Brasil

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3. El tío Donaciano

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3. El tío Donaciano

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El tío Donaciano

—No, no lo creo, querida mía —dijo su tío Donaciano, con la obsequiosa corpulencia envainada en un traje gris que según el ángulo de la luz destellaba como el aluminio—, no creo que eso esté dentro de los límites, en absoluto está dentro de los límites, ni siquiera en esta época permisiva y en esta sociedad demasiado progresista.

Había transcurrido un mes. Maria había contado a su empleador la visita de aquel día y le había hablado de las constantes ausencias de Isabel en la playa…, ausencias muy prolongadas, y dado que no regresaba bronceada, ella y ese chico debían de ir juntos al cine o probablemente recurrían a un hotel por horas. Seguro que no salía con Eudóxia, cuyos padres, para escapar de la canícula, se la habían llevado de Río junto con sus tres hermanos, a las montañas, a Petrópolis —donde la corte de Dom Pedro II había erigido un palacio, ahora el Museu Imperial, en el que todavía se usaban carruajes y caballos para pasear por los canales y las calles curvas en las laderas pletóricas de mansiones—, y luego a pasar unas semanas en Nova Friburgo, donde en otros tiempos una colonia de inmigrantes suizos había levantado chalets con añoranzas de su tierra. Escalada de rocas, tenis, paseos en barca, equitación, plantas en perpetua floración: de pequeña, Isabel había experimentado con frecuencia estos placeres con el tío Donaciano y su esposa, la elegantemente esbelta tía Luna, antes de su desafortunada separación, su desquite, dado que el divorcio era ilegal. La tía Luna pertenecía a la escasa flor y nata de Salvador y ahora vivía en París, desde donde todas las navidades enviaba a Isabel un pañuelo Hermès o un cinturón Chanel. Era lo más cercano a una madre que ella había conocido. En raras ocasiones el padre de Isabel robaba un fin de semana a sus obligaciones oficiales y viajaba en avión desde Brasilia. ¡Qué emocionante había sido sentarse a su lado en el restaurante del gran hotel, acicalada como una verdadera mujer, recatada y remilgada, con el volante almidonado del escote raspándole suavemente la piel desnuda mientras una cascada refulgía entre los distantes conos verdes de dos montañas del panorama a través del ventanal que daba al lago azul, donde los esquiadores acuáticos dejaban estelas de sus virajes en un azul más claro! Pero aquellos placeres habían pertenecido a la infancia, efímeros como las sonrisas en una instantánea.

—¿Cuáles son esos límites en Brasil? —preguntó Isabel a su tío—. Creía que éste era un país en el que cada hombre se hacía a sí mismo al margen del color.

—No estoy hablando de color. Yo soy daltónico, ciego a los colores como nuestra Constitución y acorde con el temperamento nacional que heredamos de los plantadores de azúcar con su espíritu fogoso. No estamos en Sudáfrica, gracias a Dios, ni en Estados Unidos. Pero ningún hombre puede hacerse a sí mismo de la nada, tiene que contar con elementos.

—Elementos que están en mano de muy pocos, donde han estado siempre —replicó Isabel, aspirando con impaciente vigor uno de los cigarrillos ingleses de su tío, liados con tabaco teñido.

El tío Donaciano hundió su boquilla de ébano y marfil —vacía, pues estaba tratando de dejar de fumar y usaba la boquilla para apaciguar el hábito— en las profundidades de un costado de la boca, dotando a sus labios delgados aunque rubicundos, como si acabara de fregarlos, de un retorcimiento sensato y siniestro.

—Las manos de muchos despedazarían todo —explicó—. Aun así, el Río de mi juventud se ha convertido en un gran poblacho. Era hermoso, entretenido…, el tranvía junto al jardín botánico, el funicular a Santa Teresa, el casino donde venía a cantar Bing Crosby. Tan pintoresco y encantador como una exótica pieza única de cristal veneciano. Ahora, en el armazón de su belleza, está podrido. No hay aire, no hay silencio. Son constantes el ruido del tráfico y la música, la música de la samba descerebrada, y por todas partes el hedor de las secreciones humanas. Por todos lados, bodum.

—¿Acaso no apestamos tú y yo? ¿No secretamos nada? —Unas vaharadas de humo salían de la boca de Isabel con cada sílaba, como bocanadas de cólera.

Donaciano evaluó su expresión y procuró manifestar otra vez todo su amor de tío en las facciones socarronas. Retiró la boquilla vacía de sus labios; onduló la frente alargada y tersa —tostada de un constante color nogal gracias a un régimen atentamente controlado de baños de sol— como si la arrugara de forma maquinal cuando se inclinó hacia ella, con nuevo apremio y franqueza.

