Brasil

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8. La casa suburbana

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8. La casa suburbana

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La casa suburbana

Con el poco dinero que les quedaba cogieron un taxi en el que siguieron las instrucciones de Chiquinho, a través de un barrio de casas bajas que anteriormente había sido un cafetal, pero ahora alardeaba de cables eléctricos y carteles callejeros. Aunque el terreno no estaba pavimentado y se veía sucio por los brillantes detritos industriales, y el cielo estaba manchado de humo, las casas tenían patio, galería y varias habitaciones que se extendían de costado bajo tejados rojos. En la puerta de la suya, Chiquinho parecía más frágil que nunca, la sonrisa de bienvenida era un tajo apretado en su cara y la cabeza mantenía un precario equilibrio sobre su cuello delgado. La mujer, Polidora, al igual que una bola de pan recién horneado, era redonda, esponjosa y del pardo dorado de una tostada; se había lavado el cabello con alheña, lo había cardado y secado en una rígida colmena. Tenía ansiosos ojos redondos, pero como si quisiera hacer juego con el bizqueo cauteloso de Chiquinho, mantenía los párpados entrecerrados. Sus facciones pastosas estaban perladas por un sudor que Tristão adjudicó a la belleza y el prestigio de su invitada de esa noche, a la que Polidora saludó con un abrazo excesivamente familiar y llevó luego, sin soltar su apretón adhesivo de la mano blanca y delgada de Isabel, a una sala más grande, al otro lado del vestíbulo embaldosado. Tristão las siguió con el brazo huesudo de Chiquinho entrelazado firmemente en el suyo. En la segunda habitación, dos hombres trajeados en gris plata se pusieron de pie y mostraron sus armas a los invitados.

Tristão pensó en la cuchilla de afeitar, pero se dio cuenta de que ni siquiera contaba con ella. Normalmente la llevaba en el pequeño bolsillo para las monedas de los tejanos acampanados que había comprado con Isabel en la tienda Polychrome, pero esa noche, mientras se vestían en el hotel, resolvieron que esos pantalones informales podían parecer una falta de respeto hacia el pequeño burgués en el que aparentemente se había convertido el hermano, y se decidió por una camisa de seda holgada con puños franceses blancos en las mangas malvas, pantalones de hilo color crema y mocasines orlados. De manera que no llevaba la navaja. De todos modos, ¿de qué servía una cuchilla de afeitar contra dos pistolas?

El mayor de los dos, un hombre robusto y apuesto que había encanecido y se había vuelto melancólico al servicio de los ricos, les indicó con el cañón gris de su arma que se sentaran en el sofá-cama nido apoyado contra una pared amarilla decorada con dos loros de yeso, bajorrelieves esmaltados de una sola pieza en colores chillones, con marcos redondeados también de yeso. Las colas y picos de los loros se superponían con los marcos, un capricho del artista que invitaba a pensar qué era realidad y qué artificio.

En el salón, Tristão sentía temblar el cuerpo de Isabel a su lado como el de una hembra en celo, que arriesga su vida en un momento de abandono sexual. Descartó la idea de que el cuerpo de ella, desde el principio, lo había puesto en aprietos y situaciones peligrosas; la rodeó con un brazo para protegerla con su propio cuerpo en caso necesario. Aunque también él temblaba, su mente permaneció lúcida y rápida, la electricidad evocada por esta emergencia corría por caminos bifurcados de posibilidades. Había comprendido en un instante todo lo que ahora se decía.

—No os alarméis, amigos míos —dijo el hombre de elegantes sienes plateadas y moderado bigote cano—. Sólo estamos aquí para acompañar a la jovencita a Brasilia y entregársela a su padre. Poco después de las diez sale un avión de Congonhas, por lo que tenemos tiempo de sobra. Pensábamos que llegaríais elegantemente tarde. Tomemos una copa.

—Yo escupiría en la copa ofrecida por el Judas de mi hermano —dijo Tristão y luego preguntó directamente a Chiquinho—: ¿Cómo puedes justificarte a ti mismo esta traición?

