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18. El Mato Grosso

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18. El Mato Grosso

18

El Mato Grosso

Al volver a la chabola, abatido hasta la médula por el sentimiento de culpa y el esfuerzo de sus movimientos, en lugar de descanso, Tristão encontró una atmósfera de acción indispensable. Su familia estaba preparada para la partida, con sus pocas pertenencias portátiles liadas a sus pies. La mochila anaranjada estaba llena con ropa de recambio y los utensilios de cocina más ligeros envueltos en mantas y mosquiteros. Bajo la vacilante luz de la lámpara de queroseno de la choza, hasta la bebé parecía solemne con los ojos desorbitados, y su llanto sonaba acallado por el peligro que flotaba en el aire. Había aparecido Kupehaki, la vieja tupí, al tanto de la partida; con tono áspero y deprisa intentaron disuadirla de que los acompañara, pero ella no dio muestras de oír. Permaneció al lado de Isabel, moviéndose cuando ésta lo hacía, balanceándose cuando ésta se balanceaba, hundiéndose incluso por un fenómeno de simpatía cuando Isabel se hundía a causa del miedo y la desesperación. Se había atado a ellos y nada podría desatarla. La anciana tupí había llevado consigo una larga cesta de mimbre, una nasa tubular cargada en la espalda y sujeta por una banda gruesa a través de la frente, y de hecho sería útil, decidieron, aunque sólo los acompañara parte del camino al principio.

Por fin salieron los cinco en fila india, cruzaron el riachuelo contaminado, bajaron el sendero en dirección contraria a la trituradora y la pila de escoria hasta un valle deshabitado, excepto por bandidos que vivían a costa delos traficantes de oro y las caravanas de provisiones cargadas a lomos de bueyes y mulas. El fragor mecánico de la montaña, que persistía hasta medianoche, se desvaneció a sus espaldas; los sonidos de la población minera desaparecieron salvo el aullido de un perro y el estallido de una carcajada o una recriminación excepcionalmente sonoras. A medida que sus ojos se adaptaban a la noche, Tristão tuvo la impresión de que el sendero, al estrecharse y ensancharse entre las melladas sombras negras de la vegetación, brillaba azulino a sus pies. La sangre de César había brotado en un tono purpúreo bajo la luz azul. Isabel llevaba a la pequeña Cordélia dormida, con su cabecita calva oscilante en una especie de cabestrillo, contra su pecho. Al principio Tristão cargó con Azor sobre los hombros; las manos del niño aferraban débil pero tenazmente sus cabellos tiesos e impregnados de polvo de piedra. Cuando sintió que aflojaba el apretón y se tambaleaba, lo cogió en los brazos, maravillado de lo pesado que se había vuelto en menos de dos años. Con la ropa, llevaba en la mochila la pistola de César, cargada con sus seis balas, las botas de vaqueiro y la bolsa de cintura doblada, con un par de fragmentos auríferos en las costuras; las pesadas herramientas redondeadas por el uso habían quedado atrás sin pena. En esta vida mudamos la piel varias veces para seguir vivos.

Kupehaki —con la cabeza inclinada hacia delante para contrarrestar el tirón de la tipóia, la banda que cruzaba su frente— acarreaba en su nasa algunos cazos, una caja de lata con cerillas, anzuelos y sedales para pescar, la enjoyada cruz portuguesa y, arrebatada de la despensa de la chabola, la magra provisión de leche en polvo, judías secas, charque, hojas de mate y tortitas agrias y endurecidas de pulpa de mandioca, apenas lo suficiente para tres días. Ella e Isabel se alternaban para llevar sobre la cabeza el hatillo abultado pero no pesado de mosquiteros y mantas, con un viejo pellejo de buey que, extendido en el suelo, evitaba la picadura de hormigas y de arañas venenosas que moraban en la tierra.

