Bravo

Bravo


Portadilla

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No vi ni cómo lo hizo ni con qué, pero juro que en milésimas de segundo ese viejo samurái me tumbó contra el suelo alicatado de ese vestuario. Tenía que haber sido él porque no había nadie más. El dolor era de una precisión quirúrgica. Temblando y en calzoncillos, estaba seguro de que había sido un balazo, aunque no sangraba por ninguna parte. ¿Sería una pelota de goma, como la que usan los antidisturbios? Sentía mi rodilla pulverizada y notaba una lagrimilla asomando en mis ojos.

—¿Por qué? —me salió preguntarle.

—¡KEMARI! —es lo único que me dijo Kutsuoto, ahí plantado sin haberse movido ni un centímetro.

—Pero ¿qué coño...? —insistí, esforzándome por no llorar. Pero antes de terminar la frase ya me había arreado otra leche, ¡clac!, esta vez en la nariz.

Al atizarme en plena jeta, pude identificar que el cabrón me estaba dando con una caña de bambú. Esto es lo que vi desde el suelo:

El viejo Gudde, recto, mirándome con esa cara de sabio mandarín con los ojos más achinados de lo que ya los tenía por defecto.

Todo mi campo de visión ocupado por una gorda caña de bambú en primer plano.

El viejo exactamente igual de recto, pero con sus largos bigotes ondeando ligeramente por la inercia del imperceptible golpe.

Limpio. Impecable. Y mi nariz sangrando, rota por la mitad.

Había visto y vivido muchas técnicas de castigo, desde el clásico abuso verbal hasta las míticas descargas eléctricas que Luis Aragonés daba con un taser que se compró en Andorra... pero nunca nada tan doloroso y humillante como esos latigazos de bambú.

Indignado, fui a quejarme al segundo entrenador.

Resultó ser un robot. Tal cual. Un puto robot blanco del tamaño de una persona, con tres opciones de cara: feliz, triste y cara neutra. Se llamaba D. O. M. O. Por lo menos, le habían instalado el español, así que podía hablar sin problema con él. Le expliqué lo sucedido, puso su cara triste y me reparó la nariz atornillándome un hierro sin aviso ni anestesia.

Vi las estrellas.

Lo siguiente fue encontrarme vestido con esa túnica dando toques con los demás jugadores mientras bailábamos con nuestros abanicos mientras el entrenador Gudde gritaba: «¡KEMARIIIII!».

Nuestra rutina diaria era: kemari toda la mañana, cinco minutos para comer (nos servían pastillas de colores), una hora y media para ver a los niños de la escuela local representando una obra de teatro sobre la historia del Cerezo Osaka FC (cada día) y por la tarde jugábamos al FIFA con la Nintendo o meditábamos, según si era día par o impar. Pero lo que era jugar a fútbol, fútbol-fútbol, no jugábamos nunca.

Y por si esa dinámica de locos no era suficiente, al terminar la semana me jodieron la vida enseñándome el campo.

A ver cómo lo explico... La relación entre Japón y el fútbol tiene su base en la serie de televisión Kyaputen Tsubasa, o lo que de toda la vida hemos conocido como Campeones: Oliver y Benji.

Representaban el fútbol como el deporte más épico que jamás ha existido, con jugadas interminables, chutes que duraban varios capítulos, rivalidades imposibles, virguerías extremas, etc. Estos dibujos lo petaron durante los años ochenta y, en consecuencia, en los noventa las instituciones deportivas de Japón potenciaron todo lo posible el fútbol en la vida real.

En España pasó algo parecido con los niños de esa época; enganchados a la serie, todos querían jugar a fútbol, y así salieron obedientes boy scouts como Íker Casillas o Carles Puyol.

El problema era que en Osaka no tenían referencia del fútbol de verdad, solo del de dibujos, así que construyeron un campo el doble de largo de lo reglamentario y, atención, con el terreno abombado. Se lo tomaron al pie de la letra y lo diseñaron con una empinada pendiente de unos siete metros de altura en medio del campo. Era como un monte perfecto, como la mitad de un huevo, y para ir de portería a portería había que subir la cuesta y luego bajarla. Igual que en la serie.

Al verlo, quise matar a alguien, no me lo podía creer.

—Conoce tu nuevo terreno de operaciones futbolísticas —me dijo D.O.M.O.

—Tenéis que estar de coña.

—«Coña» o «humor» no son variables instaladas en mi software. Puedo descargar el plug-in «risa» para reaccionar acorde con cualquier ocurrencia humorística. Iniciando descarga.

—Jugar en este campo va a ser diez veces más cansado de lo que ya es habitualmente. ¡No tiene ningún puto sentido, me tenéis hasta los cojones! ¡Quiero reunirme con el presidente del club!

—... Descarga finalizada...: ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja...

Después de llamar a un técnico para que reiniciara a D.O.M.O., este me guio hasta la junta directiva, una gran sala con una larga mesa de reuniones. Las paredes estaban repletas de arte japonés, y el suelo, de braguitas desperdigadas. Ahí estaban los peleles trajeados que habían venido a recibirme al aeropuerto, firmando papeles y esnifando ropa íntima.

Yo estaba furioso, así que exigí hablar con el mandamás. Mi demanda les generó algún tipo de cortocircuito porque se pusieron a corretear alrededor de la mesa de reuniones, muy nerviosos, haciendo reverencias sin parar. D. O. M. O. procuraba hacer de intermediario hablando medio en japonés medio en español, gritando frases sin sentido. Hasta que se me hincharon oficialmente los cojones.

—¡TRAEDME A VUESTRO JEFE O ME VOY A CAGAR EN CRISTO!

En ese instante pararon en seco y se alinearon uno al lado del otro, firmes ante mí. Muy lentamente, se doblaron hacia delante en señal de absoluto respeto. También D.O.M.O. se calló, como si lo hubiesen desconectado, y se colocó al lado de los pequeños empresarios.

