Brasil

Brasil


28. Otra vez São Paulo

Página 30 de 35

28. Otra vez São Paulo

28

Otra vez São Paulo

A partir de entonces vivieron dichosos en São Paulo, primero en un apartamento de Higienópolis y luego en una casa en el distrito Jardim América, sobre la Rúa Groenlandia, doce años en total. Los hermanos Leme consiguieron para Tristão un puesto en la mediana empresa, no en la fábrica de fuscas donde había ajustado pernos para montar motores frente al desdentado Oscar —porque ya no se hacían fuscas—, sino en una planta textil de San Bernardo, una de las llamadas «ciudades ABCD», satélites industriales de São Paulo.

La empresa funcionaba en una extensa nave donde unos telares gigantescos producían un estrépito que martillaba los oídos de Tristão con un millón de pequeñas conmociones; cada uno de esos sonidos era menos ruidoso que los choques de metal contra metal en la fábrica de fuscas, pero había muchísimos más. Al principio intentó comprender la suma de complejidades: la urdimbre, la trama, el varal y su martilleo, en qué diferían la sarga y el tejido simple, o el muaré, y de qué manera las variaciones en el alzamiento de los hilos de la urdimbre con los lizos producían el raso y el damasco, el terciopelo urdido y la pana tramada, y la vertiginosa operación por la que muchas bobinas giratorias de hilo atraídas por un mecanismo controlado por tarjetas perforadas tejía telas de complicados diseños.

La lanzadera —que llevaba atrás y adelante los hilos de trama bajo las urdimbres elevadas que formaban la calada— era la máxima dificultad, percibió Tristão, pues en el corazón del tejido debía existir el momento de suspensión en que la lanzadera vuela, o su vuelo es imitado por espadines, falsas lanzaderas, e incluso por chorros de aire o agua que impulsan el hilo desde un borde de la tela, llamado orillo, hasta el otro, produciendo una «excéntrica». De igual manera en el corazón de nuestra vida reside un salto sobrenatural, una probabilidad oscilante. Los telares sonaban con estrépito mecánico, repitiendo milagrosamente la calada, la excéntrica y el martilleo a una velocidad despiadada que, sin embargo, no mordía los hilos: en el universo material no había resistencia a una aceleración inhumana. Los asistentes humanos de las máquinas, por cierto, parecían groseramente indolentes y débiles, como arcilla húmeda salpicada aquí y allá, ociosos espectadores que de repente funcionaban de un salto ante la reducción de una bobina cónica de colores brillantes o una pesada lanzadera destellante. Los operarios, en su mayoría mujeres, usaban pañuelos en la cabeza para evitar que sus largos cabellos quedaran enredados en las máquinas, que en un segundo de descuido podían arrancarles el cuero cabelludo. Algunas obreras tenían sangre india, otras habían llegado con la inmigración japonesa, o la italiana antes que ésta, o entre los diversos pueblos de Oriente Próximo bautizados sin diferenciación alguna como turcos.

A continuación había otra nave gigantesca en la que unas máquinas construidas con principios muy diferentes llevaban a cabo operaciones de tejido totalmente distintas, donde la unidad fundamental eran las agujas ingeniosamente dobladas en dos tipos: de muelle y de lengüeta; la de lengüeta tenía un diminuto pivote que cerraba la lazada y permitía que se soltara la puntada. Las agujas, en una variedad de tamaños que iban desde el de un lápiz hasta el del bigote de un ratón, estaban dispuestas en barras o círculos, cilindros o placas, controlados por levas móviles que imitaban el movimiento del tejido de punto una y otra vez, en un rechinar de pirañas, para producir láminas o tubos de tela tejida tan gruesa como un jersey de esquí o tan seductoramente transparente como los panties. El intento por entender los detalles de la manufactura produjo a Tristão terribles pesadillas llenas de dientes, que sólo duraron unas semanas; después percibió que para encajar en los movimientos organizativos su papel consistía, sencillamente, en comprender su relación con los hombres que estaban por encima de él en la cadena directiva, y los que estaban por debajo de él. Juntos —como un animal con cabeza de chorlito que sin embargo sabe lo suficiente como para avanzar hacia el alimento—, la fábrica y sus empleados avanzaban en tropel hacia el mercado; entretanto, el Gobierno montaba pesadamente el lomo del animal y la inflación le trababa las patas. Algunos directivos contactaban con el mercado —los expertos en modas, los publicitarios, los mayoristas, los distribuidores de los minoristas— y otros con el Gobierno, que extraía sus impuestos, afinaba los controles de precios, imponía sus normas de seguridad y contaminación, aceptaba sus sobornos. Otros contactaban con técnicos y maquinaria que necesitaba reparaciones, hacían nuevas evaluaciones y sustituían las máquinas con equipos cada vez más novedosos, más informatizados y robóticos. Tal como evolucionaron las cosas, Tristão contactaba con los obreros y sus sindicatos.

