Bravo

Bravo


Portadilla

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Yo llevaba dos años y pico jugando en Primera División, me habían convertido en la imagen publicitaria de Cola Cao y me acababa de mudar a mi chalé en Aravaca. Tenía todo lo que un chaval de veintiún años podía pedir, a pesar de que esa temporada la había terminado lesionado; un mal giro en un partido contra el Málaga me había destrozado los ligamentos de la rodilla izquierda.

En ese momento estaba en la última fase de recuperación, así que pasaba la mayor parte del tiempo en casa mirando la tele y corriendo en la elíptica. Nadando en mi piscina y jugando al FIFA. Me escogía a mí mismo de jugador o jugaba en mi contra.

Me gustaba hacer todas estas cosas, pero hacerlas en bucle al final era aburridísimo. Las únicas personas que veía eran la señora que limpiaba, el jardinero y el limpiacristales. No hablaba con ninguno de ellos.

Hasta que un día, viendo un concurso de parejas en la tele, se me ocurrió irme de viaje. En el programa participaban chicos por una parte y chicas por otra, y el objetivo era descubrir quiénes harían mejor pareja. Y la pareja ganadora se iba de viaje a un

resort de Playa Bávaro, en la República Dominicana.

De repente, me apeteció mucho ese premio y, ya que me sobraba la pasta, pensé que me lo podía dar a mí mismo, saltándome el paso de participar en ese concurso. El dinero está para saltarse pasos.

Y dicho y hecho, me planté en la República Dominicana, en ese

resort que tan divertido parecía en la tele. El

pack que me pillé traía dos pulseritas de «todo incluido», una habitación doble y una cena romántica en el restaurante del Capitán Kook.

Pasé unos días dando vueltas por ahí en bañador antes de darme cuenta de que eso era igual de aburrido que estar en casa. Iba a la playa, al zoo, al gimnasio, de bares, al zoo otra vez, al museo de cera, al zoo... Nunca se me ha dado bien viajar solo y por alguna razón eso confluía casi siempre en el zoo. Ir al zoo me tranquilizaba, me hacía sentir acompañado.

No se me había ocurrido que, en el concurso, la gracia del premio era disfrutarlo en pareja, y ahí estaba, viendo los mismos monos enjaulados cada día... hasta el punto de que parecía que eran ellos quienes me observaban a mí.

Ver como los animales del zoo podían follar entre ellos y yo no terminó poniéndome de mal humor, así que una noche salí a ligar.

Me acicalé un poco, me puse mis zapatos de salir y me fui al Cage Club, la discoteca del

resort. No podía hacer demasiado con mi imagen porque toda la ropa que había cogido para ese viaje eran un bañador rojo y un polo verde, y así llevaba ya casi quince días vestido. Como ya he dicho, viajar solo no es mi fuerte.

Ya en la discoteca, tardé un rato en darme cuenta que estando fuera de España nadie me reconocería, lo cual hacía mucho más cuesta arriba lo de ligar.

Mi técnica se había basado siempre en pedir una copa en la barra, escoger un punto concreto de la discoteca y quedarme quieto mirándolo fijo mientras bebía lentamente. Por lo general, para el segundo o tercer trago ya se había acercado alguna chica a hablar. Le invitaba a algo y el 100 % de las veces terminábamos follando.

Pero ese no era mi lugar, llevaba ya tres copas y más de una hora mirando al mismo punto. Era una columna en medio del local.

Nunca había pasado tanto rato mirando una columna. Nunca había pasado tanto rato mirando fijamente nada, la verdad. Pero había que persistir. Pensé que debía ser proporcional: cuanto más lejos de casa, más rato mirando la columna.

Hasta que al cuarto ron con Coca-Cola se me empezó a ir ligeramente la cabeza. Poco a poco, fui dejando de ver el mundo fuera de esa columna.

Era una columna cuadrada de color morado, de terciopelo y con una barrita metálica en medio para apoyar vasos de tubo. Bastante manchada de la mitad hacia abajo. Cuando quise darme cuenta, a su alrededor todo estaba desenfocado; solo veía colores, luces intermitentes, ruido lejano... y la columna increíblemente bien definida ahí en medio. Mi cerebro había ido bajando el volumen de la música casi a cero, solo se oía un murmullo.

De repente, estábamos solos la columna y yo en medio de un universo negro, vacío. Es raro de explicar, pero sentí que ella también me miraba a mí.

