Brooklyn

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PRIMERA PARTE

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—Ahora guarda la carta a buen recaudo —dijo—. Se la enseñaremos a Rose cuando vuelva.

En pocas semanas, Rose lo había organizado todo; incluso había entablado amistad por teléfono con alguien de la embajada estadounidense en Dublín que le envió los formularios necesarios y una lista de los médicos autorizados para hacer un informe médico sobre la salud general de Eilis, y otra con todo lo que la embajada le pediría, que incluía una detallada oferta de trabajo, para el cual Eilis debía estar especialmente cualificada, un aval de que se harían cargo de ella en el aspecto económico a su llegada y varias cartas de referencia.

El padre Flood escribió una carta oficial avalando a Eilis y garantizando que se ocuparía de su alojamiento y de su bienestar general y económico, y en papel con membrete llegó una carta de Bartocci & Company, Fulton Street, Brooklyn, ofreciéndole un puesto de trabajo indefinido en su tienda principal, en la misma dirección, y mencionando sus conocimientos de contabilidad y experiencia general. Iba firmada por Laura Fortini; la letra, observó Eilis, era clara y bonita, e incluso el propio papel, con su pálido color azul y el dibujo en relieve de un gran edificio sobre el membrete, parecía de más peso, más caro, más prometedor que cualquiera de los que de esa misma clase había visto antes.

Acordaron que entre sus hermanos, en Birmingham, pagarían el billete a Nueva York. Rose le daría dinero para mantenerse hasta que empezara a trabajar. Eilis se lo contó a unos pocos amigos y les rogó que no se lo dijeran a nadie, pero sabía que algunos de los colegas de trabajo de Rose habían oído las llamadas a Dublín. También era consciente de que su madre no sería capaz de guardar la noticia, por lo que pensó que debía contárselo a la señorita Kelly antes de que se enterara por terceros. Lo mejor sería ir entre semana, pensó, cuando no había tanto trabajo.

La encontró tras el mostrador. Mary estaba subida a una escalera apilando paquetes de guisantes marrowfat en los estantes superiores.

—Oh, has venido en el peor momento —dijo la señorita Kelly—. Justo cuando creíamos que tendríamos un poco de tranquilidad. Ahora no hagas nada que distraiga a Mary. —Inclinó la cabeza en dirección a la escalera—. Se caería en cuanto mirara hacia ti.

—Bueno, solo he venido a decir que me marcho a América dentro de un mes, más o menos —dijo—. Voy a trabajar allí, y quería informarla como corresponde.

La señorita Kelly salió de detrás del mostrador.

—¿De verdad? —preguntó.

—Pero vendré todos los domingos hasta que me vaya, por supuesto.

—¿Es que quieres referencias?

—No, en absoluto. Solo he venido a avisarla.

—Bien, qué amable. Así que te veremos cuando vengas de vacaciones, si es que te dignas hablar con nosotros.

—Vendré el domingo —dijo Eilis.

—Ah, no, no te necesitaremos. Si vas a irte, es mejor que te vayas ya.

—Pero podría venir.

—No, no puedes. La gente hablaría mucho de ti y habría mucha distracción y, como sabes, los domingos ya tenemos bastante trabajo.

—Esperaba poder trabajar hasta que me fuera.

—No, aquí no. Así que ahora vete. Tenemos mucho que hacer, más entregas y más cosas que apilar. Y no hay tiempo para charlas.

—Bien, muchas gracias.

—Gracias a ti.

Mientras la señorita Kelly iba hacia el almacén de detrás de la tienda, Eilis miró si Mary se volvía para poder despedirse de ella. Pero como no lo hizo, salió de la tienda en silencio y se fue a casa.

La señorita Kelly era la única persona que había mencionado la posibilidad de volver en vacaciones. No lo había hecho nadie más. Hasta entonces, Eilis había supuesto que viviría en la ciudad toda la vida, como su madre, que conocería a todo el mundo, tendría los mismos amigos y vecinos, la misma rutina diaria en las mismas calles. Esperaba encontrar trabajo en la ciudad y después casarse, dejar el trabajo y tener hijos. Y ahora se sentía como si hubiera sido elegida para algo y no estaba en absoluto preparada, y eso, a pesar del miedo que la invadía, le provocaba un sentimiento, o más bien una serie de sentimientos, que creía debían de ser los que experimentaría cuando se acercara el día de la boda, días en los que todo el mundo la miraría con un brillo en los ojos mientras ella se afanaba con los preparativos, días en los que ella misma estaría en plena ebullición pero procuraría no pensar con demasiada precisión en cómo serían las semanas siguientes, por si perdía el valor.

No hubo un día en el que no ocurriera algo. Los formularios que llegaron de la embajada fueron rellenados y enviados. Eilis fue en tren a la ciudad de Wexford para hacerse lo que le pareció una revisión superficial, ya que el médico quedó aparentemente satisfecho cuando ella le dijo que nadie de su familia había padecido tuberculosis. El padre Flood escribió dando más detalles de dónde viviría cuando llegara y lo cerca que estaría de su lugar de trabajo; llegó su pasaje para Nueva York, en un barco que salía de Liverpool. Rose le dio dinero para ropa y le prometió que le compraría zapatos y un conjunto de ropa interior. La casa, pensó Eilis, estaba alegre de un modo desacostumbrado, casi anormal, y en las comidas que compartían había demasiadas charlas y risas. Le recordó las semanas anteriores a la partida de Jack a Birmingham, cuando hacían lo que fuera para apartar de su mente que iban a perderlo.

Un día, cuando un vecino fue a visitarlas y se sentó con ellas en la cocina a tomar el té, Eilis se dio cuenta de que su madre y Rose hacían lo imposible por ocultar sus sentimientos. El vecino, de forma no premeditada, casi para dar conversación, dijo:

—La echará de menos cuando se vaya, imagino.

—Oh, será terrible cuando se vaya —dijo la madre.