El poseía cierta inexpresividad social, con su frente ancha y solemne, sus ojos inesperadamente oscuros —los iris se diluían pesarosamente en las pupilas—, y una prudente dignidad que lo adecuaban a su cargo. Aunque era blanco, claro —casi antinatural, como si su piel nunca hubiese visto el sol o hubiese sido blanqueada por decreto—, carecía del acento de la clase alta paulista que odiaban instintivamente los trabajadores y sus dirigentes. En él estaba ausente la remilgada y lánguida arrogancia de los filhos do poder; de hecho, parecía un hijo de nadie; escuchaba seria y atentamente las quejas de los trabajadores y los planes de los sindicatos obreros para la rectificación de injusticias y la eliminación de obstáculos, como si se devanara los sesos para descifrar el camino acertado de un laberinto en el que carecía de la guía del prejuicio. La totalidad del ámbito legal moderno le parecía un laberinto que debía atravesar paso a paso. Fue paciente. Nunca condescendió. Aunque entendía, como uno más entre ellos, la violenta monotonía del trabajo en la planta, nunca intentó, al estilo fascista en auge durante el gobierno militar, usurpar el liderazgo de las bases. Se dejaba puesto el traje gris plata y el cuello blanco como la nieve, a todas luces un hombre de la empresa, pero creció su prestigio entre los obreros cuando —empezando por la huelga de brazos caídos de una fábrica de autobuses en 1978, que incluyó a setenta y ocho mil obreros metalúrgicos— oleadas de huelgas y desafíos produjeron una revolución en aumentos de salarios, normas de seguridad, beneficios en la atención sanitaria y derechos del trabajador. Votaron con voces atronadoras en estadios de fútbol; funcionarios gremiales abandonaron el ala de la connivencia entre el Gobierno y las corporaciones para pasar a la catedral de San Bernardo, por invitación de una Iglesia con nueva mentalidad reformista. El último bastión contra el comunismo es una clase obrera aburguesada, y Tristão, cuyo propio aburguesamiento era un tanto superficial, sirvió como una especie de enzima en el proceso. La neutralidad de su porte y su acento era como la de un actor de televisión y resultó tranquilizadora para los obreros, que, incluso al nivel más abyecto de pobreza, vivían cada vez más inmersos en las telenovelas, los noticiarios y los concursos televisivos.

Su fábrica textil emergió de las huelgas de 1980 con las relaciones trabajador-dirección intactas; había quedado claro que las viejas guerras de clases, que habían impulsado al capitalismo como un motor recalentado hasta el punto de la explosión, debían dar paso —en un orbe dominado por la metodología japonesa y alemana— a acuerdos de dependencia y satisfacción recíprocas entre Gobierno, industria y pueblo. En 1985, la brillante derrota de los gobernadores militares por parte de Tancredo Neves en las urnas, y luego su sorprendente muerte la noche anterior a la toma de posesión, pasaron por el estridente mundo de lanzaderas de Tristão sin que fallara una sola puntada. A medida que pasaban los años, escuchaba cada vez más pacientemente (y, todo hay que decirlo, más distraído) la voz de los trabajadores, con la diplomacia curativa y el silencio no comprometido de un psiquiatra freudiano cuyo paciente, aunque nunca termina de sanar, puede no obstante avanzar cojeando bajo el peso del infortunio cotidiano. Tristão prosperó en su trabajo. Emprendió las actividades acordes con su posición —tenis, jogging, squash, windsurf—, y sobresalió en todas con su ágil garbo y su ferocidad latente. Sedujo incluso a algunas esposas de sus colegas de medianas empresas cuando vio que también eso era un juego.

