Brasil

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26. Otra vez el Mato Grosso

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26. Otra vez el Mato Grosso

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Otra vez el Mato Grosso

Llegó por fin el momento de desenterrar las raíces de mandioca, molerlas hasta convertirlas en polvo, cocinarlas en tortitas saladas y partir. Por miedo a los guaicurúes, procuraron mantenerse al norte de su ruta anterior, guiándose ahora por el sol naciente. Era la temporada de las lluvias, breves pero intensas a primera hora de la mañana y nuevamente a última de la tarde, a medida que se aproximaba la noche. Los chubascos los cegaban pero pronto escampaba; todas las superficies de las hojas y la tierra humeaban vaho por la neblina y resplandecían como la piel saludable y esperanzada de ellos.

Tal vez fuese por la ruta elegida, pero la extendida meseta árida parecía más sumisa que antes, cuando avanzaban bajo la guía de Kupehaki. La segunda semana de caminata, Isabel abandonó su ansiosa y poco realista esperanza de encontrar jinetes guaicurúes y con ellos a Cordélia y Azor, con abalorios indios, desnudos y pintados pero vivos. La tercera, ella y Tristão empezaron a tropezar con granjas, ranchos bajos y encalados, de techo rojo, donde una pareja, un mameluco feroz con holgados pantalones de peón y una india tímida y regordeta, cuidaban la casa con sus gallinas, cerdos e hijos harapientos, y administraban unas pocas hectáreas de tabaco y maíz, algodón y soja, separadas con espinosos arbustos secos de los jabalíes y el ganado de los ricos que vagaban por los chapadôes. Aunque pobres —y al borde de la ruina por la sequía inminente—, los granjeros daban a Tristão e Isabel un poco de arroz, de judías y pinga, además de brindarles una noche protegida en un cobertizo, donde su lecho de lujo eran pilas de espigas de maíz sin descascarillar, que cedían a cada movimiento de sus cuerpos y salpicaban sus relaciones sexuales de risitas por no encontrar apoyo para la fricción necesaria.

A medida que avanzaban hacia el levante aumentaban las granjas en número y prosperidad, dando origen a pequeños poblados polvorientos en los que lograron aumentar sus recursos con el trabajo. En un pueblo, conjeturaron que ella, por ser negra, sabía lavar ropa; Isabel acarreaba las sábanas y pantalones sucios del alcalde local y los comerciantes en granos, junto con las camisas de muselina de sus gordas esposas, hasta el río lugareño que apenas era un hilo de agua, y golpeaba todo hasta dejarlo impecable contra las piedras planas, con ayuda de un jabón de lejía amarillo que le resquebrajaba las uñas y dejaba las yemas de sus dedos ásperas como la arenisca. Para Tristão, con su mirada autoritaria, sus anchos hombros y la impresionante frente ancha, aparecieron tareas más elevadas; tras algunos días de observar su presencia ociosa pero digna, el abogado del lugar le confió la entrega en mano de un mensaje a un cliente que se encontraba a un kilómetro y medio de distancia; el ferretero lo contrató para manipular los barriles, sacos y herramientas de hierro en la trastienda de su emporio y luego, comprobada la alfabetización de Tristão y el aire de honestidad y rectitud que irradiaba, le adjudicó un puesto entre las estanterías y cajones del frente, las balanzas y la caja registradora. Una costurera, apiadada de las manos agrietadas y cuarteadas de Isabel, la invitó a coser donde no se veían las puntadas, y más tarde donde se veían, dado que las lecciones de las monjas en labores habían sido metódicas y concienzudas; la costurera se preguntaba cómo esa negra indigente, esa simple moleca, había adquirido tanta delicadeza y tan buenos modales. Todo esto ocurrió en un poblado de las cuestas de Serra do Tombador, con calles en zigzag cuyas aceras ascendían en peldaños que flanqueaban una cuneta central empedrada por donde subían los carros y bajaban las aguas residuales.

En otra población, más al este, Tristão consiguió empleo en una herrería, y en otra fue mecánico de coches: los automóviles sustituían lentamente a los transportes tirados por caballos en los polvorientos caminos de tierra adentro. En cualquier sitio donde trabajaban, atraían todo tipo de bondades con su vivacidad y gracia, y más de una vez les ofrecieron oportunidades de instalarse de forma permanente, con agradables perspectivas provincianas, pues el desarrollo era el destino evidente del sertão. Durante un tiempo, reanimando los músculos endurecidos en la mina de oro, Tristão trabajó en una cuadrilla caminera tendiendo las piedras trituradas de una nueva carretera que llevaba a esa vasta región de subdesarrollo y promesas. «Las carreteras son el futuro de Brasil», recitaba todos los días el capataz, a la manera del sacerdote de una nueva religión destinada a compensarles la espalda dolorida y los magros salarios, pagados con una moneda que, cuanto más civilizado era el entorno, más rápido se veía erosionada por la inflación y los precios altos.

