Brasil

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6. São Paulo

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6. São Paulo

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São Paulo

Cogieron el tren, que serpenteó a lo largo del litoral atlántico hacia el sudoeste, rumbo a São Paulo. Los desteñidos asientos de felpa despedían polvo cuando las vías se curvaban y por las ventanillas sucias penetraban dardos de luz inclinados. Isabel se había puesto su pamela negra y el anillo DAR que le había regalado Tristão. A la izquierda corrían pequeños pueblos de pescadores con techos de tejas rojas, viejos molinos de azúcar cónicos, palmas balanceantes, playas blancas en forma de hoz brillantes al sol y afiladas por la rítmica abrasión de las centelleantes aguas azules. A la derecha, acechaban amenazadoras cumbres rocosas coronadas de verdor, panes verticales de granito. La mayor parte de Brasil consiste en una vasta meseta suavemente montañosa, y las sierras costeras son las patas de esa mesa. Mientras el tren llevaba a Tristão e Isabel a su futuro —trepando laboriosamente la Serra do Mar y deteniéndose pacientemente en estaciones donde nadie subía ni bajaba—, ellos dormitaban, cada uno con la cabeza apoyada pesadamente en el hombro del otro, como sacos de azúcar, y las entumecidas manos entrelazadas en los respectivos regazos. Despiertos, hablaban de sí mismos. Todavía había mucho que aprender, mucho que saber.

—Me encariñé con tu madre aunque ella hizo muy poco para alentarme —dijo Isabel.

Tristão admiraba la forma en que todo el rostro de Isabel evidenciaba tensión cuando expresaba una observación que apuntaba a obtener respuesta, una especie de brillo rebosante cual el de una gota de rocío gorda a punto de estallar y resbalar. En esos momentos fruncía ligeramente la boca, de manera que aparecía una hilera de minúsculas arrugas en su labio superior, bajo el vello casi invisible.

—Fue un gesto hermoso de tu parte, pero ella no merece ningún respeto de nosotros dos. Es más vil que un animal, porque al menos las hembras tienen instinto maternal. Los pájaros empollan y alimentan a sus crías, pero mi madre no siente más por mí que por sus propios cagarros.

—¿No te parece que le gusté? ¿No viste cómo contenía las lágrimas cuando le di el candelero?

—No lo vi, pero en la chabola no hay buena luz.

—¿Quién era la chica del fogón?

—Mi hermana, creo.

—¿No lo sabes?

—Apareció un día.

—¿Te has acostado con ella alguna vez?

—Lo he olvidado. Hasta que te vi en la playa nunca sentí algo profundo por una mujer.

—Mientes, Tristão. Me parece que te has acostado con ella. Por eso no quería que yo comiera. ¿Cuándo tuviste tu primera chica?

—Fue una mujer, una mujer que parecía demasiado vieja para mí, una colega de mi madre. Me hizo penetrarla por delante y por detrás. Yo tenía once años. Fue repugnante, horrendo. Mi madre miraba.

—¿Y después? ¿Hubo otras, menos repugnantes?

Tristão se resistía a seguir hablando sobre el tema, pero finalmente reconoció:

—Es fácil seducir a las chicas de la favela. Como saben que vivirán poco, son generosas y temerarias.

—¿Hubo alguna vez… alguna a la que amaras en especial?

El pensó en Esmeralda —la de cabellos espesos, delgados miembros morenos y una vena de locura semejante a la de un animalito doméstico demasiado estúpido para ser amaestrado—, experimentó el deseo de ocultarla en las espirales de su memoria, y se sintió culpable por ello. Isabel percibió su reserva, que la hirió, y como revancha confió a Tristão los ensueños de sus tiernos dieciocho años sobre algunos chicos, hijos de amigos del tío Donaciano y la tía Luna, vislumbrados a través del comedor o la piscina en medio del calor de las vacaciones de enero en Petrópolis. El se quedó dormido mientras ella hablaba, con las manos de dorso marrón y dedos largos ahuecadas en su regazo, las palmas del color de la plata bruñida, con arrugas como líneas talladas. Al otro lado de las ventanillas, se veían grandes extensiones ondulantes cubiertas por las hojas del verde excesivamente brillante de los cafetos.

