Bravo

Bravo


Portadilla

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En mi caso, fue en la temporada 2003-2004. Con mis treinta y cuatro años recién cumplidos, me di cuenta de que esa era mi temporada de despedida. Acababa de ser padre de los trillizos. Había llegado el triste momento de dejarlo...

... por lo menos en la Primera División española.

Del mismo modo que cuando se acaba el champú existe el truco de echarle algo de agua para apurarlo unos días más, existe el equivalente de eso en una carrera futbolística. Estoy hablando, por supuesto, de fichar por la Nihon Puro Sakka Rigu. Es decir, la liga japonesa.

Japón recibe con los brazos abiertos (y un montón de dinero) a futbolistas europeos a punto de retirarse. No tienen ni puta idea de fútbol, así que celebran cualquier gilipollez que uno les pueda hacer con el balón. Es un país de gnomos felices, encantados de pagar literalmente por cualquier cosa. Para los futbolistas es una manera perfecta de despedirnos del oficio, echando nuestros últimos partidos ahí, gozando del juego sin complejos ni presión.

De manera que acepté la primera oferta que me hicieron sin pensármelo. Fiché por el Cerezo Osaka, en la ciudad de Osaka. Porque me hizo gracia el nombre.

Tan pronto firmé el contrato, quise currármelo para Ángeles, que por entonces todavía era mi mujer. Estábamos atravesando una etapa un poco tensa, así que me encargué yo solito de buscar casa en Osaka, guardería para los niños y hasta un trabajo en la tele japonesa para ella.

Presenté mi retirada ante la directiva de mi club e inmediatamente pusieron en marcha todo el papeleo necesario, comunicados, rueda de prensa, etc. Mi contrato lo permitía y ellos lo entendieron perfectamente. Fue todo mucho más fácil de lo que imaginaba.

A la mañana siguiente, se celebró mi despedida oficial ante los medios, que fue como la seda. Solemne y emotiva. Todos fueron muy amables conmigo. El presidente del club dio un discurso lleno de buenas palabras, muy sincero. El míster hizo un poco de retrospectiva de mi paso por el equipo y mi carrera como futbolista en general.

El presidente del equipo japonés había volado desde Osaka para poder estar también ahí presente para hacerme entrega de la camiseta del que iba a ser mi nuevo equipo.

Por mi parte, intenté dar un bonito discurso de agradecimiento hacia mi club, nuestra afición y España en general, a la que, muy a mi pesar, tenía que decir adiós.

Hubo aplausos de periodistas, cámaras y personal técnico del equipo. Casi se me saltan las lágrimas.

Después de las fotos y los abrazos correspondientes, tocaba el almuerzo de rigor con los medios, pero yo no me quise liar y me fui discretamente. Todavía tenía que ponerme en serio con el jaleo de la mudanza y no quería perder ni un minuto.

Conduciendo hacia casa, por fin sentí que empezaba una nueva etapa, un cambio real, lleno de ilusión. Sentí que todavía había algo de esperanza por mi matrimonio. Por primera vez, sentí que lo tenía todo bajo control. ¡Estaba tan orgulloso de mí mismo!

Llegaba a tiempo para ver cómo daban la noticia por todos los canales de televisión... lo cual, de repente, como un dardo mortífero disparado directamente a mi cerebro, me hizo darme cuenta de que estaba pasando por alto un detalle bastante importante.

Se me heló la sangre de golpe.

Mierda.

Se me había olvidado comentárselo

a ella, a Ángeles. Había hecho todo eso: despedidas, declaraciones oficiales, contratos internacionales, gestiones de mudanza... sin consultárselo a mi propia mujer.

Empecé a sudar por la nuca mientras encendía la tele para encontrármela ahí, en TVE, dando las noticias delante de toda España.

Recé para que no fuera demasiado tarde mientras le escribía un SMS explicándole de malas maneras todo ese lío, pero, antes de llegar al botón de «enviar», pasó lo que más me temía: ella misma dio la noticia de mi retirada de la liga española para trasladarme a Japón.

¡MIERDA!

Por su mirada, pude ver cómo ella misma se estaba enterando de todo ahí, en ese mismo instante, leyéndolo de su apuntador.

Su sonrisa perfecta de presentadora cambió a una poco disimulada cara de hartazgo al leer «el futbolista Rafael Bravo», que mutó a una mueca de desconcierto según leía a trompicones el resto de la noticia, desencajándose definitivamente al leer la palabra «Japón», terminándola en alto a modo de pregunta: «¿Japón?».