Al llegar a verdaderas ciudades, empezaron a tener aventuras urbanas. Isabel descubrió una tienda que vendía joyas y platería, cuyo encargado supo apreciar la exquisita calidad de la antigua cruz adornada con piedras preciosas del tío Donaciano. Otros comerciantes no habían mostrado el menor interés por el antiguo objeto sagrado pero a éste se le iluminaron los ojos. Era un pardavasco —hijo de negro y mulata— oscuro como un etíope, de ojos oblicuos y con entradas en las sienes. En complicidad con ella y en contra de los invisibles propietarios del establecimiento —que según dijo eran agroindustriales japoneses instalados en el lejano Rio Grande do Sul—, cerró el trato por diez mil cruceiros, cifra ridículamente generosa, le juró, por un objeto tan corriente como una cruz de la época colonial.

—Pero debo confesar que no sólo soy un estudiante imparcial de las religiones, sino un ardiente devoto de varias. Usted ha descubierto mi debilidad, señorita.

Además, sugirió que durante el largo descanso del almuerzo, entre la una y las cuatro y media, se reuniera con él en su habitación de arriba.

—¿Cuánto valgo para ti? —le preguntó Isabel con una franqueza que no habría sabido expresar con su antigua piel.

—Te serviré un delicioso almuerzo —prometió el joyero— y te haré escuchar mis discos de las últimas canciones afoxé de Bahía.

—Estoy en bragas —replicó descaradamente Isabel, refiriéndose tanto a que andaba escasa de dinero como sexualmente excitada por él. Después de tanto tiempo copulando con un blanco y retorciéndose alrededor de su curiosa psicología blanca, Isabel sentía que se debía a sí misma una sesión con un hombre casi tan negro como ella—. Cien cruceiros. Supongo que valgo tanto como la centésima parte de esa baratija que ni siquiera mueve los brazos y escucha las oraciones pero no responde. Yo responderé a todas tus oraciones siempre y cuando no sean demasiado indecentes.

El hombre se mostró atónito e indignado, y logró reducir el precio a ochenta y cinco cruceiros, que sumaría al precio del objeto comprado, transfiriendo así el coste de su lujuria a los lejanos agroindustriales.

Su habitación en el piso de arriba estaba abarrotada y brillante —como la jungla que Isabel había atravesado con Ianopamoko—, clamorosamente llena de estatuas religiosas con los colores de los papagayos, representantes de todos los objetos del culto católico: María, el niño Jesús, Cristo crucificado, san Sebastián con sus flechas, santa Catalina con su rueda dentada, el Papa de gorro blanco que usaba gafitas y murió de hipo, además de los orixás y exús de candomblé, con idénticas cabezas de yeso y mirada de yeso pintado junto con bustos de superficie beige de Elvis, Buddy Holly, Little Richard y otros ianques inmortales del rock. Había incluso un Buda dorado y una Kali esmaltada en negro, con su llameante lengua roja y su collar de calaveras. Este pardavasco vivía realmente para sus religiones, lo que ofendió a Isabel: desconfiaba de la masculinidad de un hombre que no estaba dispuesto a hacer de ella su único objeto de adoración.

En lugar de caer instantáneamente en brazos del amor, el joyero insistió en que escuchara con él sus discos de afoxé, y le explicó:

Afoxé es la más africana de las músicas brasileñas, íntimamente vinculada al candomblé, que ha sido rejuvenecida a través de las Américas por el reagge jamaicano y el Movimiento por la Conciencia Negra.

La convidó con una marihuana que no produjo a Isabel las sensaciones cósmicas del iajé de Tejucupapo. El sexo, cuando finalmente llegaron a eso, la impresionó como mecánico y aburrido en comparación con la evolución que habían experimentado ella y Tristão. El joyero no era un hombre que amara a una mujer hasta el punto de la aniquilación y ella no estaba condicionada para otro tipo de amor. No obstante, volvió varias veces con el comerciante Olympio Cipóuna, a su habitación plagada de cabos de velas votivas; depositaba el dinero que le sacaba en una cuenta de ahorros cuya tasa de intereses se adaptaba según la inflación.

