Brasil

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27. Otra vez Brasilia

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27. Otra vez Brasilia

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Otra vez Brasilia

Habían transcurrido ocho años desde que Isabel fuera estudiante en la universidad y se acostara con Tristão entre los bananos y las yucas en una de las amplias áreas entre las calzadas de la autopista de la capital. Su padre ya no era embajador en Afganistán, donde el rey Muhammad Zahir había sido depuesto por un grupo de jóvenes oficiales militares cada vez más sometidos a la influencia soviética. La militancia islámica crecía y se gestaban problemas en el Asia central; Salomão se alegró de irse. Ahora servía a los Peces Gordos como viceministro de Desarrollo Interior, con una serie de despachos en las amplitudes marmóreas del Palácio do Planalto. Cuando atendió el teléfono, a Isabel le pareció más viejo, con su antigua fuerza y majestad paternal disminuidas…, ¿o había madurado ella en las penurias y el amor volviéndose adulta? Ahora tenía veintinueve años y había notado algunos rizos canosos mientras se retocaba su imponente peinado afro. Bajo cierta luz el dorso de su mano se veía fibroso y la piel bajo el mentón un poquitín floja. El padre no discutió ni se resistió cuando ella le dijo con tono firme:

—Papi, estoy bien y no gracias a ti. Quiero visitarte y que conozcas por fin a mi companheiro, mi querido marido.

El silencio de Salomão no se prolongó; era quizás el intento de un diplomático por encontrar las palabras adecuadas.

—Nada podría complacerme más, querida mía. Te he echado de menos y he pasado muchas noches en vela agitado por la angustia de la ignorancia de tu paradero y bienestar. Después de la vida de mujer de un minero en Serra do Buraco, de la que me llegaron rumores a las antípodas, desapareciste de la faz de la tierra.

—En ningún momento salimos de Brasil —replicó Isabel fríamente.

—Noto tu voz cambiada. ¿Siempre fue tan… gutural?

—La gente cambia, padre. Los hijos crecen. Esta es mi voz actual. ¿Encaja en tu atareada agenda una visita mañana a las seis de la tarde? No te molestes en darnos de cenar. Un té o unos cócteles serán suficientes. Más que suficientes quizá.

Si Isabel fue lacónica, se debía parcialmente a que Tristão estaba echado en la cama del hotel, escuchando. Cuando colgó, él le dijo:

—Ese es el hombre que nos secuestró y envió un asesino a matarme. ¿Se supone que debo ir ahora amablemente a su encuentro?

—Ahora eres otro. Y papi también parecía diferente. Viejo. Más triste. Creo que es verdad que me echó de menos. Antes nunca tuvo tiempo de ser un padre.

Se probó tantos vestidos como antes de ir a la casa de Chiquinho en Moóca, diez años antes, decidiéndose al fin por una túnica sin cinturón y larga hasta los tobillos, de vistosa seda tornasolada en los colores de un pavo real, de voluminosas mangas con un tajo que descubría elegantemente el negro ónix de sus brazos delgados, atuendo que en otros tiempos le habría dado aspecto de estar ojerosa.