La primera noche horrorosa acamparon en un saliente a unos tres kilómetros de la mina; los adultos se turnaron para hacer guardia, mientras la fogata que habían encendido chisporroteaba y la oscuridad circundante crujía al paso de animales desconocidos o espíritus. Hasta los árboles parecían tener voz y un propósito depredador en la extensión de sus miembros. Durante toda la noche gritaron voces angustiadas, mientras el espanto se abría camino a través de la oscuridad. Pero el amanecer brumoso descubrió intactos a los viajeros sin hogar, libres de despejar del residuo de flema las gargantas y los ojos, y de acarrear la carga de supervivencia. Evitando las sendas trilladas, bajaron a través de los valles salpicados de guijarros de la Dourada, encaminándose siempre desde la salida del sol hacia el poniente, en dirección a la interminable meseta ondulada del Mato Grosso. El cielo se volvió inmenso, como si Dios hubiese exhalado un suspiro de alivio y abandonado la ardua tarea de la Creación contentándose con unas pocas marañas bajas, mezclas de cactus y malezas, hierbas altas y, cada tanto, un bosque sin mayor relieve. El árbol más llamativo del mato era el pino característico del país, en forma de cono invertido, con cada rama oscura extendida sobre la inferior hasta formar una pirámide, en capas precisas, apoyada en su punta. Kupehaki les enseñó a sacar de la corteza podrida de esos gigantes, cuando caían, suculentas lombrices blancas llamadas coró y, si no había fuego a mano, a comerlas crudas y retorciéndose; superados los remilgos, sabían a mantequilla de coco.

En los días y semanas de trayecto hacia el Mato Grosso, Kupehaki les enseñó a coger murciélagos, lagartijas y sapos, arañas, gusanos y saltamontes, a extraer el agua del bombax, un árbol malváceo, a seleccionar bayas y distinguir las que eran tóxicas, qué semillas y frutos secos valía la pena cosechar y descascarillar, y dónde encontrar la miel almacenada por unas pequeñas abejas sin aguijón, llamadas «lameojos», que se deleitan con el sudor humano y acuden furiosas en tropel a los conductos nasales y lacrimales, y las comisuras húmedas de los labios. Eran peores que las moscas chupasangre y las avispas maribondo, esas minúsculas abejas capaces de morir en éxtasis entre los fluidos del rostro humano antes que alejarse volando.

La naturaleza estaba patas arriba en Serra do Buraco: había sido escopleada, levantada y pulverizada a causa de la pasión del hombre por el oro. Aquí, en los infinitos montes de matorrales monótonos y la espinosa sabana, las secas elevaciones de chapadão alternaban con hilillos de agua parda, el hombre retomaba su lugar humilde en la lucha agitada, el mar de proteína estéril, el espumoso delirio de la depredación. Kupehaki les enseñó a cortar, con la navaja de Tristão, los parásitos grises que con insidia indolora hacían madriguera en sus piernas, y a limpiar en un instante cuando una hoja de apariencia inocente que alguien rozaba soltaba una masa de microscópicas garrapatas anaranjadas que se desparramaban bajo las ropas como lenguas de fuego; si no se quitaban y mataban de inmediato, esas invasoras podían enterrarse en un minuto bajo la piel. Kupehaki enseñó a Tristão a recoger ramas muertas de los matorrales y, cuando se les acabaron las cerillas, a encender la fogata nocturna con dos palos retorcidos en una bolsa de hierba seca, y enseñó a Isabel a levantar un cobertizo de palmas verdes que daba la ilusión de amparo, si no de realidad. Cuando poco más allá del círculo encogido del fuego de su campamento un jaguar dejó oír su rugido, Kupehaki calmó a Azor contándole historias de un dios-jaguar travieso. Ponía tranquilizantes límites a los peligros que los rodeaban, describiendo a los animales salvajes como hermanos de todos ellos. Cuando los monos aulladores chillaron por encima de sus cabezas y les lanzaron una lluvia de excrementos, lo interpretó como un saludo humorístico; describió la mordedura de los pequeños vampiros, cuando se posaban en la mano expuesta de un durmiente durante la noche, como una especie de beso que, con moderación, purifica la sangre. De día, señalaba embelesada la cornucopia de aves: el periquito verde, el ibis y el chorlito blanco, la espátula rosada, la cigüeña jabirú, alta como un hombre, el bem-te-vi real de panza amarilla y los vistosos pájaros gregarios cuyos nidos se amontonaban entre las orquídeas moradas que florecían en las majestuosas palmeras uauaçu. A lo lejos, donde una charca pantanosa refulgía como un espejismo, grumos coloridos, islas rosadas y blancas de flamencos y garcetas rielaban con el calor. Al oír el desacostumbrado sonido de voces humanas, las grandes aves alzaban el vuelo en una suave explosión y mientras se derramaban en lo alto rasgueaban estremecedoramente el aire.

