Brooklyn

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TERCERA PARTE

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TERCERA PARTE

Eilis supo lo que era el intenso y lacerante frío de las mañanas de enero al ir al trabajo. No importaba que anduviera deprisa, siempre llegaba a Bartocci’s con los pies helados, incluso después de comprarse unos calcetines gruesos. En las calles todo el mundo iba tapado como si temiera mostrarse, con gruesos abrigos, pañuelos, sombreros, guantes y botas. Eilis observó que al caminar se cubrían incluso la boca y la nariz con echarpes de lana o bufandas. Lo único que se les veía eran los ojos, y su expresión parecía sobresaltada por el frío, desesperada a causa del viento y las gélidas temperaturas. Cuando acababan las clases nocturnas, los estudiantes se apiñaban en el vestíbulo de la escuela, y se ponían una capa de ropa sobre otra para defenderse de la fría noche. Era, pensó, como prepararse para una extraña función, todo el mundo poniéndose trajes con gesto lento y deliberado, y una mirada de profunda determinación en el rostro. Parecía imposible imaginar que hubo un momento en el que no hacía frío y podía caminar por aquellas calles pensando en otras cosas, en lugar del cálido vestíbulo en casa de la señora Kehoe, el calor de la cocina o de su habitación.

Una noche, cuando se disponía a subir para acostarse, vio a la señora Kehoe frente a la puerta de su sala de estar, merodeando entre las sombras como si temiera que la vieran. La señora Kehoe le hizo una seña sin hablar, le indicó que pasara a la habitación y después cerró la puerta con cuidado. Ni al cruzar la estancia y sentarse en un sillón junto a la lumbre tras indicarle a Eilis que hiciera lo mismo en el sillón de enfrente, dijo nada. La expresión de su rostro era grave e hizo un gesto con la mano hacia abajo para insinuarle que, en caso de que fuera a hablar, lo hiciera en voz baja.

—Bien —dijo, mirando la lumbre que brillaba en la chimenea al poner un tronco y después otro sobre las llamas—. Ni una palabra de que has estado aquí. ¿Prometido?

Eilis asintió.

—La verdad es que la señorita Keegan se va ir y, por lo que a mí respecta, cuanto antes lo haga, mejor. Le he hecho prometer que no le dirá una palabra a nadie. Es muy del oeste de Irlanda y ellos son mejor que nosotros en lo de guardar secretos. A ella le parece bien porque no tendrá que despedirse. El lunes se irá y quiero que tú ocupes su habitación del sótano. No es húmedo, así que no me mires así.

—No la estoy mirando —dijo Eilis.

—Bien, pues no.

La señora Kehoe observó las llamas unos instantes y luego el suelo.

—Es la mejor habitación de la casa, la más grande, la más cálida, la más tranquila y la mejor orientada. Y no quiero discusiones al respecto. Te la quedarás tú, y ya está. Así que si empaquetas tus cosas el domingo, el lunes, mientras estás en el trabajo, mandaré que las trasladen, y asunto concluido. Necesitarás una llave porque tendrás tu propia entrada, que compartirás con la señorita Montini, pero, por supuesto, si la pierdes podrás usar las escaleras que van del sótano a este piso, así que no pongas esa cara de preocupación.

—¿Y a las otras chicas no les molestará que me quede esa habitación? —preguntó Eilis.

—Sí que les molestará —dijo la señora Kehoe, sonriéndole. Después contempló la lumbre, asintiendo con satisfacción. Levantó la cabeza y miró a Eilis con resolución. Eilis necesitó unos instantes para entender que era una señal de la señora Kehoe para indicarle que debía irse. Se levantó en silencio mientras ella repetía el gesto con la mano derecha para dejarle claro que no debía hacer ruido.

Mientras subía a su habitación, Eilis pensó que la del sótano podía ser, en efecto, húmeda y pequeña. Hasta ese momento no había oído decir a nadie que fuera la mejor habitación de la casa. Se preguntó si todo aquel secretismo no sería una simple forma de colocarla allí sin darle ocasión de ver adónde la destinaba ni de protestar. Se dio cuenta de que tendría que esperar hasta que volviera de clase el lunes por la noche.

En los días siguientes empezó a temer el traslado y a sentirse incómoda con la idea de que la señora Kehoe sacara sus maletas mientras ella no estaba en la casa y las pusiera en un lugar del que la señorita Keegan salía cada día con un aspecto que no parecía indicar que fuera la mejor habitación de la casa. Se dio cuenta de que no podría recurrir al padre Flood si la habitación estaba destartalada o era oscura y húmeda. Ya había recurrido lo suficiente a su comprensión y sabía que la señora Kehoe era plenamente consciente de ello.

El domingo, al hacer las maletas y dejarlas junto a la cama después de haber descubierto que había acumulado más pertenencias de las que podía meter en ellas, lo que después la obligó a bajar a pedir discretamente unas bolsas a la señora Kehoe, tuvo la sensación de que se había aprovechado de ella y empezó a embargarle la terrible añoranza que había sufrido con anterioridad. Aquella noche no pudo dormir.

Por la mañana corría un viento lacerante que Eilis no conocía. Parecía soplar ferozmente en todas direcciones; era gélido, la gente caminaba con la cabeza baja, y algunos daban saltitos mientras esperaban para cruzar la calle. La idea de que en Irlanda nadie supiera que Estados Unidos era el lugar más frío de la tierra y sus gentes las más profundamente desgraciadas en mañanas como aquellas casi le hizo sonreír. No se lo creerían si lo contara en una carta. En Bartocci’s, la gente se pasó el día rugiendo a todo aquel que dejara la puerta abierta un segundo más de lo necesario y se vendió ropa interior de lana gruesa a buen ritmo, incluso más del habitual.