—Hola, Rafa.

La columna me hablaba.

—Hola, columna —le respondí, educado.

Ella tenía una voz suave de mujer.

—¿Qué haces aquí?

—Pues a ver si follo.

—No me has entendido.

—¿Entonces?

—¿Qué haces aquí, en el universo? ¿Cuál es tu cometido en esta vida? Cada día, cuando despiertas y ves el sol de la mañana, ¿tienes objetivos? Y cuando por la noche observas la luna antes de ir a dormir... ¿has aprendido algo nuevo?

—Coño, pues a ver, que yo recuerde...

—¿Has AMADO, Rafa? ¿Has dado AMOR? —De repente, su tono era un poco agresivo.

—He estado con muchas mujeres... Vienen y van. Muchas eran prostitutas, si te soy sincero. Pero en el fútbol es mucho más normal de lo que la gente puede pensar...

—¡¿HAS HECHO ALGO VERDADERO EN TU VIDA, RAFAEL BRAVO?!

En ese momento, un estruendo me devolvió a la realidad.

Golpes, gritos, cristales rotos. Sonaba como si un grupo de monos locos hubiese invadido la discoteca con intención de destruirla. Estábamos todos en peligro. ¡Esos putos chimpancés de los que tanto me había burlado estos días ahora venían buscando venganza!

Ya estaba detrás de la barra y me había hecho con un cuchillo de sierra para defenderme cuando me di cuenta de que no era más que un grupo de tías. Llevaban pollas en la cabeza, era una despedida de soltera. Respiré tranquilo, me reí y decidí que nunca más me quedaría mirando una columna fijamente. ¡La mente nos puede jugar malas pasadas!

Esas mujeres estaban armando un escándalo terrible, sonaban como hienas felices de estar en llamas. Era imposible ignorarlas. Acosaban a quien fuese que se les pusiera a tiro, y si se apartaba le gritaban «¡maricón!».

Insultaban, escupían, reían. Eran españolas.

Todo ese jaleo me hizo sentir como en casa, así que me acerqué a ver si me absorbía ese agujero negro de pollas de peluche.

Una vez en su radar, no necesité presentarme porque una de ellas me reconoció. Les dije que sí, que era el futbolista de la tele y se desató el infierno.

«¡SALES EN LA TELE!» «¡NOSOTRAS SOMOS DE CÁDIZ!» «¿CONOCES A ANA OBREGÓN?» «¡HUELE A MONO!»

Intentaba responderles a todo, pero era imposible, ellas mismas se cambiaban de tema sin parar. Estaban extremadamente excitadas. Aullaban. Una de ellas estampó su copa contra su propia cabeza de pura alegría. Se movían tan rápido y gesticulaban tanto que se me hacía imposible contar cuántas eran. Recuerdo entre cuatro y cincuenta, aproximadamente. Pude contar siete pezones al aire, eso seguro.

Antes de darme cuenta, ya me estaban llevando en volandas hacia su habitación, como un explorador capturado por una tribu africana. Una tribu de amazonas de la selva que vuelven a su guarida con la presa: un hombre que huele a mono. Por lo visto, estaban en la

suite presidencial de mi mismo hotel, en el séptimo piso. En la recepción del

hall debían de estar acostumbrados a ver este tipo de comportamiento, porque nos dieron las buenas noches de manera cordial a pesar de lo salvaje de la situación.

Una vez en la

suite, lo recuerdo todo borroso y acelerado: bailamos, bebimos mil chupitos, lanzamos cosas por la ventana, jugamos al Uno...

La habitación era bastante grande, como cinco habitaciones normales juntas, y de tanta gente que éramos no podía ver dónde acababa. Todo lo que veía era humo, zapatos tirados por el suelo, pollas sobre frentes sudadas, rímel corrido. Yo tenía edad para hacer burradas y estaba bastante en forma, pero el ritmo de esas cachondas era demasiado hasta para mí. Una de ellas saltó de la ventana a la piscina y se abrió la cabeza contra el suelo, pero consiguió rodar como una croqueta hasta la piscina. Técnicamente, lo consiguió.

Yo andaba dando tumbos por ahí hasta que me convencieron de hacerle un baile sexi a la novia de quien estaban celebrando la despedida.

Así fue como conocí a Ángeles, mi futura exmujer.

