Brooklyn

Brooklyn


SEGUNDA PARTE

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La sala de estar, que daba a la parte delantera de la casa, era sorprendentemente bonita, con alfombras antiguas, muebles sólidos y de aspecto cómodo, y algunos cuadros oscuros en marcos dorados. La puerta doble daba a un dormitorio y, como una de las hojas estaba abierta, Eilis pudo ver que estaba decorado con el mismo estilo sólido y lujoso. Contempló la antigua mesa de comedor redonda e imaginó que era allí donde se jugaban las partidas de póquer los domingos por la noche. A su madre, pensó, le encantaría aquella habitación. Vio un viejo gramófono y una radio en una esquina, y observó que las borlas del tapete y de las cortinas hacían juego. Empezó a tomar nota de todos los detalles, pensando, por primera vez en muchos días, cómo podría incluirlos en la carta a su madre y a Rose. Escribiría en cuanto fuera a su habitación después de cenar, pensó, y no diría nada sobre cómo había pasado los dos últimos días. Intentaría dejarlos atrás. No importaba lo que soñara, no importaba lo mal que se sintiera, sabía que no tenía otra opción que apartar los pensamientos tristes de su mente rápidamente. Tendría que seguir con su trabajo durante el día e irse a dormir por la noche. Sería como cubrir la mesa con un mantel o correr las cortinas de una ventana; puede que el pesar disminuyera a medida que pasara el tiempo, como Jack había dado a entender, como el padre Flood había dicho. Fuera como fuese, eso era lo que tenía que hacer.

La señora Kehoe apareció con las tazas para el té dispuestas en una bandeja, Eilis apretó los puños mostrando su determinación de volver a empezar.

Después de la cena llegó el padre Flood y Eilis fue llamada de nuevo a las habitaciones privadas de la señora Kehoe. El padre Flood, sonriendo, se dirigió hacia la chimenea en cuanto Eilis entró, como si quisiera calentarse las manos, a pesar de que no había fuego. Se frotó las manos y se volvió hacia ella.

—Ahora les dejaré a los dos solos —dijo la señora Kehoe—. Si me necesitan, estoy en la cocina.

—No hay que subestimar el poder de la Santa Iglesia Apostólica y Romana —dijo el padre Flood—. La primera persona con quien me he encontrado ha sido una amable secretaria italiana y católica que me ha dicho qué cursos estaban completos y qué cursos estaban realmente completos, y lo más importante de todo, me ha dicho lo que no debía pedir. Le he contado toda la historia. He logrado que se deshiciera en lágrimas.

—Me alegro de que le parezca divertido —dijo Eilis.

—Oh, anímate. Te he matriculado en las clases nocturnas de contabilidad e introducción a la gestión contable. Les he hablado de lo brillante que eres. La primera chica irlandesa matriculada allí. Está lleno de judíos y de rusos y de esos noruegos de los que te he hablado, y les gustaría tener más italianos, pero están demasiado ocupados haciendo dinero. El hombre judío que dirige el centro parecía que no hubiera visto un sacerdote en su vida. Al verme, se cuadró como si estuviéramos en el ejército. Brooklyn College, solo lo mejor. He pagado la matrícula del primer semestre. Las clases son los lunes, los martes y los miércoles, de siete a diez, y los jueves, de siete a nueve. Si asistes dos años y pasas todos los exámenes, no habrá oficina en Nueva York que te rechace.

—¿Tendré tiempo? —preguntó Eilis.

—Por supuesto. Y empiezas el próximo lunes. Te conseguiré los libros. Aquí tengo la lista. Puedes dedicar el tiempo libre a estudiar.

A Eilis le pareció extraño su buen humor; era como si representara un papel. Intentó sonreír.

—¿Está seguro de que esto es correcto?

—Está hecho.

—¿Le ha pedido Rose que lo hiciera? ¿Por eso lo hace?

—Lo hago por el Señor —replicó él.

—Dígame de verdad por qué lo hace.

El padre Flood la miró atentamente y guardó silencio unos instantes. Ella le devolvió, tranquila, la mirada, dejando claro que quería una respuesta.

—Me pareció increíble que una chica como tú no tuviera un buen trabajo en Irlanda. Cuando tu hermana mencionó que estabas sin trabajo, le dije que te ayudaría a venir aquí. Eso es todo. Y necesitamos chicas irlandesas en Brooklyn.