—No será necesario cagarse en ninguna figura religiosa, señor Bravo —susurró una voz detrás de mí.

Me di la vuelta, asustado.

—Me presento: soy Doraemon Fujimoto Nobi, presidente de este club. Tengo entendido que quiere hablar conmigo. Pase a mi despacho.

Y, joder, por increíble que suene, era el puto Doraemon en persona.

El que todos conocemos: gato azul, bajito, cabezón, con pelotas en lugar de manos. El dibujo de la serie que de alguna manera había cobrado vida y ahí estaba, delante de mí. De la nada. Obviamente, yo no daba crédito.

Me hizo un gesto, con esa cabeza como una pelota de pilates, indicándome que lo siguiera. Me llevó a su despacho a través de esa mítica puerta rosa que sacó de su bolsillo mágico.

Me invitó a tomar asiento en un sillón delante de su gigante escritorio. Me ofreció pastelitos de los que come en la serie. Toda la vida pensando que eran de chocolate y resulta que eran putos frijoles. Hice como que me gustaban y disimuladamente dejé a un lado el pastelito mordido. Tranquilamente, sirvió un par de whiskies con hielo en su mueble bar y con su muñón blanco me dio uno. Se encendió un cigarro y se sentó en su cómoda silla de directivo.

Ahí estaba, el jodido Doraemon, al otro lado de la mesa. Detrás de él, unas vistas impresionantes de toda Osaka. Delante, yo, que no tenía ni idea de dónde estábamos porque habíamos llegado ahí por teletransporte.

A pesar de tener cuerpo de muñeco, me infundía un enorme respeto. Me miraba muy relajado, con ojos de Buda, esperando a que yo empezara a hablar.

—Doraemon, tú... ¿te puedo tutear?

—Por supuesto.

Hablaba un castellano perfecto.

—¿Tú eres el presidente de este club?

—Sí, y de tantas otras empresas japonesas: Yamaha, Toyota, Samsung, Toshiba, Mitsubishi, Nintendo... y lidero la mayoría de los grupos de telecomunicación de este país. Se podría decir que medio Japón es mío. El otro medio es de Hello Kitty, con quien por suerte me llevo fenomenal.

—Vaya, qué sorpresa. He visto alguna vez tu serie por televisión.

—Todo el mundo lo ha hecho, lo sé. Solo con los beneficios de los Condones Doraemon ya pagamos tu sueldo, tu casa y tu coche.

—Muchas gracias.

Di un sorbo de ese glorioso whisky.

—Rafael. Tengo entendido que no estás sintiéndote muy a gusto en esta nueva familia.

—Bueno, en realidad no... Verás, yo vengo de la liga española y ahí estamos acostumbrados a entrenar duro y luego jugar para ganar.

—Ahá.

—Sé que llevo pocos días en Osaka, pero por lo que voy viendo aquí no se entrena. Lo que nos están obligando a hacer aquí no es fútbol, es más parecido a un show de parque temático. Con todos mis respetos.

—Claro, entiendo. —Respiró hondo, sacando humo de tabaco. Se acomodó—. Mira, Rafael... esto no es España, esto es Japón. Llevas toda la vida jugando por tus colores y por tu honor y eso es algo muy bonito. Pero no es la razón por la que te hemos fichado en este equipo; no te hemos fichado por buen jugador, sino porque eres un aparato a través del cual se mueven cantidades de dinero suficientemente grandes como para generar otras cantidades de dinero todavía mayores. Nuestro dinero. Lo que tú hagas entre medio nos da igual. El hecho de que te hayamos movido de un país a otro ha generado ruido, ese ruido constituye una historia, y esa historia vende cromos. Tan simple como eso. Puedes tomártelo como una especie de retiro, de jubilación, una forma suave y entretenida de dejar lo que desde pequeño eres adicto a hacer. O bien puedes torturarte pensando en el honor y la nobleza de este deporte.

—Pero... ¿y si al final no puedo dejar eso a lo que soy adicto? ¿Y si el fútbol es lo único que se me da bien?

—Entonces no tienes nada que hacer en Japón. Aquí valoramos el espectáculo absurdo. Vacío, dadaísta. Capitalista, sí. No nos importa el marcador, sino cómo brillan los números en él.

Apagó su cigarro.

—Fíjate en mi serie, por ejemplo. Cada capítulo es el mismo. Damos vueltas y más vueltas a la misma idea y hacemos como si pudiésemos cambiar algo, pero en el fondo todos sabemos que el puto Nobita volverá a cagarla una y otra vez con cualquier invento que yo le dé. Todos conocemos el final, el resultado. Pero es el invento lo que nos mantiene enganchados. Lo que varía a cada episodio. Cada invento abre un sinfín de fantasías, todas ellas egoístas y miserables, sobre qué haríamos nosotros con el aparato de turno. Es lo bonito de la tecnología, que despierta lo más asqueroso de nuestro ser. Y pensamos que nos ayuda, pero en realidad nos hace más impacientes, más viciosos, más tramposos. Como le pasa a Nobita. —Bebió un sorbo de whisky—. Nobita es la metáfora de la sociedad capitalista y el invento de esta semana eres tú.

—Pero yo no quiero ser un invento. Yo solo quiero jugar.

—Pues estás en el planeta equivocado. Vete acostumbrando, Rafael, porque Japón es solo la punta de lo que se nos viene encima a todos. El futuro es absurdo y vacío. El mundo entero ya se está convirtiendo en el tercer acto de cualquiera de los capítulos de mi serie. Y cada día que pase nos costará más verlo porque los capítulos vendrán cada vez más pegados el uno con el otro, con lo que cada vez habrá menos espacio para reflexionar. Antes de que podamos asimilar el sabor del nuevo chicle, nos estarán embutiendo siete sabores más. Cada uno más flipante que el anterior, pero con menos rato para saborearlo. El sabor ya no es lo importante, sino todo lo que se arrastre con él. Publicidad, dinero, eslóganes, diseño, imágenes, colores, formas... Pero el hecho de que estés jugando bien o mal en un equipo japonés ya no le importa a nadie.