Por la noche, mientras tomaba apuntes en clase, tuvo que hacer tal esfuerzo para mantenerse despierta que no dedicó un solo pensamiento a lo que se encontraría cuando volviera a casa de la señora Kehoe; al bajar del tranvía decidió que le daba igual cómo fuera su habitación, siempre que estuviera caldeada y dispusiera de una cama en la que poder dormir. La noche era tranquila, el viento había amainado, y la sequedad y la dura intensidad con la que el aire gélido le punzaba los dedos de los pies y de las manos y le hería la piel de la cara la impulsaba a rezar para que aquella caminata acabara pronto, aunque supiera que solo estaba a medio camino.

Nada más abrir la puerta principal, la señora Kehoe apareció en la entrada y se llevó un dedo a los labios. Le indicó a Eilis que esperara, volvió al poco rato y, tras comprobar que no venía nadie de la cocina, le dio una llave; después la invitó a adentrarse de nuevo en la noche y cerró la puerta principal suavemente tras ella. Eilis bajó los escalones que llevaban al sótano. Cuando abrió la puerta, la señora Kehoe ya estaba esperándola.

—No hagas ruido —susurró.

Abrió la puerta que daba a la habitación delantera del sótano, la que acababa de desocupar la señorita Keegan. La lámpara de pie de la esquina y la de la mesilla de noche ya estaban encendidas y estas, unidas al techo bajo, las oscuras cortinas de terciopelo, la colcha bellamente estampada y las alfombras, daban un aire lujoso a la estancia, como en una pintura o una fotografía antigua. Eilis vio una mecedora en una esquina de la habitación y troncos en la chimenea con papel debajo, esperando a ser encendidos. La habitación era el doble de grande que su anterior dormitorio; también tenía una mesa en la que podía estudiar y una butaca al otro lado de la chimenea, frente a la mecedora. No tenía nada del funcional, casi espartano, ambiente del cuarto en el que había dormido hasta entonces. Supo que todas sus compañeras habrían querido esa habitación.

—Si alguna de ellas te pregunta, limítate a decirles que están pintando tu habitación —dijo la señora Kehoe mientras abría un gran armario empotrado, de madera teñida de rojo oscuro, para mostrarle dónde estaban sus maletas y las bolsas.

Por la forma en que la señora Kehoe la observó, su mirada orgullosa pero al mismo tiempo casi dulce y triste, Eilis pensó que quizá aquella habitación la había hecho antes de que el señor Kehoe se marchara. Y al mirar la cama doble se preguntó si aquel había sido el dormitorio de la pareja. Se preguntó también si ya entonces habían alquilado las habitaciones de los pisos superiores.

—El cuarto de baño está al final del pasillo —dijo la señora Kehoe. Se quedó en la oscura habitación, inquieta, como si intentara recobrar la calma—. Y no le digas nada a nadie —añadió—. Si sigues esta norma al pie de la letra, nunca sales malparado.

—La habitación es preciosa —dijo Eilis.

—Y puedes encender la chimenea —dijo la señora Kehoe—. La señorita Keegan solo la encendía los domingos porque consumía madera. No sé por qué.

—¿Las otras no se pondrán furiosas? —preguntó Eilis.

—Es mi casa, así que se pueden poner tan furiosas como quieran, cuanto más, mejor.

—Pero…

—Eres la única que tiene modales.

Eilis sintió que el tono de la señora Kehoe, que intentaba sonreír, llenaba la habitación de tristeza. Creía que la señora Kehoe le estaba dando demasiado sin conocerla lo suficiente, y también acababa de decir demasiado. No quería que la señora Kehoe intimara con ella o acabara dependiendo de ella de un modo u otro. Permaneció en silencio unos instantes, a pesar de que sabía que aquello podía ser una muestra de ingratitud. Asintió casi con formalidad a la señora Kehoe.

—¿Cuándo sabrán las demás que me quedo aquí definitivamente? —preguntó al final.

—A su debido tiempo. En cualquier caso, no es asunto suyo.

Cuando Eilis comprendió las implicaciones de lo que había hecho la señora Kehoe y los problemas que seguramente le iba a causar con sus compañeras, casi deseó que la hubieran dejado en paz en su vieja habitación.

—Espero que no me culpen.

—No les prestes atención. No creo que ni tú ni yo tengamos que perder una noche de sueño por ellas.

Eilis se irguió, como si intentara parecer más alta, y miró con frialdad a la señora Kehoe. Le había quedado claro que el último comentario de su casera iba unido a la firme idea de que Eilis y ella mantenían distancias con las demás huéspedes y que estaban dispuestas a darles a entender que habían conspirado sobre aquel asunto. Eilis creía que aquello era mucho suponer por parte de la señora Kehoe, pero también que la decisión de darle a ella, la recién llegada, la mejor habitación de la casa, no solo provocaría amargura y problemas entre Patty, Diana, la señorita McAdam, Sheila Heffernan y ella, sino que además implicaría que, llegado el momento, la propia señora Kehoe se sentiría con libertad para pedirle algo a cambio por el favor que le había hecho.

Eilis se dio cuenta de que podía hacerlo si necesitaba algo con urgencia o para dar pie a una mayor familiaridad en su relación, una especie de amistad o vínculo más personal. Aún en la habitación, Eilis se descubrió casi enfadada con la señora Kehoe, y quizá ese sentimiento, mezclado con el cansancio, le dio valor.

—Siempre es mejor ser honesto —dijo, imitando a Rose cuando sentía que atacaban su dignidad o su sentido del decoro—, quiero decir, con todo el mundo —añadió.

—Cuando hayas vivido tanto como yo —replicó la señora Kehoe— descubrirás que eso solo funciona algunas veces.