Tristão temía desperdiciar los seis cartuchos del arma de César. Un día le disparó en el ala a una garza y erró; en otra ocasión le acertó a un oso hormiguero que se contoneaba lentamente, cuya aceitosa carne asada enfermó a todos; la tercera vez hirió a un ciervo que a tres patas se internó en la sabana para escapar a la persecución y cayó víctima de los cerdos salvajes, los pecaríes de labios blancos. Resolvió guardar las tres balas restantes para un enemigo humano, en caso de que apareciera. Kupehaki les mostró claros con una capa polvorienta sobre la tierra de color café, donde los indios habían cultivado mandioca, maíz y tabaco, dejando unas enredaderas de calabazas como recuerdo de su estancia de una o dos temporadas. De hombres más blancos —exploradores mamelucos nacidos de padre portugués y madre india— había huellas más violentas, montañas de basura plagadas de maleza, túneles de intentos mineros abortados y las chozas putrefactas de poblados desaparecidos. En ocasiones las ruinas tenían siglos de antigüedad y eran apenas reconocibles como restos humanos: una hilera de piedras que en otros tiempos había sido un muro, una depresión en la tierra de lo que pudo ser una despensa. El hombre había revoloteado avaricioso por esa vastedad sin encontrar nada que lo arraigara. Muchos habían muerto, dejando bajo el cielo gigantesco tumbas elevadas marcadas por anónimas pirámides rocosas o cruces de madera reducidas a pedazos de papel por la acción de las termitas. Donde la madera estaba pintada, las termitas comían alrededor de las letras dejándolas en la tierra como migajas ilegibles de pintura: el nombre de un hombre no duraba mucho en el Mato Grosso.

El ánimo de estos nuevos exploradores, incluso mientras avanzaban al borde de la inanición, contenía esperanzas. Algún día tenía que aparecer en el horizonte una ciudad poblada o un río que los llevara a un lugar en el que su labor fuera útil, en el que sus personas pudieran incluirse en un tejido social. Bajo sus cargas, parecían retroceder en el tiempo, alejándose de las furias que el exceso de población había impuesto a su siglo, hacia un espacio escueto donde todavía podían ser valiosas unas manos humanas bien dispuestas. De los mapas que las monjas le habían mostrado en la escuela, Isabel recordaba que Brasil tenía un límite en el oeste que se convertía en Bolivia o Perú. Allí habría montañas coronadas de blanco, indios con mantas como sombreros hongo y revolucionarios maoístas que podían acogerlos y hacer de ellos soldados en la guerra contra los hombres de traje gris plata.

En el ínterin, su avance a través del monte monótono planteaba la urgencia cotidiana de encontrar alimentos, de seguir vivos, de alejar a los demonios de enfermedades que sitiaban la sangre. Azor, que al principio estaba rellenito como un gusano, tenía ahora los miembros delgados y una mirada de ojos hundidos; había aprendido a andar con ellos durante horas seguidas sin quejarse, aunque Isabel tenía la impresión de que su rostro se estaba convirtiendo en el de una momia antigua. Cordélia, que todavía mamaba, había salido mejor librada, aunque a Isabel se le estaba agotando la leche; había perdido sus redondeces femeninas y estaba tan fibrosa como Kupehaki, aunque la piel no colgaba de sus brazos en pliegues tan flojos y arrugados como el colgajo tembloroso que cae del cuello de una iguana. Sus costillas eran tan diferenciadas y delicadas como las nervaduras de una hoja de palmera y sus pantorrillas abultaban con músculos tan duros como los de Tristão. Mientras ella había adquirido un bronceado brillante por el sol de todos los días, con el cabello descolorido en deslumbrante contraste, él estaba polvoriento, con sus hombros negros desteñidos al igual que la mochila otrora brillantemente anaranjada, que se había desvanecido en un rosa débil e irregular, un estandarte rectangular encabezando la marcha a través de las veredas de hierba, matorrales, bosques, una tras otra en las vastedades incesantemente reiterativas del Mato Grosso. Una especie de deslustre se había adueñado de la piel de Tristão —manchones pálidos como un mapa fantasmal en las mejillas y los antebrazos—, y en su densa maraña crespa y lanuda habían aparecido dos o tres espirales grises. Decidió dejar de afeitarse para conservar el filo de la cuchilla y le había salido una barba rala, más fina y suave que el pelo de la cabeza, barba que creció un par de centímetros y allí se detuvo.