Me quedé sin palabras, cabizbajo. Dándome cuenta de en qué me había convertido.

Doraemon se encendió otro cigarro.

—A no ser... —Echó el humo, pensativo—. A no ser que le des la vuelta a esta situación.

—¿Cómo?

—Podrías dejar de ser el invento para convertirte en inventor. En tu caso, entrenador. Volver a tu primitivo país en el que ganar todavía significa algo y empezar una nueva historia desde cero.

—Pero...

—Por tu contrato de dos temporadas con nosotros no te preocupes, podemos sustituirte por un holograma. No sería la primera vez que lo hacemos y, de hecho, los estudios de mercado demuestran que el público se divierte más con el holograma. Nadie reparará en que estás en dos lugares a la vez, no sufras por eso.

—Rafael Bravo... ¿entrenador...?

Noté cómo se me iluminaba la cara al decirlo. Doraemon me sonrió. De repente, había esperanza. Mi divorcio, Japón, el campo abombado, mi casa inteligente que no lograba encender... De repente, todo cobraba sentido. Todo eran señales para que hiciese borrón y cuenta nueva.

—Rafael Bravo, entrenador —dijo el gato sonriente—. Ese es el invento que te doy. Ahora corre a joderlo todo.

Y, gracias a los sabios consejos que me dio Doraemon, descubrí que mi destino era ser entrenador en la liga española.

Rafael Bravo: El mito

«Valiente. Luchador. Tenaz. Un hombre hecho a sí mismo. Rafael Bravo: el futbolista español. El mito.

»Huérfano de padre y madre a la tierna edad de cinco años, Bravo se crio en La Virgen de la Misericordia de las Dos Piedras, un humilde orfanato de Badajoz. Ahí se le recuerda como un niño discreto e introvertido, pero con una capacidad de concentración excepcional cuando se trataba de lo que le interesaba de veras, su verdadera pasión: el fútbol.

»Jugando contra los equipos de otros orfanatos de toda España, a Rafael le faltó tiempo para destacar. Jugador precoz, con solo nueve años ya lo ascendieron de la liga infantil a la juvenil, y en 1980 le consiguió a su equipo la victoria contra el mismísimo orfanato de San Ildefonso, campeón indiscutible en las últimas siete temporadas.

»Símbolo de prosperidad y esperanza para quienes le rodeaban, Rafael no tardó en ser descubierto por Javier Gómez, ojeador de la liga de Segunda A, que inmediatamente le facilitó su traslado a la capital para empezar a jugar en el Valdemorro Club de Fútbol.»

Así empieza el documental sobre mi vida.

Lentamente, me hundo en mi butaca aplastado por la presión de la pantalla gigante. Viendo imágenes de archivo a cámara lenta con banda sonora de Gladiator. Con fotografías en blanco y negro de cualquier otro niño al que ni siquiera me parezco.

Lo están montando para emitirlo la semana que viene en el canal de deportes de Movistar+, pero antes lo proyectan en primicia en este evento benéfico para los orfanatos de toda España.

Igual me tendrían que dejar entrenar más y no atender tantos saraos. Pero la publicista Marta Prieto insiste en que me conviene atender este tipo de mandangas. Estamos en la recta final hacia el Mundial y es preciso acabar de pulir una imagen impecable de líder, de hombre hecho a sí mismo. A mí mismo.

No es cómodo ser el centro de atención en un auditorio lleno de huerfanitos y cargos institucionales de distintos rangos, y menos para presenciar de qué manera monstruosa ha mutado una mentira que en su día tuve que contar para salir del paso.

Nunca he vivido en un orfanato. No sé ni qué aspecto debe tener uno de ellos.

Nunca le he metido ni un solo gol al equipo de fútbol de San Ildefonso. Debió de ser cualquier otro chaval apellidado Bravo y eso les valió para el documental.

Y definitivamente nunca me «trasladé» a Madrid, y mucho menos de manera «fácil».

Después de ser expulsado a balazos de Extremadura, llegué a la ciudad sin lugar donde caerme muerto, en calzoncillos y camiseta, sucio por el hollín de los camiones de la carretera, apestando a granja. Y con el sonido de las balas de la escopeta de mi padre todavía silbando en mi cabeza. Costaba andar sin mirar hacia atrás cada dos minutos.

Corrí no sé cuántos kilómetros hasta que un camión que transportaba gallinas me recogió a la salida de la autopista dirección a Madrid. Al llegar a nuestro destino, le di tanta pena al camionero que me regaló una gallina.

Llegué a la capital el amanecer de un lunes de 1985, y sin ni siquiera desayunar fui a la dirección que indicaba la carta que me había dado mi madre. La oficina de Javier Gómez, el ojeador. Hombre de negocios con una firma seria y respetable al que ahora tenía que convencer de que me fichara. Yo, un paleto de quince años recién llegado del pueblo con una gallina bajo el brazo.

El portazo que me dieron fue sonoro.

Llamaron a seguridad con solo verme. Le repetí una y otra vez quién era yo y que recibí una carta firmada por el mismo Gómez en la que me recomendaba como jugador profesional... pero no hubo manera. Imagino que la gallina cagándose por la moqueta de su despacho no ayudó.

Con las veinte mil pesetas que llevaba en la mochila me daba para alojarme en una pensión de mala muerte del barrio de Vallecas, conseguir algo de ropa decente y comprarme un balón. La gallina me la comí.