Dieron paso a los vídeos de mí mismo esa mañana, despidiéndome del equipo entre aplausos, estrechando la mano del tipo japonés que me daba la camiseta, mientras el periodista correspondiente ampliaba la información en

off. Emitieron imágenes de archivo de Osaka y su equipo de fútbol, con japoneses anónimos ondeando banderitas con mi cara.

Volvieron a pinchar la imagen de Ángeles, sin palabras, intentando claramente contener su ira apretando bien fuerte la mandíbula, con los orificios de la nariz bien tensos, hiperventilando. Mirándome directa y personalmente a mí a través de su cámara, a través de los espectadores de todo el país, con esa mirada de leopardo rabioso que ya conocía de muchas otras ocasiones pero que en ese caso era más intensa que nunca. Tenía clarísimo que yo debía estar viéndola a través de algún televisor y telepáticamente me estaba mandando el mensaje: «Cuando te pille, te voy a cortar los cojones».

Apagué la tele como acto reflejo dejando escapar un gritito de terror.

Apagué también el móvil y desconecté el teléfono de casa.

Me puse a temblar.

Lo siguiente fue escuchar el frenazo del 4×4 de Ángeles ante nuestro chalé, con su correspondiente portazo. Llegó en un tiempo récord y creo que ni siquiera apagó el motor del coche, lo dejó ahí en medio de la calle con las llaves puestas y todo.

La puerta de casa se abrió como una explosión, como cuando un equipo SWAT entra en el edificio donde se esconden los terroristas.

—¿QUÉ COÑO SIGNIFICA ESTO, BRAVO?

—Bueno, tranquila, que lo tengo todo bajo control.

Me arrojó las llaves de casa, que impactaron contra mi mano derecha y me cortaron un dedo. Que me llamara por el apellido siempre era muy mala señal. Se acercaba muy rápida hacia mí mientras yo andaba hacia atrás saltándome varios sofás, buscando algún rincón en el que atrincherarme.

Todavía llevaba el maquillaje de la tele, lo cual intimidaba mucho más.

—¿QUÉ BAJO CONTROL NI QUÉ NIÑO MUERTO? ¿QUÉ COÑO SIGNIFICA QUE HAS FICHADO POR UN CLUB JAPONÉS?

—Pues eso, que esta ya es mi última temporada y lo más inteligente en estos casos es fichar por un equipo de ahí, que pagan muy bien. ¿No lo hablamos ya?

—¡La única señal que me haría pensar que pretendes retirarte es esa barriga penosa que estás dejando crecer!

Vi claro que lo más seguro en esta situación era mantener siempre el mueble revistero entre nosotros dos. Había que andar dando vueltas en torno a él y esperar a que ella se cansara.

—Vale. Entonces has fichado por un club japonés. ¿Con contrato firmado y todo, entiendo?

—Sí, de dos años.

—Joder, Rafael.

Por fin, frenó.

—Pero si es muy poco tiempo, y había pensado que un cambio de escenario nos vendría muy bien a todos.

—¿Cómo que NOS? ¿Pretendes que los niños y yo vayamos contigo? A mí aquí me va mejor que nunca, y los trillizos ACABAN DE NACER... ¿De qué manera ir a Japón es un cambio positivo para alguien que no seas TÚ?

—Mira, tranquilízate, por favor. Para que veas que no ha sido una decisión egoísta, ya he comprado una casa chulísima en Osaka, que te encantará, y he movido hilos para conseguirte un trabajo ahí, en la tele japonesa.

—¿Qué...? ¿Cómo voy a dar las noticias ahí si no sé japonés?

—Bueno, no es dando las noticias.

—¿Qué trabajo es, a ver?

—De azafata en el nuevo

Humor amarillo que van a empezar a grabar en septiembre. ¡Es el sueño de cualquiera que se dedique a la tele, no me digas que no!

En milésimas de segundo, agarró un cenicero del revistero y me lo disparó a la cara, partiéndome una ceja. La sangre empezó a caerme por la cara.

—Joder... A ver, dentro de tres semanas es mi presentación oficial en el nuevo equipo. Vamos ahí, vemos el ambiente y, según lo que te parezca, ya decidimos cómo lo hacemos, ¿vale?

—Dentro de tres semanas... ¿qué día?

—El... el 22 de mayo era, sí.

—¿Tú eres subnormal? ¡ESE ES JUSTAMENTE EL DÍA DE LA BODA!