Su rostro tenía una expresión ensombrecida y tensa que Eilis no había visto desde los meses posteriores a la muerte de su padre. Entonces, en los momentos que siguieron, el vecino se quedó visiblemente desconcertado por el tono de voz de la madre, la expresión de la cual se ensombreció aún más, hasta el punto de que la mujer tuvo que levantarse y salir en silencio de la habitación. Eilis sabía que su madre iba a llorar. Se sorprendió al ver que ella, su hija, en lugar de seguirla al vestíbulo o al comedor, se quedaba a charlar tranquilamente con el vecino, con la esperanza de que la madre volviera pronto y pudieran continuar lo que parecía una conversación corriente.

Ni cuando se despertaba por la noche y pensaba en ello, se permitía a sí misma llegar a la conclusión de que no quería ir. Llevó a cabo todos los preparativos y le preocupaba tener que llevar dos maletas de ropa sin ayuda, se aseguró de no perder el bolso de mano que Rose le había regalado y en el que llevaría el pasaporte, las direcciones de Brooklyn en las que viviría y trabajaría y la dirección del padre Flood, por si no iba a recogerla, tal como había prometido hacer. Y dinero. Y su bolsita de maquillaje. Y quizá un abrigo que podía llevar en el brazo, aunque quizá se lo pusiera, pensó, si no hacía demasiado calor. Era posible que a finales de septiembre aún hiciera calor, le habían advertido.

Ya había hecho una maleta y repasaba mentalmente su contenido, esperando no tener que volver a abrirla. Una de aquellas noches, tumbada despierta en la cama, cayó en la cuenta de que la próxima vez que abriera aquella maleta lo haría en una habitación diferente, en un país diferente, y entonces por su mente cruzó involuntariamente el pensamiento de que sería mucho más feliz si la abriera otra persona y que esa persona se quedara la ropa y los zapatos y los usara a diario. Ella preferiría quedarse en su hogar, dormir en aquella habitación, vivir en aquella casa, arreglárselas sin la ropa y los zapatos. Los preparativos que se estaban haciendo, todo el ajetreo y las charlas, estarían mucho mejor si fueran para otra persona, pensó, alguien como ella, alguien de su edad y estatura, que incluso tuviera su aspecto, siempre y cuando ella, la persona que ahora estaba pensando, pudiera despertarse en aquella misma cama cada mañana y hacer su vida durante el día en aquellas calles familiares y volver a la cocina de su casa, con su madre y Rose.

Aunque dejaba que tales pensamientos fluyeran sin cesar, se detenía cuando su mente se acercaba al miedo o al terror real, o peor, al pensamiento de que iba a perder aquel mundo para siempre, que nunca volvería a vivir un día corriente en aquel lugar corriente, que el resto de su vida sería una lucha con lo desconocido. En el piso de abajo, cuando estaban Rose y su madre, hablaba de cuestiones prácticas y seguía resplandeciente.

Una tarde, cuando Rose la invitó a su habitación para que eligiera algunas joyas que llevarse, cayó en la cuenta de algo nuevo que la sorprendió por su fuerza y claridad. Rose tenía ahora treinta años y, puesto que era evidente que su madre no podía vivir sola, no solo por la pequeña pensión de la que disponía sino también porque su vida sería demasiado solitaria sin todos ellos, su marcha, que Rose había organizado con tanta precisión, significaría que su hermana no podría casarse. Tendría que quedarse con su madre, vivir como lo había hecho hasta entonces, seguir trabajando en la oficina de Davis’, jugando al golf los fines de semana y las tardes de verano. Se dio cuenta de que al facilitar su marcha, Rose estaba renunciando a cualquier posibilidad real de dejar aquella casa y tener su propio hogar, su propia familia. Mientras se probaba algunos collares, sentada ante el tocador, vio que en el futuro, a medida que su madre fuera envejeciendo y debilitándose, Rose tendría que estar aún más pendiente de ella, subir los empinados escalones con bandejas de comida y limpiar y cocinar cuando su madre no pudiera hacerlo.

Mientras se probaba unos pendientes, se dio cuenta también de que Rose sabía todo eso, sabía que una de las dos se iría, y había decidido dejar que fuera Eilis quien lo hiciera. Al volverse y mirar a su hermana, quiso proponerle que se intercambiaran los papeles, que Rose, tan preparada para la vida, siempre haciendo nuevos amigos, sería más feliz en América, mientras que ella se sentiría contenta de quedarse en casa. Pero Rose tenía un trabajo en la ciudad y ella no, y por tanto para Rose era fácil sacrificarse, puesto que parecía que estaba haciendo otra cosa. En ese momento, cuando Rose le ofrecía unos broches, habría dado cualquier cosa por ser capaz de decirle sin rodeos que no quería irse, que Rose podía marcharse en su lugar, que ella estaría encantada de quedarse y cuidar de su madre, que ya se las arreglarían de alguna forma y que quizá encontraría otro trabajo.

Eilis se preguntó si su madre también pensaba que se iba la hermana equivocada y entendía los motivos de Rose. Imaginó que su madre lo sabía todo. Sabían tanto, pensó, que podían hacer cualquier cosa salvo decir en voz alta lo que pensaban. De camino a su habitación, decidió hacer todo lo posible por ellas simulando en todo momento que se sentía sumamente emocionada ante la gran aventura que estaba a punto de iniciar. Si podía, les haría creer que estaba deseando ir a América y dejar su casa por primera vez. Se prometió a sí misma no dejarles entrever en ningún momento ni en lo más mínimo cómo se sentía, y ocultárselo a sí misma si era necesario, hasta encontrarse lejos.

Ya había demasiada tristeza en la casa, pensó, quizá más, si cabe, de lo que era consciente. Haría cuanto pudiera por no añadir una ración extra. No podía engañar a su madre y a Rose, de eso estaba segura, pero esta le parecía una razón más poderosa todavía para que no hubiera lágrimas antes de su partida. No había lugar para las lágrimas. Lo que debía hacer los días que precedían a su marcha y la mañana de su partida era sonreír, para que la recordaran sonriendo.