—¿Valdría cualquier chica irlandesa? —preguntó Eilis.

—No seas arisca. Me has preguntado por qué lo hago.

—Le estoy muy agradecida —dijo Eilis. Había utilizado un tono de voz que había oído a su madre, muy seco y formal. Sabía que el padre Flood no podría decir si pensaba realmente lo que decía.

—Serás una gran gestora —dijo él—. Pero primero, contable. Y no más lágrimas. ¿Trato hecho?

—No más lágrimas —dijo Eilis con suavidad.

Cuando Eilis volvió del trabajo la tarde siguiente, el padre Flood le había dejado un montón de libros así como un libro mayor, cuadernos y bolígrafos. También había acordado con la señora Kehoe que los tres primeros días de la semana podría llevarse comida preparada, sin coste adicional.

—Solo será jamón o una loncha de lengua con un poco de ensalada y pan moreno. Tendrás que tomar el té por el camino, en algún sitio —dijo la señora Kehoe—. Y le he dicho al padre Flood que, dado que ya tendré mi recompensa en el cielo, lo he resuelto todo tan bien, gracias, que él me debe un favor y quisiera que me lo devolviera aquí en la tierra. Y a no mucho tardar. Sabes que ya era hora de que alguien le hablara claro.

—El padre Flood es muy amable —dijo Eilis.

—Es amable con quien también lo es —contestó la señora Kehoe—. Pero detesto los sacerdotes que se frotan las manos y sonríen. Los sacerdotes italianos lo hacen mucho, y no me gusta. Quisiera que fuera más digno. Eso es todo lo que tengo que decir del padre Flood.

Algunos libros eran fáciles. Uno o dos parecían tan básicos que Eilis se preguntó si servirían en la escuela. Pero el primer capítulo que leyó del libro de derecho mercantil era completamente nuevo para ella y no veía qué relación podía tener con la contabilidad. Lo encontró difícil, con muchas referencias a sentencias de tribunales. Deseó que no fuera una parte importante del curso.

Poco a poco se adaptó al horario del Brooklyn College, las sesiones de tres horas con pausas de diez minutos, la extraña forma en la que se explicaba todo desde los principios más básicos, incluyendo el sencillo acto de anotar en un libro mayor corriente todo el dinero que entraba en una cuenta y todo el dinero que salía, y la fecha y el nombre de la persona que hacía el ingreso, el reintegro o el cheque. Aquello era fácil, al igual que los tipos de cuentas que se podían tener en un banco y las diversas clases de tipos de interés. Pero en lo referente a las cuentas anuales, el sistema era diferente al que ella había aprendido e incluía muchos más factores y muchos más datos complejos, como los impuestos municipales, estatales y federales.

Le hubiera gustado poder diferenciar a los judíos de los italianos. Algunos judíos llevaban kipás y había bastantes con gafas, más que italianos. Pero muchos estudiantes eran de piel morena y ojos castaños y en su mayoría jóvenes de aspecto serio y diligente. Había pocas mujeres en su clase y ningún irlandés, ni siquiera un inglés. Todos parecían conocerse e iban en grupo, pero eran educados con ella y procuraban dejarle sitio y hacían que se sintiera cómoda, aunque ninguno se ofreció a acompañarla a casa. Nadie le preguntó nada sobre ella ni se sentó más de una vez a su lado. Las clases tenían muchos más alumnos que las de su escuela en Irlanda, y Eilis se preguntó si esa era la razón por la que los profesores iban tan despacio.

El profesor de derecho, que daba clase los miércoles después de la pausa, era sin duda judío; Eilis creía que Rosenblum era un apellido judío, pero, además, el profesor hacía bromas sobre su origen y hablaba con un acento extranjero que Eilis imaginó que no era italiano. Hablaba con grandilocuencia y les pedía constantemente que imaginaran que eran los presidentes de una gran corporación, mayor que la de Henry Ford, que era demandada por otra corporación o por el gobierno federal. Después les señalaba casos reales en los que se exponían los puntos que él había comentado. Conocía los nombres de los abogados que presentaban los casos y su historial, el talante de los jueces que emitían sentencia y los futuros jueces de los tribunales de apelación.