Mierda, es verdad, también había olvidado que uno de esos días teníamos la boda de una antigua compañera de curro suya. Me lo había dicho hacía casi un año. Se me desmoronaba todo.

—Bueno, mujer, pero algo podremos hacer, ¿no? Será una boda con un montón de invitados, si faltamos tampoco va a ser tan grave... Y, además, ¿cuánto hace que no te hablas con ella? Desde que se marchó de la tele ya no sois tan amigas...

—¿Pero es que eres imbécil de verdad? ¡ES LA PUTA BODA REAL!

Bueno, sí, un detalle importante: su antigua compañera era Letizia Ortiz y se casaba con el, por aquel entonces, príncipe Felipe. Nos habían invitado y debo reconocer que a mí también me hacía bastante ilusión. Empecé a pensar que igual sí que me había engorilado demasiado con eso de Japón.

Ángeles, respirando hondo, intentó recomponerse.

—Vamos a ver si lo he entendido bien... No solo has fichado por un equipo en la otra punta del mundo sin decirme nada, sino que también pretendes que yo y tus tres hijos recién nacidos dejemos nuestras vidas aquí y te acompañemos para verte echar tus últimos partidos como un dominguero que juega a «solteros contra casados» en una barbacoa... ¿Y ENCIMA PRETENDES QUE ME PIERDA LA BODA DE NUESTROS FUTUROS REYES, PEDAZO DE GARRULO?

No supe qué decir. La sangre de la ceja partida caía por encima de mis ojos y se me estaba empezando a nublar la vista.

—Mira, Rafael, esto no es la gota que colma el vaso. Esto es un puto chorrazo de sifón en un vaso que ya llevaba tiempo rebosando. Ahora mismo me largo a hablar con mis abogados para tramitar nuestro divorcio. Como lo oyes. Vete poniéndote las pilas porque te vas a ir a Japón tú solito después de las reuniones y los juicios que hagan falta para quedarme con todo esto.

Según Ángeles me echaba la bronca, todo se iba enrojeciendo. Estaba perdiendo fuerza. Me frotaba los ojos, pero eso solo lo empeoraba, lo veía todo cada vez más rojo. La veía a ella enfurecida, amenazándome, señalándome y escupiendo bilis, cada vez más roja y borrosa.

—Y te lo juro: ¡voy a conseguir que la despedida de soltera de Letizia se convierta en MI FIESTA DE RECIÉN DIVORCIADA! ¡Voy a dejar lo de Punta Cana en una simple anécdota!

Derrotado, me senté en uno de nuestros varios sofás de cuero, manchándolo todo de sangre, para ver cómo ella se alejaba, cruzando la puerta principal, atravesando nuestro jardín, hacia su coche en medio de la calle. Inmóvil y desangrado, vi los últimos segundos de Ángeles Torero siendo mi mujer, mi señora. Quemando rueda, conduciendo en dirección contraria a toda velocidad, para convertirse en mi exmujer.

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¿Qué hora es?

Dirijo la mirada a mi muñeca y salgo de dudas: es la hora del triunfador.

La hora del hombre actual. Elegante y deportivo a la vez. El hombre que fluye firme como un tiburón, siempre hacia delante, sin tregua, sin descanso. El hombre que sabe identificar su momento y exprimir cada minuto. ¿Qué hora es? Es la hora Viceroy.

Soy consciente de que esto es un diario terapéutico y personal y que técnicamente nadie puede acceder a él (ni siquiera la doctora Angulo), pero por contrato estoy obligado a hacer publicidad de Viceroy en cualquier declaración o aparición. Por lo que estoy obligado legalmente a hacer promoción aquí también.

Todos mis conocidos lo saben, no es nada raro.

Anoche, por ejemplo, cené con mi buen amigo Diego Pablo Simeone y en un momento del postre tuve que interrumpir lo que me estaba explicando para describirle las virtudes del último lanzamiento de Viceroy: la colección Antonio Banderas Design, personalmente diseñada por el mejor actor de cine que existe actualmente en el planeta. Relojes para hombre y mujer, con acabados metálicos en tonos negro, azul, acero y rosa. Una colección atrevida de aspecto ligero, moderno y elegante.

Simeone es la clase de profesional que entiende perfectamente este tipo de situaciones. De hecho, él tiene el mismo tipo de contrato con Dolce & Gabbana, y gracias a mi intervención publicitaria recordó que también él debía soltarme el discursito promocional sobre sus trajes. Casi se le olvida y me lo agradeció.

