Bravo

Bravo


Portadilla

Página 9 de 12

—La identidad de todas ellas está confirmada por fotografías de contenido explícito en las que les podemos ver claramente sus caras. —Echó una rápida mirada a las madres—. El

alter ego de su hijo las convenció para que le mandaran todo tipo de

selfies íntimos, mostrando sus cuerpos desnudos. Fotografías eróticas. Y, de hecho, es interesante, en la última etapa ellas han mostrado un patrón común según el cual mandaban fotografías de sus genitales de manera compulsiva, solo para abrir conversación o simplemente porque estaban pensando en él. Fotos tomadas primero en sus hogares, pero, según ganaban confianza, también en sus puestos de trabajo, supermercados, espacios públicos, en la iglesia...

—José María, por favor... —interrumpió el director, haciéndole un gesto para recordarle que las mujeres estaban ahí presentes.

—Ah, disculpen... Lo que quiero decir es que su hijo fue capaz de manipular a estas mujeres a su antojo y sin compartir siquiera una foto suya. Hemos revisado a fondo sus falsos perfiles y no existe material gráfico alguno que indique quién se supone que es este tal Armando Christian Pérez. No tiene cara. Solamente tiene publicadas fotografías de paisajes exóticos, selvas, carreteras desérticas, cascadas tropicales... lo cual me lleva a pensar que el niño hizo una selección muy cuidada de «escenarios de fuga» que evocaran una especie de huida, de ruptura con la rutina. Como un hipnotizador con su reloj.

—Hostia puta —me salió del alma.

—Hemos estado hablando con su hijo (que, por cierto, ha sido muy colaborativo y ha respondido encantado todas nuestras dudas) y nos ha explicado que durante todo este tiempo ha estado haciendo una investigación en paralelo sobre las novelas, películas y series favoritas de estas mujeres, según sus perfiles en Internet. Y de ahí ha sacado la mayor parte de la inspiración necesaria para interactuar con ellas.

—¿Y ninguna de ellas buscó a ese tal Armando Christian Pérez en Google para saber con quién estaba hablando? —preguntó Ángeles, periodista.

—A eso también puedo responderle a través de lo que he hablado con su hijo. Armando Christian Pérez resulta que es el nombre real del cantante latino Pitbull y, efectivamente, con una rápida búsqueda en Google hubiesen dado inmediatamente con ese dato, que probablemente habría desenmascarado el perfil falso. Pero no, no lo hicieron. Según el niño, era una especie de pista que les había dejado a modo de solución a este, digamos, «juego».

—¡ME CAGO EN LA PUTA! —uno de los maridos estalló pegando una hostia contra su pupitre.

—El dosier termina —prosiguió el psicólogo— con una foto de grupo de las cuatro madres en el mismo bar, el pasado sábado, donde fueron citadas por el misterioso hombre a fin de consumar todas las fantasías sexuales previamente apalabradas en los chats. En dicho bar imaginamos que las cuatro mujeres se reconocieron, hablaron y concluyeron que habían sido víctimas de algún tipo de broma. La foto es un

selfie del propio King Kunta con las cuatro madres de fondo, ajenas a la fotografía.

Alzó el dosier abierto por esa página y ahí estaba mi hijo en primer plano, con su seriedad habitual, con esas cuatro mujeres de fondo, juntas en una mesa del bar, vestidas de noche.

—Ya está bien —intervino uno de los padres—. Soy abogado y pienso llevar a juicio este caso de salvaje violación de la intimidad. Es completamente ilegal distribuir conversaciones o correspondencia privada. Eso sin contar con el daño psicológico infligido a estas mujeres aquí presentes, por no hablar de nuestros hijos, y al honor de todos nosotros.

—Tiene razón, señor Salamanca. —El director volvió de nuevo a coger el mando de la situación—. Todavía estamos estudiando las implicaciones legales de todo este desagradable asunto, y es cierto que puede que tenga entre sus manos un caso denunciable. PERO: me veo obligado a advertirle de que el propio niño lo ha tenido en cuenta también y, según lo que nos ha explicado, se ha informado a fondo sobre los límites legales de cada uno de los pasos que ha dado en todo momento. Por otra parte, tenemos un factor imposible de ignorar: el hecho de que... técnicamente... estas señoras han estado todo este tiempo manteniendo conversaciones de carácter sexual con un... menor de edad.

El abogado se quedó visiblemente en blanco mientras el director lo miraba, alzando las cejas en expresión de disculpa.