—Has usado a ese chico. Yo no te lo habría aconsejado pero tienes razón, parte de la propia vida no puede vivirse según el consejo de los mayores. Es necesario dar algunos pasos desafiantes, a contracorriente. No hay crecimiento sin un estallido, sin dolor; en su sabiduría, los pueblos primitivos sitúan el dolor en el centro de la iniciación. Muy bien, querida mía, te has iniciado. Fuiste a la playa y elegiste un instrumento con el cual mutilarte. Te has convertido, con el instrumento viviente que usaste, en una mujer. Lo has hecho fuera de mi vista, lo que ha sido considerado y correcto de tu parte. Pero una relación duradera tendría lugar a mis ojos, a los ojos de la sociedad, a los ojos de tu distinguido padre. Incluso, si crees algo de lo que te han dicho las monjas, a los ojos de tu entrañable madre, nuestra encantadora y querida Cordélia, que te contempla llorosa desde el cielo.

Isabel cambió de posición en el suntuoso sofá carmesí —con el terciopelo acanalado susurrante contra la cara inferior de los muslos— y apagó el cigarrillo: no quería que su madre la espiara. No quería tener a otra mujer en el interior de su vida. Su madre había muerto tratando de dar a luz a un hermano; Isabel nunca le había perdonado la doble traición, aunque con frecuencia comparaba fotos de Cordélia —todas ellas brumosas y apagadas, por el hecho mismo de su muerte— con su propia cara en el espejo. Su madre había sido más morena que ella, más típicamente brasileña en su belleza. Isabel había heredado los colores claros de la rama paterna, los Leme.

—Por tanto —concluía el tío Donaciano—, no volverás a ver a ese moleque. Pasado el carnaval iniciarás tus estudios en la universidad, en nuestra ilustre Pontificia Universidade Católica do Rio de Janeiro. Supongo que cuando asistas a ella albergarás fantasías izquierdistas de moda y participarás en protestas antigubernamentales, exigiendo la reforma agraria y el cese de atrocidades contra los indios de la Amazonia; mientras estés envuelta en tan quijotescas agitaciones, es posible que te enamores de un colega de protestas que se convertirá, tras la graduación y a pesar de sus escrúpulos juveniles, en miembro de la clase profesional y quizás incluso en funcionario del Gobierno, que para entonces tal vez los militares habrán liberado a fin de que retome su apariencia civil. O…, por favor no me interrumpas todavía, queridísima; sé con cuánta desconfianza enfoca tu generación los matrimonios de conveniencia, pero créeme que la conveniencia perdura y la atracción se desvanece. O, te decía, puedes elegir convertirte tú misma en abogada, en médica, en ejecutiva de Petrobrás. Ahora en Brasil existen estas oportunidades para el sexo femenino, aunque muy a regañadientes. Las mujeres todavía deben luchar contra la concepción de nuestros dignos antepasados que las consideraban adornos y reproductoras. No obstante, si estás dispuesta a privarte de la maternidad y de las amenidades tradicionales del hogar, puedes entrar en el juego del poder. Créeme, querida sobrina, que se trata de un juego aburrido una vez aprendidas las reglas y realizadas las primeras jugarretas.

El hombre suspiró; tal como ocurría siempre con el tío Donaciano, el aburrimiento empezó a despojar de energía a sus palabras; después de quince minutos, todo lo aburría. «Así es como nos lo quitaremos de encima», se dijo Isabel. Los jóvenes no se aburren tan fácilmente.

Pero él había vuelto a animarse otra vez por una nueva ocurrencia.

—O, y he aquí una idea que si he de serte sincero me da envidia, ¿por qué no viajas al extranjero? No veo por qué, al fin y al cabo, en este mundo en el que las distancias se acortan día a día, debemos confinamos en Brasil, con su historia atroz, sus masas sórdidas y estúpidas, su eterno subdesarrollo, su samba caótica. No somos sólo brasileños. ¡Somos ciudadanos del planeta! ¡Ve a París, vive bajo el ala de tu tía Luna! O si eso te sabe a un exceso de permanencia en el nido, tómate un año en Londres, o en Roma, o incluso en la vieja y desastrada Lisboa, donde hablan tan rápido el portugués que no se entiende lo que dicen. ¡Y he leído en el periódico que en San Francisco prospera algo que denominan Poder de la Flor, y que Los Ángeles es la capital de algo que se llama Cuenca del Pacífico! —Se inclinó más hacia ella, ladeando la ceja larga y delgada, más clara que la frente de color nogal, tal como había indicado a docenas de mujeres, antes que a ella, que era inminente una propuesta fascinante—. Isabel, permíteme hablarte con cierta picardía y con mi propia voz de tío viejo, sabiendo que mi formal hermano no lo aprobaría, que sin ningún género de dudas lo improbaría: si estás decidida a no ser convencional, hazte aventurera. ¡Actriz, cantante, una ilusión en ese mundo electrónico que cada vez más suplanta al insípido mundo de elementos pesados y tres dimensiones! ¡Abandónanos! ¡Viaja a las estrellas!

Existe una vertiginosa abundancia de posibilidades si renuncias a ese, ese…

—Tristão —lo interrumpió Isabel para no oír el epíteto—. Mi hombre. Preferiría renunciar a mi vida.

El tío Donaciano hizo una mueca curiosa, rápida y pequeña; notó que el vaso alto, lleno de una bebida tan plateada como su traje, estaba vacío.