Eilis entendía sin dificultad el acento del señor Rosenblum y le podía seguir incluso cuando cometía errores gramaticales o sintácticos o utilizaba palabras incorrectas. Al igual que los demás estudiantes, tomaba apuntes mientras él hablaba, pero en los libros de derecho mercantil básico casi nunca encontraba los casos que él había comentado. Cuando escribía a casa sobre el Brooklyn College, intentaba explicar a su madre y a Rose algunos de los chistes que contaba el señor Rosenblum, en los que siempre aparecían un polaco y un italiano; era más fácil describir el ambiente que creaba, las ganas que tenían los estudiantes de que llegara el miércoles tras la pausa, y lo fáciles y emocionantes que hacía que parecieran los litigios del sector mercantil. Pero le preocupaban las preguntas del examen que pondría el señor Rosenblum. Un día, después de clase, se lo preguntó a uno de sus compañeros, un joven con gafas y cabello rizado, de aspecto simpático aunque formal.

—Quizá lo mejor sea preguntarle qué libro utiliza —le dijo el joven, que por un momento parecía preocupado.

—No creo que utilice ningún libro —replicó Eilis.

—¿Eres inglesa?

—No, irlandesa.

—Oh, irlandesa —dijo él, asintiendo y sonriendo—. Bueno, nos vemos la semana que viene. Quizá podamos preguntárselo entonces.

La temperatura fue bajando y algunas mañanas, cuando soplaba el viento, hacía un frío glacial. Eilis se había leído el libro de derecho dos veces y había tomado apuntes; también se había comprado otro libro que había recomendado el señor Rosenblum y que tenía en su mesilla de noche, junto al despertador, que sonaba cada mañana a las siete y cincuenta y cinco, justo cuando Sheila Heffernan empezaba a ducharse en el cuarto de baño que había al otro lado del descansillo. Lo que más le gustaba de Estados Unidos, pensaba esas mañanas, era que allí tenían encendida la calefacción toda la noche. Se lo contó a su madre y a Rose, y a Jack y los chicos. El ambiente es cálido, les dijo, incluso las mañanas de invierno, y al salir de la cama no temías que se te congelaran los pies al ponerlos en el suelo. Y si te despertabas en plena noche y el viento soplaba en el exterior, podías arrebujarte feliz en la cama caliente. Su madre le contestó preguntándose cómo podía permitirse la señora Kehoe tener encendida la calefacción toda la noche, y Eilis le contestó que no solo lo hacía la señora Kehoe, que no era extravagante en absoluto, sino todo el mundo, que en Estados Unidos todos tenían la calefacción encendida toda la noche.

Cuando Eilis empezó a comprar los regalos de Navidad para su madre y Rose, para Jack, Pat y Martin, averiguó con cuánto margen tenía que enviarlos para que llegaran a tiempo y también hizo cábalas sobre cómo sería el día de Navidad en la cocina de la señora Kehoe; se preguntó si todas las huéspedes intercambiarían regalos. A finales de noviembre recibió una carta formal del padre Flood preguntándole si el día de Navidad, como favor personal, podría trabajar en el local de la parroquia sirviendo comidas a personas que no tenían otro lugar adonde ir. Sabía, decía él, que sería un gran sacrificio para Eilis.

Ella le escribió a vuelta de correo haciéndole saber que, si no tenía que trabajar, estaría a su disposición durante todo el período navideño, incluido el día de Navidad, en cualquier momento que la necesitara. Le dijo a la señora Kehoe que no celebraría la Navidad en casa porque lo pasaría trabajando para el padre Flood.

—Bueno, me gustaría que llevaras contigo a algunas de las otras chicas —dijo la señora Kehoe—. No voy a nombrar a nadie ni nada de eso, pero es el único día del año en el que me gusta tener un poco de tranquilidad. De hecho, puede que acabe presentándome ante ti y el padre Flood como alguien necesitado de ayuda. Solo por tener un poco de tranquilidad.

—Estoy segura de que sería bienvenida, señora Kehoe —dijo Eilis. Entonces, al darse cuenta de lo ofensivo que podía sonar aquel comentario, añadió enseguida, mientras la señora Kehoe la miraba fijamente—: Pero, por supuesto, la necesitarán aquí. Y es agradable pasar la Navidad en casa.