Eilis miró a su casera, sin arredrarse ante la lacerante agresividad con la que esta le devolvió la mirada. Estaba decidida a no volver a hablar, dijera lo que dijese la señora Kehoe. Sintió que la mujer dirigía su vieja irritación contra ella como si la hubiera traicionado más allá de lo permisible, hasta que se dio cuenta de que darle la habitación, aquel acto de generosidad, había liberado algo en la señora Kehoe, algún profundo resentimiento contra el mundo, que ahora estaba situando cuidadosamente en su lugar.

—El baño, como he dicho, está al final del pasillo —dijo finalmente—. Aquí está la llave.

Dejó la llave en la mesilla de noche y salió de la habitación, cerrando la puerta con fuerza para que todo el mundo lo oyera.

Eilis se preguntó si las demás la creerían alguna vez si les dijera que ella no había pedido la habitación. Evitó la cocina a la hora del desayuno y, cuando se encontró a Diana frente a la puerta del cuarto de baño dos mañanas después, pasó a toda prisa junto a ella sin decir palabra. Pero sabía que cuando llegara el fin de semana le resultaría imposible eludir el tema ante las demás. Por eso, el viernes por la noche, cuando la señora Kehoe se hubo ido y la señorita McAdam le dijo que quería hablar a solas con ella, no se sorprendió. Se quedó en la cocina bajo la atenta mirada de la señorita McAdam, como si fuera una prisionera en libertad condicional que pudiera fugarse, hasta que las demás se fueron.

—Supongo que has oído lo que ha ocurrido —le dijo la señorita McAdam. Eilis intentó parecer impasible—. Será mejor que te sientes.

La señorita McAdam fue hacia el fogón cuando el agua empezó a hervir y llenó la tetera antes de seguir hablando.

—¿Sabes por qué se ha ido la señorita Keegan? —preguntó.

—¿Por qué debería saberlo?

—¿Así que no lo sabes? Ya me lo imaginaba. Bien, la Kehoe lo sabe y todas las demás también.

—¿Adónde se ha ido la señorita Keegan? ¿Tiene problemas?

—A Long Island. Y por buenas razones.

—¿Qué ha pasado?

—La siguieron hasta casa. —Los ojos de la señorita McAdam parecían brillar de excitación mientras hablaba. Sirvió el té despacio.

—¿La siguieron?

—No solo una noche sino dos, o quizá más, por lo que sé.

—¿Quieres decir que la siguieron hasta aquí?

—Eso es exactamente lo que quiero decir.

La señorita McAdam sorbió el té sin dejar de mirar fijamente a Eilis.

—¿Quién la seguía?

—Un hombre.

Mientras Eilis ponía leche y azúcar en el té, recordó algo que su madre siempre decía.

—Pero seguro que si un hombre huyera con la señorita Keegan, la dejaría en cuanto llegara a la primera farola y pudiera verla con claridad.

—Pero no era un hombre corriente.

—¿Qué quieres decir?

—La última vez que la siguió, se exhibió ante ella. Era un hombre de clase.

—¿Quién te ha dicho eso?

—La señorita Keegan habló en privado conmigo y con la señorita Heffernan antes de irse. La siguieron hasta la misma puerta de casa. Y mientras bajaba los escalones, el hombre se exhibió.

—¿Avisó a la policía?

—Desde luego que avisó, y después hizo las maletas. Cree que sabe dónde vive ese hombre. Ya la había seguido antes.

—¿Le ha contado todo eso a la policía?

—Sí, pero la policía no puede hacer nada si ella no puede identificarlo, y ella no puede. Así que ha hecho las maletas y se ha ido a vivir a Long Island con su hermano y su esposa. Y después, para empeorar las cosas, la Kehoe quería trasladarme abajo, a la habitación de la señorita Keegan. Empezó con eso de que era la mejor habitación de la casa. La puse en su sitio. Y la señorita Heffernan se encuentra en una situación terrible. Y Diana se ha negado a quedarse sola en el sótano. Así que te ha metido a ti ahí abajo porque ninguna de las demás quería ir.

Eilis se fijó en lo satisfecha de sí misma que parecía la señorita McAdam. Mientras la miraba sorber su té, se le ocurrió que aquella podía ser su forma de vengarse de ella y la señora Kehoe por lo de la habitación. Por otra parte, consideró que también podía ser verdad. La señora Kehoe podía haberla utilizado, puesto que era la única inquilina que parecía no saber por qué se había ido la señorita Keegan. Pero después pensó que la señora Kehoe no podía estar segura de que no fuera a averiguarlo antes de trasladarse. Cuanto más observaba a la señorita McAdam, más se convencía de que si no se estaba inventando la historia del exhibicionista, la estaba exagerando. Se preguntó si las otras chicas la habían animado a hacerlo o si lo hacía por su cuenta.

—Es una habitación preciosa —dijo Eilis.

—Puede que sea bonita —replicó la señorita McAdam—. Y, sabes, todas queríamos esa habitación cuando la consiguió la señorita Keegan, tanto más para impedir que la Kehoe fisgonee cada vez que entras por la puerta. Pero ahora no quisiera estar ahí abajo, a la vista de todo el mundo. Quizá no debería decir más.

—Di lo que quieras.

—Bueno, teniendo en cuenta que vuelves a casa sola por la noche, pareces muy tranquila.

—Si alguien se exhibe ante mí, serás la primera en saberlo.

—Si sigo aquí —dijo la señorita McAdam—. Puede que acabemos todas en Long Island.