—Así hablan en los arrabales, querida mía. Vulgar romanticismo de la peor especie, que es lo único que tienen los pobres para hacer tolerable su vida. Pero , y nosotros, tenemos el privilegio de haber nacido como seres racionales. En nuestra capacidad de razonar, después de estos siglos sombríos de fantasía ibérica y gula mestiza, reposa la esperanza de Brasil.

Isabel rió alegremente, conocedora de las pautas cotidianas de su tío: el paseo por las playas de Ipanema y Leblón después del amanecer; la visita de media mañana a su agente bursátil, un inteligente mulato claro que había asistido a la London School of Economics y a quien correspondía el indispensable criterio financiero; el almuerzo del mediodía y la siesta con alguna de sus amantes en una de las casas suburbanas de ellas, protegidas por enramadas; luego, a última hora de la tarde, la terraza del Jockey Club, hartándose de gin, y el cielo más allá del Corcovado pleno del rosa del ocaso. Alegremente la sobrina besó su frente de color nogal, salió a paso lento del salón y subió la escalera de caracol, convencida (erróneamente) de que su tío se había limitado a hacer los movimientos verbales obligatorios, pero vacuos, para aplacar los fantasmas familiares.

Desde que empezara a acostarse con un pobre se sentía más a sus anchas con Maria, menos temerosa de su amarga sangre india y su índole taciturna.

—Mi tío se olvida de que ya no soy una niña en manos de las monjas —protestó en la cocina.

—El la quiere mucho y sólo desea lo mejor para usted.

—¿Por qué le cuentas todo? Desde que nos traicionaste no puedo traer a Tristão a mi habitación.

—Nunca engañaré a su tío. El es muy bueno conmigo.

—¡Ja! —se mofó Isabel mientras se servía un plato del caruru que pensaba comer Maria—. Te paga el salario de un esclavo, te folla y te pega. Sé que te pega porque oigo los ruidos que salen de tu cuarto, aunque nunca gritas.

La otra mujer, con sus pómulos anchos marcados por dos pares de pequeñas cicatrices en diagonal, dedicó a Isabel una mirada de conspiradora. Sus ojos eran rajas brillantes profundamente hundidas en su hinchada carne de color pardo rojizo.

—Su tío es un buen hombre. Si alguna vez me golpea es porque está furioso consigo mismo. Se debe a que está indignado por la tensión de ser un hombre rico en un país pobre. Está frustrado porque este país no ofrece suficiente campo de acción a un hombre refinado como él y los matones del sertão se están adueñando de todo. Sé que no me pega a mí. Sus golpes son suaves como los de un minino a una bola de papel.

—¿Y cuando te folla? ¿También es suave?

Maria no encontró respuesta; con mudez india sacó otro plato llano de la alacena y dividió en dos porciones el caruru, picante por los pimientos malagueta rallados, mezclados con pasta de okra y aceite de dendê, todo coronado con trozos fritos de garoupa, como queriendo decir que eran iguales ahora que Isabel quería hablar de follar.

—Su tío es un buen hombre —repitió—, pero no debe presionarlo demasiado. Usted tiene que ir a la universidad y salir con chicos buenos. Tristão no es para usted; es justamente el tipo de muchacho que podría haber tenido yo cuando era más jovencita. Un apuesto pillo callejero. Es bonito como un pájaro de la selva, pero incapaz de ganarse el pan. Puro pico, zarpas y plumas vistosas.

Isabel se echó el pelo atrás para que no se manchara con el tenedor lleno de pasta de okra que se estaba llevando a la boca y, después de tragar, mantuvo la cara con la barbilla adelantada en experimental expresión de valentía. Sabía que el desafío le sentaba bien y acentuaba el empuje vivaracho de su carita.

—Nos encontramos en la playa entre centenares de personas. Jamás nos separaremos. ¿Qué puede hacer mi tío al respecto? Nada. Tengo dieciocho años. No estamos en los viejos tiempos en que podían encerrar a las jóvenes vírgenes en sus alcovas de las mansiones, envueltas en encajes y tafetanes negros, espiando atemorizadas a través de celosías y a la espera de ser alimentadas como palomas.

—Puede enviarla a Brasilia a vivir con su padre —afirmó Maria—. Nadie escapa de Brasilia, de la que he oído decir que está rodeada por un desierto y tiene un foso gigantesco.

Isabel saltó del taburete como si el asiento estuviese caliente; se movió rápidamente de un lado a otro de la cocina como si todas las superficies lo estuvieran y sólo pudiesen tocarse un instante.

—¿Eso dijo? ¿Es eso lo que te dijo, Maria? ¿A Brasilia, a vivir con mi padre? ¡Dímelo! —La amenaza de instalarse en Brasilia aterrorizaba a cualquier carioca auténtico.

En el silencio de Maria se estaba librando una tenaz batalla de lealtades: hacia su empleador y amante por un lado, y por el otro hacia esta joven hermana en el sufrimiento, cautiva del poder del amor, de la esclavitud que el sexo impone a las mujeres, aunque inocentemente Isabel se proclamara libre.

—Yo no sé nada con certeza, amita —dijo por fin—. Pero él y su hermano conversan por teléfono. Me parece que si no renuncia a ese muchacho, no pasará los carnavales de este año en Río.

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