—A decir verdad, la temo —replicó la señora Kehoe—. Y si no fuera por mis convicciones religiosas, la ignoraría, como hacen los judíos. En algunas zonas de Brooklyn podría ser cualquier día de la semana. Siempre he creído que esa es la razón por la que hace un frío lacerante el día de Navidad, para recordártelo. Te echaremos de menos durante la comida. Tenía ganas de que hubiera alguien con cara de Wexford.

Un día, al cruzar State Street de camino al trabajo, Eilis vio a un hombre que vendía relojes. Llegaba antes de la hora, así que tenía tiempo de mirar su puesto. No entendía nada de relojes, pero le parecieron muy baratos. Llevaba suficiente dinero en el bolso para comprar uno para cada hermano. Aun cuando ya tuvieran —y sabía que Martin llevaba el de su padre— les resultarían útiles si los viejos se rompían o había que repararlos, y eran de Estados Unidos, lo que podía tener su importancia en Birmingham; además, sería fácil empaquetarlos y saldría barato enviarlos. Durante un descanso para comer, en Loehmann’s vio unas bonitas rebecas de angora que costaban más de lo que tenía pensado gastar, pero al día siguiente volvió y compró una para su madre y otra para Rose, las envolvió junto a las medias de nailon que había adquirido en las rebajas y se las envió a Irlanda.

Poco a poco empezaron a aparecer adornos navideños en las tiendas y calles de Brooklyn. Un viernes por la noche, tras la cena, cuando la señora Kehoe salió de la cocina, la señorita McAdam se preguntó cuándo pondría su casera los adornos.

—El año pasado esperó al último minuto y eso le quitó toda la gracia —dijo.

Patty y Diana iban a estar cerca de Central Park, dijeron, con la hermana de Patty y sus hijos, y tendrían unas verdaderas navidades, con regalos y visitas a Santa Claus. La señorita Keegan dijo que no eran navidades de verdad si no estaba en casa, en Irlanda, y que ella estaría triste todo el día y no tenía sentido pretender que no iba a ser así.

—¿Sabéis qué? —intervino Sheila Heffernan—. El pavo americano no sabe a nada, hasta el que tomamos el día de Acción de Gracias sabía a serrín. No fue culpa de la señora Kehoe, es así en todo Estados Unidos.

—¿En todo Estados Unidos? —preguntó Diana—. ¿En todas partes? —Ella y Patty se echaron a reír.

—Sea como fuere, será todo muy tranquilo —dijo Sheila con intención, mirando en su dirección—. No habrá tanta charla insustancial.

—Oh, yo no estaría tan segura —dijo Patty—. Puede que bajemos por la chimenea para llenarte el calcetín cuando menos te lo esperes, Sheila.

Patty y Diana rieron de nuevo.

Eilis no les dijo lo que iba a hacer en Navidad; pero a la semana siguiente, durante un desayuno, quedó claro que la señora Kehoe se lo había contado.

—Oh, Dios mío —dijo Sheila—, recogen a cualquier viejo de la calle. Nunca se sabe lo que pueden tener.

—Me han contado cómo es —dijo la señorita Keegan—. Les ponen sombreros ridículos a los indigentes y les dan botellas de cerveza.

—Eres una santa, Eilis —dijo Patty—. Una santa viviente.

En el trabajo, la señorita Fortini le preguntó si la semana antes de Navidad podría quedarse hasta tarde y Eilis no tuvo inconveniente, puesto que la escuela había cerrado dos semanas por vacaciones. También accedió a trabajar hasta el último minuto el día de Nochebuena, ya que algunas chicas de la planta querían salir antes para coger el tren o el autobús y desplazarse al lugar donde vivían sus familias.