Los días que siguieron, Eilis no pudo llegar a una conclusión acerca de lo que había dicho la señorita McAdam. Cuando comía en la cocina con el resto de las chicas, pasaba de creer que todas ellas habían conspirado para atemorizarla, para vengarse de que la hubieran instalado a ella en la habitación de la señorita Keegan, a creer que la señora Kehoe la había trasladado allí no por favoritismo sino porque creía que sería la última en protestar. Observaba sus rostros cuando se dirigían a ella, pero no le quedó nada claro. Quería dejar abierta la posibilidad de que todo el mundo tuviera motivos bienintencionados, pero era poco probable, pensó, que la señora Kehoe le hubiera dado la habitación por mera generosidad, y también lo era que a la señorita McAdam y las demás chicas no les molestara eso y no hubieran querido sino advertirla acerca del hombre que había seguido a la señorita Keegan, para que fuera con cuidado. Deseó tener una verdadera amiga entre sus compañeras, con quien poder hablar. Y después se preguntó si el problema era ella, que veía malicia donde no la había. Si se despertaba por la noche o le sobraba tiempo en el trabajo, le daba vueltas al asunto una y otra vez, culpando a la señora Kehoe primero y a la señorita McAdam y las demás chicas después, y luego culpándose a sí misma, sin llegar a ninguna conclusión, salvo que lo mejor sería dejar de pensar en ello.

El domingo siguiente, el padre Flood anunció que la sala parroquial estaba lista para organizar un baile semanal con el fin de recoger fondos para hacer obras de caridad, que había conseguido el Arpa de Pat Sullivan y la Orquesta Shamrock, y que pedía a los parroquianos que hicieran correr la noticia de que el primer baile se celebraría el último viernes de enero y a partir de entonces cada viernes hasta nuevo aviso.

Cuando aquella noche la señora Kehoe dejó la partida de póquer y entró en la cocina y se sentó a la mesa, las chicas estaban hablando del tema.

—Espero que el padre Flood sepa lo que está haciendo —dijo—. Después de la guerra organizaron bailes en esa mismísima sala parroquial y tuvieron que cerrarla por escándalo público. Algunos italianos empezaron a ir a buscar chicas irlandesas.

—Bueno, no veo nada malo en ello —dijo Diana—. Mi padre es italiano y creo que conoció a mi madre en un baile.

—Estoy segura de que él es muy buen hombre —replicó la señora Kehoe—. Pero después de la guerra algunos italianos eran muy atrevidos.

—Parecen encantadores —dijo Patty.

—Puede que así sea —dijo la señora Kehoe—, y estoy segura de que algunos son encantadores y todo eso pero, por lo que he oído, hay que ir con gran cuidado con muchos de ellos. Pero basta ya de italianos. Será mejor que cambiemos de tema.

—Espero que no pongan música irlandesa —dijo Patty.

—La banda de Pat Sullivan es muy buena —dijo Sheila Heffernan—. Saben tocarlo todo, desde música irlandesa hasta valses y foxtrots y melodías americanas.

—Me alegro por ellos —dijo Patty—, siempre y cuando me pueda quedar sentada cuando llegue la música gaélica. Dios, tendrían que abolirla. ¡A estas alturas!

—Si no tienes suerte —dijo la señorita McAdam—, te quedarás sentada toda la noche, a no ser, claro, cuando llegue el momento en que las damas saquen a bailar.

—Basta ya de hablar de bailes —dijo la señora Kehoe—. No debería haber venido a la cocina. Simplemente, tened cuidado. Es lo único que digo. Tenéis toda la vida por delante.

En los días siguientes, a medida que se acercaba la noche del baile, la casa se dividió en dos facciones; la primera, constituida por Patty y Diana, quería que Eilis fuera con ellas a un restaurante donde se reunirían con gente que también iría al baile; pero las otras —la señorita McAdam y Sheila Heffernan— insistían en que el restaurante en cuestión era en realidad una taberna y que los que se encontraban allí no siempre estaban sobrios, ni siquiera eran siempre gente decente. Querían que Eilis fuera con ellas directamente de casa de la señora Kehoe a la sala parroquial, solo con el fin de apoyar una buena causa, y marcharse en cuanto pudieran sin ser descorteses.

—Una de las cosas que no echo de menos de Irlanda es el mercado de ganado de los viernes y los sábados por la tarde, y prefiero quedarme soltera a que me atosiguen unos tipos medio borrachos y con el pelo engominado.

—Donde yo vivía —dijo la señorita McAdam— no salíamos nunca y ninguna de nosotras se sentía peor por eso.

—¿Y cómo conocíais chicos? —preguntó Diana.

—Mírala —intervino Patty—. No ha conocido a un chico en su vida.

—Bueno, cuando lo haga —replicó la señorita McAdam—, no será en una taberna.

Al final Eilis esperó en casa con la señorita McAdam y Sheila Heffernan, y no salieron hacia la sala parroquial hasta pasadas las diez. Observó que ambas llevaban zapatos de tacón alto en el bolso para ponérselos cuando llegaran. Vio que ambas se habían cardado el pelo y aplicado maquillaje y pintalabios. Al verlas, temió parecer sosa a su lado; tener que pasar el resto de la noche en su compañía, por corta que fuera su estancia en el local, hizo que se sintiera incómoda. Las dos parecían haberse esmerado mucho, mientras que ella solo se había aseado y se había puesto el único vestido bueno que tenía y unas medias nuevas de nailon. Mientras caminaban hacia la parroquia en la fría noche decidió que se fijaría en lo que llevaban las demás mujeres en el baile, para estar segura la próxima vez de que no iba demasiado sencilla.

Al llegar no sintió más que temor, y deseó haber encontrado una excusa para quedarse en casa. Patty y Diana se habían reído mucho antes de irse, corriendo escaleras arriba y abajo, obligando a las demás a admirarlas mientras iban de piso en piso, e incluso habían llamado a la puerta de la señora Kehoe antes de salir para que las viera. Eilis se había alegrado de no haber ido con ellas, pero ahora, envuelta en el tenso y extraño silencio que se hizo entre la señorita McAdam y Sheila Heffernan al entrar en el salón, percibió su nerviosismo y sintió pena por ellas; también lamentó tener que quedarse en su compañía toda la velada e irse cuando ellas así lo quisieran.