Echada en una cama enorme, toda ella era morena como una pantera... y juraría que incluso tenía los ojos amarillos con la pupila en forma de raya, como un felino. Más adelante, con los años, he podido ver que no es así, que ella tiene los ojos verdes, pero juro que esa noche tenía los ojos amarillos. Muy intensa.

Me dispuse a bailar para ella, pero apenas empecé a moverme vi cómo todos sus músculos se tensaban, cómo de sus dedos iban saliendo unas uñas blancas cada vez más largas y afiladas. Sus pupilas eran una línea cada vez más fina que penetraban en mí como si no hubiese nada más en el mundo.

Le ofrecí todo lo que sé de baile, que es mover un poco la cadera y balancear los brazos con los dedos índices apuntando hacia arriba, siguiendo el ritmo y chasqueando los dedos de vez en cuando. La situación estaba pasando de divertida a escalofriante. Empecé a sudar frío.

Las demás gritaban encantadas alrededor de nosotros, pero Ángeles no parecía amansarse. Se tensaba más y más, y su pelazo de león parecía cada vez más extenso.

Ignoro si eso pasó de verdad o fue una consecuencia de las drogas que me dieron, pero en mi recuerdo Ángeles se convirtió realmente en una pantera. He tratado con algunos domadores de circo en mi vida y por lo que he aprendido de ellos puedo decir sin lugar a duda que eso no era una persona: era una bestia a punto de atacar.

Mis piernas empezaron a temblar y cada vez me costaba más disimular mis ganas de llorar. Muchas de sus amigas seguían gritando que esa estaba siendo la mejor noche de sus vidas.

Entendí que no estaba en una despedida de soltera, sino en un ritual satánico caribeño y que yo era un sacrificio humano para los demonios. La paranoia se apoderó de mí. Todos: el personal del hotel, de la discoteca, los monos del zoo... estaban compinchados para matarme.

Empecé a buscar de reojo la salida más cercana, imposible de identificar en medio de ese tornado de fieras. Como un portero ante un penalti, Ángeles se dio cuenta de que desviaba un segundo la mirada y de repente se incorporó con pies y manos en el borde de la cama, como una gárgola. Sin perder contacto visual conmigo, presionó todo su cuerpo contra el colchón, agujereando las sábanas con sus uñas.

Claramente, estaba cogiendo impulso para saltar y arrancarme la cara.

Cerré los ojos y todas estallaron en un griterío incomprensible.

Por un segundo, se me apareció esa columna de la discoteca, como un fogonazo, y lo siguiente que vi fue a Ángeles saltándome encima con la fuerza de un jaguar, apresándome y propulsándonos a través de la habitación para estrellarnos contra el televisor enorme que teníamos detrás, que se destruyó clavando todos sus cristales en mi espalda.

Me arrancó la ropa a zarpazos. Caímos sobre la moqueta, era imposible mantener el equilibrio. Me despedí de la rodilla que se me estaba curando. Tres meses de recuperación echados a perder en un instante con esta fiera. Frotándose contra mí destrozó la ropa que cubría nuestros genitales (lo juro, chamuscó la ropa por fricción en cuestión de segundos) y su vagina agarró mi pene como una planta carnívora atrapa su presa. Estaba follándome.

Sus amigas aplaudían y coreaban su nombre.

No veía nada, no entendía nada. Todo daba vueltas a toda velocidad. Estábamos en un coche cayendo por un acantilado y yo era el muñeco con el que se prueba la seguridad del automóvil, un peso muerto rebotando contra todas las paredes. Me zarandeaba por la habitación sin despegarse de mí, rompiéndolo todo como si su vagina fuese una mano empuñando un martillo y ese martillo fuese mi cuerpo entero.

En menos de un minuto estábamos rebozándonos entre cristales y astillas y notaba cómo empezábamos a derribar a otras personas. Oía gritos y huesos partiéndose. Olía a sangre y a goma quemada.

Y, a todo esto, yo no podía apartar la mirada de los ojos de esa pantera que no paraba de rugir. Detrás de ella solo veía destrucción, paredes salpicadas de sangre, caras desencajadas por el horror... hasta que me quedé inconsciente.

Al despertar, ya era de día.

Me encontré solo en medio de esa habitación enorme de la que únicamente quedaban cables pelados colgando de alguna pared, trozos de madera sueltos, manchas de muchos colores, colillas, cristales y un cubo de basura rebosante en un rincón.