El día de Nochebuena fue directamente de Bartocci’s a la sala parroquial, tal como habían quedado, para que le dieran las instrucciones para el día siguiente. Había un camión aparcado fuera del que estaban descargando unas mesas largas y bancos, y llevándolos adentro. Antes de la misa había oído que el padre Flood pedía a unas mujeres manteles prestados, que les devolvería pasadas las navidades y al acabar el sermón había pedido a la gente que donara cubiertos, vasos, tazas y platos. También había dejado claro que el día de Navidad la sala parroquial estaría abierta desde las once de la mañana hasta las nueve de la noche y que todo aquel que entrara, cualquiera que fuera su credo o país de origen, sería bienvenido en nombre del Señor; también aquellos que no necesitaran comida ni bebida podían pasarse por allí a cualquier hora para sumarse a la alegría del día, aunque no, añadió, entre las doce y media y las tres, por favor, ya que en ese momento se serviría la comida de Navidad. Anunció, asimismo, que, a partir de mediados de enero, los viernes por la noche organizaría un baile en la sala parroquial, con música en vivo pero sin bebidas alcohólicas, para aumentar los fondos de la parroquia, y que le gustaría que todo el mundo hiciera correr la voz.

Eilis hubo de abrirse paso entre los hombres que colocaban las mesas y los bancos en filas ordenadas y las mujeres que colgaban los adornos de Navidad en el techo, para ver al padre Flood.

—¿Podrías contar los cubiertos de plata para estar seguros de que habrá suficiente? —dijo—. De no ser así, tendremos que salir a buscar más por todos los caminos de Dios.

—¿A cuánta gente espera?

—El año pasado vinieron doscientos. Cruzan los puentes, algunos vienen de Queens y Long Island.

—¿Y todos son irlandeses?

—Sí, son los que quedaron después de construir túneles, puentes y autopistas. A algunos solo los veo una vez al año. Dios sabe de qué viven.

—¿Por qué no vuelven a su tierra?

—Algunos llevan aquí cincuenta años y han perdido el contacto con todo el mundo —dijo el padre Flood—. Un año conseguí las direcciones de origen de algunos de ellos, los que pensaba que necesitaban más ayuda, y escribí por ellos a Irlanda. En la mayoría de los casos no hubo respuesta, pero recibí una desagradable carta de la cuñada de un pobre diablo diciendo que la granja, o la propiedad, o lo que fuese, no le pertenecía, y que ni se le pasara por la cabeza poner un pie en ella; que lo haría trizas en la misma entrada. Lo recuerdo bien. Eso es lo que dijo.

Eilis fue a la misa del gallo con la señora Kehoe y la señorita Keegan, y de camino a casa descubrió que la señora Kehoe era una de las parroquianas que iba a hacer pavo asado con patatas y jamón cocido para el padre Flood, con quien había quedado que mandaría a buscarlo todo a las doce.

—Es como en la guerra —dijo la señora Kehoe—. Como alimentar al ejército. Tiene que ir todo como un reloj. He comprado un pavo, el más grande que había, lo dejaré seis horas en el horno y trincharé un poco para nosotros antes de dárselo. La señorita McAdam, la señorita Heffernan y la señorita Keegan, aquí presente, y yo misma comeremos aquí en cuanto hayamos entregado el pavo. Y si sobra algo, lo guardaremos para ti, Eilis.

Hacia las nueve de la mañana Eilis ya estaba en la parroquia pelando verduras en la gran cocina de la parte trasera. Había otras mujeres allí a las que jamás había visto, todas mayores que ella, algunas con un ligero acento americano, pero todas de origen irlandés. La mayoría de ellas solo ayudarían un rato, le dijeron, porque tenían que ir a sus casas a dar de comer a sus familias. Enseguida le quedó claro que había dos mujeres al mando. Cuando llegó el padre Flood, les presentó a Eilis.

—Son las señoritas Murphy de Arklow —dijo—. Aunque no se lo tendremos en cuenta —añadió.

Las dos señoritas Murphy rieron. Eran altas, de aspecto jovial y rondaban los cincuenta años.

—Nosotras tres —dijo una de ellas— nos quedaremos todo el día. Las demás ayudantes irán yendo y viniendo.

—Somos las que no tenemos familia —dijo la otra señorita Murphy, sonriendo.

—Les daremos de comer en turnos de veinte —dijo su hermana.

—Cada una de nosotras preparará sesenta y cinco comidas, puede que incluso más, en tres turnos. Yo estaré en la cocina del padre Flood y vosotras dos en la parroquia. En cuanto llegue un pavo, o cuando estén listos los que preparemos nosotras arriba, el padre Flood se hará cargo de ellos y del jamón y los trinchará. Este horno es solo para mantener la comida caliente. Durante una hora la gente nos traerá pavos, jamón y patatas asadas, y de lo que se trata es de tener la verdura hecha y caliente y lista para servirla.