El apartamento de su padre, en el rascacielos curvo con balcones de cristal y laterales blancos en el Eixo Rodoviário Norte, parecía menos grandioso que cuando viviera allí como impresionable estudiante. La pareja de sirvientes —el hombre alto, lúgubre y verdoso, la mujer rechoncha y morena— que había llegado a conocer y de cuya compañía dependía durante las frecuentes ausencias de su padre, había sido sustituida por un único criado, un joven ágil y ligeramente pecoso de cabellos anaranjados levantados en bucles al estilo rastafari, como una cesta de hilaza enmarañada en su cabeza. El joven hizo pasar a Tristão e Isabel al vestíbulo y se retiró con una impertinente inclinación de la cabeza. Mientras aguardaban la aparición del padre, Isabel se dio cuenta de que realmente el apartamento era más pequeño: no era el mismo. La thang-ka tibetana, la coiffeuse Luis XV con su vasija Ch’ing negra, los grabados japoneses y las figuras talladas de los dogon seguían allí, junto con una alfombra de piel de cordero y una impresionante marmita de cobre trabajado a martillo de punta que debían de ser afganas, pero todo estaba más amontonado, sin el lujoso espacio circundante que antes dotaba a su belleza de la intensidad del aislamiento. Ahora ese cúmulo de objetos poseía el clamor febril de una fiesta demasiado concurrida para la superficie disponible. Ya no estaba el largo pasillo por el que se había arrastrado con sus libros hasta su habitación noche tras noche, y las ventanas del salón no daban al lago Paranoá sino, en un escenario menos espectacular, a la Rodoferroviária. Tal vez la carrera de su padre, que en tiempos del presidente Kubitschek tenía perspectivas aparentemente infinitas, bajo la sucesión de generales había alcanzado su límite, en embajadas paulatinamente más secundarias y en cargos administrativos que no sólo concernían al interior del país, sino que compartían su descuido. Salomão Leme entró en el salón. Había envejecido, aunque sus pies pequeños y finos aún se movían rápido en sus pantuflas de charol de estar en casa. Se había puesto un batín de solapas marrones para recibirlos, encima de unos pantalones con la raya como una navaja afilada. El cabello raleante en la parte superior del cráneo se había convertido en un simple halo de pelusa sobre la ancha coronilla levemente ondulada, y su mirada oscilante era más pesada, tiraba más pronunciadamente que nunca de la delicada piel incolora hormigueante de nervios que circundaba sus ojos.

¿Lo imaginó Isabel o se contrajo al verla un diminuto músculo, debajo de uno de esos ojos grises, después de ocho años? En caso afirmativo, su mirada decidida apartó el irritante agente sorpresivo, sus pantuflas siguieron deslizándose rápidas por la alfombra de cordero, y los labios que rozaron primero una mejilla y luego la otra estaban fríos.

—Mi hermosa niña —dijo y le apretó suavemente los hombros para contemplar mejor ese rostro levantado en actitud desafiante.

—Padre, éste es mi marido o prometido, o lo que prefieras, Tristão Raposo. —El simple acto de volver a verlo la había hecho sentirse mareada e infantil, tener la certeza de la indulgencia.

—Encantado —dijo el padre mientras estrechaba la mano delgada y pálida del joven con la suya, más regordeta.

—Lo mismo digo, señor —respondió Tristão sin contestar siquiera con el amago de una sonrisa al esbozo de otra del anciano que descubrió, conmovedoramente para Isabel, sus pequeños dientes redondeados, más pequeños aún de lo que ella recordaba, y amarilleados por la edad. Esos hombres que se medían mutuamente con la mirada produjeron un hormigueo en el estómago de Isabel.

—Por su acento, usted es carioca —dijo el padre de Isabel a Tristão.

—De nacimiento y crianza, señor. Mi familia vivía en las cuestas del Morro do Babilonia. La casa no era gran cosa pero disfrutábamos del espléndido panorama del mar.

El diplomático comentó:

—Ya no conozco bien Río de Janeiro, aunque no hay modo de sacar a mi hermano de allí, que vive como un cangrejo ermitaño en una concha rechazada. Mi vida en Río concluyó, prácticamente, cuando la capital se trasladó a Brasilia.

—Un traslado que enorgulleció a nuestro país —dijo Tristão, y un tanto envarado hizo caso omiso de la sutil indicación de que se sentara en alguno de los diversos sillones mullidos.