Oí un grifo en el baño y, como la puerta estaba abierta (bueno, no había puerta, solo quedaba el hueco de lo que había sido una puerta), vi que ahí estaba Ángeles aseando su poderoso coño en el bidé. Aunque me fijé en que el grifo indicaba que estaba utilizando agua fría, del bidé salía un vapor que estaba empañando todo el lavabo.

Fue entonces cuando nos presentamos formalmente.

Me contó que trabajaba presentando el Telecupón mientras terminaba la carrera de periodismo. Se suponía que se iba a casar la semana siguiente con un compañero de clase, aunque hacía tiempo que sabía que quería romper con él. Pero le apetecía mucho hacer esa despedida. Esa noche había llegado al clímax que tanto buscaba, que con su novio era imposible ni planteárselo; por lo visto, era un pobre chaval con gafas al que le gustaba mucho leer y ver películas. Necesitaba a un hombre de verdad. Ya no le iba el rollo intelectual, me dijo.

Todo lo que yo le pude responder fue que no sabía lo que era un «inter-Héctor Al», pero que yo era español, por si le servía de algo.

Algo debían tener esas palabras, porque en ese instante ella se levantó con el coño todavía humeante y me estampó un morreo impresionante bajo el sol dominicano.

No sabía si era por todas las lesiones internas, por la resaca o si era una consecuencia normal de haber sido violado durante horas mientras yacía inconsciente..., pero empecé a notar un mareo extraño, muy agradable, que interpreté como amor.

La agarré por la cintura y le dije que la haría

cabalgar con los delfines.

Y no era una forma bonita de hablar; si tienes suficiente dinero, hay una empresa en República Dominicana que te permite literalmente montar delfines como si fueran caballos.

Así que, para celebrar nuestro nuevo amor, cabalgamos con los delfines, disparamos unos

bazookas, esculpimos nuestros genitales en hielo, estrellamos un 4×4 contra una juguetería y salimos a bailar. ¡Estábamos enamorados y queríamos que el mundo lo supiera! ¡Éramos libres!

Reímos, lloramos y aullamos a la luz de la luna.

Prendimos fuego a la

suite presidencial como ritual sagrado hacia el lugar donde habíamos consumado por primera vez nuestro amor y nos volvimos a España. Es cierto que ese incendio se extendió a cuatro habitaciones más y causó numerosos heridos, pero ¡oye!, mi amor por Ángeles era así de expansivo, si te pillaba cerca igual te reventaba.

Dos meses después, nos casamos en Toledo. Me encargué personalmente de que arrancaran la columna morada de aquella discoteca, de que volara en preferente y pudiese atender a mi boda como invitada de honor. La senté con mi familia y fue ella quien consiguió el ramo de la novia.

¡Así es el amor verdadero!

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—¿Estás familiarizado con la figura freudiana de

matar al padre, Rafael?

Esta mañana he tenido una sesión más larga de lo habitual con la doctora Angulo. En lugar de escribir, hemos hablado. Me ha hecho unas preguntas raras de la hostia.

—¿Matar al padre de quién?

—El de uno mismo.

—Pero yo soy huérfano.

—Correcto. Pero en ningún momento estoy hablando de matar a nadie literalmente. Es solo una figura metafórica con la que entender cosas más profundas.

—¿Más profundo que matar a alguien?

—Olvida lo de matar. De lo que te estoy hablando es de cortar con todos los vínculos de dependencia o admiración que nos encadenan a nuestros progenitores. Asumir la madurez en uno. El proceso en el que uno pasa de ser un niño a ser un hombre.

—Yo soy un hombre, de eso no hay duda.

Esta es mi primera semana de entrenamientos con la Selección. Ando un poco disperso y lo último que necesito es una loquera haciéndome dudar de mi masculinidad.

Ya conozco a algunos de los jugadores, pero la mayoría son nuevos para mí. A eso hay que sumarle el poquísimo margen de tiempo que tenemos para definirnos como equipo. No es una buena semana para ponerse a hablar del padre de quien sea y menos para planear su asesinato.

—Rafael, eres un hombre. Eso lo tenemos claro.

—Sí.