Mi único trabajo a partir de entonces fue volver cada día a la puerta de la oficina de Javier Gómez y ponerme a dar toques en medio de la calle. Malabares con el balón. No tenía nada más que hacer que intentar convencer a ese hombre de que estaba capacitado para jugar a fútbol y no se me ocurrió nada mejor.

Dejándole recordatorios en el buzón, indicándole dónde me podía encontrar. Día y noche, lloviese o pegara el sol, ahí me tenía a todas horas dando por culo con mi pelota. Solo pedía una oportunidad, rescatar algo de compasión de esa carta de la que parecía haberse olvidado.

Gómez tenía dos respuestas: ignorarme o insultarme. Ese hombrecillo con gafas y bigotillo no paraba de repetirme que me olvidara, que si de verdad me había mandado esa carta entonces se arrepentía, que ya había pasado mi oportunidad.

Así pasé varias semanas, ofreciendo virguerías y recibiendo escupitajos. Me llegué a aprender sus horarios de entrada y salida, identificando incluso los días que tenía por costumbre comer fuera.

Hasta el día que perdí la esperanza. Completamente agotado, una tarde a las 18:05 lo vi salir puntual por el portal y aproveché que el balón estaba en el aire para propinarle un cañonazo con toda mi rabia. El balón cruzó la calle y con toda su potencia le pegó en plena cara. Se lo comió. Iba con tanta fuerza que lo tumbó inconsciente en el suelo de la portería, con las gafas rotas y el conserje de la finca gritándome escandalizado. Pude ver un charco de sangre juntándose con todos los documentos que había vomitado su maletín.

Me fui de ahí corriendo y al día siguiente ya no volví.

Vino él a mí, esperándome en el portal de la pensión, con media cara vendada. Por lo menos no lo he matado, pensé.

Algo en ese balonazo debió de hacerle recapacitar, porque después de perseguirme a lo largo de varias manzanas consiguió explicarme que no quería denunciarme, sino recomendarme para un club. Que me conseguiría un puesto en el Valdemorro CF, el peor club de Tercera División, con la condición de que él se llevaría el 10 % de todo el dinero que yo generara a partir de entonces, ya fuesen trabajos conseguidos a través de él o no.

Por supuesto, hoy en día sigue comprándose coches, pisos y viajes exóticos con ese 10 %.

Y ahí lo tengo ahora, en la pantalla, ya mayor pero con el mismo ojo de cristal que adquirió tan pronto como cobró mi primer ingreso. El ojeador tuerto, hablando de mis orígenes:

—«Confié en Rafael desde el primer día, por supuesto. Viéndolo jugar en la liga infantil, no tuve ninguna duda del potencial que ese niño irradiaba, había que estar ciego para no verlo. Recuerdo el impacto que supuso descubrirlo. Así que, sin vacilar ni un momento, me lo traje a Madrid para que lo adoptaran en Valdemorro, un equipo de Segunda donde solía meter a los mejores.»

Una mierda. El Valdemorro era un club de Tercera y el peor agujero en el que he jugado. Lo que sería mi pueblo si fuese un equipo de fútbol. Situado en el lejano extrarradio de Madrid, ese club apostaba por delincuentes, balas perdidas y futuros yonquis.

Como menor de edad que era, el papeleo de mi fichaje se tenía que gestionar a través de mis padres. Como de costumbre, mi suerte no era más que un espejismo que desaparecía cuando me acercaba demasiado a ella.

—Soy huérfano.

Me salió del alma. Lo único que quería era entrar a jugar y alejarme todo lo posible de mi familia. Pensaba que sería la típica mentirijilla que sirve para agilizar una gestión, pero resulta que este tipo de mentiras hay que mantenerlas, cuidarlas y alimentarlas.

—Bueno pues, ¿quién es tu tutor legal? —preguntó el funcionario resoplando humo de tabaco—. ¿Algún orfanato al que podamos llamar?

—Soy huérfano y mi orfanato ardió en un incendio. No queda nada.

Rezongó, cansado. Echó una mirada a Javier Gómez, a mi lado, con la cuenca de un ojo llena de gasas.

—El pobre chaval vino hecho un Cristo a pedirme ayuda... —Se puso de mi parte, no había perdido un ojo en vano—. Lo he visto jugar y es bueno, créeme, te sale a cuenta. Yo me haré cargo de él, no hay problema.

Y en esa época previa a Internet en la que a los funcionarios les gustaba terminar puntuales para poder ir al bar, colar este tipo de bola era mucho más fácil y natural de lo que cualquiera pueda pensar.

No tenía casa ni nada parecido, así que durante esa primera temporada dormí en el mismo vestuario del club. No se lo dije a nadie, simplemente me esperaba a ser el último en ducharse y luego a que todos se hubiesen ido. En mi mochila lo tenía todo: mis ahorros, mi comida, mi ropa, mi uniforme para jugar, y la utilizaba como almohada para dormir en esas húmedas banquetas que olían a sudor de culo.

Recuerdo esa época como fría, húmeda y tormentosa. Pantanosa. Pero cualquier cosa era mejor que estar en Dos Piedras. Ya podía estar lloviendo a mares, chapoteando en el fango y recibiendo hostias de quinquis, que si tenía el balón en mis pies a mí ya me valía.

Lo bueno de jugar en un equipo tan malo es que era fácil destacar, y en menos de un año Javier Gómez me fue ascendiendo a equipos de Segunda, mejores, con más potencial.

Iba durmiendo en camas cada vez más cómodas al tiempo que me iba volviendo más y más huérfano.

En el auditorio, el público aplaude porque acaban de ver el primer gol que marqué ante una cámara, con diecisiete años. Ya en Segunda A, cuando jugaba en el CE Júpiter, en Barcelona, en un partido contra el Girona.

Por el rabillo del ojo puedo ver a la reina Letizia aplaudiendo sin demasiadas ganas. Sé a ciencia cierta que le caigo mal.