Son solo diez minutos de nuestras conversaciones los que debemos dedicar a nuestros respectivos patrocinadores, nada más. De lo contrario, podríamos estar metiéndonos en un lío tremendo; si alguien en Viceroy descubriese que he tenido una reunión, una entrevista o un encuentro casual y no he mencionado sus relojes, la empresa tendría pleno derecho a quitarme el patrocinio y quedarse con uno de mis hijos (el que yo escoja) para emplearlo sin sueldo en alguna de sus fábricas.

Es un contrato millonario de lo más estándar para estos casos.

Así que allá va, este es el momento de promocionar mi producto:

Llevo disfrutando los relojes Viceroy desde hace más de cinco años y jamás me han fallado.

Dan la hora tanto de día como de noche, no descansan. Gestionan mi tiempo minuto a minuto con una precisión y elegancia sorprendentes. A veces observo atentamente sus agujas para pillarlas dando algún paso en falso, pero es imposible. Segundo a segundo, avanzan dando la hora exacta. Enseñándome el presente más fino, destilado, puro.

Perdido en el cristal de mi Viceroy, me viene a la cabeza un recuerdo...

Era joven, lleno de vida. Gozaba de un elegante crucero por los cálidos mares del Caribe. Hasta que nuestro barco chocó contra un enorme iceberg. El desastre hundió a todos los tripulantes en altamar. No hubo supervivientes, solo yo, que tuve la suerte de flotar hasta la orilla de una pequeña isla aparentemente desierta.

Me convertí en un náufrago, descalzo, con la camisa rota, los pantalones llenos de arena, pero mi Viceroy modelo Heat intacto en mi brazo izquierdo, sin un solo rasguño. Brillante, pulido, funcionando incansable. Su perfección me dio esperanza, todavía tenía posibilidades de salvarme si mantenía la calma. Saber la hora era fundamental para no perder la cabeza.

Pero, de pronto, un jaguar enorme, tan grande como furioso, saltó rugiendo desde la maleza.

Por unos instantes se mantuvo alerta delante de mí, estudiándome, mirándome directamente a los ojos mientras me rondaba en círculos.

Intentando descifrar si ese cabrón era real o solo una alucinación provocada por el terrible sol que me cubría, yo procuraba mantener la compostura y no hacer ningún movimiento brusco. Mis primeros minutos como náufrago y ya tenía que enfrentarme a la peor de las bestias: el rey de la selva.

Sus lentas vueltas iban cerrándose poco a poco mientras yo intentaba descifrar algún detalle de su psicología, por pequeño que fuese. En sus ojos pude descubrir mil amaneceres, ardientes como el fuego, que ahora se veían amenazados por la inesperada intervención humana. Su vida en esa isla no contaba con la aparición de ese ser extraño de muñeca brillante.

Mostrándole cuidadosamente las palmas de mis manos en señal de paz, le dije: «Me llamo Rafael Bravo, soy entrenador de...», pero no pude seguir porque rugió como un trueno y se abalanzó sobre mí con toda su fuerza animal.

Por suerte, el fútbol me ha preparado para estas «situaciones-cañonazo» en las que debo tener reflejos para afrontar algo que sale disparado hacia mí, así que me agaché hacia un lado y logré esquivarlo con éxito. Pero el jaguar es varias veces más rápido que el humano, con lo que apenas me dio tiempo de levantarme porque me pegó un zarpazo a traición que me arrancó media camisa y me abrió en la espalda cuatro rayas bien definidas de carne viva a la luz del sol. Grité como un esclavo romano y, entonces sí, se me echó encima aplastándome con todo su peso felino.

Mi espalda destruida me escocía contra la arena salada de la orilla, pero eso daba igual porque tenía a la bestia mirándome cara a cara. Hundiéndome en la tierra, entendí que el cielo, el sol caribeño y un jaguar babeando en primer plano sería lo último que vería en mi vida.

Así sería como Rafael Bravo abandonaba este mundo.

Enseñándome esos colmillos monumentales, abrió la boca todo lo que pudo, pillando impulso para comerme la cara. Tenía todo mi cuerpo bloqueado... excepto mi brazo izquierdo. Así que, según la bestia dejó caer su cabeza a toda velocidad, tuve el acto reflejo de protegerme con él.

¡ZAS!

