Brasil

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1. La playa

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1. La playa

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La playa

El negro es un matiz del marrón. Lo mismo que el blanco si se mira bien. En Copacabana, la playa más democrática, concurrida y peligrosa de Río de Janeiro, todos los colores se amalgaman en un solo y gozoso tono carne insolada que reviste la arena con una segunda piel viviente.

Un día hace ya años, no mucho después de Navidad, cuando los militares ocupaban el poder en la distante Brasilia, la playa era cegadora entre el resplandor del mediodía, los cuerpos hormigueantes y la sal que Tristão llevaba en sus ojos desde las olas más allá del banco de arena. Tan fuerte golpeaba el sol decembrino que alrededor de la centelleante cabeza del muchacho seguían apareciendo pequeños arco iris circulares, como si fueran espíritus, por el rocío del embate de las olas del otro lado del bajío. No obstante, al volver sobre sus pasos para recoger la raída camiseta que también le servía de toalla, divisó a la chica pálida con bañador claro de dos piezas, erguida donde la muchedumbre raleaba. Más allá de ella se abrían los espacios para jugar al voleibol y la acera de la Avenida Atlántica con las ondulantes franjas de sus baldosas.

Ella estaba con otra joven, más baja y morena, que le untaba la espalda con loción bronceadora; los toques fríos hacían que la chica pálida arqueara la espina dorsal hacia dentro, lanzando los pechos en una dirección y, en la otra, los lustrosos semicírculos de sus caderas ya untadas. Lo que atrajo la mirada urticante de Tristão no fue tanto la blancura de su tez; a esa playa famosa acudían extranjeras muy claras, canadienses y danesas, además de brasileñas de origen alemán e irlandés de São Paulo y del sur. No fue su blancura sino el efecto desafiante del pequeño bañador que armonizaba con su piel dando una impresión de total desnudez pública.

Aunque no total: llevaba una pamela negra con copa baja, ala vuelta hacia arriba y una brillante cinta del mismo color. El tipo de sombrero, pensó Tristão, que se pondría una chica de la clase alta de Leblón para el funeral de su padre.

—¿Ángel o puta? —preguntó a su medio hermano Euclides.

Este era miope, y cuando no veía, ocultaba su confusión detrás de preguntas filosóficas.

—¿Por qué razón no puede una chica ser ambas cosas? —inquirió.

—Creo que esta muñeca está hecha para mí —dijo impulsivamente Tristão desde las profundidades interiores donde se estaba forjando su sino a golpes bruscos que arrebataban, de repente, trozos enteros de su vida.

Tristão creía en los espíritus y en el destino. Tenía diecinueve años y no era un abandonado [1] porque tenía madre aunque fuera prostituta, y lo que era aún peor: se acostaba con hombres borracha y no por dinero, engendrando hijos-larvas como una ciénaga humana de olvido y deseo despreocupado. El y Euclides habían nacido con un año de diferencia y ninguno de los dos sabía más acerca de su respectivo padre que la dispar evidencia genética de sus rostros. Habían ido a la escuela sólo el tiempo suficiente para aprender a leer los letreros de las calles y los anuncios publicitarios; trabajaban en equipo, hurtando y robando cuando el hambre se volvía insoportable, y tenían tanto miedo de las bandas que querían absorberlos como de la policía militar. Esas bandas estaban compuestas por chicos inmisericordes e inocentes como manadas de lobos. En aquellos tiempos había menos tráfico en Río, menos violencia, menos pobreza y menos criminalidad que en la actualidad, pero a quienes vivían entonces les parecía suficientemente ruidoso, violento, pobre y delictivo. Hacía un tiempo que Tristão sentía que era demasiado mayor para seguir delinquiendo, y que debía encontrar la forma de introducirse en el mundo superior del que salen la publicidad, la televisión y los aviones. Esa lejana chica pálida, le aseguraban ahora los espíritus, era el camino señalado.

Con la camiseta húmeda y llena de arena en la mano, se abrió camino a través de los otros cuerpos semidesnudos hacia ella, que ahora mantenía el suyo más tieso, sabedora de que le estaban dando caza. La camiseta de Tristão, de un anaranjado desteñido por el sol, lucía unas letras que rezaban: LONE STAR, el anuncio de un restaurante de Leblón para gringos. En el interior del pequeño bolsillo, para llevar monedas o una llave, de su bañador negro, tan ceñido que destacaba el bulto de sus genitales, llevaba una cuchilla de afeitar de un solo filo, marca Gem, enfundada en un recorte de cuero grueso al que había practicado una abertura con gran cuidado. Antes de entrar en el agua había dejado sus sandalias taiwanesas de goma azul debajo de unas matas de arvejilla arenera al borde de la acera.