Chiquinho movió los brazos alrededor del pecho como si espantara moscas sin usar las manos.

—Esta relación es degradante para ti, hermano. Has perdido el juicio, estás blando e impecable, como un mantenido. Es preferible que te traicione yo a que lo haga esta chica platinada. Los ricos siempre vuelven con los suyos. El poco dinero que me ha dado su familia por mi colaboración servirá para financiar mis estudios: llegaré a graduarme como técnico en electricidad.

El entrañable rostro simiesco de Isabel se debatía tenso entre la indignación y el llanto, aunque su cuerpo, junto al de Tristão en el sofá a cuadros y bajo su brazo, permanecía extrañamente flojo. Algo en ella se había relajado. Nuestro yo más profundo recibe con los brazos abiertos las catástrofes. Ahora su propia educación evolucionaba más allá de las acrobacias sexuales nocturnas y los melodramas diurnos.

—¿Cómo conocisteis nuestro paradero? —le preguntó en voz baja a Chiquinho—. ¿Fue Úrsula?

Tristão se apiadó de ella, pues sabía que al querer a su madre, indigna de amor, Isabel se había impuesto una tarea preciosa en su perversidad. Querer a su madre había sido invento de ella, el primer retoño vulnerable de su matrimonio.

—No, no, señorita —respondió Chiquinho, en tono casi piadoso—. Nuestra bendita madre vive por debajo del nivel de la electrónica, de la comunicación con lo invisible. Desde que a los catorce años la acometió la idea de vender su cuerpo, jamás ha vuelto a tener una idea rentable. Fue Euclides quien me advirtió, por intermedio de nuestro correo no siempre fiable, que Tristão vendría a São Paulo con un tesoro. Al principio esperé que me encontrara, pero las dimensiones de esta ciudad lo derrotaron. De modo que yo lo encontré a él. Se me sugirió el Othon Palace como posibilidad y el recepcionista fue muy servicial. Os recordaba a los dos. Me pidió que os asegurara que el motivo por el que os rechazó no fue ningún prejuicio racial por su parte, sino respeto por los sentimientos de los demás huéspedes, muchos de los cuales vienen del extranjero, de sociedades menos tolerantes.

—¿Qué ocurrirá con Tristão? —preguntó Isabel con un resuello de pánico que dejó su boca abierta, exhibiendo sus dientes perlados, su lengua aterciopelada.

La mente de Isabel, habituada a la lógica de la opulencia y el poder, había asimilado a mayor velocidad que la de Tristão lo esencial que era él mismo: si lo dejaban en libertad, plantearía problemas. Podría buscar a su esposa en Brasilia, podría tratar de raptarla, podría incluso —¡qué idea grotesca!— presentarse a la policía. Al percibir el pánico de Isabel, ahora Tristão comprendió que la forma más certera de poner fin a su vinculación con ella sería el suicidio. Como si se hubiera conectado una corriente eléctrica, o estallado una de las repentinas y aterradoras tormentas de São Paulo, oscureciendo el aire de manera tal que todo aparecía en negativo, con las sombras blancas y el enlucido de la pared negro, vio con cuánta plenitud la muda presencia de las dos pistolas había alterado la atmósfera. La muerte, ese distanciamiento impensable, había aparecido brutalmente cercana, a uno o dos pasos de distancia, dotando a todas las cosas de una textura permeable, como de papel. Todas las líneas de la sala, desde los rincones sombreados hasta las costuras del sofá a cuadros y las baldosas hexagonales del color de la piel de Chiquinho, se alinearon en una nueva perspectiva; se había introducido una solemnidad por la que todos hablaban en voz baja y los gestos cotidianos se hacían con la majestad del sonambulismo. Polidora trajo una bandeja con bebidas: altos sucos color pastel para quienes no querían alcohol, y para los demás, caipirinhas, mezcla de cachaça, lima, azúcar y hielo triturado. Isabel cogió una caipirinha para acallar sus emociones; Tristão tomó un suco por si se presentaba la oportunidad de valerse de su astucia. Un cálido olor a estofado de carne vacuna flotaba desde la cocina.