Rose se tomó el día libre en el trabajo y acompañó a Eilis hasta Dublín. Fueron a comer juntas al hotel Gresham hasta que llegara el momento de coger el taxi para llevarlas al barco que se dirigía a Liverpool, donde Jack se encontraría con Eilis y pasarían el día juntos antes de que iniciara su largo viaje a Nueva York. Ese día en Dublín, Eilis fue consciente de que ir a trabajar a América no era lo mismo que limitarse a coger un barco para Inglaterra; América podía estar mucho más lejos y tener sistemas y costumbres totalmente desconocidos, pero tenía un glamour que casi lo compensaba todo. Incluso ir a trabajar a una tienda de Brooklyn y alojarse a unas pocas manzanas de allí, todo ello organizado por un sacerdote, tenía algo de romántico, y ella y Rose eran perfectamente conscientes de eso cuando pedían la comida en el Gresham, tras dejar el equipaje en la estación de ferrocarril. Ir a trabajar a una tienda de Birmingham o Liverpool o Coventry o incluso Londres era algo absolutamente gris comparado con aquello.

Rose se había vestido elegante para la ocasión y Eilis se había esforzado por tener el mejor aspecto posible. Rose, con una simple sonrisa al portero del hotel, era al parecer capaz de conseguir que les buscara un taxi en O’Connell Street e insistiera en que ellas esperaran en el vestíbulo. Quien no tuviera billete no podía pasar de determinado punto; Rose, sin embargo, fue una excepción gracias al revisor, que mandó buscar a un colega para que ayudara a las señoras con el equipaje y le dijo que podía quedarse en el barco hasta que faltara media hora para la partida, momento en que él la localizaría, la acompañaría fuera y después buscaría a alguien que cuidara de su hermana durante el viaje a Liverpool. Ni siquiera la gente con billete de primera clase recibía tal atención; Eilis se lo hizo notar a Rose, que sonrió con complicidad y asintió.

—Algunas personas son amables —dijo— y si les hablas adecuadamente pueden serlo incluso más.

Ambas rieron.

—Ese será mi lema en América —dijo Eilis.

A primera hora de la mañana, cuando el barco llegó al puerto, un mozo irlandés la ayudó con el equipaje. Cuando Eilis le dijo que el barco hacia América no salía hasta al cabo de unas horas, él le recomendó llevar las maletas enseguida a una nave en la que trabajaba un amigo suyo, cerca de donde atracaban los transatlánticos; si le daba su nombre al hombre de la oficina, podría librarse del equipaje durante el día. Eilis se vio dándole las gracias en un tono que podría haber usado Rose, un tono cálido y personal pero también ligeramente distante aunque no tímido, un tono que habría utilizado una mujer plenamente segura de sí misma. Era algo que no podría haber hecho en su ciudad ni en ningún lugar en el que alguien de su familia o de sus amigos hubieran podido verla.

En cuanto bajó del barco vio a Jack. No sabía si debía abrazarlo o no. No se habían abrazado nunca. Cuando su hermano extendió la mano para saludarla, ella se detuvo y volvió a mirarlo. Parecía sentirse incómodo hasta que sonrió. Eilis se acercó como para abrazarlo.

—Ya vale —dijo Jack, apartándola suavemente—. La gente va a pensar…

—¿Qué?

—Es fantástico verte —dijo él. Se había sonrojado—. Realmente fantástico.

Cogió las maletas de las manos del guarda y le llamó «colega» al darle las gracias. Por un instante, mientras se volvía, Eilis intentó abrazarlo otra vez, pero él la detuvo.

—Ya basta —dijo—. Rose me ha enviado una lista de instrucciones que incluye una que dice «nada de besos y abrazos». —Rió.

Caminaron a lo largo del ajetreado muelle mientras los barcos cargaban y descargaban. Jack ya había visto atracar el transatlántico en el que viajaría Eilis y, tras dejar las maletas en la nave como estaba dispuesto, fueron a inspeccionarlo. Se alzaba en solitario, enorme y mucho más imponente, blanco y limpio que los cargueros que había a su alrededor.

—Esto te va a llevar a América —dijo Jack—. Es cuestión de tiempo y paciencia.

—¿Tiempo y paciencia?

—Con tiempo y paciencia, hasta un caracol llega a América. ¿No lo habías oído nunca?

—Oh, no seas tonto —dijo ella, sonriéndole y dándole un codazo.

—Papá siempre lo decía —dijo Jack.

—Cuando yo no estaba en la habitación —replicó ella.

—Con tiempo y paciencia, hasta un caracol llega a América —repitió él.

El día era agradable; caminaron en silencio desde los muelles hasta el centro de la ciudad, Eilis deseando estar de vuelta en su dormitorio o incluso en el barco, cruzando el Atlántico. Como no tenía que embarcar hasta las cinco de la tarde, se preguntó qué harían para pasar el día. En cuanto encontraron una cafetería, Jack le preguntó si tenía hambre.

—Un bollo —dijo ella— y quizá una taza de té.

—Pues a disfrutar de tu última taza de té —dijo Jack.

—¿No toman té en América? —preguntó Eilis.

—¿Estás de broma? En América se comen a los niños. Y hablan con la boca llena.

Eilis observó que, al acercarse el camarero, su hermano pedía una mesa casi en tono de disculpa. Se sentaron junto a la ventana.

—Rose ha dicho que tenías que cenar bien, por si la comida del barco no te gustaba.

Después de pedir, Eilis echó un vistazo a la cafetería.

—¿Cómo son?

—¿Quiénes?

—Los ingleses.

—Están bien, son buenas personas —contestó Jack—. Si haces tu trabajo, lo aprecian. A la mayoría de ellos es lo único que les importa. A veces te gritan un poco por la calle, pero solo los sábados por la noche. No tienes que hacerles caso.