La lluvia sonaba de fondo. En ese momento, noté unas cosquillitas de orgullo en los huevos.

—Obviamente, este último detalle el niño también lo tiene en cuenta. Pero nos ha explicado que no piensa emprender acciones legales contra nadie —prosiguió el director en tono conciliador—, siempre y cuando no lo expulsemos de esta escuela. Por nuestra parte, estamos dispuestos a seguir sus condiciones.

Y así concluyó la reunión. Poco más había que añadir.

Salimos de ahí con King Kunta, completamente en silencio.

Ni Ángeles ni yo sabíamos si regañarlo o estar orgullosos de él. Lo que sí estaba claro era la postura de los otros matrimonios respecto a sus hijos, a quienes les estaba cayendo una somanta de hostias en el mismo aparcamiento del colegio. Pudimos verlos haciéndose pequeñitos en el retrovisor.

Poco tiempo después, supimos que las cuatro parejas terminaron divorciándose y esos niños no tardaron en cambiarse de escuela. Se podría decir que King Kunta había conseguido lo que en el mundo de los bolos se conoce como un

strike.

Ese es, en líneas generales, mi hijo.

Junto a él y sus otros dos hermanos pasé el día en Port Aventura, ayer mismo. Nos montamos en todas las atracciones varias veces. Juan y Alberto iban como locos, pero con King Kunta pasaba, una vez más, que no podía descifrar si se lo estaba pasando bien o estaba ahí de mala gana. Tan discreto, tan en su mundo. Era difícil saber si había que preguntarle o simplemente dejarle ser así.

Miro las fotos de las atracciones a las que nos subimos y él siempre sale con la misma cara neutra. No es una cara triste. Es una cara de paz, de tranquilidad, como la de un pequeño monje, rodeado de chavales que gritan con las manos arriba y los ojos como platos. Parece como si a King Kunta ni siquiera se le mueve el pelo por el viento.

Fue a la tercera vez que Juan y Alberto quisieron subirse a la caída libre cuando les dije que yo me quedaba en tierra, que fueran ellos. Me había ganado mi media hora de descanso tomándome una cerveza en la cantina azteca. King Kunta tampoco subió a la atracción para quedarse haciéndome compañía. Se lo agradecí, pero interiormente me jodió vivo, ya que entonces tendría que pasar un rato realmente a solas con él, con el monje tibetano, sin saber de qué hablar.

—¿Te lo estás pasando bien? —le pregunté para romper el hielo, sentados a una mesita a la sombra, con una cerveza yo y un Calippo él.

—¡Mucho! Me encantan los parques de atracciones.

—¿Sí? No te veo yo muy a tope...

—Lo estoy disfrutando mucho, papá. Supongo que me gusta más observar que expresar, pero eso no quita que esté pasando un gran día. Los parques de atracciones, especialmente los temáticos, son espacios extremadamente interesantes. Son decorados que celebran los estereotipos de una manera inocente, de tal manera que paseándote por las calles del Oeste o de China puedes sentir que estás viviendo una pequeña aventura. Aquí todo es mentira, pero es una mentira tan clara y transparente que pasa a ser más honesta que la propia realidad. Como las películas. Como cuando subimos al Dragon Khan, que sentimos que estamos en peligro pero a la vez sabemos que es imposible que nos pase nada. Estas experiencias, tomadas en dosis pequeñas, son una buena manera de sobrellevar la gris crueldad del mundo real.

—Ok...

Eché un trago. Una vez más, todo lo que contaba sonaba interesante, pero no se me ocurría qué añadir.

—Papá... No he subido a la caída libre para hacerte compañía, pero también porque tengo algo importante que decirte. —Aquí sí que me acojoné de verdad—. Soy consciente de que no soy como Alberto y Juan. De que no soy como los otros chicos. Y sé que eso a menudo puede hacer que tanto mamá como tú os sintáis un poco bloqueados sin saber muy bien cómo tratarme.

Tragué cerveza lentamente.

—No tenéis de qué preocuparos, simplemente quiero dejar claro que soy feliz y que estoy agradecido por la cómoda vida que me habéis dado. Sé que no soy bueno expresando mis sentimientos, es algo en lo que debo trabajar más.

Mierda, yo sí que no soy bueno expresando mis sentimientos, pensé.