El amor de Isabel por él adquiría nueva forma alargada, como un enorme lazo que daba vueltas en el cielo, en la infatigable amplitud, y luego giraba retrocediendo, sorprendiéndola con su fuerza, una fuerza dormida y despertada por algún repentino ángulo de su rostro rara vez visto —desde arriba, digamos, de manera que la ancha frente seria y cuadrada ocultaba sus ojos semejantes a ventanas hacia la negrura, y la curva en escorzo de su mandíbula se recostaba en el hueco de su hombro musculoso— o por el vislumbre de su cuerpo inclinado y doblado, con el perfil curvado en la faena de encender el fuego, con los nudos de su espina dorsal visibles como las gibas brillantes de una corriente de agua en rápida agitación. A veces, cuando Tristão se acuclillaba junto a la fogata sobre sus largos talones pálidos para revisar el cuerpecillo agotado y paciente de Azor en busca de garrapatas, piojos, sanguijuelas y lombrices, o cuando en plena noche le llevaba a la acongojada Cordélia para que mamara —dado que hasta sus tetas sin leche consolaban a la criatura—, Isabel se sentía al borde de las lágrimas por su extraño goce, el goce de que él la hubiera elegido, que se hubiese acercado a ella bajo la cegadora luz de la playa y se hubiese grabado en su retina, en sus suaves fibras jóvenes, dando claridad a su vida. Tristão la había escogido, tomado y aceptado, asumiendo incluso a esos hijos como propios y como propio el destino de ser perseguido por el padre de ella. Cuando lo miraba moverse desprevenido, lo sentía andar en su interior, de modo que sus tripas se bamboleaban acuosas y asustadas, dolorosamente extendidas, en éxtasis. Cuando ella, con los demás por fin tranquilos —Azor y Cordélia dormidos y entrelazados con la vieja Kupehaki, bajo un único mosquitero sujeto por estacas—, se deslizaba a través del suelo arenoso del campamento para recordarle el amor compartido, con complaciente rapidez a él le crecía el ñame. La impotencia de los tiempos en la mina había desaparecido, aunque la potencia de Tristão, antes fruto de su cercanía como una semilla que brota en una grieta húmeda, ahora llegaba desde cierta distancia, como el murmullo de un trueno que se niega a producir lluvia. En el desierto, y como único hombre de la partida, Tristão se había vuelto evasivamente grande, una luna que aparece del mismo tamaño que un botón muy próximo al ojo.

—Supón que muriésemos aquí, Tristão —le dijo en voz baja una noche.

Los duros músculos del marido sufrieron la rápida contracción de un encogimiento.

—En ese caso los buitres se encargarán de nosotros y tu padre nunca nos encontrará.

—¿Piensas que todavía nos persigue?

—Desde que maté a su esbirro, siento más que nunca a tu padre detrás.

—No es mi padre el que nos persigue sino el sistema —dijo ella, a la defensiva.

—Querida Isabel, nunca tendría que haber entrado en tu vida. Hoy serías una regordeta esposa de la buena sociedad carioca y vivirías en la Avenida Vieira Souto.

Isabel le tapó la boca con las yemas de los dedos.

—Tú eres mi destino. Eres lo que siempre deseé. Soñé contigo y entonces apareciste. Soy realmente feliz, Tristão.