En el documental habla Enric Cordero, mi tercer entrenador:

—«Rafael ha sido ante todo un tío legal, siempre. Reservado, sí, pero honesto y transparente. Y eso sin duda se veía reflejado en su juego. Su estilo era tan puro y desenfadado... como si esa honestidad la pudiese transmitir al balón en una especie de conexión... casi espiritual. Establecía una relación de confianza total.»

Para cuando empecé a salir en televisión, mi falsa historia personal ya se había depurado a un nivel de detalle realmente sofisticado. Tenía las respuestas a todas las preguntas. Secas, monosilábicas, pero respuestas.

Mi principal estrategia era marcar goles. Pensaba que cuanto mejor jugara, menos preguntas me harían. Pero resulta que esto funciona al revés.

Y no entendía nada, ¿no podían dejarme jugar sin más? ¿Por qué había que indagar siempre en mi vida personal, mis orígenes, mi misteriosa infancia...? En un momento dado, empecé a pedir en las entrevistas que no me preguntaran por mi pasado... pero eso generaba todavía mayor interés.

¿Es que no puede uno aparecer y marcar goles sin tener que dar explicaciones? ¿Por qué en el fútbol todo tiene que estar relacionado con la niñez de uno? Según los periodistas, cada gol que metía tenía que establecer una conexión cada vez más fuerte con mi niño interior, con las ilusiones de un pobre huerfanito que vivió tantos años apresado en la duda de si algún día podría llegar a triunfar en la vida.

El fútbol es para hombres, punto. ¿Desde cuándo los niños han sido tan importantes en este deporte?

Por otra parte, salir en la tele haciendo lo que te gusta sin duda facilita mucho las cosas; de repente, pasas a ser alguien, alguien en quien confiar, a quien apoyar, una imagen para recortar...

... y entonces se te abren las puertas de la ansiada Primera División.

A finales de 1988 debuté en Primera, pocos días antes de cumplir los dieciocho años. En lugar de celebrarlo, me encerré en mi habitación, temeroso de que eso hiciera saltar las alarmas en mi pueblo. De que a mi padre le diese por localizarme y pegarme el tiro que no me alcanzó en su momento.

En el documental aparece un chaval que no sé quién es hablando un idioma que no entiendo.

—«Lo que Rafael Bravo significó para mi supervivencia fue fundamental —leo en los subtítulos—. No hay palabras para agradecerle la esperanza que me transmitió.»

«Poco sabía Rafael Bravo lo significativos que serían sus logros como futbolista. Su pericia con el balón no solo hizo merecer trofeos a los clubes con los que jugó, también mandó un mensaje de esperanza a personas de todo el mundo. Es el caso del joven Banan Gromova, que a principios de los años noventa tuvo que sobrevivir al conflicto albanokosovar en un orfanato.

»—“Recuerdo que, siendo niños, teníamos que soportar el sonido de los disparos en la calle. Los gritos y el horror... y yo me refugiaba en mi litera, con un pequeño transistor que conseguí en el mercado negro. Lamentablemente, no podía sintonizar demasiadas emisoras, pero había una dedicada al deporte que sí podía escuchar bien. Fue así como me aficioné al fútbol, en concreto a la liga española. Y descubrir que había un jugador tan bueno, marcando goles a equipos tan importantes, y que era huérfano como yo, que también había crecido en un orfanato... me daba mucha esperanza. Me hacía ver que había una vida mejor después de toda esa angustia, que solo tenía que ser fuerte y resistir.”

Me cago en la puta.

—«Recuerdo especialmente ese gol que marcó contra el Atlético de Madrid en la final de una Copa del Rey. En mi cabeza yo lo relacionaba con mi propia situación, y me decía: "Si Bravo pierde, yo pierdo...". Y parecía que el partido estaba perdido hasta que escuché cómo el locutor cantó bien fuerte el golazo que marcó Bravo en el último momento. Y no recuerdo momento más feliz en toda mi vida. No exagero si digo que ese gol fue lo que me ayudó a sobrevivir a la guerra.»

No, mi padre no reapareció para rematarme, aunque quizá es lo que merezco. Muchas veces me lo he imaginado viéndome por televisión, sabiendo que la mejor condena por traición es dejarme vivir en esta mentira. Poniéndome a prueba, a ver lo lejos que puedo llegar con la farsa antes de derrumbarme definitivamente.

Justo eso es lo que me pasaba por la cabeza el día de mi debut en Primera División.

Me habían fichado en el Valencia y jugábamos contra el Barcelona en el Camp Nou, nada menos. Con dieciocho años recién cumplidos que no había celebrado con nadie, como mi fichaje.

El corazón me iba a mil, y cuando nos colocaron en el pasillo de salida al campo sentí que abandonaba mi cuerpo. Pasé a ser aire, o así lo notaba. Algo parecido debe de ser cuando uno se muere y se ve penetrando en el cielo. Ya solo es el alma la que se mueve, siguiendo una recta automática hacia la luz, rodeada de otras tantas almas que igualmente están traspasando hacia el más allá. Y lo poco que queda de conexión terrenal le permite a uno sentir ilusión por haberlo conseguido... pero pánico al mismo tiempo.

Nadie comenta nada, cada uno está centrado en el latido de su propio corazón. Cada uno intentando dominar su ritmo respiratorio.

Todo se resume aquí: la ira, el miedo, la traición, la mentira, el balonazo contra Gómez... sentir que todo eso me había traído hasta ese momento de gloria inmerecida y que más me valía compensarlo.

Y cuando parecía que definitivamente me iba a desmayar, una manita se agarró a la mía devolviéndome de nuevo a la Tierra.

Era el niño con quien todos los futbolistas tenemos que salir al campo. Un niño, mi niño, que me miró sonriente y tiró de mí para andar juntos hacia la luz.

«No es el cielo —pensé—. Es real. Esto es real. El niño es real.»