La sala estaba casi vacía; pagaron la entrada y fueron al aseo de señoras, donde la señorita McAdam y Sheila Heffernan se observaron en el espejo y se aplicaron más maquillaje y pintalabios, y también ofrecieron a Eilis pintalabios y rímel. Mientras se miraban las tres en el espejo, Eilis se dio cuenta de que su pelo tenía un aspecto horrible. Aunque no fuera nunca más a un baile, pensó, tendría que hacer algo al respecto. El vestido, que Rose le había ayudado a comprar, también parecía horrible. Dado que había ahorrado algo de dinero, pensó, debía comprarse ropa nueva, aunque sabía que no le resultaría fácil hacerlo sola y que sus dos compañeras le serían de tan poca utilidad como Patty y Diana. Las dos primeras tenían un estilo demasiado formal y estirado, y las otras dos demasiado moderno y llamativo. Decidió que, una vez acabados los exámenes de mayo, se dedicaría a ver tiendas y precios e intentaría encontrar el tipo de ropa americana que le sentaba mejor.

Entraron de nuevo en la sala y cruzaron el desnudo parquet para sentarse en los bancos del lado opuesto. Tras pasar junto a algunas parejas de mediana edad que bailaban al son de la música, vieron al padre Flood, que fue hacia ellas y les estrechó la mano.

—Esperamos que haya mucha gente —dijo—. Pero nunca vienen cuando quieres que lo hagan.

—Oh, sabemos dónde están —dijo la señorita McAdam—. Tomándose unas copas de más.

—Ah, bueno, es viernes por la noche.

—Espero que no vengan borrachos —dijo la señorita McAdam.

—Oh, tenemos hombres en la puerta que saben lo que han de hacer. Y esperamos que sea una noche tranquila.

—Si abriera un bar, haría una fortuna —dijo Sheila Heffernan.

—No creas que no lo he pensado —replicó el padre Flood, frotándose las manos y riendo mientras cruzaba la pista de baile para dirigirse hacia la entrada principal.

Eilis observó a los músicos. Había un hombre que parecía muy abatido y melancólico tocando un vals lento con el acordeón, un hombre joven a la batería y, al fondo, un hombre de mediana edad al contrabajo. Vio algunos instrumentos de metal en el escenario y un micrófono dispuesto para un cantante, así que imaginó que habría más músicos cuando la sala se llenara.

Sheila Heffernan llevó limonadas para todas y dieron unos sorbitos a las bebidas sentadas en el banco, mientras la sala iba llenándose. Sin embargo, Patty y Diana y su grupo seguían sin dar señales de vida.

—Seguramente han encontrado un sitio mejor donde bailar —dijo Sheila.

—Sería esperar demasiado de ellas que apoyaran a su propia parroquia —añadió la señorita McAdam.

—Y he oído que algunos salones de baile en el lado del puente que da a Manhattan pueden ser muy peligrosos —dijo Sheila Heffernan.

—Sabéis, cuanto antes acabe esto y esté en casa, en mi cama caliente, más contenta estaré —dijo la señorita McAdam.

Al principio Eilis no vio a Patty y Diana, sino a un grupo de gente joven que había entrado con mucho bullicio en el local. Algunos de los hombres llevaban trajes de colores vistosos y el pelo engominado hacia atrás. Había uno o dos visiblemente apuestos, como estrellas de cine. Mientras los recién llegados examinaban el local, con la mirada brillante, entusiasmados, resplandecientes y llenos de expectación, Eilis se imaginó lo que pensarían de ella y sus dos compañeras. Y entonces vio a Diana y Patty entre ellos, ambas con un aspecto radiante, todo en ellas perfecto, incluidas sus cálidas sonrisas.

En ese momento hubiera dado cualquier cosa por estar con ellas, por ir vestida como ellas, por ser sofisticada y estar demasiado distraída con las bromas y las sonrisas de los que la rodeaban para mirar a los demás con la misma vehemente intensidad con que ella los estaba mirando. Le daba miedo volverse y mirar a la señorita McAdam y Sheila Heffernan; sabía que seguramente compartían sus sentimientos, pero también era consciente de que harían todo lo posible por simular una profunda desaprobación por los recién llegados. No podía dirigir la mirada hacia sus dos compañeras, temerosa de ver en sus rostros algo de su propio y embobado malestar, su propia sensación de incapacidad para fingir que se estaban divirtiendo.

Ya no volvieron a tocar melodías irlandesas. El acordeonista cogió el saxofón y empezó a tocar canciones lentas, que la mayoría de los bailarines parecían reconocer. Ahora la sala estaba llena. Los bailarines se movían lentamente y, por su forma de responder a la música, le parecieron más elegantes que en Irlanda. Cuando la música se volvió más lenta, se sorprendió de lo juntos que bailaban algunos de ellos; varias mujeres estaban casi enroscadas a sus parejas. Vio a Diana y Patty moverse con confianza y habilidad, y observó que Diana cerraba los ojos al pasar junto a ellas, como si quisiera concentrarse mejor en la música, en el alto hombre con quien bailaba y en el placer que le procuraba aquella noche. Cuando se hubo alejado, la señorita McAdam dijo que creía que era hora de irse.

Al abrirse paso por el local para recoger los abrigos, Eilis hubiera deseado que esperaran a que acabara el baile para que no las vieran irse tan pronto. De camino a casa, en silencio, no sabía cómo se sentía. Las melodías que había tocado la banda eran muy dulces y bonitas. Y a sus ojos, las parejas que bailaban vestían a la moda y muy bien. Sabía que era algo que ella nunca sería capaz de hacer.

