Brasil

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25. Otra vez solos y juntos

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25. Otra vez solos y juntos

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Otra vez solos y juntos

Cuando el techo que había sido presa de las llamas fue reemplazado por palmas entrelazadas, Tristão e Isabel gozaron de suficiente intimidad para volver a explorar su matrimonio. Habían transcurrido tres años desde la llamarada de su sexualidad —en el intervalo entre el ataque de los guaicurúes y el rescate a manos de los bandeirantes.—, llamarada avivada por la fiebre del hambre y la inminencia romántica de la muerte. Desde entonces, Isabel y Tristão no habían hecho nada para merecer el nombre de amantes. Ahora, lentamente —los ritmos corporales de ella parecían desacelerados, los de él más nerviosos y preocupados—, roturaron para cultivar la fangosa zona ribereña del sexo. Sus nuevas pieles les daban una oportunidad novedosa para el acto más crítico del amor, el acoplamiento. ¿Quiénes eran esas formas físicas, cada una de las cuales había de ser definida por la invasión de la otra? Una tez diferente implica distintas glándulas, distintos olores, distintos cabellos, distintas imágenes del propio ego, distintas historias. Ahora había algo sardónico en la sexualidad de Isabel, algo saciado por la experiencia de generaciones de hembras negras.

De su malograda madre blanca Isabel había heredado sobre todo una coquetería huera y quizás el miedo al parto. Ahora había descendido sobre ella una herencia diferente y una fuerza no meramente pasiva; negra, descubrió en sí misma un depósito de cólera imprudente y —cuando la oscuridad cercaba el jergón de paja susurrante que ella y Tristão compartían— se convertía en una suerte de pendenciera, de ruda provocadora. La blancura de él brillaba en las sombras de la choza, cuyo techo sólo dejaba pasar unos haces de luz de luna; Isabel jugaba a esquivar a Tristão, ahora que se confundía con la oscuridad, en la que le regalaba a él inesperadas porciones de su cuerpo, mordía su hombro y le arañaba la espalda, en una desviación de la curiosa reverencia con la que antes había manipulado el cuerpo de él. Sabía que habría un nuevo sadismo entre ambos, aunque no esperaba que se originara en ella. Tristão se mostraba a menudo preocupado —lo que alimentaba la ira de Isabel— mientras yacía a su lado o luchaba encima de ella; Isabel ya no era el color de algo hacia lo que él transitaba, sino el de algo que había dejado atrás. Su ñame resultaba satisfactorio, aunque ya no era del todo alarmante; probablemente era una nueva jugosidad en ella misma lo que disminuía no exactamente su tamaño pero sí su esencia elemental, su adorable existencia animal. Desde la primera vez que lo viera desnudo en el apartamento del tío Donaciano, la picha había mudado su primordial monstruosidad, su aspecto de reptil anfibio de una realidad mucho más antigua que la mente humana. Isabel había llegado a la triste conclusión de que ser una blanca follada por un negro es más delicioso que ser una negra follada por un blanco. La primera relación, para una descendiente de los amos del Brasil colonial, poseía la exaltación de la blasfemia, la emoción de un desafío político; la última sabía a tratos mundanos. No es de extrañar que las esclavas brasileñas hubiesen contoneado las caderas con sus faldas acampanadas, hecho girar sus parasoles orlados, y parido generaciones de mulatos como una corporación de expertas experimentadas. Follar no era gran cosa o, mejor dicho, formaba parte de algo más grande: quizá fuese una eterna comprensión femenina, pero las esclavas la alcanzaban más fácilmente que las frágiles amitas encorsetadas y dominadas por el cura, cautivas en la casona, que nunca veían a su marido desnudo y aceptaban pudorosamente su órgano —el instrumento de la fecundación y con frecuencia de la muerte— a través de un orificio en el cubrecama.