Por la mañana se levantaban, echaban madera seca en las ascuas del fuego, recalentaban la comida que había quedado de la noche anterior, exploraban en busca de alimentos para sustentar la caminata del día y echaban a andar. Si en las cercanías había un arroyo o un lago no muy salobre, se bañaban deprisa, antes de que los parásitos y peces ponzoñosos notaran las salpicaduras de su presencia. Tras alzar el cuerpo lustroso y desnudo de uno de sus hijos, sacándolo del agua fría por el efecto de la noche, Isabel levantaba la vista y la cúpula del firmamento parecía girar sobre un pivote; en el paisaje y su cielo encumbrado, donde las nubes blanquecinas se erguían transparentes o se engrosaban en masas acurrucadas que corrían hacia el este con sus centros simultáneamente plomizos y diáfanos, rumbo a la costa remota, percibía la cualidad de un movimiento inmóvil, una amable crueldad, una ausencia rebosante, una altivez de materia distante que aún contenía cierta ternura en derredor, a la manera en que una cáscara de huevo contiene la albúmina nutriente alrededor de la yema en desarrollo.

Viajando un día tras otro, parecían hallarse en una rueda de molino que, al no moverse en el espacio, había engranado en el tiempo. En la atmósfera del planalto había un efluvio de leve picantez ahumada que, pensaba Isabel, tenía que ser el aroma de Brasil que había flotado hasta Cabral y sus naves aquel día de abril de 1500, el olor de la cocina tupí y de la roja madera tintórea que era el único tesoro inicial de ese amplio territorio escondido. Se sentía cada vez más a sus anchas acunada en el ritmo repetitivo del viaje: levantarse después de dormir entrelazados, descubrir que todos se habían trasladado cerca de los rescoldos de cenizas procurándose calor y estaban sucios; bañarse bajo la perlada y cándida luz matinal; buscar bayas, frutos secos y piñas silvestres, animales pequeños a los que apuntar con palos o piedras, lagartijas, topos y ardillas de barriga naranja con descaradas colas del mismo color, búsqueda nunca tan infructuosa como para morir de inanición ni tan próspera como para sentirse llenos, el hambre era como un gas que todos inhalaban y con el que se mareaban; cargar los bultos, en medio de promesas alegres y mendaces al pequeño y quejumbroso Azor, asegurándole que en breve concluiría el viaje; la fila que avanzaba laboriosamente a través de distancias leonadas rumbo a aquella diana occidental, a aquel lejano agrupamiento de araucarias verde oscuro, a aquellos peñascos rosados, a aquella muesca en el horizonte pardo azulado, y por fin el campamento al atardecer. Bajo la temblorosa mirada enrojecida del sol poniente —como un ascua brillante, una brasa— montaban un nuevo hogar, hacían la recolección, el reconocimiento del terreno, y encendían la fogata que centelleaba bajo las primeras estrellas, como un hijo débil del sol que se había puesto.

Isabel se encontraba a salvo y cómoda en esta rutina recurrente, pero Kupehaki notaba signos cada vez más recientes de cultivos en la sabana. En un valle poco profundo que evitaron, vieron una manada, no de ciervos salvajes, sino de caballos, las descomunales bestias serviles de ojos extraviados que el intruso europeo había llevado al continente.

—Guaicurúes —dijo la anciana tupí, pero no logró explicar qué significaba esa palabra. Kupehaki se limitó a poner los ojos en blanco y descubrir sus dientes, que habían sido afilados en punta cuando era niña. Su comportamiento, en los últimos tiempos nervioso, se contagió a los niños, cuyos gritos, quejas y demandas imposibles de satisfacer irritaban, a su vez, a los fatigados adultos.

Llegaron a un río amarronado, demasiado ancho y rápido para vadearlo. Quedaban unas pocas estacas pudriéndose en el agua, en forma de X, para sustentar la pasadera de un rudimentario puente indio que se había llevado la corriente. Al día siguiente harían una armadía con leños de balsa entretejidos con lianas. Vieron unas terrazas arenosas levantadas a la orilla del río y sobre la más elevada, cerca de una densa franja de palmas uauaçu y las más altas y delgadas carandá, se instalaron para pasar la noche.

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