Cuanto más se internaban hacia el este, desde una selva sólo apta para indios hasta campos dedicados a la ganadería sin vallar y tierras de labranza diversificados por bolsones de industrias patrocinadas por el Gobierno, más evidente se hacía su necesidad de dinero, de un capital. Necesitaban ropa, calzado, cruceiros para alojarse y comer en restaurantes. La ciudad provinciana de Bunda da Fronteira tenía no muchos años antes aceras de tablones, fachadas de imitación madera, postes para atar animales, y todos los hombres portaban armas. Ahora, en los escaparates de las barberías de la arteria principal y en las paredes de la sociedad histórica local exponían fotos de antiguos linchamientos y salones de baile. En todas partes vendían piezas de artesanía india, especialmente trabajos con plumas hechos por los erikbatsas, para los turistas alemanes y suecos a los que llevaban en autocar; también se celebraban fiestas de pescadores canadienses, organizadas para saquear las generosas aguas de los ríos Araguaia y Xingú. Se estaban instalando a toda prisa comodidades para los turistas y la burguesía local. Había en construcción edificios de diez pisos para oficinas, con ventanas emplomadas y aire acondicionado; se habían instalado postes de alumbrado eléctrico en seis cruces de calles; el agua del grifo se estaba volviendo potable, y el centro comercial iba adquiriendo forma en el límite de la ciudad.

Isabel, tras mencionar su experiencia con la costurera en el interior —en la población con calles empedradas y muy empinadas—, encontró empleo en una tienda de ropa, al principio poniendo alfileres y cosiendo en la trastienda y después, gracias a su encanto y a la picante sofisticación de su estilo, en el frente, como vendedora. Tristão, a su vez, consiguió trabajo como portero en una discoteca que acababa de inaugurarse con el nombre de Mato Grosso Elétrico. Lo fundamental de la tarea no consistía en desalojar de vez en cuando a un cocainómano que se había puesto frenético con una sobredosis, ni al camello excesivamente llamativo, sino en juzgar a quién admitir entre las multitudes que todas las noches se abrían paso a codazos en la chispeante acera de cemento. Era lo mismo que componer un ramo, una ensalada fresca, cuya variedad significara alegría y un ámbito desapegado del mundo. Algunos travestís ataviados con colores chillones y peluca estaban muy bien, pero demasiados ahuyentarían a los heterosexuales; unos pocos maduritos panzones en busca de placer eran deseables —para dar peso y perspectiva histórica a la muchedumbre de bailarines—, pero debía predominar la nota juvenil; una joven pintarrajeada con minifalda de lentejuelas y blusa transparente podía pasar, a menos que su acompañante tuviese la pinta agazapada, ansiosa y asexuada de un chulo de putas. A fin de crear un pequeño paraíso interior, la ansiedad y la esperanza de beneficios tenían que dejarse en la puerta. El aprovechado, el voyeur manifiesto, el novato aspirante al éxito social, debían ser excluidos. Tristão examinaba la serie de rostros entusiasmados bajo las luces blanquecinas del cartel parpadeante del Elétrico en busca de los puros de corazón. Se podían admitir algunos pobres, aunque no tantos como para incomodar a los cómodos, ni para dar lugar a choques sociales y gestos revolucionarios a medida que evolucionaban el baile y la desinhibición. La revolución se había quedado en los años sesenta. Ahora corrían los setenta. La bacanal tiene que conservar cierto sabor a inocencia apolítica. Lamentablemente, a menudo Tristão debía excluir a los negros, pues se presentaban en mucho mayor número, proporcionalmente, que el de su representación en la población de Bunda da Fronteira, que era relativamente escasa. Los asistentes blancos y branquelos debían sentirse parte de una sociedad multirracial, pero no abrumados. Una discoteca no es un batuque, una juerga congoleña; con sus efectos psicodélicos procura crear un éxtasis desprovisto de peligros y depravaciones, sin ninguna de las consecuencias del vicio…, una oxigenación en la que puedan desplegarse los tiernos brotes del apareamiento. Las luces estroboscópicas, los láser de color, los sonidos agudos, la música insistentemente rítmica y el champán aguado intentan trocar las pasiones en coraje, en una especie de plumaje, y no ahuyentarlas. El espectáculo nocturno, en el que con creciente habilidad Tristão seleccionaba a los elementos humanos, no debe ser un espectáculo violento, a merced de los ostentosos y exhibicionistas. Su elevada estatura, su frente blanca, sus gestos y ademanes autoritarios señalando a los escogidos en el fondo de la multitud apiñada; su noble renuencia a sonreír, ya fuese aprobadoramente o disculpándose, lo volvieron imponente en su papel de juez, convirtiéndolo en una suerte de celebridad en las noches de Bunda da Fronteira. Sus empleadores, gánsteres bajos y mestizos, picados de viruelas, personalmente impresentables, valorizaban su elegante aspecto y le ofrecieron un aumento de salario y beneficios, cuando cinco meses más tarde anunció su decisión de marcharse.

Ahora él e Isabel habían acumulado suficiente dinero, ropa y sensatez urbana para partir, no en autocar sino en un DC-7 —un vuelo de menos de una hora—, rumbo a Brasilia. El trayecto desde el campamento les había llevado casi un año.

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