Y tenía otra posesión, pensó: un anillo de tono cobrizo, arrancado del dedo de una anciana gringa, con las iniciales DAR en un pequeño sello ovalado, iniciales que le resultaban infinitamente curiosas por el significado de las letras unidas: «dar». Se le ocurrió regalárselo a la beldad pálida que, orgullosa, irradiaba de su piel temor y reto a medida que él se acercaba. Aunque desde lejos parecía alta, Tristão le llevaba un buen palmo. El olor de su piel —loción solar o una secreción brotada por la sorpresa y el miedo— lo retrotrajo al hedor de la ciénaga materna, un suave aroma levemente medicinal que databa de una época en que él había estado enfermo con fiebre o lombrices, antes de que la bebida hubiese podrido tan a fondo el organismo de la madre, de modo que todavía funcionaba, en la oscuridad sin ventanas de su chabola en la favela, como un manantial de piedad, una coherente presión de inquietud. Ella debía de haberle implorado el remedio al médico de la misión al pie de la montaña, donde empezaban las casas de los ricos, al otro lado de las vías tranviarias. En aquel entonces su madre no era más que una chiquilla, con el cuerpo casi tan firme como el de ésta, aunque no de huesos tan esbeltos, y él, él habría sido una miniatura de sí mismo, con el envés de los pies y las manos gordos como pequeñas hogazas de pan puestas a leudar, y los ojos estallarían desde su cráneo como burbujas negras, pero escapaba a su memoria el instante en que había aprehendido ese delicado aroma que parecía extenderse en su interior cual un grito dormido; Tristão estaba despertando en esta soleada atmósfera salina, a barlovento del cuerpo de la muñeca rubia.

Tras vencer cierta resistencia de la piel húmeda y arrugada por el mar, se sacó el anillo del dedo meñique, donde encajaba a duras penas. La vieja gringa de pelo azul rizado lo llevaba donde debería haber ido una alianza, en la otra mano. El la había atrapado debajo de una farola rota en Cinelándia, mientras su marido estaba absorto en los anuncios de un espectáculo nocturno a la vuelta de la esquina, con fotos de coristas mulatas. Cuando le arrimó la cuchilla de afeitar a la mejilla, la vieja gringa de pelo azul se ablandó como una puta; aunque por su edad ya tenía un pie en la tumba, le aterrorizaba recibir un rasguño en la cara arrugada. Mientras Euclides cortaba las correas de su bolso, Tristão le arrancó el anillo cobrizo, y las manos de los dos quedaron entrelazadas un instante como las de los amantes. Ahora le tendió el anillo a la desconocida. A la sombra del sombrero negro la cara de la chica era semejante a la de un monito, con una curva exterior sobre los dientes fuertes que parecía que estuviese sonriendo incluso cuando sus labios carnosos, especialmente el superior, estaban serios, como en ese momento.

—¿Me permite que le ofrezca este insignificante presente, senhorita?

—¿Por qué habría de hacer usted eso, senhor?

También la cortesía de este tratamiento parecía una sonrisa, aunque el instante era tenso y la achaparrada compañera mostraba alarma, tapándose con una mano los pechos guardados en el sostén del bañador, como si fuesen tesoros que pudieran robarle. Pero sólo eran sacos de grasa marrón, sin ningún valor por encima del corriente, indignos de una mínima desviación de la mirada tenaz de Tristão.

—Porque usted es hermosa y, lo que es más raro aún, no se avergüenza de su belleza.

—Hoy no se estila tener vergüenza.

—Sin embargo muchas de su sexo la tienen. Como su amiga, que se cubre esos cántaros pesados.

Los ojos de la chica más fea lanzaron llamas, pero después de mirar de soslayo en dirección a Euclides, su indignación se derrumbó y rió entre dientes. Tristão sintió un leve retorcimiento de asco ante ese sonido complaciente de rendición; la necesidad femenina de rendirse siempre molestaba a su espíritu guerrero. Euclides se acercó medio paso sobre la arena, aceptando el espacio rendido. Su cara era ancha, implacable, desconcertada, de color arcilla, con el entrecejo fruncido. Su padre debía de haber sido medio indio, mientras que el de Tristão siempre podría haberse jactado de tener pura sangre africana, tan pura al menos como puede ser la sangre en Brasil. La radiante chica blanca seguía con el mentón en alto y manifestó a Tristão:

—Es peligroso ser bella… y por eso las mujeres han aprendido a sentir vergüenza.

—Conmigo no corre peligro, se lo juro. No le haré ningún daño. —La promesa sonó solemne, el muchacho hundió experimentalmente la voz en un timbre viril.