—No obstante, dudo de lo acertado de esa decisión —dijo Salomão mientras se sentaba en el sillón de brazos anchos tapizado en pana beige que, sabía Isabel, sólo ocupaba el segundo lugar en sus preferencias; su favorito era el de orejas en felpa roja, ahora de un color salmón en los brazos y el asiento por el desgaste, en el que se había posado Tristão con evidente cautela. Ella se situó entre ambos, en el largo sofá blanco, con las rodillas al nivel de la mesa baja cuya taracea formaba un tablero de ajedrez. Un jarrón delgado, un cenicero limpio, un pisapapeles de cristal, sugerían que había un jaque mate en ciernes—. El traslado ha dejado a nuestro Río —suspiró Salomão— como lo que los ingleses llaman grass widow, una mujer cuyo marido está ausente, y ha realzado la sensación de la gente en el sentido de que el Gobierno es algo distante y fantástico, que tiene muy poco que ver con ellos.

—Con el tiempo el desarrollo de Brasil rodeará la nueva capital —dijo Tristão a modo de consuelo— y Brasilia será el centro de todas las cosas. Sin duda los hombres del futuro se preguntarán por qué está situada tan al este. Al recorrer recientemente el Mato Grosso, Isabel y yo nos sorprendimos por la velocidad a que avanza el desarrollo. Todos los lujos frívolos de la era moderna, incluyendo autocares llenos de turistas, llegan a un desierto inocente.

—Es un verdadero quebradero de cabeza —coincidió el caballero y golpeteó los pies calzados con charol sobre la alfombra blanca para subrayar sus palabras—, casualmente mi quebradero de cabeza, pues como quizás Isabel le haya informado, hace poco me he convertido en viceministro de Desarrollo Interior, donde el «vice» sólo es un eufemismo, dado que el soi-disant ministro es un general sin reciclar cuya única pasión auténtica consiste en espiar a argentinos y paraguayos para cerciorarse de que en sus arsenales no tienen cohetes o cazas supersónicos que no tengamos nosotros en los nuestros. ¡Es tan paranoico al respecto como para imaginar que Castro recibe todo tipo de maravillosas golosinas rusas que nuestra alineación con los imperialistas occidentales le niega a él! ¿Me permitís que os invite a una copa?

El sirviente había entrado deslizándose casi en un paso de danza, al tiempo que meneaba sus bucles lanudos de color naranja. Isabel le pidió una copa de vino blanco —no chileno ni australiano, aunque tampoco necesariamente francés—, su padre, en un expansivo ademán de sus cortos brazos, una lima con gin, muy seca y con dos cebollines, y Tristão se inclinó por un vitamina. Isabel procuró alejar el aleteante temor de que su marido quería mantener la cabeza despejada en previsión de una pelea, y la impresión de que su mano iba constantemente al bolsillo lateral de la chaqueta para tocar la cuchilla de afeitar.

—Por favor, papi —soltó Isabel en medio de su nerviosismo—, no les permitas que sigan desarrollando el interior. ¡Es horrible lo que están haciendo con los indios!

El padre volvió hacia ella su gran cara —grande por tratarse de un hombre tan menudo— con la frente amenazadora y la pesada mirada húmeda, para decir con una voz no tan amable como para velar por completo el tono de reprimenda:

—Tenemos un departamento de Asuntos Indios, Isabel, el FUNAI, que cuenta con un presupuesto generoso y más de la proporción que le corresponde en publicidad. Indios, indios, en cualquier sitio que el Gobierno trata de dar un paso, se tropieza con ellos. Ya se han dispuesto vastos terrenos, a la vera del Amazonas, del Xingú, en el Pantanal, para que retocen, holgazaneen y cada uno de ellos practique sus repugnantes correrías con las mujeres de los demás. Pero hablando seriamente, y en esta cuestión apelo al señor Raposo…, ¿cómo puede permitirse que cien mil atrasados hasta los albores de la humanidad obstaculicen el progreso de una nación de más de cien millones? ¡Valorar a los indios, sí! ¡Arrepentirse de atrocidades pasadas, sí! Pero yo le pregunto, señor Raposo, si un indio ignorante y plagado de enfermedades vale lo mismo que mil hombres y mujeres civilizados.

—Claro que no —respondió Tristão—, pero vale lo mismo que un hombre o una mujer civilizados, ¿verdad? Es un brasileño, como todos nosotros.