—¿Qué gritan?

—Nada apropiado para los oídos de una buena chica que se va a América.

—¡Dímelo!

—No pienso decírtelo.

—¿Palabrotas?

—Sí, pero aprendes a no hacerles caso, y tenemos nuestros propios bares, así que cualquier cosa que pueda pasar es solo de camino a casa. La norma es no responder a los gritos, fingir que no ocurre nada.

—¿Y en el trabajo?

—No, en el trabajo es diferente. Es un almacén de recambios. Traen coches viejos y maquinaria rota de todo el país. Nosotros lo desmontamos todo y lo vendemos por partes, hasta los tornillos y la chatarra.

—¿Qué haces exactamente? Me lo puedes contar todo. —Eilis miró a su hermano y sonrió.

—Estoy a cargo del inventario. En cuanto desguazan un coche, hago una lista de todas las piezas; en los vehículos viejos hay algunas que son muy escasas. Sé dónde se guarda cada una de ellas y si se venden. He ideado un sistema para que todo pueda localizarse fácilmente. Solo tengo un problema.

—¿Cuál?

—Que la mayoría de la gente que trabaja en la empresa cree que puede quedarse y llevarse a casa cualquier recambio que necesiten sus amigos.

—¿Y qué haces para evitarlo?

—He convencido al jefe de que a las personas que trabajaban para nosotros debíamos dejarles a mitad de precio todo lo que necesiten realmente, y eso significa que lo tenemos todo un poco más controlado, pero siguen llevándose cosas. Si estoy a cargo del inventario es porque me recomendó un amigo del jefe. Yo no robo recambios. No es que sea honesto. Es que sé que me cogerían y por eso no me arriesgo.

Jack parecía inocente y serio al hablar, pensó Eilis, pero también nervioso, como si se sintiera expuesto y le preocupara lo que ella pensara de él y de la vida que llevaba ahora. A ella no se le ocurría nada para que se comportara de un modo más normal, más como era él mismo. Lo único que se le ocurría eran más preguntas.

—¿Ves mucho a Pat y a Martin?

—Pareces la presentadora de un concurso.

—Vuestras cartas son fantásticas, pero nunca dicen lo que queremos saber.

—No hay mucho que contar. Martin viaja demasiado, aun así es posible que se quede definitivamente en el trabajo que tiene. Pero los sábados por la noche quedamos los tres. Primero el bar y después el salón de baile. El sábado por la noche nos adecentamos y nos arreglamos. Es una lástima que no vengas a Birmingham, los sábados por la noche provocarías una estampida.

—Qué mal suena.

—Es una juerga. Te divertirías. Hay más hombres que mujeres.

Pasearon por el centro de la ciudad, lentamente se fueron relajando, incluso se rieron mientras charlaban. Eilis se dio cuenta de que a veces hablaban como adultos responsables —él le contaba historias del trabajo y sobre los fines de semana— y después, de pronto, volvían a ser unos niños o unos jovencitos y se burlaban el uno del otro o hacían bromas. Le resultaba extraño que Rose o su madre no pudieran aparecer en cualquier momento y decirles que se estuvieran quietos y, en ese mismo instante, se dio cuenta de que estaban en una gran ciudad y no debían responder ante nadie ni tenían nada que hacer hasta las cinco de la tarde, momento en que ella tendría que recoger el equipaje y entregar el billete en la puerta de embarque.

—¿Te has planteado alguna vez volver a casa? —le preguntó Eilis a su hermano mientras paseaban sin rumbo por el centro, antes de ir a comer a un restaurante.

—Ah, allí no hay nada para mí —dijo él—. Los primeros meses no conseguía adaptarme y estaba desesperado por volver. Habría hecho cualquier cosa por volver a casa. Pero ahora ya me he acostumbrado, y me gusta tener un salario e independencia. Me gusta eso de que en el trabajo el jefe no me haga preguntas, ni el que tenía en mi antiguo puesto me preguntó nada; los dos me contrataron solo por mi forma de trabajar. Nunca me molestan y, si les sugieres algo, una manera mejor de hacer las cosas, escuchan.

—¿Y cómo son las inglesas? —preguntó Eilis.

—Hay una muy simpática —replicó Jack—. No puedo hablar por las demás. —Empezó a sonrojarse.

—¿Cómo se llama?

—No pienso decirte nada más.

—No se lo diré a mamá.

—Ya he oído eso antes. Ya te he dicho bastante.

—Espero que los sábados por la noche no la lleves a un antro de mala muerte.

—Baila bien. No le importa. Y no es un antro de mala muerte.

—¿Y Pat y Martin también tienen novia?

—A Martin siempre lo dejan plantado.

—¿Y la novia de Pat también es inglesa?

—Estás intentando ver qué sacas. No me extraña que me dijeran que quedara contigo.

—¿También es inglesa?

—Es de Mullingar.

—Si no me dices el nombre de tu novia, se lo contaré a todo el mundo.

—¿Contarles qué?

—Que la llevas a un antro de mala muerte los sábados por la noche.

—No pienso decirte nada más. Eres peor que Rose.

—Probablemente tiene uno de esos finos nombres ingleses. Dios, espera a que mamá se entere. Su hijo favorito.

—No le digas una sola palabra.

Era difícil bajar las maletas por las estrechas escaleras del barco y en el pasillo tuvo que caminar de lado mientras seguía las señales que llevaban a su camarote. Eilis sabía que el barco iba completo y que tendría que compartirlo con otra persona.

La habitación era minúscula y no tenía ventanas, ni siquiera un respiradero; solo había una litera y una puerta que daba a un diminuto cuarto de baño que, como le habían dicho, también era para el camarote que estaba al otro lado. En un cartel ponía que los pasajeros debían quitar el pestillo de la otra puerta cuando no usaran el servicio para que los pasajeros de la habitación contigua pudieran acceder a él.

