Brasil

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19. El ataque

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19. El ataque

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El ataque

Un animado goteo y salpicaduras en las márgenes del río, sumados al croar de las ranas, impidieron a Isabel dormir profundamente, de modo que fue una prolongación de sueños a medio formar el que unos hombres altos y desnudos, pintados como cartas de una baraja, se materializaran a la tenue claridad de la luz de luna y del brillo reflejado por las ascuas mortecinas del campamento. La lengua que hablaban entre sí era discordante y rápida pero no ruidosa, ni siquiera cuando el ataque alcanzó su pronta crisis. Debían de haberlos espiado, pues todos sus movimientos estaban planificados. Dos sombras cogieron a la anciana Kupehaki y la levantaron; mientras una le sujetaba los brazos, la otra la agarró del pelo, y, cercenándole el cuello con la curva blanca de una quijada de dientes afilados le retorció la cabeza, separándola del cuerpo; hubo un penacho, un plumón negro de sangre cuando el cuerpo cayó. En la garganta de Isabel brotó un grito de incredulidad que se quedó atascado. Entonces y siempre, en pesadillas, tuvo la impresión de que la cabeza cortada la contemplaba con su serenidad de párpados pesados, como diciéndole que había hecho todo lo posible y que ahora aguardaba una palabra de despedida de su ama.

Las otras dos sombras altas alzaron a los niños, todavía acurrucados y dormidos en sus capullos de mosquitero, y desaparecieron chasqueando la lengua para internarse en la franja de palmeras. Azor intentó gritar pero una mano debió de taparle la boca. Otra sombra había invertido la cesta larga de Kupehaki y registraba el contenido desparramado en busca de tesoros sobre la tierra arenosa, al lado del cadáver decapitado.

Tristão se había puesto en pie con dificultad y por eso el indio destinado a aproximarse a ellos se detuvo. La perturbación había avivado el fuego mortecino en un fulgor de vida, fulgor que les permitió verse las caras. El indio iba desnudo salvo la funda cónica para el pene, además de los brazaletes de conchas y dientes en las muñecas y los tobillos. Su cara, completamente depilada, por lo que sus ojos sin pestañas tenían una mirada rojiza y herida, estaba cubierta de dibujos semejantes a encajes hechos con tintes rojos y azules, y a la manera de blancos colmillos tres varillas de hueso sobresalían de su labio inferior perforado. Llevaba el cabello corto y rígido gracias a algún tipo de cera; cuando abrió la boca, descubrió sus dientes torcidos y negros. Los mostró porque bajo la misma luz borrosa por la que era mirado, vio al hombre más oscuro y a la mujer más clara que jamás hubiese visto, visión que fue al tiempo terrible y sagrada para él. Llevaba una lanza de bambú afilado y sin duda con la punta envenenada, pero la mantuvo en lo alto durante un segundo fatal, como el pescador que vacila para calcular el ángulo mediante el que su arpón debe perforar el agua engañosa. Isabel olió el intenso hedor resinoso que despedían los cabellos tiesos y vio que en el lugar donde el indio debería haber tenido orejas había alas de pájaro. Entonces Tristão le disparó con el arma de César.

El atacante dejó caer la lanza y, emitiendo un grito gutural de asombro, se sujetó el costado del cuerpo, como si una abeja le hubiera clavado el aguijón. Intentó correr, pero la herida que había recibido su cuerpo volvió sus piernas asimétricas, por lo que corrió en círculo y luego cayó hacia el fuego todavía pedaleando, hundiendo sus pies en la arena. Los otros indios, con la cobardía desvergonzada de los salvajes, habían desaparecido al oír el disparo que a Isabel le sonó como una bofetada, despertándola por fin. ¿En qué momento se había puesto en pie de un salto para estar junto a Tristão en el último segundo de vida? No tenía memoria de ello. En cambio, el aroma resinoso le recordó las lecciones de violín que le hacía tomar el tío Donaciano; como en todas las clases de esa naturaleza —dibujo, danza y bordado—, no había aprendido nada: sólo tenía aptitudes para el amor.

Tristão se acercó al cuerpo pataleante del indio y le apuntó, pero no disparó; sacó de los shorts la que debía de ser su cuchilla de afeitar y se agachó para hacer algo que su espalda impidió ver a Isabel. Cuando volvió a incorporarse, el mortífero estremecimiento de su expresión se dispersó en el rostro de ella como si fuera rocío: seguir vivos era extraño y húmedo.

—Tengo que guardar dos balas —le explicó Tristão—. Probablemente para ti y para mí, si regresan.

La idea de morir a manos de Tristão contenía en sí un hermoso trasfondo justiciero que estremeció como un rayo todo el espinazo de Isabel. Luego se abrieron ante ella, contra el brillante abismo de la fantasía, las horas amargas de la realidad. El cadáver de Kupehaki yacía a sus pies, tras liberar detritos malolientes en el paroxismo de la muerte.

—¡Se han llevado a nuestros hijos! —gimió Isabel, siendo un embuste el pronombre posesivo.

—Los indios tienen caballos —replicó Tristão—. Presta atención y oirás los cascos alejándose. Jamás los alcanzaríamos a pie. —Jadeaba, la muralla de su frente se había anudado en un fruncimiento del entrecejo. Estaba furioso, aparentemente, con ella.

—Mis bebés —dijo Isabel antes de desmayarse.

La tierra arenosa fue a su encuentro tal como el colchón empolvado de su cama infantil flotaba hasta su cuerpo cuando, en los días anteriores a que su madre muriera de parto y su padre se convirtiera en un monstruo herido, éste la llevaba dormida en sus brazos desde algún lugar luminoso y emocionante en el que todos habían estado juntos, y en el fugaz despertar de un solo parpadeo ella tenía conciencia de esos brazos fuertes, de las sábanas blancas y mantas peludas que la envolvían, de su cansancio y confianza mientras la trasladaban desde el cubo profundo de un sueño a otro.

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