El padre de Isabel parpadeó al comprender que una flecha de sensatez, una amable agudeza, lo había atravesado mientras tomaba su segundo trago muy seco de lima con gin. Sonrió, en una especie de expresividad que Isabel no le conocía:

—Exactamente.

—Padre —intervino Isabel—, nosotros hemos vivido un tiempo entre los indios y no podrían haber sido más bondadosos. Salvo unas pocas excepciones —agregó, al recordar a los guaicurúes que se habían llevado a dos de sus hijos. Empezaba a sentirse otra vez embarazada, sospechaba que del pardavasco promiscuamente religioso.

—Sí, querida, sin duda. —El pulido funcionario político no hizo caso de la aseveración de su hija y le preguntó a Tristão—: ¿Y qué lo llevó a internarse tanto tierra adentro, señor Raposo? ¿Sería tan amable de decirme cuál es su profesión?

—Caballero errante, podríamos decir —replicó Tristão sin sonreír, tras una pausa—. He estado involucrado en diversos campos: minería, fabricación de automóviles, manufactura de embarcaciones, comercio al por menor e incluso, últimamente, la industria musical y del espectáculo, en calidad de directivo, aunque no soy músico ni creativo de una manera palpable. Siempre he vivido gracias a mi ingenio y a cierta crueldad desapasionada.

—¡Tristão! —exclamó Isabel, emocionada por la osada sinceridad de su amante.

—Minería, fabricación de automóviles —repitió el padre, como si quisiera dar mayor peso a estas frases. La secuencia significaba algo para él, le sonaba, lo que le habría preocupado de no ser porque el alcohol se abría paso suavemente en sus venas, y por su deseo de que todo lo concerniente a este encuentro fuera sobre ruedas. Era demasiado viejo, estaba muy cansado para asimilar disgustos. Había explorado los límites del poder. Había visto suficientes fanáticos en Afganistán, en Irlanda—. A mi hija —confesó— le gustan las aventuras. En la universidad, a pocos pasos de aquí, se enredó con un chico tan revolucionario que sólo la intervención de su opulento padre y el pago voluntario de sobretasas en los impuestos a sus bienes lo salvó del rigor oficial. Y una vez, durante las vacaciones navideñas en Río, ella… Pero veo que la estoy turbando. Tal vez la culpa sea mía. Ha heredado de mí la sangre caliente. A mi opaca manera, señor Raposo, oculto en el disfraz gris del negociador y el administrador, también yo me he aventurado…, los trofeos que nos rodean corresponden a mis viajes. El tío de Isabel, mi hermano, con el que ella vivió algunos años, como sin duda ya le habrá contado, es todo lo contrario: un formal hombre de negocios que apenas se aventura a salir de Ipanema para llegar a Leblón. Su despacho, su club, su piso, el de su amante…, ésa es su ronda día tras día. ¡Si le ruego que me visite, dice que le dan miedo los aviones, que la altitud de Brasilia le diluye la sangre y le afecta el oído interno! ¡Le diluye la sangre! Se ha convertido en una vieja solterona. Sin embargo, como la araña inmóvil en el centro de su tela, Donaciano tiene muchos contactos. Si usted estuviese en busca de otro campo para conquistar, mi joven amigo, y se considerara dispuesto a instalarse con Isabel en São Paulo, donde en la actualidad se realizan todos los negocios serios de nuestro país, es posible que entre él y yo encontremos un puesto susceptible de aprovechar su experiencia. ¿Qué opina de las huelgas obreras?

Tristão miró de soslayo a Isabel en busca de orientación, y como sólo encontró el vino del amor chispeante en sus ojos de un gris azulenco, contestó:

—Cuando yo era un trabajador no hacía huelgas. De hecho, ni siquiera sabía quién era el jefe del sindicato y quién el dueño de la planta. Sólo sabía que a mí me dolía la espalda y a ellos no.

—¡Exactamente! Evolución y no revolución, ¿no le parece? Todas las clases tienen que cambiar para mejorar, por supuesto, pero a un ritmo que no destruya la vieja matriz, ¿no le parece?