El pistolero más joven, que no tenía bigotes ni sienes plateadas, respondió a Isabel con tono consolador:

—Él se convertirá en mi amigo. César acompañará a la señorita a Brasilia y yo me quedaré aquí con el joven, cuya mente se sentirá fascinada al principio, naturalmente, por ideas de rescate y venganza. Esta casa es amplia; todos seremos felices aquí durante una o dos semanas, hasta que la jovencita haya sido restituida sana y salva a la influencia de su padre. Me llamo Virgilio —agregó para la pareja que ocupaba el sofá, con una breve inclinación de la cabeza que no modificó el ángulo estable del cañón de su arma.

Polidora protestó:

—Señor, tenemos dos hijos que duermen aquí.

—Señora, se le pagarán sus servicios.

Isabel estalló:

—¡Jamás seré restituida a la influencia de mi padre! Ahora soy una mujer y tengo mi propio papel en el mundo. He pasado toda mi vida sin padre, desde que murió mi madre cuando yo tenía cuatro años…, él me dejó a cargo del presumido de su hermano.

César, escandalizado, se sintió impulsado a defender a su empleador y tal vez a todos los hombres —de los que él era uno— de edad mediana y cabellos grises que, como era comprensible, no podían satisfacer todas las demandas que convergían sobre ellos:

—Señorita Isabel, su padre es un hombre importante que ha entregado su vida al servicio del país.

—Entonces, ¿por qué nada parece gobernado? Los pobres siguen siendo pobres y los ricos dominan con las armas. —Como si estuviese cumpliendo la profecía de su tío respecto de su radicalismo, Isabel se incorporó, rebelde, y se mofó de los pistoleros—: ¿Por qué voy a hacer lo que vosotros decís? Nunca me haríais daño…, mi padre os despellejaría vivos.

César mostró su acuerdo cortésmente.

—Es verdad. Pero no se aplica lo mismo a su amigo negro…, su marido, si prefiere llamarlo así. A él el mundo no lo echará de menos. Sólo usted sentiría su ausencia. Su muerte ni siquiera dejaría una minúscula brecha en los registros, dado que sin duda eludió inscribirse para el servicio militar. Y si él no es rehén suficiente para ganamos su colaboración, piense en nuestros anfitriones —el cañón de la pistola viró hacia Chiquinho y Polidora, que esperaba de pie para servirles la cena— y sus dos hijos. Esos niños podrían volver de la calle y encontrar muertos a sus padres; aunque esas muertes sí serían notadas, nuestra policía está recargada de trabajo y no encontraría a los asesinos. Le ruego que no piense que estas amenazas son bravatas. Cada vez más, le realidad es una estadística, y en un país tan inmenso como Brasil nosotros somos estadísticamente insignificantes.

Ahora fue Chiquinho quien protestó:

—¡Fue mi información voluntaria la que os trajo aquí y ahora amenazáis mi vida!

—El hombre que delata a su propio hermano merece morir —le espetó Virgilio. Para Tristão añadió, con una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes atractivamente desparejos, superpuestos como pies en un paso de baile—: ¿Ves lo buen y leal amigo que ya soy? A veces es mejor un hermano espiritual que uno carnal.

Isabel, de pie, dio la impresión de desperezarse y retorcerse como si tiraran de ella unas cuerdas invisibles; qué extraña, reflexionó Tristão, la forma en que las dos pistolas grises, como si fueran lápices, habían vuelto a diseñar el espacio, reduciendo la infinidad de posibilidades a unos túneles poco superficiales de opciones deformadas. Todos los espíritus habían adelgazado y andaban por la cuerda floja de la situación. Isabel volvió a tomar la palabra, serenamente.

—Si han de entregarme a mi padre, necesito mi ropa, que está en el hotel. No hay tiempo de comer, ya que tenemos que estar en Congonhas a las diez. Debemos irnos ahora mismo —dijo a su nueva escolta, el paternal hombre delgado de traje gris al servicio del poder que la había formado a ella.