Tan real como el fútbol. Eso es. En el campo no caben mentiras. No hay trucos ni efectos especiales. El sudor, las lágrimas, la sangre, las fracturas, la muerte, todo lo que uno ve en un partido de fútbol es real, está pasando, en directo. Cada jugador se habrá inventado lo que sea necesario para terminar ahí, pero los goles son de verdad. Eso no hay manera de falsearlo.

El público aplaude sonoramente porque el documental ha llegado a su fin.

Respiro hondo.

El niño es real.

Llorando en la cantina Azteca

Mis hijos: Alberto, Juan y King Kunta.

El Mundial es ya inminente, y según Marta Prieto y la doctora Angulo me he portado bien. Me he ganado un fin de semana libre, que he aprovechado para pasarlo en Port Aventura con los trillizos.

Que quede claro de entrada: yo amo a mis hijos. A los tres por igual. Aunque cada uno es de una manera distinta.

Bueno, físicamente son calcados, claro. Cuando nacieron, se me antojó como algo cómodo. Pensé que sería como tener un solo hijo pero con los gastos multiplicados por tres, lo cual nunca sería un problema para nosotros. Pensaba que serían tres enanos que irían creciendo en paralelo y que lo que era aplicable para uno lo sería para los otros. Pero resulta que no, que es un poco más complejo que eso. Resulta que el hecho de haber salido el mismo día del mismo coño no es garantía de que luego vean el mundo del mismo modo. Aunque los vistiéramos iguales, luego cada uno tenía sus mierdas personales. Yo pensaba que hasta cagaban sincronizados.

Alberto y Juan son bastante parecidos. Como a cualquier niño de catorce años, les gustan los videojuegos, el fútbol y pelearse entre ellos de vez en cuando. Tocar las pelotas como cualquier adolescente normal. Todavía los confundo a veces. Pero me entiendo muy bien con ellos.

King Kunta es otra cosa.

Es obvio que su nombre mismo ya marca cierta diferencia. Ángeles y yo pensamos que sería guay ponerle un nombre exótico a uno de ellos, no se nos ocurrió que eso era para toda la vida. ¡Muchos futbolistas lo hacen, no es tan raro! No imaginábamos que ese detalle afectaría tanto.

No es un adolescente problemático, no. Más bien lo contrario. Es un niño... no sé, ¿sabio? Es sabio, pero de una manera que infunde cierto temor. Como un cura, o un telépata. Personalmente, reconozco que me incomoda quedarme a solas con él.

Siempre ha sido un chaval muy discreto y nunca se ha interesado por ningún deporte. Por otra parte, le encanta leer, ver la tele y buscar cosas en Internet. Es todo lo contrario a lo que yo era a su edad, así que con él siempre estoy desorientado.

En su corta vida ya ha dicho y hecho un montón de cosas que todavía hoy no entiendo. Estamos acostumbrados a que sus profesores nos llamen a menudo para hablar.

Por ejemplo, en tercero de primaria su redacción sobre qué había hecho ese verano se tituló «Crecer en la era Rajoy: impacto del "entretenimiento fast-food˝ de YouTube en tiempos de recuperación socioeconómica». Era un ensayo de treinta páginas en el que teorizaba y citaba a distintos autores, periodistas y filósofos contemporáneos. Incluía bibliografía.

O más adelante, cuando entregó un trabajo de Sociales sobre sus series favoritas titulado: «Pocoyó y el salvaje vacío de significado de principios de milenio, ¿peligro o trampolín hacia una nueva mutación del lenguaje?». La profesora nos explicó que, en principio, el trabajo era correcto (no había faltas de ortografía y las ideas estaban ordenadas con claridad), pero que era demasiado avanzado incluso para ella, doctorada en Magisterio.

De estos hemos visto muchísimos: «Sistemas de recompensa en la industria alimentaria para infantes: evolución del Happy Meal a lo largo del siglo XX», «Fidget Spinner: propaganda occidental con beneficios económicos exclusivamente orientales, el arma global definitiva», «Monster High y las consecuencias morales de la inmortalidad en el entorno estudiantil»...

Aun sin entender nada, siempre he presupuesto que todo este trabajo mental debe de ser algo bueno. Lo que Juan y Alberto invierten en entrenos, King Kunta lo ha ido invirtiendo en libros y vídeos de conferencias en Internet. A veces lo he espiado mientras está ahí encerrado en su habitación y me da un poco de miedo. Serio, recto, con la mirada clavada en el libro de turno. De repente, me mira, me sonríe y yo echo a andar pegándome una hostia contra alguna mesa del pasillo.

Los niños de su edad son muy cabrones y obviamente se han metido mucho con él. Le han hecho «el bulín». Muchos se han burlado de su nombre, otros se han metido con él porque sus padres eran de otros equipos que no eran el mío, otros le han jodido simplemente por ser distinto.

Aunque siempre me ha sorprendido lo bien que lo ha llevado. Una vez me dijo: «La gente tiende a ponerse nerviosa con lo que no entiende, se bloquean», lo cual me dio más miedo todavía porque era exactamente lo que yo sentía hacia él.

Lo tenía todo aparentemente controlado hasta hace dos años, cuando recibimos una llamada de su escuela, el colegio privado Liceo Europeo, para alertarnos de que los otros niños habían pasado a las agresiones físicas, que lo habían zurrado bien. Lo habían acorralado en los vestuarios de natación y le habían pegado una paliza que lo había dejado inconsciente. El personal de mantenimiento se lo había encontrado colgado como un muñeco con el bañador agarrado al trampolín de la piscina.

El director del colegio nos explicó que lo normal en estos casos es que el niño lleve ya un tiempo sufriendo abusos de este tipo y que no diga nada por miedo. Es habitual que a los abusones en un momento dado se les vaya de las manos y hagan algo demasiado vistoso como para ocultarlo, como era el caso. Estaban haciendo todo lo necesario para encontrar a los chavales que le habían hecho esto, pero era complicado. Lo peor era que King Kunta no quería delatarlos. El director nos explicó que siempre pasaba lo mismo; el niño está atemorizado de chivarse y deja que los abusones mantengan su tiranía.