Y cuando pensaba que ya me habría matado, abrí los ojos para darme cuenta de que su poderosa dentadura había quedado perfectamente encajada en mi ultrarresistente Viceroy Heat, neutralizando el ataque.

El animal, confundido, no entendía cómo su mandíbula destructora no estaba convirtiendo en puré ese trozo de carne. Apretaba, sentía su presión, pero no era capaz de atravesar ese pedazo de titanio reluciente. En lugar de soltarme para volverme a atacar, se enzarzó en esa lucha imposible, mientras yo reía y gritaba: «¡RAFAEL BRAVO NO MORIRÁ COMO UNA RATA EN UN CALLEJÓN! ¡SIENTE LA FUERZA DE VICEROY!».

Justo en ese momento, una flecha de bambú atravesó de lado a lado el cráneo de mi salvaje enemigo, rociándome la cara con su sangre bestial. Su cuerpo se convirtió entonces en toneladas de peso muerto ahogándome contra la blanda orilla.

Me asfixiaba bajo el cadáver de ese monstruo cuando un grupo de indígenas me lo quitaron de encima. Ellos habían disparado la flecha que me había salvado y ahora me apuntaban a mí, temerosos, intentando entender quién coño era yo.

Eran unos diez, iban con taparrabos y las caras pintadas de blanco y rojo. Me gritaban en su idioma tribal que les hacía parecer salidos de un tebeo. Viéndome como estaba yo, lleno de sangre y con la espalda en carne viva, me agarraron entre varios y me ataron con cuerdas al cuerpo del león, para luego arrastrarnos a los dos hacia la maleza.

La combinación de dolor, insolación y pérdida de sangre hizo que me desmayara.

Me sumí en un sueño profundo en el que estaba en el palco presidencial de un campo de fútbol infinito. A través del cristal podía verme a mí mismo en el césped, como un puntito, gritando a mis jugadores. Era la Selección, jugando la final del Mundial. En los marcadores no había ningún resultado, solo el tiempo, patrocinado por Viceroy. No sabía si ganábamos o perdíamos y el minutero iba hacia atrás en lugar de hacia delante.

Nosotros teníamos el balón, yo me desgañitaba desde la banda. Los jugadores defendían a muerte la pelota, pero había un detalle de lo más inquietante: no existía equipo contrario. España estaba dándolo todo contra la nada.

«Retroceder en el tiempo no es bueno para nuestro país, Rafael.»

Antonio Banderas estaba ahí, conmigo en el palco, tomándose una copa de champán. Tenía el reloj más brillante que he visto en mi vida. Brillaba tanto que me dolían los ojos. Desprendía cada vez más luz y Antonio, tan elegante, no parecía darse cuenta.

«Tira hacia atrás y solo encontrarás odio, violencia y sangre. No puedes ir contra el tiempo, Rafael. Nadie puede.»

De repente, Antonio era yo mismo.

«No intentes cambiar el pasado, Rafael. Abrázalo y viajad juntos hacia el futuro.»

Esa luz cegadora se convirtió en fuego.

Todo él empezó a arder y las llamas se convirtieron en llamas reales, que me despertaron gritando en medio de la selva, rodeado de aborígenes salvajes.

Ya era de noche y habían organizado dos grandes fogatas. Pude identificar al león despedazado encima de una, mientras me arrastraban hacia la otra.

Mi cabeza ya estaba entrando en la fogata, los primeros pelos empezaban a chamuscarse, cuando me puse a gritar y patalear para que me soltaran. Ellos se asustaron y corrieron a por sus lanzas. Inmediatamente, adoptaron una posición de defensa colectiva, como si estuvieran viendo un fantasma. Yo alcé las manos en señal de paz, según me iba levantando, pidiendo calma.

Al extender los brazos, mi camisa cayó un poco y desveló el Viceroy, lo que de repente les sorprendió. Parecía que el reloj les excitaba, algo metálico y brillante que no estaban acostumbrados a ver, así que me lo quité de la muñeca para mostrárselo bien, zarandeándolo ante sus caras.

El truco parecía funcionar, porque se quedaron hipnotizados por la belleza de ese objeto futurista.

«¡Esto ha podido contra el león! ¡Mi Viceroy ha ganado al jaguar! ¡El tiempo lo puede todo!»

Lo movía como un escudo diminuto, protegiéndome con él aunque ellos ya estaban bajando sus armas. Se fueron apartando de mí con prudencia.

«OS TRAIGO... ¡EL TIEMPO!»

Me salió gritar eso, no sé.

