Brooklyn

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PRIMERA PARTE

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—No parezcas demasiado inocente —dijo—. Cuando te ponga un poco de perfilador de ojos, colorete y rímel, no se atreverán a pararte. Tu maleta es un desastre, pero no podemos hacer nada al respecto.

—¿Qué tiene de malo?

—Es demasiado irlandesa, y ellos paran a los irlandeses.

—¿De verdad?

—Intenta no parecer tan asustada.

—Tengo hambre.

—Todos tenemos hambre. Pero, querida, no tienes que parecer hambrienta. Haz ver que estás llena.

—Y casi nunca llevo maquillaje.

—Bueno, estás a punto de entrar en la tierra de los libres y los valientes. No sé cómo has conseguido ese sello de tu pasaporte. Ese sacerdote debe de conocer a alguien. La única razón por la que podrían pararte es que piensen que tienes tuberculosis, así que no tosas bajo ninguna circunstancia, o si creen que tienes una extraña enfermedad de los ojos que no recuerdo cómo se llama. De modo que mantén los ojos abiertos. A veces solo te paran para mirar los papeles.

Georgina pidió a Eilis que se sentara en la litera inferior, volviera la cara hacia la luz y cerrara los ojos. Durante veinte minutos estuvo trabajando despacio, aplicando una fina capa de maquillaje y después colorete, perfilador y rímel. Le cardó el pelo. Cuando acabó, la mandó al lavabo con un pintalabios y le dijo que se pusiera un poco con suavidad, cerciorándose de que no se pintarrajeaba toda la cara. Cuando Eilis se miró al espejo se quedó sorprendida. Parecía mayor y casi guapa, pensó. Se dijo que le encantaría saberse maquillar bien, tal como sabían hacer Rose y Georgina. Sería mucho más fácil, imaginó, salir con gente que no conocía o que quizá no volvería a ver si siempre tuviera aquel aspecto. La haría sentirse menos nerviosa en un sentido, pensó, pero quizá más en otro, porque sabía que la gente la miraría y podría sacar una imagen equivocada de ella si en Brooklyn se vistiera así todos los días.

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