Su madre y yo estuvimos insistiéndole, incluso regañándole, para que nos dijera quiénes coño eran esos cabrones, y él solo nos dijo que eran cuatro niños, nada más. Pero que lo tenía controlado, que no nos preocupásemos. Con el labio partido y chicles pegados en el pelo, nos pedía calma. Nosotros intentábamos dejarle claro que no era una de esas situaciones que no entendemos pero que podemos hacer como si no pasara nada, que esto era grave. Él, saliendo del médico con muletas y tosiendo por culpa de un par de costillas rotas, nos aseguraba que lo tenía todo controlado. Con escupitajos en el uniforme y pelos de polla en su estuche, nos decía que solo necesitaba algo de tiempo.

Fue una época bastante jodida. Ese drama nos venía grande. Entre los informativos nocturnos de mi ex por una parte y mis entrenamientos, partidos y viajes por otra, la verdad es que no éramos los padres más presentes que pudiese tener un niño. Éramos padres divorciados que él solo veía juntos cuando había problemas, imagino que eso debe de ser confuso.

En el colegio no podían hacer nada si el niño no decía quiénes eran sus agresores.

Tres meses después, volvieron a llamar. Me temía lo peor, pero rápidamente me dijeron que King Kunta estaba bien.

Pero que lo de esta vez era bastante más complejo que una simple paliza.

Fuimos en el mismo coche Ángeles y yo, recuerdo que ese día llovía a lo bestia. El colegio estaba vacío a pesar de ser un lunes por la tarde. El director de la escuela nos guio hasta un aula, y en la puerta estaba King Kunta con un señor. No nos dijeron nada. Se quedaron fuera y a nosotros nos metieron ahí dentro con otras cuatro parejas. Padres de otros niños, sentados en pupitres que formaban un círculo.

Yo no entendía nada, pero el ambiente era claramente tenso. Las mujeres, recién salidas de la peluquería, protegidas tras sus abrigos de piel de visón, nos miraban con asco. Los hombres, visiblemente de mal humor, negaban con la cabeza mirando sus móviles o simplemente al suelo. Pensé que debían ser de equipos contrarios al que yo entrenaba.

El director, junto con el psicólogo del colegio, nos puso al día:

—Buenas tardes. No sabemos muy bien cómo exponer lo sucedido hoy, nunca antes nos habíamos encontrado con otro caso ni remotamente parecido... Como bien saben ustedes —refiriéndose a nosotros—, tres meses atrás el alumno King Kunta Bravo sufrió una terrible agresión por parte de cuatro compañeros de clase y se negó a delatarlos.

Manoseaba nervioso un cuaderno de tapa plastificada mientras nos hablaba.

—Hoy King Kunta ha delatado a sus agresores. Son cuatro compañeros de su clase, los hijos de estos cuatro matrimonios aquí presentes —refiriéndose a las parejas que había delante de nosotros—. Los ha delatado después de repartir (que sepamos) seiscientas copias de estos dosieres impresos por él mismo.

Alzó la mano para enseñarnos lo que parecía un trabajo de clase encuadernado con canuto de espiral y tapa transparente.

—Por lo visto, ha venido al colegio una hora antes que el resto del alumnado y ha dejado copias en todos los pupitres, taquillas y buzones de la escuela. Sabemos que ha sido él porque los ha firmado y él mismo nos lo ha explicado muy amablemente cuando le hemos preguntado. Nuestro bedel, junto con otros profesores, están intentando recopilar todas las copias que encuentren para su consiguiente exterminación, puesto que infringe múltiples normativas de esta escuela.

El psicólogo hojeaba su copia atentamente. Las otras parejas tenían sus copias encima de sus pupitres, pero no las tocaban. Los únicos que no teníamos éramos Ángeles y yo.

—La excepcionalidad del asunto nos ha obligado a cancelar las clases de hoy para poder controlar la situación lo mejor posible. Nos hemos encargado de revisar las mochilas de todos los alumnos de la escuela, una por una. Los únicos niños que no han sido mandados a casa han sido King Kunta Bravo, ahora mismo junto al bedel en el pasillo —lo podía ver sonriéndome a través de la ventanilla de la puerta— y los cuatro niños que le agredieron, que están haciendo deberes en el aula de estudios con otro profesor. Ellos son —se acercó a un pósit que tenía en la mesa—: Gonzalo Roura, Martín Caballero, Alberto Salamanca y Álvaro Gutiérrez.

Levantó la vista hacia las otras parejas.

Uno de los hombres refunfuñaba impaciente, cagándose en todo. Yo no me estaba enterando de nada.

—Pero y ellos ¿qué tienen que ver con el dosier que se supone que ha impreso mi hijo? —preguntó por fin mi exmujer—. ¿Qué pasa con ese dosier y por qué tanta ceremonia?

—Este dosier, señora Torero, es una recopilación de conversaciones privadas realizadas en distintas redes sociales a lo largo de estos últimos tres meses entre su hijo y las madres de los niños que lo agredieron, aquí presentes.

Miradas de claro desprecio hacia nosotros. Trueno.

—¿Cómo...?

—King Kunta se creó un perfil falso de Facebook e Instagram —continuó el director— bajo el pseudónimo de Armando Christian Pérez.

Vi como una de las madres bajaba la mirada, tapándose la cara.

—El niño alimentó estos perfiles con datos, aficiones, fotografías, amistades aleatorias... y posteriormente agregó a estas señoras como contactos. Lo siguiente fue abrirles conversación privada una por una, excepto en el caso de la señora Ramírez, que fue ella quien le abrió a él. Anticipándose a lo que presumiblemente también habría pasado.