—Sí, hay que conservar la matriz.

—Lo que los jóvenes llaman «el sistema», entre comillas, como pinzas que recogen algo desagradable. ¿Pero qué es el sistema salvo lo que ha evolucionado, lo que ha emergido en función de los esfuerzos del hombre, cada uno buscando sus intereses personales y elevando éstos todo lo posible para engrandecer también así la gloria de la nación? —A continuación contó una larga historia de sí mismo en plena juventud, cuando su esposa todavía vivía, que en paz descanse su alma asombrosamente bella, e Isabel estaba en pañales, y cómo llegaron a Brasilia cuando solamente era un desierto, un antiguo sueño sustentado por unos pocos devotos…

Isabel desvió la atención, pues había oído muchas veces esa historia, o historias semejantes. Se incorporó, con el pie de la copa de vino como una varita plateada en una mano, y el cigarrillo en la otra como una varita de aire, de espíritu y sensaciones. Se acercó al ventanal y vio los cubos arquitectónicos de Brasilia brillantes en la noche aterciopelada que ya había caído. Los relucientes paralelepípedos, las autopistas señalizadas, los monumentos parabólicos a la historia nacional de disensiones y luchas, todo parecía reflejo de su propia vida interior, de su capacidad para conceptualizar y amar, el amor era, en sí mismo, un concepto. Los dos hombres que estaban a su espalda la amaban, y cuando oyó que el relato de su padre por fin concluía y Tristão emitía una risa apreciativa, se volvió triunfal, con el abdomen en un hormigueo zumbante, para enfrentar la doble ráfaga de adoración.

Pero ellos hacían caso omiso de su presencia, la excluían. Tristão estaba contando, tras esperar cortésmente su turno, una historia propia acerca de las dificultades para discriminar entre mujeres y travestís —cuando era portero-matón de la discoteca Mato Grosso Elétrico— y su temor a dejar fuera por error a las verdaderas mujeres, de apariencia menos femenina que los hombres disfrazados. También se había presentado un enano travestido, acarreando la cuestión política de cuántos enanos por noche podían admitirse, mejor dicho cuántos podían excluirse, dado que, por un lado, los liliputienses de Bunda da Fronteira componían uno de los grupos de intereses diferenciados más quisquillosos y vociferantes de la comunidad, y, por el otro, los clientes de tamaño normal se quejaban de que tropezaban con ellos en la pista de baile.

Las carcajadas y la charla, carcajadas masculinas y charla masculina, se entrelazaban al tiempo que sus voluntades luchaban juguetonamente; el extraño criado sirvió a Isabel otra copa de vino, a su padre otra lima con gin, a Tristão otro vitamina. El vino empezó a presionar la vejiga de Isabel, las luces urbanas y la nostalgia de estar otra vez en ese apartamento, la rareza de oír a su padre y a su amante reír juntos, le presionaron las córneas, humedeciendo sus ojos. Cruzó el salón, viéndose a sí misma en el espejo alta y esbelta como uno de los costados de los dos rascacielos que albergaban el Congreso Nacional. Se mantuvo con el cuello delgado muy recto en su voluminoso vestido, como si llevara un tiesto sobre la cabeza. Las ondulaciones sombreadas en la tela tornasolada dieron la impresión de invertir los colores en los bordes relucientes. Se sintió satisfecha de verse, al filo de los treinta, magnífica.

Los dos hombres tenían conciencia de su presencia como el imán que los había unido. En cuanto estuvo fuera del alcance del oído, en el baño, en voz deliberadamente baja Tristão dijo a Salomão:

—Me he descrito a mí mismo como un hombre perseverante y quiero asegurarle que esa perseverancia está consagrada al bienestar y a la felicidad de su hija.

Salomão parpadeó y asintió, agradecido por estas palabras.

—Como ya me ha oído decir, ella mostró gustos extraños en cuanto a las compañías masculinas. Como tantas jóvenes de corazón caliente que siempre han gozado de comodidades, no comprende los límites prácticos, los parámetros de la matriz brasileña.