—Mejor sería decir pasable y lista —la interrumpió la otra señorita Murphy.

—Pero tenemos mucha sopa y cerveza a su disposición mientras esperan. Son todos muy amables.

—No les molesta esperar, y si les molesta no lo dicen.

—¿Son todos hombres? —preguntó Eilis.

—Vienen algunas parejas porque ella es demasiado mayor para cocinar o porque están muy solos, o por lo que sea, pero el resto son hombres —dijo la señorita Murphy—. Y les encanta la compañía y la comida irlandesa, ya sabes, el relleno como debe ser, las patatas asadas y las coles de Bruselas bien hervidas.

Sonrió a Eilis, negó con la cabeza y suspiró.

En cuanto acabó la misa de diez, empezó a entrar la gente. El padre Flood había dispuesto una de las mesas con vasos y botellas de limonada y dulces para los niños. Obligaba a todo el mundo, incluidas las mujeres bien peinadas, a ponerse sombreros de papel. Por eso entre la multitud apenas se distinguía a los hombres que iban llegando para pasar el día de Navidad en la sala parroquial. Solo más tarde, hacia el mediodía, cuando las visitas empezaron a irse, quedó claro quiénes eran, algunos estaban sentados solos con una botella de cerveza, otros en corrillo, y muchos obstinadamente callados con sus gorras puestas en lugar de los sombreros de papel.

Las señoritas Murphy estaban ansiosas por que los hombres que habían llegado primero se sentaran a una o dos de las largas mesas y formaran un grupo lo suficientemente numeroso para servirles enseguida la sopa y así poder lavar los platos y utilizarlos para el siguiente grupo. Cuando Eilis, siguiendo instrucciones, salió para animar a los hombres a sentarse a la mesa que estaba más cerca de la cocina, vio entrar a un hombre alto y ligeramente cargado de espaldas; llevaba la gorra calada hasta los ojos, un viejo abrigo marrón y un pañuelo al cuello. Eilis se detuvo un instante y lo miró fijamente.

El hombre se quedó inmóvil en cuanto cerró la puerta principal tras él, y la forma en que observó el local, estudiando la escena con timidez y una especie de ligero deleite, hizo que, por un instante, Eilis estuviera segura de que su padre había aparecido ante ella. Al ver que se desabrochaba, vacilante, el abrigo y se desataba el pañuelo, sintió que debía acercarse a él. Era su forma de estar, de dominar poco a poco la estancia, de buscar casi con timidez el lugar en el que estaría más cómodo y a gusto, o de mirar a su alrededor atentamente por si veía a alguien conocido. Cuando se dio cuenta de que no podía ser su padre, de que estaba soñando, el hombre se quitó el sombrero y vio que no se parecía a él. Miró a su alrededor, incómoda, esperando que nadie se hubiera fijado en ella. No le podía contar a nadie, pensó, que había imaginado por un instante que había visto a su padre quien, recordó enseguida, hacía cuatro años que había muerto.

Aunque la primera mesa todavía no estaba completa, se volvió y regresó a la cocina; verificó el número de platos para el primer turno, aunque sabía que era el correcto, y después levantó la tapa de una enorme cacerola para ver si las coles de Bruselas estaban hirviendo, aunque sabía que el agua todavía no estaba lo bastante caliente. Cuando una de las señoritas Murphy le preguntó si la mesa más cercana estaba completa y todos los hombres tenían un vaso de cerveza, Eilis se volvió y dijo que había hecho todo lo posible por reunir a los hombres en las mesas, pero que quizá a ella le harían más caso. Intentó sonreír, esperando que la señorita Murphy no notara nada extraño.

Las dos horas siguientes estuvo muy ocupada llenando platos de comida y llevándolos a la sala de dos en dos. El padre Flood cortaba el pavo y el jamón a medida que llegaban y ponía relleno y patatas asadas en los boles. Durante un rato, una de las señoritas Murphy se dedicó exclusivamente a lavar, secar, limpiar y hacer espacio mientras su hermana y Eilis servían la comida a los hombres, asegurándose de no olvidar nada —pavo, jamón, relleno, patatas asadas y coles de Bruselas— y de que con las prisas no daban a nadie raciones demasiado abundantes o demasiado escasas.