Eilis puso una de las maletas en el portaequipajes y la otra contra la pared. Se preguntó si debía cambiarse de ropa, o qué debía hacer hasta que sirvieran la cena a los pasajeros de tercera clase una vez zarpara el barco. Rose le había dado dos libros, pero vio que la luz era demasiado débil para leer.

Se tumbó en la litera y puso las manos bajo la cabeza, contenta de que la primera parte del viaje hubiera acabado y aún quedara una semana por delante sin nada que hacer. ¡Si el resto fuera así de fácil!

Jack había dicho algo que se le había quedado grabado, porque no era propio de él ser tan vehemente respecto a nada. Que dijera que al principio habría hecho cualquier cosa por volver a casa era extraño. No había comentado nada sobre ello en sus cartas. Se le ocurrió que quizá no le había dicho a nadie, ni siquiera a sus hermanos, cómo se sentía, y pensó en la soledad que debió de haber experimentado. Quizá, pensó, los tres hermanos habían pasado por lo mismo y se ayudaban mutuamente cuando notaban que a uno de ellos le embargaba la añoranza. Se dio cuenta de que si le ocurría a ella, estaría sola, así que anheló estar preparada para todo lo que le pudiera ocurrir o todo lo que pudiera sentir cuando llegara a Brooklyn.

De repente la puerta se abrió y entró una mujer tirando de un gran baúl. Ignoró a Eilis, que se levantó inmediatamente y le preguntó si necesitaba ayuda. La mujer arrastró el baúl hasta la litera e intentó cerrar la puerta tras ella, pero no había bastante espacio.

—Esto es un infierno —dijo con acento inglés mientras intentaba colocar el baúl sobre un costado. Cuando lo consiguió, se quedó en pie en el espacio que quedaba entre las literas y la pared que había junto a Eilis. Apenas había sitio para las dos mujeres. Eilis observó que el baúl casi bloqueaba la puerta—. Tú estás en la litera superior. El número uno significa litera inferior y eso es lo que pone en mi billete —dijo la mujer—. Así que cámbiate de sitio. Me llamo Georgina.

En lugar de examinar su billete, Eilis se presentó.

—Esta habitación es pequeñísima —dijo Georgina—. Aquí no cabe ni una aguja, imagínate un alfiletero.

Eilis tuvo que contener una carcajada y deseó que Rose estuviera allí para poder decirle que estaba a un paso de preguntarle a Georgina si iba hasta Nueva York o tenía previsto bajarse en otro lugar.

—Necesito un pitillo, pero aquí abajo no dejan fumar —dijo Georgina.

Eilis subió por la escalerilla hasta la litera superior.

—Nunca más —dijo Georgina—. Nunca más.

Eilis no se pudo contener.

—¿Nunca más un baúl tan grande o nunca más ir a América?

—Nunca más en tercera clase. Nunca más un baúl. Nunca más volver a Liverpool. Simplemente, nunca más. ¿Contesta eso a tu pregunta?

—Pero ¿te gusta la litera inferior?

—Sí, me gusta. Bueno, tú eres irlandesa, así que vente a fumar un cigarrillo conmigo.

—Lo siento, no fumo.

—Es una suerte para mí. Nada de malos hábitos.

Georgina salió lentamente de la habitación rodeando el baúl.

Más tarde, cuando el motor del barco, que parecía estar considerablemente cerca de su camarote, empezó a rugir con estruendo y el largo pitido de una sirena comenzó a sonar a intervalos regulares, Georgina volvió al camarote a coger su abrigo; tras peinarse en el lavabo, invitó a Eilis a subir a cubierta y ver las luces de Liverpool mientras zarpaban.

—Puede que conozcamos a alguien que nos caiga bien —dijo— y nos invite al salón de primera clase.

Eilis cogió el abrigo y la bufanda y la siguió, rodeando con dificultad el baúl. No entendía cómo Georgina había logrado bajarlo por las escaleras. Hasta que estuvieron en cubierta, bajo la débil luz del atardecer, no pudo ver bien a la mujer con la que compartía camarote. Georgina, pensó, debía de tener entre treinta y cuarenta años, aunque tal vez era mayor. Tenía el cabello rubio brillante y su corte de pelo era como el de las estrellas de cine. Se movía con seguridad y, cuando encendió un cigarrillo y le dio una calada, la forma en que frunció los labios y entrecerró los ojos y dejó escapar el humo por la nariz hizo que pareciera sumamente elegante y dueña de sí misma.

—Míralos —dijo, señalando a un grupo de personas que estaba al otro lado de la barrera también contemplando la ciudad, cada vez más pequeña—. Son los pasajeros de primea clase. Tienen las mejores vistas. Pero sé cómo colarme. Ven conmigo.

—Estoy bien aquí —contestó Eilis—. Además, dentro de un minuto no habrá nada que ver.

Georgina se volvió, la miró y se encogió de hombros.

—Como quieras. Pero por lo que parece y por lo que he oído, va a ser una mala noche, una de las peores. El sobrecargo que me ha bajado el baúl ha dicho que iba a ser una noche espantosa.

Oscureció muy pronto y el viento se hizo más intenso en cubierta. Eilis buscó el comedor de tercera clase y se sentó sola mientras un único camarero preparaba las mesas a su alrededor y se percataba finalmente de que estaba allí; sin siquiera mostrarle un menú, le sirvió el primero, un plato con sopa de rabo de buey, seguido de lo que ella imaginó que era cordero hervido con salsa de carne, patatas y guisantes. Mientras comía miró a su alrededor, pero no vio rastro de Georgina, y le sorprendió el número de mesas vacías. Se preguntó si la mayoría de los camarotes eran de primera y segunda clase, y si los pasajeros de tercera eran tan solo el pequeño grupo de personas que estaban en ese momento en el comedor o que había visto en cubierta. Eso le pareció poco probable, y se preguntó dónde estarían los demás y cómo iban a comer.