—Tengo que darte una noticia importante: hace un tiempo apliqué para estudiar en la Universidad de Harvard, en Estados Unidos. Les envié muchos de mis ensayos y una propuesta todavía por desarrollar de una nueva red social que creo que podría funcionar. Me han hecho algunas pruebas y exámenes, y me han aceptado. Así como el proyecto de red social, para el que han encontrado inversores interesados. Y el curso que viene me voy a ir a vivir ahí, a Boston. Este fin de semana lo he querido vivir como una especie de despedida.

—¿Qué me dices? ¿Y tu madre lo sabe?

—Sí, se lo conté hace un tiempo y me ha ayudado con todo el papeleo. A ti no te he dicho nada porque no quería preocuparte con todo lo que estás viviendo ahora mismo. No quería suponerte un problema más y prefería esperarme a contártelo a solas en un momento como este.

—Vaya, errr... gracias, supongo. —Me estaba mareando.

—En tu caso, papá, necesito subrayar que, a pesar de que no me interesa el fútbol, siento un profundo respeto por tu trabajo. Lo que tú haces es duro y complicado, y solo porque te pagan mucho dinero la gente ya asume que debes contentarlos en todo momento. Tu trabajo inspira a millones de personas, cada día asumes una enorme responsabilidad con todo lo que haces. Yo no soy de tomarme en serio el valor de las banderas o sentimientos por una nación, para mí significan lo mismo que el atrezo de este parque. Pero reconozco la presión que debe suponer cargar con el peso de los colores de este país. Es un país tan visceral, tan furioso consigo mismo, que necesita depositar toda su esperanza en este deporte al que tú te dedicas, por encima de la cultura, la política o hasta la economía.

—Joder, hijo... no lo había pensado así... qué... qué bonito, joder.

—Por eso quiero hacerte este regalo de despedida, como símbolo de cariño y para desearte lo mejor.

Metió la mano en su mochila para sacar una bolsa de plástico. Me la entregó y de ahí saqué tres camisetas oficiales de la Selección española, cada una con un nombre de mis hijos en la espalda.

—Me he tomado la libertad de hacer camisetas de Alberto y Juan porque sé que ellos están igual de orgullosos de ser tus hijos. Son camisetas para que recuerdes que nosotros, tus hijos, somos también jugadores de tu equipo. Y que, vaya bien o vaya mal, no te preocupes, porque, si lo piensas, España también puede ser un decorado, una zona temática de Port Aventura en la que parece que estás en peligro pero al final todo acaba bien.

Ya me jode, pero no pude más que echarme a llorar. De repente, sentí como si todo mi cuerpo no pesara nada, y temblando le di un abrazo a mi hijo.

Llorando con King Kunta en la cantina azteca.

M

i

c

a

s

a

e

s

l

a

t

u

y

a

Me encuentro en el avión dirección a Moscú. Dentro de unas horas aterrizaré en el Aeropuerto Internacional Moscú-Domodédovo y podré dar por zanjada la terapia.

Según la doctora Angulo, la terapia nunca finaliza del todo, pero lo ocurrido ayer sin duda marca un punto y aparte. Ya no la volveré a ver como mínimo hasta que vuelva del Mundial.

Si todo va bien, nunca más.

Debo escribir sobre lo sucedido ayer para recomponerme. Para rematar. Y para reconstruir mi cerebro, roto en mil cachitos afilados a cada cual más puñetero.

Esto no es una confesión. Todo lo contrario, puesto que, según avanzo por el cielo a ochocientos kilómetros por hora, toda España lo está viendo en sus televisores, ordenadores, móviles e iPads. La cara más sucia de mi terapia, mi rotura mental, es ahora de dominio público.

Debo escribirlo para entenderlo.

Ayer.

Ayer vino Bertín Osborne a grabar su programa:

Mi casa es la tuya. En este caso, era la mía.

Es el tipo de entrevista que me sienta como un tiro en la rodilla. De las de hablar de la vida. Íntima y larga de cojones. Pero según Marta Prieto es importante hacerla para que el público descubra mi «perfil más humano». Y después ya no habrá más.

La última y se acaba la campaña. La última y a jugar a fútbol, por fin.

Por suerte, Bertín me parece un tío de puta madre.

Días antes de la grabación, Prieto vino con un pequeño equipo de interioristas de El Corte Inglés para que redecoraran mi casa.

