en caso de que no tuvieran suficiente cambio. A las cuatro de la tarde ya había acabado y la cantidad de efectivo gastado coincidía con su suma total. Había dado un sobre a cada trabajador con una hoja en la que se detallaba el dinero que se le debía y también había hecho una copia para los archivos de la oficina.

Aquel era el trabajo con el que había soñado cuando estaba en la planta de ventas de Bartocci’s y veía a los administrativos entrar y salir mientras ella les decía a los clientes que las medias color sepia y café eran para las pieles claras y las medias rojizas para las más oscuras, o mientras escuchaba en clase y se preparaba para los exámenes del Brooklyn College. Sabía que en cuanto se casara con Tony se quedaría en casa, limpiando, haciendo la comida y comprando, y que después tendrían niños y los cuidaría. Nunca le había comentado a Tony que le gustaría seguir trabajando, aunque solo fuera media jornada, llevando desde casa los libros de alguien que necesitara un contable. No creía que ninguna de las mujeres que trabajaba en las oficinas de Bartocci’s estuviera casada. Mientras acababa su jornada de trabajo en Davis’s se preguntó si quizá podría llevar la contabilidad de la empresa que Tony y sus hermanos iban a crear. Al pensar en eso cayó en la cuenta de que se había olvidado de escribirle aquella mañana y decidió encontrar tiempo por la noche para hacerlo.

El domingo, justo después de comer, cuando aún hacía un agradable calor, George, Nancy y Jim pararon enfrente de su casa en Friary Street. Jim le abrió la puerta trasera del coche para que subiera. Llevaba una camisa blanca con las mangas arremangadas; Eilis vio el vello oscuro de sus brazos y la blancura de su piel. Llevaba gomina; pensó que se había esmerado bastante a la hora de vestirse. Mientras salían de la ciudad, Jim le contó cómo habían ido las cosas en el bar la noche anterior y lo afortunado que era de que, aunque sus padres le hubieran traspasado el bar, siguieran dispuestos a trabajar cuando él quería salir.

George dijo que seguramente en Curracloe habría mucha gente y que creía que lo mejor era ir a Cush Gap y bajar por el acantilado. Allí era donde Eilis iba con Rose, sus hermanos y sus padres cuando eran pequeños, pero hacía años que no había estado o pensado en ello. Al cruzar el pueblo de Blackwater, estuvo a punto de señalar los sitios que conocía, como el bar de la señora Davis, donde su padre iba por las tardes, o la tienda de Jim O’Neill, pero se contuvo. No quería mostrarse como quien vuelve a casa después de mucho tiempo. Y pensó en un domingo de verano. Para los demás, en cambio, no representaba nada, solo la decisión que George había tomado de ir a un sitio más tranquilo.

Estaba segura de que si empezaba a hablar de los recuerdos que le despertaba aquel sitio, ellos notarían la diferencia. Por eso, mientras subían la cuesta antes de girar hacia Ballyconnigar, interiorizó cada edificio, recordando cosas que habían ocurrido, las pequeñas excursiones al pueblo con Jack, o un día que habían ido a visitarles sus primos Doyle. Aquello hizo que se sumiera en el silencio y se sintiera apartada de la agradable y apacible sensación de tranquilidad y alegría que reinaba en el coche cuando giraban a la izquierda y se dirigían a Cush por el estrecho camino de arena.

Tras aparcar, George y Nancy se encaminaron hacia el acantilado, dejando atrás a Jim y Eilis. Jim llevaba su bañador y la toalla, así como la bolsa de Eilis con su traje de baño y su toalla. A medio camino se detuvieron unos instantes en casa de los Cullen, ante la cual estaba sentado un viejo profesor de Jim, el señor Redmond, con un sombrero de paja en la cabeza. Era evidente que estaba de vacaciones.

—Puede que este sea todo el verano de este año, señor —dijo Jim.

—Pues entonces será mejor aprovecharlo al máximo —contestó el señor Redmond. Eilis observó que no articulaba bien las palabras.

Mientras seguían caminando, Jim dijo en voz baja que era el único profesor que le había caído bien y que era una lástima que hubiera tenido una apoplejía.

—¿Dónde está su hijo? —preguntó Eilis.

—¿Eamon? Está estudiando, creo. Es a lo que se dedica.

Cuando llegaron al final del camino y se asomaron al acantilado, vieron que el mar estaba en calma y casi llano. Junto a la orilla, la arena era de un amarillo oscuro. Una hilera de aves marinas volaba bajo sobre las olas, que apenas crecían para romper suavemente, casi en silencio. Había una ligera bruma que difuminaba la línea del horizonte, pero por lo demás el cielo era de un azul puro.