—Esa Diana tendría que avergonzarse de sí misma —dijo la señorita McAdam—. Solo Dios sabe a qué hora volverá.

—¿Aquel chico era su novio? —preguntó Eilis.

—Quién sabe —dijo Sheila Heffernan—. Tiene uno para cada día de la semana y dos para los domingos.

—Parecía encantador —dijo Eilis—. Y bailaba muy bien.

Ninguna de sus dos compañeras respondió. La señorita McAdam aceleró el paso y obligó a las otras dos a seguirle el ritmo. Eilis se alegraba de haber dicho aquello a pesar de que era evidente que las había molestado. Se preguntó si se le ocurriría algo más fuerte que decir para que no la invitaran a ir con ellas al baile la semana siguiente. Y, en cambio, decidió comprarse algo, aunque solo fuera un par de zapatos nuevos, para sentirse más parecida a las chicas que había visto bailar. Por un instante pensó en pedir consejo a Patty y Diana sobre ropa y maquillaje, pero después llegó a la conclusión de que eso sería ir demasiado lejos. Al llegar a casa, la señorita McAdam y Sheila Heffernan apenas le desearon las buenas noches y entonces pensó que, pasara lo que pasase, nunca volvería a ir al baile con ellas.

El lunes, en el trabajo, la señorita Fortini la estaba esperando. Cuando les pidió, a ella y a la señorita Delano, otra vendedora, que la siguieran al despacho de la señorita Bartocci, pensó que había hecho algo mal. Al entrar ellas en la estancia, la señorita Bartocci estaba seria y les indicó que se sentaran frente a ella.

—Va a haber un gran cambio en la tienda —dijo— porque se está produciendo un cambio fuera de la tienda. La gente de color se está trasladando a Brooklyn, cada vez en mayor número.

Eilis las observó a todas y no supo decir si aquello les parecía bueno para el negocio o una mala noticia.

—Recibiremos en la tienda a clientas que serán mujeres de color. Y empezaremos con las medias de nailon. Esta será la primera tienda de la calle que venda medias rojizas a buen precio, y pronto añadiremos los colores sepia y café.

—Menudos colores —dijo la señorita Fortini.

—Las mujeres de color quieren medias rojizas y nosotros vamos a vendérselas, y vosotras dos vais a ser amables con todo el mundo que entre en la tienda, sea blanco o de color.

—Ambas son siempre muy amables —dijo la señorita Fortini—, pero estaré observando en cuanto aparezca el primer anuncio en el escaparate.

—Puede que perdamos clientes —la interrumpió la señorita Bartocci—, pero vamos a vender a quien quiera comprar, y al mejor precio.

—Aunque las medias rojizas estarán en un lugar aparte, alejado de las medias normales —dijo la señorita Fortini—. Al menos al principio. Y vosotras dos estaréis en ese mostrador, señoritas Lacey y Delano; vuestro trabajo será actuar como si eso no tuviera nada de especial.

—Vamos a anunciarlo en el escaparate esta misma mañana —añadió la señorita Bartocci—. Y vosotras estaréis ahí y sonreiréis. ¿De acuerdo?

Eilis y su compañera intercambiaron una mirada y asintieron.

—Es probable que hoy no tengáis mucho trabajo —dijo la señorita Bartocci—, pero vamos a repartir folletos en los lugares adecuados y a finales de semana, si hay suerte, no tendréis un momento de respiro.

La señorita Fortini las acompañó de nuevo a la planta de ventas donde, a la izquierda, en una larga mesa, unos hombres estaban apilando paquetes de medias de nailon casi rojas.

—¿Por qué nos han elegido a nosotras? —le preguntó la señorita Delano a Eilis.

—Deben de pensar que somos agradables —le respondió.

—Tú eres irlandesa, eso te hace diferente.

—¿Y tú?

—Yo soy de Brooklyn.

—Bueno, a lo mejor eres agradable.

—A lo mejor es que es fácil tratarme a patadas. Espera a que mi padre se entere de esto.

Eilis observó que tenía las cejas perfectamente depiladas. Se la imaginó frente al espejo durante horas con unas pinzas.

Se pasaron todo el día de pie ante el mostrador, charlando en voz baja, pero nadie se acercó a mirar las medias rojizas de nailon. Hasta que al día siguiente vio a dos mujeres maduras de color entrar en la tienda y ser recibidas por la señorita Fortini, que las dirigió hacia ella y la señorita Delano. Se sorprendió a sí misma observando a ambas mujeres y entonces, cuando se controló, miró a su alrededor y vio que todo el mundo las estaba mirando. Al volver a mirarlas, se dio cuenta de que las dos mujeres iban elegantemente vestidas, ambas con abrigos de lana color crema, y estaban charlando entre ellas con despreocupación como si su llegada a la tienda no tuviera nada de extraño.

Observó que la señorita Delano dio un paso atrás cuando se acercaron, pero ella se quedó donde estaba y las dos mujeres examinaron las medias de nailon y las diferentes tallas. Se fijó en sus uñas pintadas y sus rostros; estaba lista para sonreír si la miraban. Pero ellas no levantaron la vista de las medias ni una sola vez, y ni siquiera se dirigieron la mirada cuando eligieron unos cuantos pares y se los dieron. Eilis vio que la señorita Fortini la observaba desde el otro extremo de la tienda mientras ella sumaba lo que debían y se lo mostraba. Al entregarle el dinero, se percató de lo blanca que era la palma de la mano de la mujer. Cogió el dinero con toda diligencia, lo metió en el tubo y lo envió al departamento de caja.