Pero en São Paulo nunca se sintió realmente a sus anchas. Salvo en su trayecto diario al cinturón industrial, y el camino a algunos restaurantes predilectos y a su casa de la playa en Ubatuba, siempre se perdía, se encontraba dando vueltas en el mismo viaducto, rodeando el mismo barrio o uno idéntico. No podía quitarse de encima la impresión, recibida en su primera visita casi veinte años atrás, de que la ciudad no tenía límites ni forma, en comparación con Río, donde las playas y montañas con figuras de barras de pan pellizcan las calles en una serie de primorosas cinturas y siempre está a la vista un horizonte de naturaleza indomeñable: las cumbres peladas de las montañas, el mar azotado por el sol. Cuando tal como correspondía a su situación, él e Isabel viajaron a París y Roma, Nueva York y Tokio, Buenos Aires y Ciudad de México, aparte de la inconfundible diferencia entre la torre Eiffel y el Coliseo, todo le parecía un poco más de São Paulo, más gente en urbanizaciones de color gris cemento, engulléndose el planeta. Pensaba nostálgicamente en el despoblado Mato Grosso, cuando él e Isabel lo atravesaron por primera vez, con el leve y penetrante olor a madera de un duramen espiritual, en las bandadas de flamencos que alzaban el vuelo en oleadas bajo un derrame de nubes de fondo blanco que derivaban hacia el este, y en las siluetas invertidas de los pinheiros que los llamaban, desde un distante peñasco rosa, hacia algún campamento nocturno. Pensaba hasta qué punto, en situaciones extremas, solamente el cuerpo blanco de Isabel lo había sustentado con el alimento del amor.

Isabel, inspirada en los fragmentarios recuerdos infantiles de su madre y su fogosa tía Luna, cumplió como es debido el papel de joven esposa de la clase media. En Brasil pertenecer a la clase media significa disfrutar de lo que, en países donde la riqueza está distribuida más equitativamente, sería un estilo de vida aristocrático. La servidumbre es más barata que los electrodomésticos, e Isabel contó desde el principio con una combinación de criada y cocinera; cuando se mudaron del apartamento de Higienópolis a la casa de la Rúa Groenlandia, empleó a una mujer para que cuidara a los niños, que eran tres: Bartolomeu, retoño del pardavasco religioso, con ojos de etíope y una tez apenas un tono más claro que la de ella; tres años más tarde llegaron los gemelos, Aluísio y Afrodísia, mellizos no idénticos, aunque gestados con el mismo torrente de esperma muy entrada una noche, entre raptos de lambada en el Som de Cristal, en un armario para escobas camino del lavabo de señoras, derramado por un hombre al que apenas conocía, un contacto comercial de Tristão en la fábrica textil, proveedor de hilos de poliéster y lo bastante oscuro para que la atrajese, aunque racialmente fuese sobre todo blanco, bronceado por el tenis, con grandes facciones cobrizas y depredadoras. Durante unos minutos Isabel pensó que era un bandeirante y que se encontraba de nuevo en el Mato Grosso. Después de que esta imprudencia diera su alarmante doble cosecha —ninguno de los gemelos mostraba una sola pizca de la dignidad natural de Tristão ni un mechón de su pelo rubio y lacio—, Isabel empezó a practicar el control de la natalidad acostándose únicamente con su marido.