—Pero esto no va de tu masculinidad. La muerte del padre en la psicología de un futbolista es un punto importantísimo. A veces es sencillo, pero muchas otras es... bastante delicado. Y siendo tú, además, huérfano, el cuadro puede ser mucho más complejo. Puede que sea el origen de toda tu ansiedad. O puede, también, que no sea nada. Por eso necesitamos hablarlo.

—Entiendo —respondo sin entender nada.

—Muy bien. Entonces, teniendo clara tu condición de huérfano, ¿en algún momento de tu vida has sentido que

abandonabas a tu padre? Y por «padre» me refiero a cualquier figura paterna; ya puede ser un hermano mayor, un entrenador o incluso un lugar, como por ejemplo tu pueblo natal.

Es verdad que, como entrenador, siempre me he hecho la película de que soy el padre de todos los chavales del equipo. Más que con mis propios hijos.

Son chavales jóvenes y por lo general están atrapados en una ciudad que no es la suya, así que es natural que a ellos también les surja el instinto de verme como una figura paterna. Esto no es un trabajo de oficina en el que tu jefe es un cateto cualquiera al que dejas de ver al terminar la jornada. Esto es más parecido a un pelotón en plena guerra, de hecho. Nos entrenamos, viajamos, peleamos y dormimos juntos. Siempre juntos, como soldados. Nuestro país nos ha escogido para defenderlo ante el ataque de otros. Somos defensores, somos conquistadores.

Algunos estudios demuestran que, si no fuese por la ira desfogada en el fútbol, cada semana tendríamos una guerra civil.

—La psicología del jugador suele hacer el mismo proceso en la mayoría de casos. Es un proceso de maduración lógica —me cuenta la doctora—. En él podemos identificar estas cinco fases.

Me enseña una pizarrita con cinco puntos, cada uno ilustrado por un simpático dibujillo. Me gustan los dibujillos, por fin algo que entiendo. La doctora me los señala con un bolígrafo:

 

LUCHA

ILUSIÓN

SUBIDÓN

DISFRUTE

ACEPTACIÓN / MADUREZ

 

—Según dónde se encuentre el sujeto en su trayectoria futbolística, podemos encajarlo en una de ellas.

—¿Cuál es la mía?

—Tú ya no eres jugador, Rafael. Tú eres entrenador. Lo lógico es que tú ya hayas superado esas cinco fases.

—Esto debe de ser algo nuevo que han puesto hace poco, como el VAR, ¿no? No recuerdo nada parecido cuando yo jugaba.

—Es solo una forma de entender un proceso interior que ha existido desde siempre. Una evolución personal. Nada que ver con ninguna competición. Incluso se podría aplicar a otros oficios.

—¿Es algo así como los cinturones de yudo, que según te vas haciendo mejor van cambiando de color?

—No. Bueno... pongamos que sí. Es como los cinturones de yudo... pero en la mente.

—Ostras.

—Primero está la Lucha, que se suele relacionar con la adolescencia, incluso con la niñez. Durante ese periodo, el futbolista está luchando para, precisamente, convertirse en futbolista. Necesita diferenciar el terreno del

patio de colegio del del campo de fútbol profesional. El deporte es una pasión que le rebosa, y ni siquiera él mismo lo sabe. Para él, para

el niño, eso es la vida normal sin más. No reflexiona, solo reacciona.

—Lucha.

—Exacto. Y en esa lucha necesita un montón de fe. Es lo único que tiene, la fe en que si lucha con la fuerza suficiente algún día será llamado al Olimpo del fútbol profesional, un día se convertirá en uno de los elegidos... hasta que alguien se fija en él.

—¿El padre?

—No exactamente. Quien se fija en él,

el descubridor, suele ser alguien externo a su círculo familiar y cercano al entorno profesional. Lo anima a abandonar el nido. Lo anima a

dar la espalda al padre.

—¡Ahá!

—Esta transición es fundamental que se lleve a cabo de forma amable. De lo contrario, su crecimiento mental como jugador puede verse afectado negativamente. Si se hace mal, puede haber trauma.

Me da la impresión de que, por lo general, los jugadores de la Selección mantienen buena relación con sus padres.

Algunos se pasean en los descansos hablando con ellos por el móvil, otros quedan para invitarlos a cenar. Todos tienen detalles con ellos; les regalan coches nuevos, viajes increíbles, casas más grandes... Son hijos de gente corriente, chavales educados en un entorno obrero, sencillo, que de repente se ven con varios millones de euros entre las manos. Imagino que es normal que tengan gestos de agradecimiento hacia quienes hasta hace nada les estaban llevando al entreno extraescolar. Hacia quienes les lavaban la ropa o les compraban videojuegos.