A su llegada a la Estação da Luz, en São Paulo, se desató una recia tormenta; cortinas de agua corrían calle abajo y ocultaban entre nubes la parte de arriba de los edificios más altos. La gente iba a la carrera de puerta en puerta con periódicos azotados por el viento sobre la cabeza, y se acurrucaba en las arcadas de la estación desprendiendo olor a rebaño mojado. La terminal estaba totalmente construida en hierro, lucía balcones como encajes y muchas vigas de estilo Victoriano. Isabel y Tristão percibieron en ese mismo momento que São Paulo no tenía límites, no se encontraba atenazado entre el mar y la montaña como Río; formaba parte del extenso planalto, con un paso en el borde por donde se había canalizado todo el ganado y el café del interior, lo que convirtió ese emplazamiento en una ciudad rica, despiadada y enorme.

Cuando amainó la lluvia y un leve sol amarillo doró los charcos y cunetas que seguían absorbiendo agua, las cabinas telefónicas verdes y los puestos de periódicos, donde O Globo y Folha de S. Paulo eran jirones pinzados a cuerdas de secar la ropa, buscaron un taxi y pidieron al conductor que los llevara al único hotel que Isabel conocía, el Othon Palace, donde diez años antes había pasado un fin de semana con su padre. La madre ya había muerto, y también se hospedaba allí una mujer alta que se había mostrado muy cariñosa con ella. Le compraba caramelos y chucherías, la abrazaba como una actriz que interpreta a una madre, pero era demasiado atractiva y joven para desempeñar ese papel. Ahora, en el mismo hotel, Isabel resultó demasiado joven para el papel que quería interpretar, el de esposa; el recepcionista, un joven esbelto con grandes orejas rojas y el pelo liso con raya en medio pegado al cráneo, la miró de hito en hito y después a Tristão —con su delgada camisa de algodón azul, la mejor que tenía, y shorts desteñidos por el sol que dejaban al descubierto sus grandes miembros negros—, y dijo que no disponían de habitaciones libres. Isabel se esforzó por dominar las lágrimas que perforaban sus ojos y le preguntó adonde, entonces, podían ir. El recepcionista pareció amable con ella, aunque procuraba evidenciar su arrogancia profesional, lo que le recordó a Isabel a algunos de sus primos. El hombre desvió sus lechosos ojos azules —con las pestañas casi blancas, como las de un cerdo— de un lado a otro para cerciorarse de que no lo observaban y escribió, en un papel con membrete del Othon Palace, Hotel Amour, seguido de una dirección, mientras les explicaba en voz baja cómo llegar a ella: por el Viaduto do Chá hasta la Avenida Ipiranga, torcer a la derecha y seguir muchas curvas intrincadas. Caminad deprisa, les aconsejó, y no habléis con desconocidos.