Mientras esperaba a que llegaran el recibo y la vuelta, las dos clientas siguieron hablando entre sí como si allí no hubiera nadie más. Pese al hecho de que eran de mediana edad, pensó que eran sofisticadas y de aspecto muy cuidado, con el cabello perfecto, la ropa bonita. No podía decir si llevaban maquillaje; olió a perfume, pero no identificó la fragancia. Cuando les entregó la vuelta y las medias de nailon cuidadosamente envueltas en papel marrón les dio las gracias, pero ellas no contestaron; se limitaron a coger el dinero, el recibo y el paquete, y con elegancia se dirigieron a la salida.

Durante la semana fueron más y, cada vez que entraban, Eilis percibía un cambio en el ambiente de la tienda, un silencio, una alerta; nadie parecía moverse cuando ellas lo hacían, por si se cruzaban en su camino; las demás vendedoras bajaban la vista y parecían muy ocupadas; después levantaban la vista en dirección al mostrador en el que estaban apiladas las medias rojizas y volvían a bajar la vista. Sin embargo, la señorita Fortini nunca apartaba la vista del mostrador. Cada vez que llegaban clientas, la señorita Delano retrocedía y dejaba que Eilis las atendiera, pero si llegaba un nuevo grupo de clientas se acercaba, como si hubiera algún acuerdo entre ellas. Ni una única vez entró una mujer de color sola en la tienda, y la mayoría de las que entraban no miraban a Eilis ni se dirigían a ella directamente.

Las pocas que le hablaban lo hacían en un tono tan elaboradamente cortés que ella se sentía incómoda y tímida. Cuando llegaron los nuevos colores en sepia y café, su cometido consistía en indicar a las clientas que aquellos tonos eran más suaves, pero la mayoría la ignoraban. Al final del día se sentía agotada y encontraba las clases nocturnas casi relajantes, aliviada por que hubiera algo que apartara de su mente la violenta tensión que había en la tienda y que envolvía de un modo especial su mostrador. Deseó que no la hubieran elegido para atender precisamente ese mostrador y se preguntó si, con el tiempo, la trasladarían a otra zona de la tienda.

A Eilis le encantaba su habitación, le gustaba dejar los libros en la mesa frente a la ventana cuando llegaba por la noche y después ponerse el pijama y la bata que se había comprado en las rebajas y sus cálidas zapatillas, y, antes de meterse en la cama, pasarse una hora o más, revisando los apuntes de clase y después releer los libros de contabilidad y gestión contable que había comprado. El único problema pendiente eran las clases de derecho. Disfrutaba observando los gestos del señor Rosenblum y su forma de hablar; a veces reproducía un caso completo, describiendo vívidamente las partes en litigio aunque se tratara de compañías. Pero ni ella ni ninguno de los estudiantes con los que había hablado sabían qué se esperaba de ellos, de qué forma podía aquello aparecer como pregunta en un examen. Dado que el señor Rosenblum sabía tanto, se preguntó si esperaría que ellos conocieran con el mismo detalle los casos y sus implicaciones, los precedentes, los veredictos, los prejuicios y particularidades de cada juez.

Eso le preocupaba lo suficiente para decidirse a explicarle exactamente cuál era su problema. Al igual que hablaba rápido en sus clases, pasando de un caso a otro, o de lo que una determinada ley podía significar en teoría al modo en que se había aplicado hasta entonces, el señor Rosenblum desaparecía en cuanto acababa la clase, como si tuviera una reunión urgente. Eilis decidió sentarse en primera fila y dirigirse a él en cuanto acabara de hablar, pero cuando llegó el momento se puso nerviosa. Confiaba en que no lo considerara una crítica; también le preocupaba no entender su forma de hablar. Nunca había conocido a nadie como él. Le recordaba a los camareros de algunos cafés de Fulton Street, que no tenían paciencia y querían que se decidiera inmediatamente y después siempre tenían alguna pregunta, hubiera pedido lo que hubiese pedido, si lo quería grande o pequeño, o si lo quería caliente o con mostaza. En Bartocci’s había aprendido a ser valiente y resuelta con los clientes, pero cuando la clienta era ella, sabía que era demasiado lenta y vacilante.

Tendría que abordar al señor Rosenblum. Parecía tan inteligente y sabía tanto que, mientras se dirigía a la tarima, siguió pensando en cómo reaccionaría ante una sencilla pregunta. Sin embargo, cuando hubo captado su atención, advirtió que, sin excesivo esfuerzo, había adoptado una actitud casi serena, carente de vacilación.

—¿Hay algún libro que me pueda ayudar en esta parte del curso? —preguntó.

El señor Rosenblum pareció perplejo y no contestó.

—Sus clases son interesantes —dijo Eilis—, pero me preocupa el examen.

—¿Te gustan? —Ahora el señor Rosenblum parecía más joven que cuando enseñaba derecho a los estudiantes.

—Sí —replicó ella, y sonrió. Le sorprendió no tartamudear. Creía que ni siquiera se había sonrojado.

—¿Eres inglesa? —preguntó él.

—No, irlandesa.

—De la lejana Irlanda —dijo él, como hablando para sí mismo.

—Me preguntaba si podría recomendarme algún libro de texto o un manual con el que preparar el examen.

—Pareces preocupada.

—No sé si los apuntes que tomo o los libros que tengo son suficientes.

—¿Quieres leer algo más?

—Me gustaría tener un libro con el que poder estudiar.

El señor Rosenblum recorrió la clase con la mirada, que se vaciaba rápidamente. Parecía estar pensando intensamente, como si la pregunta le desconcertara.

—Hay algunos libros bastante buenos de derecho mercantil básico.

Eilis supuso que iba a darle los títulos de los libros, pero el profesor se detuvo unos instantes.

—¿Crees que voy demasiado rápido?

—No. Es solo que no estoy segura de que mis apuntes basten para el examen.

El señor Rosenblum abrió su cartera y sacó una libreta.