Me cambiaron el sofá, varias mesas, dos butacas, la campana de la cocina y hasta el dormitorio del piso de arriba, aunque no estuviese previsto grabar ahí. Cambiaron incluso el interior de mis armarios, por lo que pudiera pasar. Me pusieron una gran alfombra blanca, como de piel de oso polar. Me limpiaron el patio trasero y guardaron todas mis cosas en el garaje. Si me levantaba por la mañana y quería ponerme las pantuflas, tenía que bajar descalzo hasta ahí para encontrarlas.

Todo diseñado para mostrar al público cómo soy yo, mi lado más cotidiano, el auténtico Rafael Bravo.

A las nueve de la mañana llegó el equipo técnico de Bertín: cuatro operadores de cámara, dos electricistas, dos técnicos de sonido, un operador de dron (con su dron), una maquilladora, una publicista, un

¿community manager? y una chica de Producción que hablaba sobre todo con Marta Prieto. Qué tipo de llegada íbamos a grabar, en qué habitaciones de la casa nos íbamos a mover y qué comida íbamos a cocinar. Según la orientación de las ventanas y la hora a la que íbamos a grabar, lo mejor era empezar con la escena de la comida. Por lo visto, la luz más indicada para filmar en mi cocina es la de las diez de la mañana.

Un puñado de gente trabajando, montando estructuras, haciendo pruebas, tomando decisiones, mirando sus móviles y relojes... mientras yo esperaba solo, sentado en mi nuevo sofá de toda la vida.

Y al fin llegó Bertín, que vino directo a mí sin hablar casi con nadie más.

—¿Qué pasa, macho? Vamos a echar un ratejo bueno, ¿que no? —me dijo mientras me daba un abrazo enorme que me aplastó todo. Es un tipo grande.

Olía a madera de roble, mezclado con un aroma de café y licor. Su pelo plateado estaba engominado hacia atrás a conciencia y sus ojos eran de un gris brillante. Penetrante.

—Ya me han contado que vamos a empezar con la escena de la cocina. Esta suele ser la parte más cachonda del programa, ya verás —me explicaba.

—Antes nos sacamos de encima el bloque del encuentro —saltó la chica de Producción, que parecía estar hablando con Prieto a la vez que estaba pendiente de lo que decía Bertín.

—Coño, claro. Primero nos saludamos. Lo mismo que acabamos de hacer pero con las cámaras en marcha. —Se dirigía solo a mí a pesar de tener a un montón de gente alrededor pendientes de él—. Tenemos que fingir como si hiciese mucho tiempo que no nos vemos, ya sabes.

Eso hicimos, ya maquillados y después de un par de pruebas de sonido. Con el recibidor de mi casa lleno de cámaras, focos y marcas en el suelo para indicarnos dónde saludarnos, hacia dónde andar y dónde pararnos. Hacer lo que ellos llamaban una «segunda toma de contacto», en la que Bertín hace algún comentario sobre lo mucho que le gustaba la casa. Rompiendo el hielo.

Después de esto, nos grabaron cocinando; un «bloque» que en realidad iba después del «bloque sofá», pero que convenía más grabarlo primero. Teníamos que simular que era la hora de comer y llevábamos toda la mañana juntos.

En la cocina, Bertín insistía mucho en lo poco que sabe manejarse con la comida y se lo pasaba pipa con eso. A mí no me hacía tanta gracia, pero comparto su opinión: cocinar es imposible.

Nos grabaron intentando preparar una dorada, apretando botones en el horno y echándole sal de Nepal. Este era el bloque más distendido en el que yo simplemente tenía que seguirle la corriente. Luego cortaron y alguien de Producción trajo una dorada cocinada de verdad para grabar cómo nos la comíamos.

Se calculó que para cuando el episodio hubiese llegado a este punto ya habríamos hablado de toda mi vida y mi trayectoria, así que me preguntó más que nada cosas de la Selección y el Mundial. Lo mismo que he andado respondiendo todos estos días en esta especie de campaña electoral que me han montado. Sin dificultad.

A pesar de no ser ni las once de la mañana, nos bebimos un rioja que, a diferencia de la mayoría de las cosas que nos rodeaban, era de verdad. «Con esto no se bromea», comentaba Bertín.

Y entonces llegó lo importante, lo gordo, el «bloque sofá».

El cara a cara puro y duro. El Bertín psicólogo.

—Ahora vamos a conocer al auténtico Rafa —me dijo, esta vez sin cachondeo.