Cuando el camarero le llevó la gelatina y las natillas, ya no quedaba nadie en el comedor. Puesto que no había otro restaurante en tercera clase, imaginó que Georgina debía de haberse colado en primera o segunda, aunque no creía que eso fuera fácil. En cualquier caso, y dado que en tercera no había ni salón ni bar, no podía hacer otra cosa que ir al camarote y acostarse. Estaba cansada y esperaba poder dormir.

Ya en el camarote, al ir a lavarse los dientes y la cara antes de meterse en la cama, descubrió que los ocupantes del camarote del otro lado habían cerrado la puerta con pestillo; imaginó que debían de estar utilizando el lavabo, y se quedó esperando a que terminaran y descorrieran el pestillo. Aguzó el oído pero no oyó nada salvo el motor, que pensó que era lo bastante fuerte para sofocar cualquier otro ruido. Al cabo de un rato salió al pasillo e intentó escuchar junto a la puerta del camarote contiguo, pero no oyó nada. Se preguntó si aquella gente se habría ido a dormir y se quedó esperando fuera, con la esperanza de que Georgina volviera. Georgina, pensó, sabría qué hacer, igual que Rose o su madre, o desde luego la señorita Kelly, cuyo rostro cruzó su mente un breve instante. Pero ella no tenía ni idea de qué hacer.

Al cabo de un rato llamó suavemente a la puerta. Al no recibir respuesta, golpeó con los nudillos con fuerza por si no la habían oído. Tampoco hubo respuesta. Dado que el barco iba completo y no había nadie en el comedor, que a esas horas seguro que ya estaba cerrado, supuso que todos los pasajeros debían de estar en los camarotes; algunos seguramente ya dormían. En medio de su preocupación y agitación, se dio cuenta de que no solo necesitaba lavarse los dientes y la cara sino también vaciar la vejiga y los intestinos, y hacerlo rápido, casi con urgencia. Volvió a su habitación e intentó abrir de nuevo la puerta del lavabo, pero seguía cerrada con pestillo.

Salió al pasillo y se dirigió al comedor, sentía cada vez mayor urgencia, pero no encontró ningún retrete. Subió los dos tramos de escaleras que llevaban a cubierta y se encontró con que habían cerrado la puerta con llave. Recorrió un buen número de pasillos para ver si al final de alguno de ellos había un lavabo o un retrete, pero no había nada salvo el sonido de los motores y el movimiento del barco, que empezó a embestir con fuerza hacia delante y la obligó a sujetarse al pasamanos cuidadosamente al bajar las escaleras para no perder el equilibrio.

Ya no podía más y no creía que pudiera aguantar mucho tiempo sin encontrar un lavabo. Hacía un momento había observado que en los dos extremos de su pasillo había un cuartito con un cubo y algunas fregonas y cepillos. Se dio cuenta de que, puesto que no se había encontrado con nadie, con suerte nadie la vería entrar al cuartito de la derecha. Se alegró al ver que en el cubo había un poco de agua. Actuó con rapidez, intentado aliviarse lo más rápido posible y manteniéndose en el interior del habitáculo para que, aun en el caso de que hubiera alguien por el pasillo, solo la viera si pasaba por delante de ella. Después utilizó una bayeta suave para limpiarse y se dirigió de puntillas a su camarote, esperando que Georgina volviera y supiera cómo despertar a los vecinos y hacerles abrir la puerta del lavabo. Se percató de que no podría quejarse a las autoridades del barco por si estas la relacionaban con lo que, estaba segura, descubrirían en el cubo a la mañana siguiente.

Entró en el camarote, se puso el camisón y apagó la luz antes de subir a la litera. Se durmió enseguida. No sabía cuánto rato había dormido, pero al despertarse estaba empapada en sudor. Comprendió enseguida lo que iba mal. Estaba a punto de vomitar. A oscuras, casi se cayó de la litera y no pudo evitar devolver parte de la cena mientras intentaba mantener el equilibrio y encontrar el interruptor para encender la luz al mismo tiempo.

Después de encontrarlo rodeó el baúl de Georgina, fue hacia la puerta y, en cuanto salió al pasillo, vomitó copiosamente. Se arrodilló; era la única forma de mantener el equilibrio, ya que el barco se balanceaba demasiado. Se dio cuenta de que tenía que echar hasta la primera papilla cuanto antes, antes de que la viera alguno de los pasajeros o las autoridades del barco, pero cada vez que se levantaba pensando que ya había acabado, las náuseas volvían. Mientras regresaba a su camarote, deseosa de taparse con las mantas en la litera superior y esperando que nadie descubriera que había sido ella la causante de aquel estropicio, las náuseas volvieron con más intensidad aún, obligándola a ponerse a gatas y a vomitar un espeso líquido con un repugnante sabor que la hizo temblar de asco al levantar la cabeza.

El movimiento del barco adquirió un ritmo violento que sustituyó la sensación de ser lanzado hacia delante y después empujado hacia atrás que había sentido al despertarse. Ahora parecían avanzar con enorme dificultad, casi como golpeando algo duro y poderoso que intentaba impedir su avance. Un ruido, como si el enorme transatlántico rechinara, parecía a veces más fuerte que el sonido de los propios motores. Pero cuando volvió a su camarote y se reclinó contra la puerta del lavabo oyó otro ruido, tenue hasta que apoyó la oreja contra la puerta, y entonces inconfundible, de alguien vomitando. Prestó atención: oía las arcadas. Golpeó la puerta, enfadada al entender por qué habían corrido el pestillo. Los ocupantes del camarote de al lado debían de saber lo dura que iba a ser la noche y que necesitarían utilizar el retrete constantemente. El ruido del vómito llegaba a intervalos y no había signos de que la puerta que daba a su camarote fuera a abrirse.