—¿Eres la única estudiante irlandesa?

—Creo que sí.

Eilis le observó mientras anotaba algunos títulos en una hoja de papel.

—Hay una librería especializada en derecho en la calle Veintitrés Oeste —dijo—. En Manhattan. Tendrás que ir allí a comprarlos.

—¿Y los libros servirán para el examen?

—Desde luego. Si te sabes las nociones básicas de derecho mercantil y responsabilidad civil, pasarás los exámenes.

—¿La librería está abierta todos los días?

—Creo que sí. Tendrás que ir hasta allí para comprobarlo, pero creo que sí.

Cuando Eilis asintió e intentó sonreír, el profesor pareció aún más preocupado.

—Pero ¿puedes seguir las clases?

—Por supuesto —dijo ella—. Sí, por supuesto.

El señor Rosenblum metió la libreta en su cartera y se volvió con brusquedad.

—Gracias —dijo Eilis, pero él no replicó, sino que salió al vestíbulo rápidamente. El portero estaba esperando para cerrar con llave cuando ella abrió la puerta del aula. No quedaba nadie más.

Eilis preguntó a Diana y Patty por la calle Veintitrés Oeste y les mostró la dirección completa. Ellas le explicaron que oeste significaba al oeste de la Quinta Avenida y que el número que le habían dado indicaba que la tienda estaba entre la Sexta y la Séptima Avenidas. Le mostraron un plano, extendiéndolo sobre la mesa de la cocina, asombradas de que Eilis no hubiera estado nunca en Manhattan.

—Es un barrio maravilloso —dijo Diana.

—La Quinta Avenida es el lugar más divino —dijo Patty—. Daría lo que fuera por vivir allí. Me encantaría casarme con un hombre rico que tuviera una mansión en la Quinta Avenida.

—O incluso un hombre pobre —añadió Diana—, siempre y cuando tuviera una mansión.

Le explicaron cómo llegar en metro hasta la Veintitrés Oeste, y Eilis decidió que iría el siguiente medio día libre que tuviera.

Cuando se empezó a hablar del viernes por la noche, Eilis no se atrevió a preguntar a la señorita McAdam ni a Sheila Heffernan si iban a ir al baile de la parroquia; también sabía que sería demasiado desleal ir con Patty y Diana, y quizá también demasiado caro, puesto que primero iban a un restaurante y además tendría que comprarse ropa nueva para estar a su altura.

El viernes por la noche, al salir del trabajo, fue a cenar con un pañuelo en la mano y advirtió a las demás que no se le acercaran demasiado para no contagiarse. Durante la cena se sonó ruidosamente y se sorbió la nariz lo mejor que supo varias veces. No le importaba si se lo creían o no; tener un resfriado, pensó, sería la mejor excusa para no tener que ir al baile. Sabía también que eso animaría a la señora Kehoe a hablar sobre los achaques del invierno, uno de los temas preferidos de la casera.

—Los sabañones —dijo—, tienes que tener mucho cuidado con los sabañones. Cuando tenía tu edad, me mataban.

—Yo diría que en esa tienda —dijo la señorita McAdam a Eilis— se puede coger cualquier infección.

—También las puedes coger en una oficina —replicó la señora Kehoe, mirando a Eilis con intención para dar a entender que sabía que la señorita McAdam intentaba menospreciarla porque trabajaba en una tienda.

—Pero nunca sabes con quién…

—Ya basta, señorita McAdam —la interrumpió la señora Kehoe—. Quizá lo mejor será que nos acostemos pronto, con el frío que hace.

—Solo iba a decir que he oído que en Bartocci’s atienden a mujeres de color —dijo la señorita McAdam.

Durante unos instantes, nadie dijo nada.

—Yo también lo he oído —dijo Sheila Heffernan en voz baja, al cabo de un rato.

Eilis bajó la vista al plato.

—Bueno, puede que no nos gusten, pero los hombres negros lucharon en la guerra de ultramar, ¿no es así? —dijo la señora Kehoe—. Y murieron igual que nuestros hombres. Siempre lo digo. A nadie le importó su color cuando los necesitaron.

—Pero a mí no me gustaría… —empezó la señorita McAdam.

—Ya sabemos lo que no te gustaría —la interrumpió la señora Kehoe.

—No me gustaría tener que atenderlos en una tienda —insistió la señorita McAdam.

—Dios, a mí tampoco —dijo Patty.

—Y su dinero, ¿no te gustaría? —preguntó la señora Kehoe.

—Son muy amables —dijo Eilis—. Y algunas llevan ropa muy bonita.

—¿Así que es verdad? —inquirió Sheila Heffernan—. Pensaba que era una broma. Bueno, pues ya está. Pasaré por delante de Bartocci’s, de acuerdo, pero por la otra acera.

De repente, Eilis se sintió valiente.

—Se lo diré al señor Bartocci. Se llevará un gran disgusto, Sheila. Tú y tu amiga sois famosas por vuestro estilo, especialmente por las carreras en las medias y las viejas y emperifolladas rebecas que lleváis.

—Ya está bien —dijo la señora Kehoe—. Me gustaría acabar de cenar en paz.

Se hizo un silencio. Patty dejó de reírse a carcajadas, y Sheila ya se había ido de la cocina, pero la señorita McAdam, muy pálida, se quedó mirando fijamente a Eilis.

Eilis no vio diferencia alguna entre Manhattan y Brooklyn cuando fue allí el jueves siguiente por la tarde, salvo que el frío, al salir del metro, parecía más lacerante y seco, y el viento más intenso. No estaba segura de qué había esperado exactamente, pero desde luego glamour, tiendas más sofisticadas y gente mejor vestida, y la impresión de que las cosas no estaban tan desvencijadas ni eran tan deprimentes como a veces le parecían en Brooklyn.

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