Entonces la chica estudió su rostro; las facciones totalmente negras estaban talladas en un marco que nunca había conocido la glotonería, con un brillo pueril en los ojos saltones, una elevación como una muralla en la frente huesuda y un matiz cobrizo en su corona de cabellos muy ensortijados, un ligerísimo espolvoreo que sin embargo hacía que algunos filamentos ardieran rojos bajo el fuego blanco del sol. En esa cara había fanatismo y reserva, pero ninguna malignidad hacia ella, tal como le había prometido. La chica se inclinó ligeramente para tocar el anillo.

—Dar —leyó y juguetonamente tensó la mano pálida para que él pudiera colocárselo en un dedo. El anular, donde lo llevaba la gringa, era demasiado delgado; sólo el más grande, el del medio, ofreció la resistencia debida. Ella alargó la mano al sol y el óvalo centelleó hacia su compañera—. ¿Te gusta, Eudóxia?

Eudóxia se horrorizó por el contacto.

—¡Devuélvelo, Isabel! Estos son chicos malos, granujas callejeros. Seguro que es robado.

Euclides bizqueó hacia Eudóxia, como si se esforzara por ver sus volubles rasgos apretados y su color intermedio, semejante al de él, una especie de terracota, y dijo:

—El mundo entero está compuesto por mercancías robadas. Toda propiedad es un robo y quienes más han robado son los que hacen las leyes para los demás.

—Son buenos chicos —tranquilizó Isabel a su compañera—. ¿Qué daño pueden hacemos si les permitimos echarse a nuestro lado mientras tomamos el sol y conversamos? Tú y yo estábamos aburridas. No tenemos nada que puedan robamos, salvo las toallas y la ropa. Nos hablarán de su vida. O nos contarán mentiras…, será igualmente entretenido.

Tal como se desarrolló la conversación, Tristão y Euclides apenas relataron algo de su vida, de la cual se avergonzaban: una madre que no era una madre, un hogar que no era un hogar. No tenían vida sino sólo un constante escabullirse y abrirse paso impulsados por sus estómagos vacíos. En cambio las chicas, que hablaban como si estuvieran solas, expusieron sus vidas fastuosas y ligeras cual si mostraran la lencería de seda: describieron a las monjas de la escuela a la que asistían juntas, las que eran tan hombrunas como para tener bigotes, las sospechosas de lesbianismo que mantenían un matrimonio de imitación, las que eran «gallos» y las que eran «gallinas», las que intentaban seducir a sus alumnas, las que eran esclavas del amor de sacerdotes, las que pagaban a los jardineros para que las follaran, las que cubrían las paredes de sus celdas con fotos del Papa y se masturbaban con esa imagen preocupada y avinagrada ante sus ojos. Todo parecía sacado de un libro, un libro de sexo, un bordado verbal hilvanado por dedos ágiles de niñas en un círculo de costura, sus risillas vibrantes a través del bordado como un hilo de plata. Tristão y Euclides, que vivían en un mundo donde el sexo era un elemento común como las judías coloradas o la farinha, sin más valor que unos pocos cruceiros hechos jirones arrojados sobre una mesa de madera manchada de vino, y que habían perdido la virginidad antes de cumplir los trece años, permanecían mudos pero encantados mientras las chicas devanaban sus fantásticas suposiciones divirtiéndose entre sí hasta el borde de las lágrimas.

Al evocar el internado mencionaron una radio entrada de contrabando en la sala de estudios, que una de las monjas había confiscado, lo que dio pie a Tristão para intercalar su conocimiento de la samba y el choro, el forró y la bossa nova, además de las estrellas —Caetano, Gil y Chico— que cada forma de música generaba; todo el firmamento electrónico donde cantantes y actores de seriales, astros del fútbol y gente rica flotaban como ángeles salpicados de lentejuelas, descendió y se convirtió en tema de intereses comunes. Chispas de amor y odio, enfáticas opiniones adolescentes, volaron velozmente entre los cuatro, igualados en su infinita distancia de ese mundo, como iguales eran en el hecho de tener cuerpo: cuatro miembros, dos ojos, una piel sin solución de continuidad. Como campesinos beatos del viejo mundo, creían que ese cielo que les enviaba sus noticias en ondas invisibles dirigía personalmente hacia ellos su cara sonriente y conmovedora, tal como la cúpula impalpable de cielo azul se centra exactamente en cada observador que levanta la vista.

El calor de la playa les achicharraba desde abajo; una potente lasitud extinguió lentamente la conversación. Cuando Euclides y Eudóxia se levantaron vacilantes al unísono para ir a nadar, un tenso silencio reinó entre los otros dos. Isabel alargó su palma hacia la de él —de un lustre plateado—, con la mano en la que brillaba el anillo robado.

—¿Quieres venir conmigo?

—Sí, siempre —dijo Tristão.

—Entonces, hazlo.

—¿Ahora?

—Ahora es el momento —dijo ella, hundiendo sus ojos de un gris azulenco en los de él, con el regordete labio superior arrugado en actitud de solemne reflexión— para nosotros.

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