La mujer con la cara tapada se hundió todavía más en su pupitre. A su lado, su marido murmuró algo como: «Joder, Merche, me cago en...».

En ese momento, el psicólogo tomó la palabra.

—El asunto, señores Bravo y Torero, y para no andarnos más por las ramas, es que su hijo se ha pasado los últimos tres meses seduciendo virtualmente a estas cuatro mujeres, madres de sus compañeros.

—¿Qué coño...? —dijo mi exmujer.

Yo estaba pensando lo mismo.

—Está todo aquí. En el primer mes se interesó discretamente por sus problemas y preocupaciones, ejerciendo de confesor, conociéndose a fondo. El segundo mes lo dedicó a apreciar sus novedades, alabando y dándole like a la mayoría de sus publicaciones. A finales de ese mes, rompió el hielo de la seducción, pasando al tercer mes, organizando citas con un objetivo, digamos, exclusivamente sexual. Manteniendo conversaciones... digamos, subidas de tono. Lo que se conoce como sexting, al que las madres respondían positivamente.

Miré afuera del aula y ahí estaba mi hijo, de doce años, siguiendo una mosca con la mirada.

—¿Y no puede ser que el niño haya falsificado estas conversaciones? Estas cosas son fáciles de hacer hoy en día, ¿no? —pregunté.

—La identidad de todas ellas está confirmada por fotografías de contenido explícito en las que les podemos ver claramente sus caras. —Echó una rápida mirada a las madres—. El alter ego de su hijo las convenció para que le mandaran todo tipo de selfies íntimos, mostrando sus cuerpos desnudos. Fotografías eróticas. Y, de hecho, es interesante, en la última etapa ellas han mostrado un patrón común según el cual mandaban fotografías de sus genitales de manera compulsiva, solo para abrir conversación o simplemente porque estaban pensando en él. Fotos tomadas primero en sus hogares, pero, según ganaban confianza, también en sus puestos de trabajo, supermercados, espacios públicos, en la iglesia...

—José María, por favor... —interrumpió el director, haciéndole un gesto para recordarle que las mujeres estaban ahí presentes.

—Ah, disculpen... Lo que quiero decir es que su hijo fue capaz de manipular a estas mujeres a su antojo y sin compartir siquiera una foto suya. Hemos revisado a fondo sus falsos perfiles y no existe material gráfico alguno que indique quién se supone que es este tal Armando Christian Pérez. No tiene cara. Solamente tiene publicadas fotografías de paisajes exóticos, selvas, carreteras desérticas, cascadas tropicales... lo cual me lleva a pensar que el niño hizo una selección muy cuidada de «escenarios de fuga» que evocaran una especie de huida, de ruptura con la rutina. Como un hipnotizador con su reloj.

—Hostia puta —me salió del alma.

—Hemos estado hablando con su hijo (que, por cierto, ha sido muy colaborativo y ha respondido encantado todas nuestras dudas) y nos ha explicado que durante todo este tiempo ha estado haciendo una investigación en paralelo sobre las novelas, películas y series favoritas de estas mujeres, según sus perfiles en Internet. Y de ahí ha sacado la mayor parte de la inspiración necesaria para interactuar con ellas.

—¿Y ninguna de ellas buscó a ese tal Armando Christian Pérez en Google para saber con quién estaba hablando? —preguntó Ángeles, periodista.

—A eso también puedo responderle a través de lo que he hablado con su hijo. Armando Christian Pérez resulta que es el nombre real del cantante latino Pitbull y, efectivamente, con una rápida búsqueda en Google hubiesen dado inmediatamente con ese dato, que probablemente habría desenmascarado el perfil falso. Pero no, no lo hicieron. Según el niño, era una especie de pista que les había dejado a modo de solución a este, digamos, «juego».

—¡ME CAGO EN LA PUTA! —uno de los maridos estalló pegando una hostia contra su pupitre.

—El dosier termina —prosiguió el psicólogo— con una foto de grupo de las cuatro madres en el mismo bar, el pasado sábado, donde fueron citadas por el misterioso hombre a fin de consumar todas las fantasías sexuales previamente apalabradas en los chats. En dicho bar imaginamos que las cuatro mujeres se reconocieron, hablaron y concluyeron que habían sido víctimas de algún tipo de broma. La foto es un selfie del propio King Kunta con las cuatro madres de fondo, ajenas a la fotografía.

Alzó el dosier abierto por esa página y ahí estaba mi hijo en primer plano, con su seriedad habitual, con esas cuatro mujeres de fondo, juntas en una mesa del bar, vestidas de noche.

—Ya está bien —intervino uno de los padres—. Soy abogado y pienso llevar a juicio este caso de salvaje violación de la intimidad. Es completamente ilegal distribuir conversaciones o correspondencia privada. Eso sin contar con el daño psicológico infligido a estas mujeres aquí presentes, por no hablar de nuestros hijos, y al honor de todos nosotros.

—Tiene razón, señor Salamanca. —El director volvió de nuevo a coger el mando de la situación—. Todavía estamos estudiando las implicaciones legales de todo este desagradable asunto, y es cierto que puede que tenga entre sus manos un caso denunciable. PERO: me veo obligado a advertirle de que el propio niño lo ha tenido en cuenta también y, según lo que nos ha explicado, se ha informado a fondo sobre los límites legales de cada uno de los pasos que ha dado en todo momento. Por otra parte, tenemos un factor imposible de ignorar: el hecho de que... técnicamente... estas señoras han estado todo este tiempo manteniendo conversaciones de carácter sexual con un... menor de edad.

El abogado se quedó visiblemente en blanco mientras el director lo miraba, alzando las cejas en expresión de disculpa.

La lluvia sonaba de fondo. En ese momento, noté unas cosquillitas de orgullo en los huevos.

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