Por norma general, los padres responden mandando comestibles. Reciben un Mercedes y ellos responden con un buen vino del Eroski. Un viaje a Nueva Zelanda a cambio de galletas del pueblo. Netflix, HBO y Movistar+ por un chorizo. Jóvenes y mayores se entienden a la perfección en esta correspondencia de trueques.

Yo nunca he tenido que preocuparme de eso.

Ayer, Sergio Ramos trajo torrijas que le había mandado su madre, por ejemplo. Repartió entre todo el equipo antes de empezar a entrenar. Estaban todos encantados. Está claro que Sergio Ramos no ha abandonado el nido todavía, el pobre. Este no ha sabido matar ni una mosca.

—No, Rafael. Seguir queriendo a tus padres no implica permanecer en el nido —remarca la doctora—. De hecho, abandonar el nido debe reforzar esa relación.

—Ah.

—Después de que alguien lo haya descubierto, el niño futbolista pasa al estadio de Ilusión. En esta fase ve cómo sus fantasías empiezan a hacerse realidad. A pesar de que la vida le esté invitando a abandonar el nido, aquí es importante mantener el apoyo de los padres. El niño se vuelve profesional, pero debe seguir luchando. Las fases de Lucha y de Ilusión van ligadas. ¿Recuerdas tu Ilusión, Rafael?

—Bueno... recuerdo cuando me ficharon con quince años en un equipo de Tercera, el Valdemorro. Más que ilusión, la sensación era la de ir de un orfanato a otro, sin más. Me gustó, claro, porque en el club me dejaban jugar mucho más a fútbol. No hacía otra cosa.

—¿Y no había nadie con quien pudieses compartir lo que te estaba pasando? Un amigo, un mentor...

—No hablaba mucho con nadie. Nunca he sido de ir alardeando.

—Hombre, pero no es cuestión de alardear, es simplemente compartir experiencias. Es sano celebrar cuando las cosas le van bien a uno.

—Yo era un chaval discreto, y cuando las cosas me iban bien prefería no confiarme. Los que celebran demasiado corren el peligro de convertirse en vagos.

—No confundamos ilusión con holgazanería. La ilusión es la gasolina para seguir luchando. Es la confirmación de que la fe sirve para algo. Por eso es decisivo el apoyo de los progenitores, para terminar de encarrilar la carrera del chaval en un momento de la vida tan determinante.

—Pues en mi caso no recuerdo haber vivido nada por el estilo... pero yo seguí prosperando como futbolista, ¡mi carrera iba

p’arriba como un cohete!

—Por supuesto, Rafael.

Baja la mirada y aprieta el botón de su bolígrafo. Anota en su cuaderno.

—¿Por qué apuntas en el cuaderno? ¿He dicho algo que no debería?

Si hay algo que me toque los huevos son los secretos, y, tal como yo lo veo, anotar cosas sobre otra persona es casi como tener un secreto.

—¡En absoluto! Es parte de mi trabajo, nada más. —Aparca el cuaderno a un lado, donde la caja de

kleenex—. Entonces... después de la Ilusión viene ¡el Subidón!

—¡Suena bien!

—El joven futbolista ya pertenece al mundo profesional, es oficialmente uno de los elegidos. Lo fichan en Segunda, o hasta en Primera, y ya puede empezar a vivir bien. Su ilusión se convierte en un subidón parecido al que al resto de los mortales nos puede proporcionar alguna potente droga excitante. Solo que en su caso el subidón es permanente, no se le quita. Eso le lleva a trabajar más duro, a dar más de lo que se le pide, cada día es la oportunidad perfecta para superarse. Esta fase culmina cada vez que mete un gol. El gol es el paradigma de este subidón. Un chute de adrenalina directo al corazón.

—Esto lo tengo clarísimo, así es.

—Ninguna droga en el mundo puede igualar la sensación de fuerza sobrehumana que proporciona meter un gol ante millones de espectadores. El futbolista se siente sobrepasado y se convierte en un guerrero mitológico que lucha por sus colores. Por una afición, por un pueblo, por una bandera. Es un semidiós.

—Tal cual.

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