Lo dije tan decidido que los aborígenes entendieron que se trataba de algo importante, algo con poderes mágicos.

Con cuidado me fui acercando a ellos, mostrándoles el Viceroy de cerca. Uno por uno. Poco a poco fueron sonriendo ante esa cosa tan bonita. Les transmitía buenas vibraciones. Sonó el pitido que indicaba que eran las siete de la tarde, lo cual les asustó levemente, provocándoles una risa nerviosa al descubrir lo inofensivo que era en realidad.

Se fueron separando para abrir un pasillo entre ellos y dar paso al que imaginé que era el jefe de la tribu. Un tipo gordo con un cetro y muchas plantas en la cabeza. Desconfiado, anduvo hasta mí y analizó con cuidado el reloj. Le dije que se llamaba Viceroy y con signos intenté explicarle que, si no me quemaban, les explicaría cómo funcionaba.

Me miró muy serio durante unos segundos.

De repente, alzó el brazo con el reloj en alto y gritó: «¡VIZER-OY!». Toda la tribu respondió: «¡VIZER-OY!». Lo celebraban.

Por segunda vez ese día, el Viceroy me había salvado la vida.

Dado mi penoso estado, me llevaron a su curandero local. Ahí pasé los siguientes días, entre mejunjes curativos y ejercicios de recuperación, mientras explicaba a esos salvajes cómo funcionaba el reloj.

Les presentaba los números como símbolos de orden y los relacionaba con la posición del sol en cada momento. Les explicaba cómo esas agujas no paraban, igual que el sol. Que cuando todas las agujas apuntaban al símbolo «12», el sol estaba en su punto álgido, del mismo modo que, cuando volvían a marcar «12» por segunda vez, el sol estaba en su punto más alejado a nosotros. Y de ahí ya iban entendiendo el resto.

Les encantó descubrir el tiempo, tener hora.

Colocaron el reloj en un poste en el centro de la plaza donde se reunían para comer y hacer sus fogatas. Empezaron a aplicar las horas a sus tareas, convirtiéndose en una sociedad más rápida y mejor organizada. Pasaron a tener sus horas para cazar, para sembrar y recolectar, cocinar, comer, hacer sus rituales, etc. Poco a poco fueron esforzándose para hacer más de todo en menos tiempo.

Mi espalda iba mejorando estupendamente y, cuando me sentí más o menos en forma, se me ocurrió enseñarles también a jugar a fútbol.

Me ayudaron a construir un par de porterías en un descampado. Hicimos una pelota con hojas envueltas en piel de pollo y marqué la línea divisoria entre las dos mitades del campo. Organicé un par de equipos de once tíos y les expliqué que tenían que meter la pelota en la portería del otro ayudándose únicamente de sus pies. Todo en un total de 90 unidades de Vizer-oy, con un descanso a las 45. Utilizamos sus pinturas para diferenciar equipos por colores. Jugamos un par de partidos de prueba para pillarle el tranquillo y me sorprendió lo rápido que fueron asimilando las normas. El ambiente estaba cada vez más animado y ya no querían hacer otra cosa que jugar partidos.

Para hacerlo más emocionante, empezaron a jugarse cosas como la cena, la mano de obra o el derecho de pernada sobre las mujeres de algunos de ellos. Se divertían como niños.

Yo mismo arbitré los primeros partidos, pero para cuando llegó la noche ya tenían su propio árbitro aborigen con todo el reglamento perfectamente aprendido. Llevaba el recuento de puntos y era muy estricto con las faltas y los tiempos del partido. ¡Estaban tan entregados que incluso entendieron cómo funcionaba el fuera de juego!

El día siguiente lo pasaron entero jugando partidos. Les expliqué que ese día lo podíamos llamar «domingo».

El pueblo entero estaba entregadísimo, animando a sus equipos. Los familiares de cada jugador animaban a su equipo y, según veían que había más en juego, más fuerte animaban. Yo no entendía su lengua, pero no era necesario: la pasión por un equipo no conoce idiomas. Me adoraban como a un Dios por haberles traído tantos avances.

No tardaron en desarrollar también cierta enemistad hacia los del equipo opuesto, claro está.

Empezaron las protestas y los insultos y el árbitro reaccionaba estoicamente poniendo orden. Entre el público, los hinchas de cada equipo se habían ido sentando juntos, vistiéndose con sus respectivos colores, improvisando banderolas. Alguno llegó a las manos, pero nada grave. ¡Así es el fútbol!

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