Los electricistas montaron los focos en el salón de mi casa, los cámaras cambiaron baterías y un tipo que no había visto antes se acercó a mí para hacerme firmar un contrato. «Soy de Legal. Esto es solo una cesión de derechos de imagen, lo estándar en cualquier programa de televisión.»

Nada que no supiera ya.

Firmé, Bertín se sentó a mi lado, y a partir del grito de «acción» todo lo recuerdo como una niebla difusa.

La buena gente de la productora me ha facilitado hoy un archivo de vídeo para que lo pueda ver en mi portátil aquí, en el avión. Quiero verlo con calma, escuchándolo con los auriculares y transcribiéndolo palabra por palabra. Quiero reconstruir este trauma para entenderlo. Para entenderme.

—Rafael Bravo.

—Ese soy yo, je, je.

—Tú te criaste en un orfanato de Extremadura, ¿no es así?

—Correcto. Yo era un bebé cuando mis padres murieron, los dos, en un trágico accidente de coche. Tristemente, yo era tan pequeño que no recuerdo nada de ellos.

—Bueno, así por lo menos no pasaste por el trauma de echarlos de menos, ¿no?

—Supongo que es una forma positiva de verlo, sí.

—¿Y no recuerdas nada, nada, nada de ellos?

—Nada, nada... ni siquiera una foto pude ver.

—¿Ni una foto, macho?

—Dio la casualidad de que en ese coche, además, llevaban el álbum con todas las fotos que teníamos juntos, y también ardió en el accidente.

—Hostia, qué lástima. Oye, y tú llegaste a Madrid con... ¿quince años? ¿Es así?

—Quince años, eso es. Y ya me puse a jugar con el Valdemorro FC.

—Sí... y por lo que hemos hablado con el club, nos cuentan que llegaste solo y que venías de... ¿de un orfanato que había ardido en un incendio?

—Eso es... sí...

—¿Otro incendio?

—Bueno, lo de mis padres fue un accidente de coche, no un incendio.

—Ya, pero has dicho que ardieron, ¿no? Perdona si estoy siendo insensible, no es mi intención.

—No... sí, murieron quemados, desgraciadamente.

—Es horrible. Todos esos fuegos que vas dejando detrás de ti... ¿No te da miedo que un día te pille un incendio a ti también?

—Hombre, pues toco madera, espero no verme nunca en una de esas, claro que no...

—Pero, vamos, qué casualidad, ¿no?

—Sí... a veces se dan estas coincidencias tan nefastas. Por suerte, en mi adolescencia tuve la gran ayuda de Javier Gómez, que fue quien me fichó para el Valdemorro. Ahí me acogieron como a un hijo y me...

—Ya, bien, pero volvamos a lo de tus padres. ¿Nunca has imaginado cómo serían hoy en día si siguieran vivos?

—...

—Si pudiesen ver todo lo que has logrado tú en la vida... qué diría tu padre al verte jugar, ganar, entrenar a la Selección...

—Pero... ¿por qué iba yo a pensar en eso? Si ya te digo que no recuerdo nada de ellos. Es un tema del que no me gusta hablar demasiado si te soy sincero, Bertín.

—Por lo que tengo entendido, Rafael, estás viendo a la psicóloga de la Selección, ¿no es así?

—...

—La doctora Angulo.

—... ¿esto de qué va?

—Sabemos que llevas unas semanas yendo a terapia, desde que te hicieron seleccionador, y gran parte de esa terapia se basa en escribir un diario. Así me lo ha explicado ella, que ha venido hoy aquí también.

—Hola, Rafael.

Entre focos y cámaras, la doctora Angulo entró en escena. Se sentó al lado de Bertín, que seguía hablándome, pero yo ya no escuchaba nada.

En la pantalla veo su figura, tan recta y estilosa, perfectamente encuadrada e iluminada. La estaban esperando.

En este momento, recuerdo sentir el primer impulso de arrancarme el micrófono e irme, pero, coño, ¿irme dónde, si ya estaba en mi propia casa?

—Por lo que me ha contado la doctora, Rafael, en un punto de la terapia te pidió que escribieras sobre tus padres, ¿es así?

—¿Qué está pasando?

—Tú le recordaste que eres huérfano y que no los recuerdas, pero aun así escribiste sobre ellos. No sobre cómo te los imaginabas, no sobre qué sensaciones te provoca su ausencia, sino sobre ellos, sobre tu padre y tu madre, a quienes recuerdas perfectamente porque todas las historias que has contado públicamente son falsas, Rafael.