No obstante, aunque un tanto endurecida en su sexualidad, Isabel descubrió una nueva excitación, echada bajo los preocupados empellones de Tristão, en tratar de conectarse con una red nerviosa más angulosa que antes, menos redondeada por una desesperanza perenne. Dar con este método, no quedar atrás, eran las ambiciones neuronales de Isabel, generadoras de una pasión que hacía que a la mañana siguiente perduraran rojas las marcas de sus uñas en la espalda blanca. Estaba luchando por su vida cuando antes sólo había luchado por el placer y por librarse de su padre.

El mundo sexual, por ser la cara inferior del mundo real, es hasta cierto punto una inversión de éste. En su condición de desvalido, Tristão había sido «superior» antes, ahora era ella quien dominaba y exigía. Para usar la terminología con que desde su niñez Isabel y Eudóxia habían chismorreado acerca de las monjas, ella era el gallo y él la gallina.

—Eres mi esclavo —decía Isabel.

—Sí, amita.

—Lámeme allí si no quieres que te dé una paliza. —Isabel blandía un trozo de la frágil lanza que José había cortado en dos con su sable. Cuando Tristão llevaba varios minutos obedeciendo y ella alcanzaba el clímax, le decía—: Me parece que igualmente te azotaré.

Tristão la amaba más que nunca; estaba mareado con este nuevo amor por ella, que se confundía con el amor a su propia identidad blanca. Esta nueva relación dio por fin pleno campo de aplicación a su caballerosidad instintiva. También él había sentido algo brutal en su anterior atracción por ella. No había sido insensible al peso que la pérdida de posición social por parte de ella cargaba sobre sus hombros —la halagadora corona de mártir que eso la autorizaba a usar— ni a las indignidades de su prostitución en la mina y su concubinato en el campamento. De no haber sido negro, ¿ella le habría sido tan serena e indiferentemente infiel? Cierto es que con toda justicia ella podía argumentar que la pobreza y la desesperanza de él no le habían presentado ninguna alternativa, ¿pero no había encontrado Isabel cierto deleite en su degradación porque la culpa era de él? Ella lo había usado para volverse desvergonzada, negándole a él el lujo de la vergüenza. Lo había guiado a través de las elegantes calles de Ipanema por un laberinto en el que él jamás podría haber entrado sin ella. Se había rebajado a estar con él y por ende el amor de Isabel había lucido con mayor brillantez, con mayor pasión de autosacrificio.

Ahora era él quien se rebajaba a aceptar a una joven negra como compañera; era él quien ahora paladeaba la emoción de la descarga sexual cuando la otra persona no es un par social y espiritual sino un objeto de carne importado desde una gran distancia. Un objeto con una psicología; es la psicología la que anima nuestro amor —retorciéndolo, profundizándolo—, pero es la fisiología, como la mano más imponente y esponjosa de un masturbador, la que entrega la dicha. Todo el cuerpo de Isabel parecía más delgado y nudoso, sus protuberancias y huecos más enfáticos, ahora que ya no poseía el color de las nubes, el cristal y el humo, sino el de la tierra, de la madera húmeda y lisa, del estiércol reluciente. Ahora Tristão soportaba pensar en Isabel como un aparato digestivo con piernas, que necesitaba cagar y que gustaba de correr, extrayendo, como él, un dulce gozo en el movimiento y la defecación. El ano de ella, que antes le había asqueado levemente, encajado en su bolsón de piel de matiz marrón semejante a una mancha entre sus nalgas, una mácula permanente en una grieta sedosa, se manifestaba ahora como un tierno capullo de carne en espiral apenas diferenciable en su tono púrpura del lustre de berenjena que lo rodeaba. Su vello púbico, que ya no era lacio e incoloro como una versión más tupida de su cabeza, se había transformado en una mata crespa, aceitosa y elástica; le bastaba enterrar la nariz ahí —mientras ella lo montaba arrodillada a horcajadas en su cara, sonriéndole entre los senos generosos— para que su erección creciera como un colmillo de marfil ondulado donde la mano de Isabel, alargada hacia atrás, la buscaba juguetonamente y la pellizcaba produciéndole dolor. Antes Isabel lo trataba con cierta reverencia pero ahora lo llevaba a una persecución impúdica, obligándolo en ocasiones a luchar con ella hasta someterla y experimentar, mientras ella se retorcía, maldecía y le escupía enérgicamente a la cara, la criminal felicidad de la violación, que con cada acceso le hacía el mismo daño que el paso de una bala a través de su uretra. En ella había cierta hostilidad, pero a él no le importaba mientras pudiera sujetarla y follarla con una hostilidad propia, ahora liberada. El sexo es un forcejeo que ofende a nuestro yo cuerdo.