—Con toda probabilidad ahora es más sensata que la estudiante que usted conoció. Permítame preguntarle…

—¿Qué, amigo mío? —preguntó el anfitrión, dado que Tristão había titubeado.

—¿Ha visto…? No sé cómo decirlo… ¿Ha notado alguna diferencia física en ella?

Salomão pestañeó, pero no dijo nada.

Tristão prosiguió, incómodo:

—Más específicamente, ¿su tez es la misma que usted recuerda? A pesar de mis reprimendas, en nuestros viajes no siempre se protegía del sol con un sombrero.

El diplomático levantó unos centímetros los tacones de las pantuflas, cuadró los hombros y permitió que una contracción de sus facciones anunciara la trascendencia de lo que estaba a punto de decir. Habló con tanto cuidado como si hubiese memorizado las palabras o éstas pertenecieran a una lengua extranjera que había aprendido en los últimos tiempos.

—Para un padre, una hija siempre es la perfección. Encuentro a Isabel tan encantadora como la primera vez que la vi en brazos de su santa madre. No se preocupe demasiado por protegerla del sol, ella se broncea sin problemas.

Su madre era una Andrade Guimarães, y se rumoreaba que por las venas de los Andrade Guimarães circulaba una gota de sangre morisca. —Mantuvo sin vacilar la mirada de Tristão—: ¿No coincide conmigo en que mi hija es la perfección?

Tristão notó que ese hombre tenía el labio superior carnoso, como el de Isabel, y al igual que ella con una hendidura en el medio, aunque ligeramente descentrada en su caso, lo que daba a su boca un aspecto socarrón y producía la sensación de estar marcada por una cicatriz.

—Naturalmente, señor —dijo Tristão firmemente—. Yo también me enamoré de Isabel a primera vista y todos los días, desde entonces, sólo he tenido motivos para acrecentar mi amor. No sólo es hermosa, sino valiente, y no sólo valiente, sino pletórica de recursos. En el amor a ella he encontrado mi destino y el propósito de mi vida. Isabel es la perfección.

Salomão percibió un trasfondo de tristeza mientras el joven expresaba tanta insistencia, pero la adjudicó a la famosa melancolía de la raza portuguesa; nada menos que una autoridad como Gilberto Freyre nos asegura que, de no haber importado africanos los primeros colonizadores para animar sus asentamientos, toda la empresa brasileña podría haberse marchitado de puro pesimismo. No obstante, los mismos africanos padecían tan apenada añoranza en el Nuevo Mundo, que se acuñó una palabra para designarla: banzo, una especie de saudade negra.

Isabel regresó de la brillante gruta del lavabo con la feminidad renovada por chorros de líquido y rociadas de perfume. Tendió una mano todavía húmeda a cada hombre, su padre y su amante.

—No veo ninguna sortija —dijo el padre, examinando la mano que ella le había tendido—. ¿Los jóvenes ya no cumplís los ritos de nuestra madre espiritual, la Iglesia?

—Tuve una sortija de compromiso —respondió Isabel—. Un anillo muy precioso, con el que hice un trueque en un momento que os ruego no consideréis ninguna tontería. Era un bello anillo que me regaló Tristão con un sello en el que se leía DAR. Nunca supimos qué significaba.

—Si me permites hacer una conjetura —aventuró Salomão—, ese anillo provenía de una de las instituciones más sagradas y arcanas de los ianques, una asociación de veneradas hijas de los soldados que lucharon en su torpe revolución.[2] Sería hoy un logro épico conseguir uno igual, pero aún me quedan algunos amigos en Washington mientras Henry Kissinger preste servicios al actual presidente… Lo intentaré, lo intentaré.

La puntillosa, caprichosa y burlonamente modesta repetición indicaba, para que Tristão e Isabel lo apreciaran sonrientes, que lo lograría. Así impartió Salomão la bendición largo tiempo negada a la pareja.

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