El nombre del hotel apareció escrito en las penumbras con neones parpadeantes, en una pulcra escritura inclinada como la que las monjas habían tratado de enseñarle a Isabel, aunque todavía su letra se mantenía vertical y redonda. En otros tiempos el edificio había sido la mansión de un cafetal, con espaciosas cámaras abovedadas que habían sido subdivididas y amuebladas con sustancias sintéticas a partir de los años cincuenta. La cama era una tosca plataforma y los cuadros de la pared mostraban a golfillos de mirada fija, pero un ventilador colgado de una barra en el centro del cielo raso hizo girar sus cuatro paletas perezosas con sólo pulsar un interruptor; había varios espejos con marcos dorados, una cómoda y armarios de madera oscura que despedía un aroma dulce. Isabel se sentía como una mujer mundana mientras guardaba la ropa en cajones, se acomodaba en el sofá y marcaba el número del servicio de habitaciones para ordenar en tono flemático que les llevaran comida y bebidas. El empleado de abajo era un gordo italobrasileño con camisa sin cuello que no había mostrado la menor vacilación en alquilarles una habitación, aunque el botones mulato que trasladó la bolsa de lona y la mochila mantuvo la mano adelantada hasta que duplicaron la propina, y escupió sonoramente en el suelo del pasillo en cuanto cerró la puerta. Pero a medida que pasaban los días el personal fue simpatizando con ellos: muy pocos huéspedes se quedaban más de una o dos horas. Había un pequeño patio donde una buganvilla descuidada se había vuelto gigantesca y a su sombra, en un banco de madera gastada donde a menudo debían de haber descansado el viejo plantador y su mujer, tomaban café al volver de las compras al mediodía.

El fajo de cruceiros se desvalorizaba día a día y gastarlo cuanto antes parecía una forma de economizar. Iban a la Avenida Paulista y a la Rúa Augusta a comprar ropa adecuada para la vida urbana. Comían en restaurantes donde mujeres elegantes, sentadas de dos en dos ante pequeñas mesas, bebían cócteles en copas delgadas logrando que sus narices no se mezclaran con las rodajas de fruta sujetas al borde. Bajo las blancas mesas redondas sus piernas largas susurraban en panties sedosos, expuestas hasta las caderas por las novedosas minifaldas que eran el último grito de la moda. Alrededor crecía São Paulo en altos edificios de cemento y cristal, poniendo de manifiesto el milagro económico de los generales. Después de desayunar, hacer el amor y darse una ducha juntos —que a menudo terminaba en volver a hacer el amor—, Isabel y Tristão salían a su pequeño balcón y eran saludados por el vertiginoso abismo que se extendía a sus pies, el deslumbrante mosaico de ruidos callejeros y la infinidad de edificios de hormigón todavía moteados por la lluvia de la noche anterior. Entonces la anónima vastedad de São Paulo parecía una expectativa, un numeroso público ensimismado que aplaudía incómodo. Isabel sentía interiormente un nuevo yo operístico, jactanciosamente femenino.

Dado que servía financieramente a Tristão con dinero robado a su tío, Isabel se obsesionó por servirle físicamente. El pene, tan pequeño cuando estaba flácido —un bebé bajo el gorrito del prepucio—, la asustaba cuando se transformaba en un ñame tieso y grueso, con un pomo lavanda y ondas de un negro purpúreo compuestas por cartílago y venas. Isabel llegaría a dominar a ese monstruo con su frágil cuerpo blanco: los extremos de placer que proporcionaría a su amado calibraban los límites de su feminidad. Veían películas pornográficas en el canal de pago del hotel y ella imitaba aplicadamente lo que hacían las mujeres en la pantalla. Ya sabía qué podía hacerse con la boca pero al principio no se decidía a creer que los traseros de las mujeres pudieran usarse tal como se veía en esas películas. Por el culo se cobra extra, había dicho Úrsula. Esa práctica le resultaba repugnante a Tristão, pero ella insistió. Un rato después Isabel sintió algo, sí, más allá del dolor, una iluminación de sus profundidades. También eso formaba parte de su ser, era una frontera sondeada. La sumisión era una oscuridad de la que emergía purificada.

—Soy tu esclava —decía a su amante—. Úsame, azótame si te gusta. Golpéame incluso. Lo único que te pido es que no me rompas los dientes.

—Por favor, queridísima —reía tontamente Tristão, que estaba engordando un poco e iba volviéndose afectado en sus gestos. Usaba un pijama estampado comprado en una tienda de Consolado que se llamaba Krishna—. No deseo hacerte daño. Los hombres que pegan a las mujeres son los que su cobardía les impide pelear con otros hombres.