Al final de una de esas violentas sesiones, anidando su trasero contra el vientre de él mientras se disponía a dormir, Isabel lo sorprendió diciendo:

—Tal vez éste sea el polvo que engendrará un hijo. —Así reconoció lo que nunca había confesado a la luz del día: aún no habían hecho un hijo juntos.

—Espero que no —confesó él a su vez—. Todavía no. Antes tenemos que salir de este páramo.

—Cuando estemos otra vez en la civilización, me abandonarás. Me usarás un tiempo de puta personal, pero buscarás otra esposa, una mujer blanca.

—Nunca. Tú eres mi única esposa.

—Francamente, considero despreciable de tu parte —prosiguió Isabel— descartarme aunque te haya regalado mi precioso color, pero así son los hombres. La usan a una, la pegan y nada les importa un comino.

—No hables de embarazo, Isabel. Es prematuro. No estamos preparados psicológicamente para ser padres, aún seguimos demasiado enamorados. Nunca te abandonaré. Te amo tal como eres. Conservas tu antigua elegancia e incluso algo más. Disculpa, pero creo que ahora has adquirido tu verdadero yo. Todo el tiempo fuiste negra, tu blancura era un disfraz. De negra era la graciosa inclinación de tu rostro y de negra la forma en que arqueabas los pies.

Isabel meditó un rato, hasta que dio la impresión de quedarse dormida con miríadas de violentos espermatozoides trepando y pataleando hacia su acechante óvulo solitario. Luego Tristão la oyó decir, con una voz profunda en el límite de los sueños:

—Te perdono, Tristão, que seas tan cabrón.

El estaba más deseoso que ella de volver a las urbes. Su caballerosidad carecía de contenido sin un contexto social. Llevaban ese contexto en la cabeza, en su condicionamiento social, pero él necesitaba la confirmación del testimonio de otros que vieran su blancura tan elegantemente disparada como si llevara esmoquin. Aunque un hombre blanco y una mujer negra no serían tan llamativos y chocantes en Brasil como en Sudáfrica o en Norteamérica, en la imaginación de Tristão atraerían miradas calibradoras de la elevada magnitud de su amor. ¿Acaso Portugal, en estas tierras interiores pletóricas de palo de brasil y caña de azúcar, no había tomado por esposa a África sin consagrar solemnemente el enlace? El sería un blanco que elevaría a su amante negra hasta su propio nivel. En cierto sentido, elevaría a su propia madre de la favela y su pobreza empapada en cachaba, arrancándola de los brazos de todos esos padrastros fugaces, hombres del fangoso color intermedio de los inmisericordes bandeirantes.

E Isabel, que había maquinado esta transposición, saboreaba la venganza contra su padre, que en su mente supersticiosa había desdeñado su oferta de poner el nombre de Salomão a su hijo, permitiendo que éste fuese idiota. Su padre, evasivo aunque omnipresente, era Dios a sus ojos. Se imaginó frotándole su nuevo color en las narices como desafío a los Peces Gordos, en una identificación con las masas más dramática e indeleble que aquella de la que ella y sus compañeros radicales habían parloteado en la universidad. Sin embargo, paradójicamente (porque el corazón medra con las contrariedades, crece con la energía del amor y el odio), imaginaba que su padre la amaría, con su nueva piel sensual, y que por fin se lo arrebataría a su blanca madre que estaba en el Cielo.