George tuvo que correr cuesta abajo el último tramo de arena y salvar un hueco del acantilado; esperó que Nancy lo siguiera y la sostuvo entre sus brazos. Jim hizo lo mismo, y Eilis se dio cuenta de que, al cogerla, la abrazaba de un modo demasiado íntimo, y que lo hacía como si fuera algo habitual en ellos. Eilis se estremeció un instante al pensar en Tony.

Extendieron dos toallas sobre la arena mientras Jim se quitaba los zapatos y los calcetines e iba a ver cómo estaba el agua. Volvió diciendo que estaba casi caliente, mucho mejor que la vez anterior, y que se iba a cambiar y a darse un baño. George dijo que iría con él. Acordaron que el último que se metiera en el agua invitaría a comer. Nancy y Eilis se pusieron el bañador, pero se quedaron sentadas en la toalla.

—A veces son como un par de niños —dijo Nancy mientras miraba cómo hacían payasadas en el agua—. Si tuvieran una pelota, se pasarían una hora jugando con ella.

—¿Qué ha pasado con Annette? —preguntó Eilis.

—Sabía que el jueves no vendrías si te decía que nos acompañaba Jim, y sabía que no vendrías solo conmigo y con George, así que te dije que Annette iba a venir; solo fue una mentirijilla —replicó Nancy.

—¿Y qué ha pasado con los modales de Jim?

—Solo es maleducado cuando está nervioso —dijo Nancy—. No lo hace intencionadamente. Es un bonachón. Y además le gustas.

—¿Desde cuándo?

—Desde que te vio en misa de once el otro domingo, con tu madre.

—¿Puedes hacerme un favor, Nancy?

—¿Cuál?

—¿Puedes ir a la orilla y decirle a Jim que se vaya al infierno? O mejor aún, ve a la orilla y dile que conoces a alguien que vive en la Cochinchina y pregúntale por qué no se pasa por allí alguna vez.

Ambas se tiraron sobre las toallas, riendo a carcajadas.

—¿Lo tienes todo preparado para la boda? —preguntó Eilis. No quería oír nada más de Jim Farrell.

—Todo excepto mi futura suegra, que cada día se presenta con una nueva declaración sobre algo que quiere o que no quiere. Mi madre cree que es una horrible vieja esnob.

—Bueno, lo es, ¿no?

—Se lo quitaré a golpes —dijo Nancy—, pero esperaré a después de la boda.

Cuando George y Jim volvieron, empezaron los cuatro a caminar por la playa, al principio los dos hombres corriendo, para secarse. A Eilis le hacía gracia lo ceñidos y finos que eran sus bañadores. Ningún hombre estadounidense iría así en la playa, pensó. Ni dos hombres se moverían con tanta despreocupación en Coney Island, como hacían ellos dos, que no parecían estar en absoluto atentos a las dos mujeres que observaban cómo corrían torpemente junto a la dura arena de la orilla.

No había nadie más en aquella parte de la playa. Ahora Eilis entendía por qué George había elegido aquel solitario lugar. Él y Jim, y quizá también Nancy, habían planeado un día perfecto en el que ella y Jim fueran una simple pareja como Nancy y George. Cuando los dos hombres volvieron y Jim, dejando que los otros dos se adelantaran, empezó a hablar con ella, se dio cuenta de que le gustaba su presencia afable y corpulenta y el tono de su voz, que tenía la naturalidad de las calles de la ciudad. Sus ojos eran de un límpido azul, y no veían maldad en nada, pensó. Era plenamente consciente de que aquellos ojos azules se posaban sobre ella con un interés inequívoco.

Sonrió al pensar que se sentía cómoda. Estaba de vacaciones y era algo inofensivo, pero no se bañaría en el mar con él como si fuera su novia. Se dijo que le gustaría ser capaz de enfrentarse a Tony sabiendo que no lo había hecho. Ella y Jim observaron a George y Nancy mientras jugaban en la parte poco profunda del agua e iban juntos hacia las olas. Cuando Jim le propuso que los siguieran, ella negó con la cabeza y continuó caminando delante de él. Por un instante, cuando él la alcanzó se preguntó, cómo se sentiría ella si se enterara de que Tony había ido a Coney Island un día como aquel, con un amigo y dos mujeres jóvenes, y que había paseado a solas con una de ellas por la playa. Imposible, pensó, era algo que él jamás haría. Tony sufriría ante el más leve indicio de lo que ella estaba haciendo ahora, pues al volver al lugar en el que habían dejado las cosas, Jim le extendía la toalla y, aún en bañador, le sonreía y se tumbaba junto a ella bajo el cálido sol.

—Mi padre dice que esta zona de la costa se está erosionando terriblemente —dijo Jim, como si estuvieran en plena conversación.

—Años atrás solíamos pasar una semana o dos en la cabaña que compraron Michael y Nora Webster. No sé de quién era cuando la alquilábamos. Los cambios se notaban cada vez que volvíamos en verano —dijo ella.