Había comprendido hacía tiempo que el precio de la inmensidad del amor de los dos era la esterilidad. Su ardor espiritual quemaba las consecuencias naturales de la unión física. Que él hubiese podido llegar a ser padre con otras mujeres —o que lo fuera y en alguna jungla un pequeño Tristão transitara, con brillantes ojos saltones, por los primeros y más sensibles años de su vida— sólo le interesaba en abstracto, como algo perteneciente a otra historia. En la suya, en la vida que le había sido dada para vivir —y que ahora corría, le parecía, a un ritmo aterrador—, se sentía conmovida por cierta compasión hacia Tristão, por la sensación de que él era una víctima suya, como si hubiese sido ella y no él quien hizo el abordaje en la playa de Copacabana. Ella llevaba un bañador claro de dos piezas, audaz para la época, que desde cierta distancia la hacía aparecer desnuda. Y, sin la menor duda, había sido ella quien en complicidad con un mago lo volvió blanco para que fuese aceptado por su padre y le proporcionara una vida cómoda. «Conmigo no corre peligro», le había asegurado él en la playa, aunque irradiaba amenaza y un desesperado espíritu libertario. ¿No habría corrido peligro él con ella? La afligía con un sentimiento de culpa la docilidad con que se ponía su traje gris todas las mañanas y conducía su Mercedes-Benz gris de segunda mano por el laberinto en expansión de la ciudad hasta la fábrica en San Bernardo, por lo que más de una vez le preguntó bruscamente por la noche, cuando volvían de una cena o de la ópera:

—¿No echas de menos la libertad y la emoción de los viejos tiempos, antes de conocerme?

Tristão hizo una pausa para quitarse la camisa plisada, guardar los gemelos y la traba de la camisa en el pequeño cajón de la cómoda donde siempre eran guardados, y dedicó a la pregunta su habitual atención solemne y desgarradora.

—Era la vida de un perro callejero —respondió—. En pocos años me habría matado la policía u otro perro callejero. Contigo en mi vida había esperanzas y una meta. Ni siquiera me molestaron los años en que me deslomaba en la mina, porque volvía a ti. ¿Recuerdas que me sentaba afuera mientras caía la oscuridad, para desconchar las piedras y pasar por la batea los trocitos de oro, mientras tú preparabas la cena dentro, o limpiabas después y acostabas a nuestros hijos? Yo nunca había sido tan feliz, Isabel.

—¡Por favor, no, Tristão! —gritó ella mientras asomaban las lágrimas a sus ojos, en una erupción tan violenta como la del semen—. ¡No me hagas mejor de lo que soy! ¡He hecho de ti un hombre artificial! Dime sinceramente si tu trabajo actual no carece de significado y es espantoso. ¿De verdad no me odias?

La voz de él siguió siendo suave, un tanto ajena a la pasión, tal vez para castigarla delicadamente.

—No, mi trabajo es muy interesante. Trato con hombres, hombres y mujeres, por supuesto, aunque aún son raras las mujeres con poder corporativo…, todos ellos seres humanos que tienen que ser orientados hacia una unidad de propósitos para conformar el mundo futuro. Estamos viendo el final de amos y esclavos en Brasil y con mi poca competencia yo puedo contribuir en algo, pues he sido ambas cosas. En cuanto a odiarte, ese sentimiento invalidaría mi vida. La Amazonia retrocedería hasta los Andes si yo te odiara. Tú eres mi amor-esclavo, mi negrinha de ojos azules.

Tristão cruzó el dormitorio adornado con cojines, cortinas, fotos enmarcadas de los dos en épocas de vacaciones y de sus hijos con el uniforme de la escuela, y se detuvo a su lado, donde ella estaba sentada en la banqueta del tocador tapizada con raso, para que viese el bulto que el ñame formaba detrás de la bragueta, percibiera su tibieza, tocara su dureza con las yemas de los dedos y luego con los labios a través de la tela del pantalón del esmoquin. Ya rara vez hacían el amor, así como una pareja rica rara vez recurre a su caja de seguridad, pero cuando lo hacían, el tesoro seguía allí y nunca era del todo el mismo, como si en su ausencia alguien hubiera sacudido la caja.

Isabel estaba constantemente atareada, pero no era fácil describir el contenido de su trajín. Daba órdenes a la servidumbre, cariño a los niños cuando se los llevaban con el uniforme de la escuela o el pijama. Planificaba las cenas de Tristão y se ocupaba de que las puercas y holgazanas criadas —una tras otra, todas nordestinas— no descuidaran escandalosamente los quehaceres domésticos o se follaran en el cobertizo de los tiestos al chico que arreglaba el jardín. Isabel salía a comprar ropa en Fiorucci y Huis Clos, y organizaba los viajes que hacía con Tristão al extranjero. También ella jugaba al tenis, aunque practicaba este deporte sobre todo por los consiguientes almuerzos parlanchines y deliciosos con sus amigas alrededor de mesas al aire libre con sombrillas, con el equipo blanco sudado y un cárdigan sobre los hombros, apropiado para dejar al desnudo sus brazos.

