Brasil

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7. Chiquinho

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7. Chiquinho

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Chiquinho

Tristão empezó a sentirse asqueado, como si se alimentara con una dieta a base de dulces. Estaría contento cuando se agotara el fajo de cruceiros, ya que él e Isabel se verían arrojados al mundo, con él en el papel de defensor. Preparándose para ese día, intensificó la búsqueda de su hermano Chiquinho. No tenía su domicilio y la ciudad era un inmenso laberinto, sin mar ni montañas para orientarse. Había vastos barrios en los que sólo vivían japoneses y otros exclusivamente para italianos, e incluso vecindarios enteros para judíos y árabes, con carteles en alfabetos ininteligibles. Había menos negros que en Río y el clima era más brusco, pues no lo atenuaban las aguas del mar; desde el océano de tierra occidental soplaban tumultuosos temporales y ráfagas de viento. Tristão ya no se sentía como un depredador ambulante en su propio territorio, aunque de vez en cuando robaba con ayuda de su cuchilla de afeitar a algunos blancos llamativamente auspiciosos, para no perder la práctica. Se sentía cohibido, torpe, presa potencial de las inmensas fuerzas allí reunidas.

Los paulistas no pasaban toda la mañana en la playa como los cariocas, sino que trajinaban eficazmente como europeos, vendiéndose cosas los unos a los otros, maquinando negocios con la misma excitación que los de Río generando un romance; hombres con trajes oscuros marchaban de a tres o cuatro por las aceras, gesticulando y chillando con el exaltado amor que se profesaban entre sí y por el dinero. Sólo cada tanto —en las inexpresivas prostitutas al acecho en la Rúa dos Andradas sobre sus piernas largas, o en las velas que chorreaban cera al pie de la gran estatua mal acabada a la que llamaban Madre Africana cerca del Viaduto do Chá— la ciudad manifestaba que la vida auténtica, la vida del éxtasis y el espíritu, persistía bajo las prisas del ajetreo. Tristão compró mapas de São Paulo pero no había dos que coincidieran; las rutas de los autobuses torcían como serpientes torturadas y cuando se apeaba, mareado de tanto dar vueltas y balancearse, se encaminaba al sur cuando su intención era dirigirse hacia el norte. Tras dejar a Isabel dormida después de una noche de amor, o inmersa en la lectura de una novela rosa, descubría distritos industriales, infinitas casas hacinadas y poco más grandes que las chabolas de Río, aunque levantadas con materiales más sólidos en parcelas rectangulares, monótonos edificios fabriles expresivos de un mundo laboral, aunque frecuentemente vacíos y ociosos, como si el trabajo se presentara en ritmos torrentosos como el clima, siendo las sequías más comunes que las inundaciones. Desde atrás de los muros sellados llegaban a sus oídos los sonidos de máquinas que tejían, golpeaban, mezclaban, comprimían y tapaban velozmente. Entre esos edificios —emplazados irregularmente, con algunas ventanas ennegrecidas como los huecos de dientes ausentes— había raíles oxidados de vías por las que no corrían trenes, y espacios vallados donde enigmáticas pilas de bloques de hormigón y cajas de madera se deterioraban lentamente en su retomo a la naturaleza. En extraños parajes, pequeños centros compuestos por mercearias y bares, barberías y oculistas, adivinos y zapateros remendones, se aferraban a la vida alimentados por un goteo de clientes que a Tristão le parecían, en comparación con los pobres de Río, desconsolados y sucios, mal vestidos y torvos: el proletariado. Detenía a algunas de esas personas para preguntarles si conocían a un hombre llamado Chiquinho; nadie lo conocía y todos se reían de él por creer que sólo con un nombre podía hallar a un hombre en la vastedad de São Paulo, la ciudad más grande de América del Sur. Chiquinho Raposo, agregaba, pero seguían riendo. Había centenares de Raposo, contestaban. Desconfiaban de él, un negro bien vestido y con acento carioca, que convertía el sonido de las eses en un fino rocío: sh.

Su hermano mayor había abandonado la favela a los once o doce años, cuando él todavía no había cumplido los seis; Tristão sólo recordaba unos tristes ojos claros y un cuello dolorosamente delgado. Chiquinho había atravesado las tinieblas y la cruda luz del sol de su existencia con un aire de quebradiza abstracción; se movía sin elasticidad y sus manos aleteaban torpemente en el extremo de unos brazos huesudos. Indudablemente, en trece años habría cambiado tanto que no lo reconocería.