—Mi padre dice que recuerda a tu padre por aquí hace muchos años.

—Solían venir todos en bicicleta desde la ciudad.

—¿Hay playa cerca de Brooklyn?

—Oh, sí —dijo Eilis—. Y los fines de semana de verano está a rebosar.

—Imagino que allí te encuentras a todo tipo de personas —dijo él, como si aprobara la idea.

—De todo tipo —replicó ella.

Estuvieron un rato sin hablar mientras Eilis, sentada, contemplaba cómo Nancy flotaba en el agua y George nadaba cerca de ella. Jim se incorporó y también los observó.

—¿Vamos a bañarnos? —dijo con suavidad.

Eilis se esperaba aquello y ya había decidido decir que no. Si insistía demasiado, había pensado incluso decirle que había alguien especial en Brooklyn, un hombre con el que pronto volvería. Pero al hablar, el tono de su voz fue inesperadamente humilde. Lo hizo como si se dirigiese a alguien a quien se podía herir fácilmente. Eilis se preguntó si se trataba de una pose, pero él la miraba con una expresión tan vulnerable que, por un instante, no supo qué hacer. Se dio cuenta de que si se negaba quizá iría solo hasta la orilla con aire derrotado; de alguna forma, no quería tener que presenciarlo.

—De acuerdo —dijo.

Durante un segundo, mientras se metían en el mar, él la cogió de la mano. Pero cuando se acercó una ola, Eilis se apartó de él y, sin dudarlo un momento, se alejó nadando. No se volvió para ver si él la seguía. Continuó nadando, prestando atención al lugar en el que Nancy y George se estaban besando y abrazando estrechamente, e intentó evitarlos tanto como a Jim Farrell.

Apreció que Jim, a pesar de ser tan buen nadador como ella, no intentara seguirla en un principio; nadó en paralelo a la orilla y la dejó tranquila. Eilis disfrutó del agua; había olvidado su calma y su pureza. Mientras se deleitaba en ella, mirando el cielo azul, sacudiendo los pies para mantenerse a flote, Jim fue hacia ella, aunque poniendo cuidado en no tocarla ni acercarse demasiado. Cuando sus miradas se cruzaron, él sonrió. Todo lo que hizo a partir de entonces, cada palabra que dijo, cada movimiento que hizo, pareció deliberado, contenido y meditado, con la intención de no irritarla ni dar la impresión de que actuaba demasiado rápido. Y casi como formando parte de aquel cuidado, dejó absolutamente claro su interés por ella.

Eilis comprendió que no debería haber dejado que las cosas fueran tan rápido, que después de la primera excursión debería haberle dicho a Nancy que su deber era estar en casa con su madre, o ir de paseo con ella, y que no podía volver a salir con ellos y Jim Farrell. Por un instante pensó en confiarse a Nancy, no contarle toda la verdad, pero sí que no tardaría en comprometerse cuando volviera a Brooklyn. Pero se dio cuenta de que era mejor no hacer nada. En cualquier caso, pronto se iría.

Cuando salió del agua con Jim, George tenía una cámara fotográfica preparada. Mientras Nancy miraba, Jim se puso detrás de Eilis y la rodeó entre sus brazos; Eilis sintió su calor, su torso presionándola mientras George hacía algunas fotografías más antes de que Jim les hiciera otras a George y Nancy en la misma pose. Casi enseguida, al ver que un hombre venía en su dirección desde Keating’s, decidieron esperar y, después de enseñarle cómo funcionaba la cámara, George le pidió que les hiciera unas fotos a los cuatro juntos. Jim se movía con aire no premeditado, pero nada de lo que hacía era casual, pensó Eilis, al sentir el peso de su cuerpo tras ella una vez más. Aunque tuvo cuidado de no acercársele tanto como George a Nancy. En ningún momento sintió su entrepierna; habría sido excesivo, e imaginó que Jim había decidido no arriesgarse. Después de que les hicieran las fotos, volvió a su toalla, se cambió y se tumbó al sol hasta que los demás estuvieron listos para irse.

De camino a Enniscorthy decidieron tomar el té en el asador del hotel Courtown, que George creía que estaba abierto hasta las nueve, y después ir a bailar. George le tomó el pelo a Nancy sobre el tiempo que necesitaría para arreglarse cuando esta insistió en que ella y Eilis tendrían que lavarse el pelo después de habérselo mojado en el mar.

—Un lavado rápido, entonces —dijo George.

—No se puede hacer rápido —replicó Nancy.

Jim miró a Eilis y sonrió.

—Dios mío, aún no están casados y ya discuten.

—Es por una buena causa —dijo Nancy.

—Tiene razón —añadió Eilis.

Jim se inclinó afectuosamente y apretó la mano de Eilis.

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