—Hay un montón de comida, así que no te preocupes —gritó el padre Flood—, pero no pongas más de tres patatas por cabeza, y no te pases con el relleno.

Cuando tuvieron suficiente carne trinchada, el padre Flood salió y se encargó él mismo de abrir más botellas de cerveza.

Al principio los hombres le parecieron andrajosos, y notó cierto olor corporal en muchos de ellos. Les veía sentarse y beber cerveza, esperando a que llegara la sopa o la comida, y le costaba creer que hubiera tantos, algunos tan viejos y con un aspecto tan pobre, aunque incluso los jóvenes tenían mal los dientes y parecían agotados. Muchos seguían fumando, incluso al llegar la sopa. Eilis hizo todo lo posible por ser amable.

Sin embargo, pronto observó un cambio en ellos, a medida que empezaron a hablar entre sí o a saludarse a gritos de una punta a otra de la mesa, o a iniciar intensas conversaciones en voz baja. Al principio le habían recordado a los hombres que se sentaban en el puente de Enniscorthy o se reunían en la plaza de Arnold’s Cross o en el Louse Bank, junto a Slaney, o a los hombres del albergue, o a los de la ciudad que bebían demasiado. Pero cuando se puso a servirles y ellos a volverse para darle las gracias, empezaron a parecerse más a su padre y sus hermanos en la forma de hablar y sonreír, la rudeza de sus rostros suavizada por la timidez; lo que antes parecía terquedad o dureza, era ahora extrañamente tierno. Cuando sirvió al hombre que había confundido con su padre, le miró atentamente, asombrada de lo poco que se parecía a él en realidad, como si todo hubiera sido un efecto de la luz o un producto de su imaginación. También se sorprendió al descubrir que estaba hablando en irlandés al hombre que estaba a su lado.

—Es el milagro de los pavos y el jamón —dijo la señorita Murphy al padre Flood, cuando las mesas se llenaron de grandes platos con segundas raciones.

—Estilo Brooklyn —dijo su hermana.

—Me alegro de que ahora haya bizcocho de licor —añadió—, y no pudin de ciruelas, y de que no tengamos que preocuparnos de mantenerlo caliente.

—¿No pensabas que se quitarían la gorra durante la comida? —preguntó su hermana—. ¿Es que no saben que están en Estados Unidos?

—Aquí no tenemos normas —dijo el padre Flood—. Y pueden fumar y beber cuanto quieran. Lo más importante es que consigamos que vuelvan todos sanos y salvos a sus casas. Siempre hay algunos demasiado indispuestos para regresar a casa.

—Demasiado borrachos —dijo una de las señoritas Murphy.

—Ah, el día de Navidad lo llamamos «estar indispuesto», y tengo camas preparadas en casa —dijo el padre Flood.

—Ahora vamos a comer —dijo la señorita Murphy—. Prepararé la mesa, y he mantenido caliente un buen plato de comida para cada uno de nosotros.

—Bien, me preguntaba si nosotros comeríamos también —dijo Eilis.

—Pobre Eilis, está muerta de hambre. ¿No la ves?

—¿No deberíamos servir primero el bizcocho de licor? —preguntó Eilis.

—No, esperaremos —dijo el padre Flood—. Eso alargará el día.

Cuando retiraron los platos de bizcocho, la sala era un torbellino de humo y animada charla. Los hombres estaban sentados en grupos, junto a uno o dos que estaban de pie; otros iban de un grupo a otro, algunos con botellas de whisky en bolsas de papel marrón que se iban pasando de unos a otros. Cuando acabaron de limpiar la cocina y llenar los contenedores de basura, el padre Flood las invitó a pasar a la sala y unirse a los hombres para tomar un refresco. Habían llegado algunas visitas, incluidas varias mujeres, y al sentarse con un vaso de jerez en la mano, Eilis pensó que aquella podría ser cualquier sala parroquial de Irlanda en una noche de concierto o de boda, después de que los jóvenes se hubieran ido a cualquier otro sitio para bailar o acodarse en la barra.