Pero en realidad no fue así: Tristão lo reconoció sin la menor dificultad al encontrárselo un día en la ancha acera del hotel.

—Hermano —dijo el hombre alto y delgado, sin sonreír. Daba la impresión de estar esperándolo.

Chiquinho, con el color canela greñoso de baldosas de patio baratas, era decididamente más claro que Tristão; su padre debía de haber sido un blanco, o más probablemente un hombre rucio, cuyos ojos fríos de color aluminio miraban a través de párpados arrugados. Desde que Tristão lo viera por última vez había pasado de la niñez a la edad adulta; lucía pequeñas arrugas secas donde al entrecerrar los ojos y sonreír su piel había dado de sí. Hasta su delgado cuello mostraba arrugas, como un trapo estrujado y puesto a secar.

—¡Cuánto te he buscado! —exclamó Tristão, después del abrogo.

—Sí, ya me han hablado de tus averiguaciones. Pero nunca estaba en el lugar exacto en que preguntabas. Es un milagro que nos hayamos encontrado en esta metrópolis, a la cual llegan cientos de personas todos los días. —Chiquinho hablaba de una forma reflexiva que no resultaba agradable, moviendo la boca mientras su mirada gris permanecía inmodificable.

—No estoy solo, Chiquinho. Ahora tengo esposa, una companheira, y necesito trabajo en la fábrica de automóviles.

—Ya no hago fuscas. Ahora estoy en algo nuevo, la electrónica. Pero no tengo educación suficiente para ese trabajo, por lo que estoy atascado en el nivel más bajo: limpio la factoría para que no haya una sola mota de polvo. En el complicado chisme que fabricamos, que resuelve todos los problemas matemáticos pulsando un rayo dirigido, una mota de polvo es lo mismo que una piedra en el motor de un coche. Bajo la iluminada política capitalista que ha suplantado los peligrosos experimentos socialistas de Quadros y Goulart, he tenido el privilegio de que me nombraran jefe del equipo de limpieza, mientras sigo cursos nocturnos para aprender los misterios de la nueva tecnología. Pero ¿por qué hablas de trabajo? Vas vestido como un rico. Resides día tras día en este hotel que cobra por horas.

—Mi esposa y yo hemos robado algo de dinero, pero ahora prácticamente se ha acabado. Nos lo ha robado a su vez la inflación, sumada a nuestro inmoderado estilo de vida. Entra, tienes que conocerla; es hermosa, una santa en su devoción por mí. Se llama Isabel Leme.

Chiquinho hizo unos torpes ademanes como aleteos sobre su pecho, señalando su camisa, que era un guiñapo blanco de mangas cortas, semejante a las que usan los técnicos, incluido el protector de plástico en el bolsillo, aunque en éste no había ninguna pluma, y el cuello en punta estaba deshilachado.

—Me avergonzaría presentarme ante ella en este estado. Tenéis que venir a visitarnos. Yo también tengo esposa, se llama Polidora. Aquí tienes mi dirección, querido Tristão. Ahora en nuestra calle han instalado la electricidad y el Ayuntamiento promete cloacas. Coge el autobús a Belém, camina hacia el sur hasta Moóca, como te indico aquí. —Dibujó rápidamente un mapa, propuso la noche siguiente como adecuada y agregó—: Hay trabajo en São Paulo, pero también muchos nordestinos que hacen bajar los salarios y no tienen escrúpulos en cortarle el pescuezo a quienes significan una amenaza para ellos. Pero haré averiguaciones en nombre de nuestros lazos familiares. ¿Cómo está nuestra bendita madre?

—Vive más o menos como de costumbre, maldiciendo todo.

Chiquinho se permitió esbozar una sonrisa y una fría inclinación de cabeza. Por la calma alumínica de sus ojos, Tristão comprendió que la información no había sido ninguna novedad y que la pregunta sólo fue el cumplimiento de una formalidad. Cuando se separaron, Chiquinho recalcó:

—Polidora y yo os esperamos a los dos. No se te ocurra presentarte sin tu esposa.

Qué extraño había sido que se encontraran tan oportunamente en una zona, Campos Elíseos, donde Chiquinho debía de tener pocas ocasiones de andar. Sin embargo, Tristão aceptó agradecido y entró en el hotel para informar a Isabel de que su auténtica vida juntos —su vida en el mundo real y no en esa cámara alquilada— acababa de empezar. Con tanto ocio de por medio, ella se había aficionado a los melodramas de la tarde por la radio y a las emisiones de programas doblados de espectáculos televisivos importados como Yo quiero a Lucy, y, al igual que Tristão, estaba engordando.

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