Alimentados por el nuevo concepto que tenían de sí mismos, cuyos cambios y ramificaciones azotaban sus sistemas nerviosos en una agitación continua, hacían tanto el amor que los indios, mientras robaban raíces de yuca y mandioca de los campos desatendidos, señalaban la choza y decían: «Las piedras están chocando», en referencia a un mito según el cual uno de los hijos gemelos de Maira-Monan, Arikut —el hermano malo y arrojado—, queda aplastado entre piedras que chocan, pero es devuelto a la vida por su mellizo, Tamendonar, el hermano bueno y pacífico.

Como los labios, los pechos y el interior de los muslos de Isabel se ajaban por las raspaduras de la barba de Tristão, éste se la afeitó con la cuchilla de afeitar de un solo filo, la Gem que, ya oxidada y embotada, lo había acompañado los más de nueve años que llevaba con Isabel desde aquel día en la playa. Dos en la fábrica de fuscas, cuatro en la mina, tres como esclavo a la orilla de aquel río anónimo. Afeitado de nuevo, parecía más joven; le habían adelgazado las mejillas bajo el vello.

Ahora que él era blanco, Isabel se conmovía frecuentemente por una fragilidad que no había estado presente en el negro o que ella no había sido capaz de ver a través de su piel. Ahora Tristão podía ser torpe y vacilante, además de valiente y leal. Esta vulnerabilidad la emocionaba como nunca lo había hecho en sus brazos el pobre y flácido Salomão de ojos opacos. Ahora había en Tristão algo recatado y reprimido que a ella le divertía alarmar, pavoneándose ante él en una creciente agresividad sexual. Su clítoris parecía más largo y firme que antes, un asta tensa de cartílago rematada por un duro guisante hipersensible que empujaba en la cara o en el hueso púbico de él a la manera en que empuja un hombre, sin consideración por la otra persona, y el labio superior de Tristão caía hormigueante, dormido bajo la presión, y después aparecía amoratado e hinchado. Ella se hacía pagar este grosero dominio incitándolo a sodomías y azotainas, dado que el dolor que le proporcionaba volvía a poner de relieve el estado interior del amor que ella siempre corría el riesgo de perder en la vaguedad y confusión de la psique. Esa forma sabía a vainilla cuando era una cría y la cocinera le daba a lamer el cucharón de revolver. Olía a escamas de coco en las narices de la niña. Esta intensidad de sensaciones dulces siempre amenazaba con opacarse. Sólo nuevas identidades y contorsiones la mantenían brillante. La perversión, como la castidad, es una forma de evidenciar el dominio humano sobre esta pulsión animal. A regañadientes, pero luego con cierto fervor, Tristão se unió a ella en el montaje de escenas eróticas, atándole las muñecas con lianas, colocando el sable de José entre ambos en el jergón donde dormían, poniendo en juego sus antiguos grilletes de hierro mientras se daba el gusto con su impotente esclava. Le mordía los hombros y como si tuviera colmillos chupaba la suave depresión de la base de su cuello. Las delicadas membranas del glande, que apenas habían cambiado de color con respecto a los tiempos en que era negro, todavía hinchado de sangre y caliente como el corazón arrancado a un conejo, pedían a gritos las membranas de la boca de ella. El contraste de colores de los amantes era menos marcado que el de sus genitales, dos flores exóticas tan contradictoriamente evolucionadas. Arriba, abajo, agresivos, pasivos, dominantes, sumisos, hostiles y amorosos, Tristão e Isabel oscilaban lujuriosamente entre contrariedades y se entregaban mutuamente los dones del agotamiento físico y de una identidad somnolienta con el universo.

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