Se sintió con fuerzas suficientes para mirar hacia el lugar del camarote en el que había vomitado. Se puso los zapatos y un abrigo sobre el camisón, salió al pasillo y se dirigió al cuartito de la izquierda, donde encontró una bayeta, un cubo y un cepillo. Tuvo cuidado de mirar dónde pisaba y también de no perder el equilibrio. Se preguntó si muchos de los pasajeros de tercera clase sabían cómo iba a ser aquella noche y por eso se habían mantenido alejados del comedor, de la cubierta y de los pasillos, y habían decidido encerrarse en sus camarotes, donde pensaban quedarse hasta que hubiera pasado lo peor. No sabía si aquello sucedía a menudo en los transatlánticos que iban de Liverpool a Nueva York, pero, como entonces recordó que Georgina había dicho que iba a ser una noche terrible, supuso que era peor que de costumbre. Imaginó que estaban cerca de la costa, en algún punto del sur de Irlanda, pero no podía asegurarlo.

Se llevó la bayeta y el cepillo al camarote, con la esperanza de quitar el olor rociando un poco del perfume que Rose le había dado sobre las partes del suelo y las mantas en las que había vomitado. Pero la fregona solo parecía empeorar las cosas y el cepillo no servía de nada. Decidió devolverlos al lugar donde los había encontrado. De repente, cuando dejaba las cosas en el cuartito, volvió a sentir náuseas y no pudo evitar vomitar otra vez en el pasillo. Apenas le quedaba algo que vomitar, tan solo una bilis amarga que dejó en su boca un sabor que la hizo gritar mientras golpeaba la puerta del camarote contiguo al suyo y le daba patadas con fuerza. Pero nadie abrió la puerta, mientras el barco parecía estremecerse y lanzarse hacia delante, y después estremecerse de nuevo.

Eilis no tenía ni idea de a cuántos metros bajo el mar estaba, solo sabía que su camarote se encontraba en las profundidades de la barriga del barco. Cuando empezó a tener arcadas otra vez, se dio cuenta de que jamás sería capaz de decirle a nadie lo enferma que se había sentido. Recordó a su madre de pie ante la puerta, diciendo adiós con la mano mientras el coche partía hacia la estación con ella y Rose en el interior; la expresión de su rostro tensa y preocupada, y solo logró esbozar una sonrisa cuando el coche giraba por Friary Hill. Lo que le estaba ocurriendo, quería creer Eilis, era algo que su madre nunca habría imaginado. Si el movimiento hubiera sido más suave, solo un balanceo adelante y atrás, quizá se habría convencido a sí misma de que era un sueño, o de que no iba a durar mucho, pero cada momento era absolutamente real, totalmente sólido y formaba parte de su estado de vigilia, como lo eran el repugnante sabor de su boca y el chirrido de los motores y el calor, que parecía aumentar a medida que transcurría la noche. Y en medio de todo eso tuvo la sensación de que había hecho algo mal, de que, de alguna forma, era culpa suya que Georgina se hubiera ido a otra parte y que sus vecinos hubiesen cerrado con pestillo la puerta del lavabo, que era culpa suya haber vomitado en el camarote y no haber conseguido limpiar aquel desastre.

Ahora respiraba por la nariz, concentrándose, esforzándose al máximo para no volver a tener arcadas, y reunió toda la fuerza de voluntad que le quedaba para subir la escalerilla hasta la litera de arriba y permanecer tumbada en la oscuridad imaginando que el barco avanzaba, a pesar de que el sonido del temblor se volvía más feroz a medida que el transatlántico parecía golpear olas cada vez más fuertes. Durante unos instantes imaginó que ella era el mar, empujando con dureza para resistirse al peso y la fuerza del barco. Cayó en un sueño ligero y tranquilo.

La despertó una suave mano en la frente. Supo exactamente dónde estaba cuando abrió los ojos.

—¡Oh, pobrecilla! —dijo Georgina.

—No han querido abrir la puerta del lavabo —replicó Eilis, forzando la voz para que le saliera tan débil como le fuera posible.

—¡Esos bastardos! —dijo Georgina—. Algunos lo hacen siempre; el primero que llega la cierra con el pestillo. Ahora verás cómo lo soluciono.

Eilis se incorporó y bajó despacio la escalerilla. El olor a vómito era espantoso. Georgina había sacado de su bolso una lima de uñas y estaba manipulando la puerta del servicio. No le costó mucho abrirla. Eilis la siguió al interior del servicio, donde los pasajeros del otro camarote habían dejado sus artículos de aseo.

—Ahora tenemos que bloquear su puerta porque esta noche aún va a ser peor —dijo Georgina.

Eilis vio que el cerrojo era una simple barrita de metal que podía levantarse fácilmente con una lima de uñas.

—Solo hay una solución —dijo Georgina—. Si meto mi baúl en el servicio no podremos cerrar la puerta y tendremos que sentarnos de lado en el váter, pero ellos no tendrán forma de entrar. Pobre chiquilla.

Georgina volvió a mirarla con simpatía. Iba maquillada y parecía que los estragos de la noche no habían hecho mella en ella.

—¿Qué has cenado? —le preguntó, mientras empezaba a arrastrar el baúl al servicio.

—Creo que era cordero.

—Y guisantes, un montón de guisantes. ¿Y cómo te sientes?

—Jamás me he sentido peor. ¿He dejado el pasillo hecho un desastre?

—Sí, pero todo el barco está hecho un desastre. Incluso la primera clase está hecha un desastre. Empezarán a limpiar por allí, pasarán horas hasta que lleguen aquí abajo. ¿Por qué has cenado tanto?

—No lo sé.

—¿No se lo has oído decir cuando estábamos embarcando? Es la peor tormenta en años. Siempre es malo, especialmente aquí abajo, pero esta tormenta es terrible. Bebe agua, nada más, nada de sólidos. Hará maravillas con tu figura.

—Siento lo del olor.

—Ya vendrán y lo limpiarán todo. Sacaremos el baúl cuando los oigamos venir y lo volveremos a poner en cuanto se vayan. Me han visto en primera clase y me han advertido de que si no me quedo aquí abajo hasta que atraquemos, me arrestarán al otro lado. Así que me temo que vas a tener compañía. Y querida, cuando vomite, sabrás lo que es vomitar. Es lo único que va a haber durante el próximo día más o menos, vómitos, muchos vómitos. Y después me han dicho que entraremos en aguas tranquilas.