Al cabo de un rato vio que dos hombres habían sacado unos violines y otro un pequeño acordeón; habían encontrado un rincón y estaban tocando mientras otros les escuchaban, de pie a su alrededor. El padre Flood recorría el local con una libreta, apuntando nombres y direcciones, y asintiendo cuando los hombres le hablaban. Al cabo de un rato dio unas palmadas y pidió silencio, pero necesitó unos minutos para captar la atención de todo el mundo.

—No quiero interrumpir el desarrollo de los acontecimientos —dijo—, pero nos gustaría dar las gracias a una agradable joven de Enniscorthy y a dos agradables señoras de Arklow por su duro día de trabajo.

La gente aplaudió.

—Y, a modo de agradecimiento, tenemos un gran cantante en este local y estamos encantados de volver a verle este año.

El padre Flood señaló al hombre que Eilis había confundido con su padre. Estaba sentado lejos de ella y del padre Flood, pero cuando oyó su nombre se levantó y se dirigió lentamente hacia ellos. Se apoyó contra la pared para que todo el mundo pudiera verle.

—Ese hombre —susurró la señorita Murphy a Eilis— tiene discos grabados.

Cuando Eilis levantó la vista, el hombre estaba señalándola. Al parecer, quería que fuera con él. Por un momento, creyó que quería que cantara y negó con la cabeza, pero él siguió haciéndole señas y la gente empezó a volverse y a mirarla; Eilis sintió que no tenía otra opción que levantarse y acercarse. No imaginaba por qué quería que fuera. Cuando estuvo junto a él, se dio cuenta de lo mal que tenía los dientes.

El hombre no la saludó ni hizo gesto alguno de bienvenida. Tan solo cerró los ojos, tendió el brazo y la cogió de la mano. La piel de la palma de su mano era suave. Después aferró con fuerza la mano de Eilis y comenzó a moverla tenuemente en círculos al tiempo que empezaba a cantar. Su voz era sonora, fuerte y nasal; el irlandés en el que cantó, pensó Eilis, debía de ser de Connemara, porque le recordaba a un profesor de Galway, del convento de la Misericordia, que tenía el mismo acento. Pronunciaba las palabras lenta y cuidadosamente, intensificando la furia, la ferocidad, en su forma de tratar la melodía. Sin embargo, Eilis no las entendió hasta que llegó al estribillo —Má bhíonn tú liom, a stóirín mo chroí— y él la miró con orgullo, casi posesivamente, mientras entonaba esos versos. Todo el mundo lo observaba en silencio. Las estrofas tenían cinco o seis versos; el hombre entonaba las palabras con una inocencia y un encanto tan puros que en ocasiones, cuando cerraba los ojos y apoyaba su robusto cuerpo contra la pared, no parecía un hombre viejo; la fuerza de su voz y la confianza de su actuación se habían apoderado de la sala. Y cada vez que llegaba al estribillo miraba a Eilis, dejando que la melodía se hiciera más suave atenuando el ritmo, inclinando la cabeza, logrando expresar aún con mayor intensidad que no se había limitado a aprender la canción sino que sentía lo que decía. Eilis sabía cuánto sentiría aquel hombre, y cuánto sentiría ella misma, que la canción acabara, que tras el último estribillo el cantante tuviera que saludar al público y volver a su sitio y ceder su lugar a otro, y también ella volvería a su sitio y se sentaría.

A medida que fue transcurriendo la noche, algunos hombres se durmieron y a otros hubo que ayudarlos a ir al lavabo. Las dos señoritas Murphy hicieron té y sirvieron bizcocho de Navidad. Cuando acabaron las canciones, los hombres recogieron sus abrigos y dieron las gracias al padre Flood, a las señoritas Murphy y a Eilis, deseándoles una feliz Navidad antes de adentrarse en la noche.

Cuando la mayoría de los hombres se hubieron ido y los pocos que quedaban estaban muy borrachos, el padre Flood le dijo a Eilis que podía irse si quería, que pediría a las señoritas Murphy que la acompañaran a casa de la señora Kehoe. Eilis dijo que no, que estaba acostumbrada a ir a casa sola y que seguro que sería una noche tranquila. Estrechó las manos de las señoritas Murphy y del padre Flood y, antes de salir a las oscuras calles vacías de Brooklyn, les deseó feliz Navidad. Iría directamente a su habitación, pensó, sin pasar por la cocina. Quería tumbarse en la cama y pensar en todo lo que había ocurrido antes de dormirse.

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