—Átame. Véndame los ojos. Luego tócame ligeramente, muy ligeramente, y después muéstrate rudo. Ambiciono un mundo en el que sólo existas tú a mi alrededor como el aire que constantemente ingiero.

—Querida, sinceramente… —protestaba el caballero andante, que por fin aceptaba a regañadientes todos los favores sexuales que ella inventaba para él.

Isabel hacía rodar su ñame hacia atrás, le lamía el ano, tragaba su esperma. Después de contemplar varias escenas en el canal pornográfico, decidió que a Tristão le excitaría poseerla junto con otro, ver que dos hombres se comunicaban entre sí a través de su cuerpo. Eligió al botones que había escupido en el pasillo, un muchacho moreno de cara ancha que le recordaba a Euclides. Sus ojos almendrados se cruzaban tímidamente con los suyos durante medio segundo inquisitivo cada vez que pasaba por el vestíbulo. Ruborizada mientras describía qué deseaba, lo sobornó con dinero del fajo de cruceiros cada vez más exiguo. Tristão se quedó alelado cuando le describió su plan cinco minutos antes de que apareciera en la puerta el muchacho turbado, sin el uniforme, con una camisa conmovedoramente limpia y unos pantalones de poliéster.

Isabel temió que Tristão lo echara; pero su enamorado, atentamente obediente a ella en todo, permitió la representación del cuadro vivo y desempeñó su papel. En espejos acomodados sobre los zócalos, Isabel veía su blancura encajada entre un cuerpo marrón y otro negro, un puente humano por el que circulaba el tráfico en ambas direcciones. Pero incluso en el momento técnicamente triunfal del doble clímax, con las vibraciones del otro enfundadas en su vagina y la eyaculación de Tristão estallando agria en su rostro, sintió que el experimento era un error. Algunos límites no eran únicamente suyos. El muchacho, al mismo tiempo avergonzado y fanfarrón, aguardó durante un incómodo momento como a la espera de la propina o de una invitación a regresar, pero enseguida se marchó, percibiendo el peligro que entrañaba la mirada de Tristão. Ese muchacho había sido el segundo hombre de Isabel.

Tristão se mostró magníficamente altivo tras el cuadro vivo que ella había montado, y todas sus lágrimas y excusas frenéticas no lograban desmoronar la torre en que se había convertido. Al otro lado de las ventanas la noche envolvía los infinitos edificios de São Paulo y sólo unas pocas luces se filtraban macilentas, como si todos los cuartos contuviesen a una pareja enfurruñada y pesarosa como ellos.

—Me has ensuciado —dijo Tristão—. Jamás habrías hecho la puta con un marido de tu propio ambiente. Crees que porque soy negro y he salido de la favela carezco de honra, de civilización.

—Estaba tratando de complacerte —sollozó Isabel—. Sé por la televisión qué os gusta a los hombres. Intentaba enriquecer nuestro amor con la presencia de un testigo. ¿Crees que yo no me sentí degradada? Me repugnó tenerlo en mi interior pero tu placer es mi placer, Tristão.

—A mí me dio muy poco placer —replicó él glacialmente, tras apoyarse en la cama sobre todas las almohadas, las suyas y las de ella. Sólo llevaba puesta la parte inferior del pijama de seda, a la manera de una mujer con pantalones en el harén—. Fuiste tú quien tuvo el placer de ser una mujerzuela. Te revolcaste en la mierda, porra por ambos lados.

Sim! Sim! —gritó Isabel, dejándose caer en la cama a su lado, como alcanzada por una revelación. Mostró los límites de su abnegación al no pedir para su cabeza ni siquiera una puntita de las muchas almohadas, y permaneció recta como un cadáver sobre la losa mortuoria—. Soy una mujerzuela, peor que tu madre, que al menos tiene la excusa de la pobreza.