Pero ya no era elegante ser un rico ocioso, al estilo del tío Donaciano. Los hombres, incluso los ricos, trabajaban, y las mujeres más jóvenes que Isabel también lo hacían. El trabajo se había vuelto chic. Para ella era un poco tarde. Había malgastado sus estudios en exaltadoras charlas revolucionarias; ella se había graduado en la universidad del Mato Grosso, que enseñaba a sobrevivir en un mundo en vías de desaparición. Un dulce silencio rodeaba su pasado; las nuevas amigas nunca le preguntaban dónde había estudiado ni cuál había sido su vida anterior al casamiento con Tristão. Suponían que había trepado de cama en cama desde los barrios bajos hasta la clase media alta. Los ojos azules realzaban su encanto social, aunque no eran estrictamente indispensables. Los portugueses, que carecían del temor supersticioso a la negritud, nunca repudiaron África; el brasileño solamente repudia la inmensa pobreza negra y la delincuencia que engendra. Isabel, de modales tan entrañables, de vivacidad tan picante, tranquilizaba a todos, pues su sola presencia confirmaba que su sociedad estaba produciendo esos ornamentos de ébano. Empezó a colaborar activamente en sociedades benéficas y solía aparecer fotografiada en los periódicos, un grupo de manchas más oscuras de medios tonos entre las más claras. Todo el mundo la quería, los querían a los dos, por su esencial monogamia en un mundo en el que todo lo que es estable se escurre, en el que de todo lo sagrado se hace burla y los apetitos erosionan todo desde el interior, hundiendo corporaciones y empresas enteras que, como cadáveres de carpinchos cuyas tripas han sido consumidas por invisibles y rapaces sabandijas, se desmoronan con una bocanada de humo maloliente. La inflación, en su resurgimiento, se aproximaba al mil por ciento; los Peces Gordos habían vendido el futuro de Brasil a los bancos internacionales y habían gastado el dinero en sí mismos.

Durante esos años hubo para Tristão e Isabel ascensos laborales, renovaciones en el hogar, pequeñas crisis de salud, uno o dos accidentes automovilísticos, vacaciones, y el desarrollo ininterrumpido de Bartolomeu, Aluísio y Afrodísia en las elegantes escuelas católicas a las que asistían. También hubo un funeral: falleció el padre de Isabel a causa de la arterioesclerosis y una miocarditis inducida por el exceso de trabajo y la tensión acumulada de todos los desarreglos corporales propios de los años que pasó en el extranjero. Hacía años que no se sentía bien física ni mentalmente. Una de las primeras señales de deterioro había sido el hecho de contratar como sirviente a un rastafari tonto. Hacia el final se mezclaron en su cerebro todas las informaciones, los idiomas, protocolos y sutilezas de intrigas pasadas. Entre sus pertenencias encontraron, sorprendentemente, la pepita de oro que Tristão había arrancado a Serra do Buraco y que había visto por última vez en el banco de la cooperativa, pero luego se había abierto paso hasta las manos del viceministro de Desarrollo Interior.

Con ella había una nota confusa: «Dedica la mitad del producto a la educación de mi hijo o si es demasiado tarde para eso a la de mi nieto Pacheco». ¿Pacheco? A Tristão le sonó el nombre pero no consiguió saber de dónde ni de qué. Además, necesitaban todo el dinero que pudieran heredar. La muerte de Salomão no los había enriquecido tanto como esperaban. El dinero, en forma de números cada tanto recortados por una nueva redecimalización gubernamental para contrarrestar la insaciable inflación, iba y venía de su cuenta bancaria y nunca era bastante, o al menos tanto como el que parecían tener sus amistades. Había que acudir a la consulta del dentista, asistir a tés, cenas, confirmaciones, graduaciones, partidos de fútbol escolares y recitales de los niños. La trivialidad, el tedio brillantemente enmascarado de la vida burguesa…, los narradores retroceden ante todo eso. ¡Aunque este capítulo abarca la franja de tiempo más extendida, no lo hagamos más largo de lo que es!

Ir a la siguiente página

Report Page