—Así es —dijo César, complacido; y a Polidora—: Lo sentimos mucho. La feijoada huele de maravilla; mi sano y joven compañero comerá mi parte. —A Chiquinho—: Tiene la mitad de su recompensa en el bolsillo. La otra mitad depende de su continua cooperación y hospitalidad. —A Tristão—: Adiós, amigo. Sería lamentable para uno de los dos que volviéramos a encontrarnos. —Y por fin a Isabel—: Vamos, señorita. Como usted dice, el avión no esperará.

Isabel se inclinó y dio a Tristão un beso lánguido, suave como una nube y tibio como la caricia del sol, cuyo mensaje era: «Mantén la fe».

¿Pero podía Tristão confiar en ella? De espaldas, su esposa parecía extrañamente cómoda del brazo de su secuestrador de aspecto distinguido. Antes de salir del hotel, se había puesto un alegre vestido, ni formal ni informal, estampado con florecillas rojas sobre un fondo azul marino, tras cambiarse dos o tres veces hasta encontrar el acompañamiento perfecto para los pantalones de él y su camisa deportiva aunque de puños franceses…, respetuosamente elegante aunque sin arrogancia. Había sido su primera salida juntos como pareja establecida, para visitar a uno de sus parientes políticos. Tal vez habían llegado demasiado lejos con excesiva prisa.

Una vez que se fue Isabel, Tristão sintió que recuperaba su antigua personalidad, y cuando Polidora llevó a la mesa su olla con feijoada picante, todos se relajaron. Virgilio se quitó la chaqueta gris y enfundó la pistola en su sobaquera. Chiquinho sustituyó los vasos altos por botellas de cerveza Antártica. Los sobrinitos de Tristão, Esperanza y Pacheco —piel morena, mocosos de ojos grises de tres y cinco años—, volvieron de las calles oscuras y su importuna inocencia de críos contagió de alegría a todos los comensales. Fijaron la mirada en la pistola de Virgilio, cuya culata asomaba de la funda como la parte trasera de un animal que se zambullía en su madriguera. Al percibir la fantasía de los niños, el pistolero la puso en escena, metiendo y sacando el arma como si fuera un animal escurridizo, imitando el terror con la expresión de su cara y haciendo entrechocar sus dientes torcidos:

Fora! Opa! Dentro! Bom!

Cuando se acabó la cerveza, apareció la cachaça transparente y la mesa compuesta ahora por cuatro adultos desbordaba de bromas contra el mundo exterior a esas delgadas paredes, al frágil techo: los demás, los ricos, los poderosos, los gringos, los argentinos, los paraguayos, los granjeros alemanes y japoneses de la Região Sul, con sus acentos ridículos y su insular y puritana obsesión por el trabajo. El auténtico brasileño, coincidieron jubilosamente, es un romántico incurable: impetuoso, poco práctico, amante del placer, y sin embargo idealista, valiente y vital.

Tristão estaba mareado cuando fue a acostarse. Los ángulos de la habitación surgían y se inclinaban tanto como lo habían hecho bajo la presión magnética de las armas. Le asignaron la habitación de los niños, que a su vez fueron trasladados a la cama de sus padres. Tristão ocupó un catre y Virgilio el otro, cruzado a través de la puerta para impedirle huir. La única ventana estaba asegurada con barrotes exteriores fijos para evitar la entrada de ladrones, que llegaban en tropel a ese barrio producto de la prosperidad en lento crecimiento de la clase obrera.

Hacía muchas semanas que Tristão no se acostaba sin Isabel a su lado. Había llegado a resultarle difícil distinguir el ser de ella del propio. Isabel ardía en su interior como un revestimiento picante en el estómago, un anhelo luminoso que se lo comía vivo. Estar vivo, percibió, es un estado relativo, que no merece cualquier cosa. No merecía la ausencia de Isabel…, su coño envolviendo húmedo el ñame tieso, su voz parloteándole al oído atento a medias, la cálida nube de sus labios descendiendo sobre él al tiempo que decía: «Mantén la fe». Ella no era la Parca, pero su blancura poseía la pureza de la muerte. Tristão ahogó las lágrimas para no despertar a su nuevo compañero de habitación; hizo planes, y luego soñó.

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