—Tú piensas que yo soy una mierda por mi color. Como el melindroso recepcionista del Othon Palace. Crees que he salido de las profundidades en las que nunca penetran el orden y el honor. Pero las esperanzas de orden y honor están por doquier…, las proporcionan los espíritus. Todos sabemos qué son el orden, la decencia y el honor, aunque nunca los veamos.

—Deja que lama todo tu cuerpo angelical, Tristão, dime qué debo hacer para recuperar, no me atrevo a decir tu amor, pero al menos permiso para seguir siendo tu esclava. —Se alzó en la cama lo suficiente para revolotear la lengua en una de las tetillas del amante. La entrañable e inútil protuberancia se puso rígida pese a la ira señorial del amo.

—Nuestra suerte está echada, juntos —dijo él como si pronunciara su propia condena a muerte y la pegó; apartó de su pecho la cara con un golpe de la mano abierta—. Has dado tu coño a ese patán. Supón que te hubiera embarazado.

—No lo pensé. Quería que estuviese donde no pudiera verlo, para tenerte a ti donde te viera y así paladearlo todo.

—Entonces paladea esto —dijo él y volvió a golpearla, con la mano abierta, para no dejar marcas, a diferencia de las mujeres contra cuyas mejillas apoyaba la navaja.

Tal como había jurado, nunca le haría daño. Esa noche la pegó —pero sensatamente, en los brazos y las nalgas— y la folló alternativamente, mientras ella se aferraba a su dureza en las renovadas convulsiones de vitalidad masculina.

—Si he cometido un error —se atrevió por fin a apelar Isabel durante esa larga noche de mutua profundización interior—, ha sido por amor a ti, Tristão. Ya no sé ser egoísta.

El bufó en la oscuridad, sacudiendo la cabeza de ella sobre su pecho.

—No ser egoísta en el caso de un hombre consiste en amar, en bajar sus defensas en la guerra de todos contra todos —dijo él—. El amor de una mujer es egoísta, amar corresponde a su naturaleza, dar y recibir es una unidad para ella, así como entrar y salir al joder es una unidad para el hombre. Para ella es necesario amar, así como para el hombre es indispensable odiar.

Agarrada a él humildemente en la oscuridad (que ni siquiera en la habitación hotelera de cielo raso alto era absoluta, pues se filtraba la luz del São Paulo circundante, así como la pantalla de un televisor continúa brillando después de apagado), con los morados de su cuerpo como besos de bestias de labios ardientes, Isabel pensó: ¿Puede ser cierto, Dios mío, este fluir lechoso del amor a través de cada poro que experimentamos las mujeres, en lugar de la dicha pasajera de la eyaculación en el hombre, su breve y viscosa expulsión que lo hace gemir como si estuviera herido? Era fugaz en comparación con el imparable derramamiento de una mujer. Este don, este desbordamiento, este vapor amoroso surgente del lago de sí misma era también una alimentación voluptuosa, porque el amor absorbe todos los detalles del amado, así como los legendarios caníbales de la Amazonia se comen mutuamente el cerebro. El mero hecho de pronunciar su nombre, de hundir la voz en el sonido nasal del final, proporcionaba a Isabel un placer sensual. Durante la larga noche en la que apenas durmió, despertada más de una vez por el renovado vigor de la cólera de Tristão, que bombeaba en ella su esperma para perseguir y matar el del otro, ella aprendió, con la resplandeciente avidez con que las jóvenes enamoradas acumulan sus lecciones, que la llama baja y suave que había encendido en Tristão —que le iluminaba el rostro y la nombraba incluso con él dormido— no podía apagarse, sino sólo estremecerse como una vela votiva cuando se abre la puerta de la iglesia en el extremo opuesto de la nave, por ningún hecho que alcanzara el cuerpo elástico y flexible de ella. Algún día, pronto, él mismo —predijo Isabel en silencio— sugeriría que volvieran a invitar al botones a su habitación.

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