—Esto es una puta broma o qué. Dejad de grabar, se acabó la entrevista, fuera de mi casa.

Nadie del equipo era capaz de mirarme a los ojos.

—Rafael, relájate —intervino la doctora.

—Rafael, escúchame bien: sabemos que mientes y no pasa nada. —Bertín me hablaba completamente en serio—. Lo entendemos. Sabemos por lo que has tenido que pasar, hemos leído tu diario.

—PERO ¿QUÉ COJONES...?

—RAFAEL BRAVO. —Bertín se levantó indignado del sofá—. ¿ENTIENDES LO QUE SUPONE ESTAR EN TERAPIA SIENDO EL SELECCIONADOR DE ESPAÑA? ¿ERES CONSCIENTE DE QUE EL PAÍS ENTERO DEPENDE DE LAS DECISIONES QUE TOME TU CABEZA?

El calor de los focos me estaba abrasando. Bertín se había vuelto loco gritándome, con esos ojos de toro inyectados en sangre.

La doctora Angulo también me miraba, muy seria, mientras yo miraba a Marta Prieto en busca de explicaciones, pero ella tenía la mirada perdida con símbolos de euro en lugar de pupilas.

La doctora Angulo se inclinó, cogiéndome de la mano. Hablándome como quien le habla a un niño asustado que acaba de descubrir que en lugar de ir a Disneylandia lo han llevado al dentista.

—Soy consciente de que habiendo leído tu diario personal he violado nuestro código de confianza, Rafael, pero tienes que ser consciente de que mi trabajo no es el de una terapeuta normal. Yo trabajo para la Selección española, y a grandes males hay que aplicar grandes remedios. No es solo tu salud mental lo que está en juego aquí, es un problema de escala nacional lo que estamos intentando solucionar. Esta es la última sesión que tendremos; mañana te vas a Rusia a defender nuestros colores, así que te pido que dejes tu ira y tus miedos a un lado y te dejes llevar por lo que ahora va a suceder.

—Rafael —intervino Bertín, casi como si lo hubiesen ensayado—, el equipo de documentación del programa ha viajado hasta tu pueblo natal, Dos Piedras...

No daba crédito. Me temía lo peor. Llevaba todo este tiempo siguiendo las normas estipuladas, sin salirme de la raya, yendo a donde me decían que fuera, diciendo las gilipolleces que querían que dijera... ¿Cómo era posible que se estuviese girando tanta mierda contra mí?

—Ahí encontraron a tu padre. Sigue vivo. Tu madre, lamentablemente murió hace dos años.

Me estaba mareando.

—Al enterarse que habíamos ido hasta ahí por ti, costó bastante hablar con él. Pero finalmente accedió a cambio de tener un cara a cara contigo.

—Fuera de mi casa ahora mismo.

—Escúchame, Rafael, ya no te puedes permitir el lujo de tener secretos, de ocultarnos la verdad. Y lo que es peor, de ocultarte a ti mismo la verdad. Todo el país —señaló las cámaras— depende de la gestión que hagas de tu vida. Aquí y ahora. Escúchame bien: hemos traído a tu padre.

—¿QUÉ?

—Tienes la oportunidad de redimirte delante de toda una nación y marcharte limpio al Mundial.

En mi interior, la ansiedad chocó contra el mareo que me estaba provocando el olor a mueble nuevo y reaccioné vomitándolo todo sobre la alfombra del salón. Eché la dorada y el vino que nos íbamos a comer en la escena siguiente. Provoqué lo que en lenguaje televisivo se conoce como

un fallo de racord.

Bertín ni se inmutó por el vómito y me agarró fuerte de la nuca.

—¡RAFAEL! ¡Tienes que echarle un par de huevos! ¡Mira! ¡Alza la cabeza, cobarde!

Tirándome del pelo, me levantó la cabeza. En el vídeo se me puede ver lloroso y babeando bilis por la barbilla.

De entre las cámaras se abrió paso dando golpes un viejo roñoso, rezongando y blandiendo un bastón. Gritando, escupiendo en mi suelo. Mi padre.

—¡MARICÓN! —fue la primera palabra después de más de treinta años sin vernos—. ¡QUE SOLO SABES QUE MENTIR, MARICÓÓÓÓN!

Me pegó una hostia con el bastón en la barriga. Me doblegó, volviéndome a sentar en el sofá ya arruinado por las salpicaduras de vómito.

Ir a la siguiente página

Report Page