—Me encuentro fatal —dijo Eilis.

—Se llama mareo, cariño, y hace que te pongas verde.

—¿Tengo muy mal aspecto?

—Oh, sí, como todos los que estamos en el barco.

Mientras hablaba, llamaron con fuerza desde el otro camarote. Georgina entró en el servicio.

—¡Jodeos! —gritó—. ¿Podéis oírme? ¡Bien! ¡Pues jodeos!

Eilis estaba de pie tras ella, en camisón y con los pies descalzos. Se estaba riendo.

—Ahora tengo que usar yo el retrete —dijo—. Espero que no te importe.

Avanzado el día llegó personal con cubos de agua con desinfectante y fregaron el suelo de los pasillos y las habitaciones. Quitaron las sábanas y las mantas que se habían manchado y pusieron unas limpias, y toallas recién lavadas. Georgina, que había estado vigilando para verlos llegar, metió el baúl en el camarote. Cuando los vecinos, dos ancianas damas norteamericanas a quienes Eilis veía ahora por primera vez, se quejaron a las limpiadoras de que habían bloqueado el servicio, estas se encogieron de hombros y siguieron trabajando. En cuanto se fueron, Georgina y Eilis volvieron a colocar el baúl en el servicio antes de que sus vecinas tuvieran oportunidad de bloquear la puerta desde el otro lado. Cuando estas llamaron a la puerta del servicio y del camarote, Eilis y Georgina se rieron.

—Han perdido su oportunidad. ¡Así aprenderán! —dijo Georgina.

Fue al comedor y volvió con dos jarras de agua.

—Solo hay un camarero —dijo—, así que puedes coger lo que quieras. Esta es tu ración para esta noche. No comas nada y bebe mucho, esa es la clave. No evitará que te encuentres mal, pero no será tan fuerte.

—Da la sensación de que empujen el barco hacia atrás sin parar —dijo Eilis.

—Aquí abajo siempre da esa impresión —contestó Georgina—. No te muevas y reserva las fuerzas, vomita a gusto cuando lo necesites, y mañana estarás como nueva.

—Hablas como si hubieras viajado en este barco un millón de veces.

—Y así es —contestó Georgina—. Voy a casa una vez al año a ver a mi madre. Es mucho sufrimiento para una semana. Cuando ya me he recuperado, tengo que irme. Pero me encanta verlos a todos. No vamos para jóvenes, ninguno de nosotros, así que es agradable pasar una semana juntos.

Tras otra noche de constantes vómitos, Eilis estaba exhausta; el barco parecía martillear el agua. Pero después el mar se calmó. Georgina, que se paseaba por el pasillo con regularidad, se encontró a las mujeres del camarote contiguo y acordó con ellas que nadie obstaculizaría el uso del retrete, sino que intentarían compartirlo en armonía, ahora que la tormenta había pasado. Sacó el baúl de él y advirtió a Eilis, que reconoció tener hambre, que no comiera nada por muy hambrienta que estuviera y que bebiera mucha agua, y que procurara no dormir durante el día por muchas ganas que tuviera. Si podía dormir una noche entera, dijo Georgina, se encontraría mucho mejor.

Eilis no podía creer que tuviera que pasar cuatro noches más en aquel espacio tan reducido, con aquel aire viciado y tan poca luz. Tan solo cuando iba al aseo a lavarse sentía que por unos momentos mitigaba la vaga y persistente sensación de náuseas mezclada con un hambre terrible, y la claustrofobia, que parecía hacerse más intensa cuando Georgina la dejaba sola en el camarote.

Como en casa de su madre solo tenían bañera, nunca se había duchado, y tardó un rato en descubrir cómo conseguir la temperatura correcta sin cerrar el agua del todo. Mientras se enjabonaba y lavaba el pelo, se preguntó si sería agua de mar caliente y, de no ser así, cómo podía el barco cargar tanta agua limpia. Quizá en tanques, pensó, o quizá era agua de lluvia. Fuera como fuese, estar bajo la ducha le proporcionó alivio por primera vez desde que el barco había salido de Liverpool.

La noche anterior al desembarco, Eilis fue al comedor con Georgina, que le dijo que tenía un aspecto lamentable y que si no tenía cuidado la harían quedarse en la isla de Ellis y la pondrían en cuarentena o, como mínimo, tendría que someterse a una revisión médica. De vuelta en el camarote, Eilis le enseñó a Georgina su pasaporte y sus papeles para demostrarle que no tendría problemas para entrar en Estados Unidos. Le contó que iría a recibirla el padre Flood. Georgina le dijo que le sorprendía que tuviera un permiso de trabajo indefinido y no temporal. No creía que en esos momentos fuera fácil conseguir ese documento, ni siquiera con la ayuda de un sacerdote. Obligó a Eilis a abrir la maleta y enseñarle qué ropa tenía con el fin de elegir un conjunto apropiado para desembarcar y asegurarse de que no se ponía algo demasiado arrugado.

—Nada elegante —dijo—. No queremos que parezcas una tarta.

Eligió un vestido blanco con un dibujo de flores rojas que le había regalado Rose, una rebeca sencilla y un echarpe liso. Miró los tres pares de zapatos que Eilis tenía y eligió los más sencillos, insistiendo en que había que lustrarlos.

—Lleva el abrigo en el brazo y mira como si supieras adónde vas, y no te vuelvas a lavar el pelo, con el agua del barco se te ha quedado como una madeja de acero. Vas a tener que cepillártelo unas cuantas horas para darle forma.

Por la mañana, tras disponer que llevaran su baúl a cubierta, Georgina empezó a maquillarse y aconsejó a Eilis que se alisara más el pelo, ahora que ya había acabado con el cepillado, para que pudiera hacerse un moño.

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