Brasil

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20. Solos y juntos

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20. Solos y juntos

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Solos y juntos

Cuando Isabel recuperó el conocimiento, la luz matinal chispeaba en la parda superficie deslizante del río y Tristão estaba sentado contemplando el fuego que había reavivado. Ella se internó entre los arbustos para responder a la llamada de la naturaleza y vio en la vegetación quebrada y los hundimientos en la arena por dónde había sido arrastrado el cadáver de Kupehaki. En breve las hormigas y los buitres reducirían a nada a la fiel tupí. Isabel tenía la boca seca, el estómago vacío.

—¿Qué haremos? —preguntó a Tristão.

—Vivir, mientras podamos —respondió él—. Tenemos que cruzar el río. Debemos seguir avanzando hacia el oeste. A nuestras espaldas sólo hay pesares y peligros.

—Pero Azor y Cordélia… —Las mejillas de Isabel se llenaron de lágrimas al imaginar sus pequeños miembros flexibles y la confianza brillando en sus grandes miradas húmedas, como copas levantadas a la espera de que las llenen. Hasta cuando el hambre y el cansancio caían sobre sus frágiles cuerpos desprotegidos, la habían mirado con fe.

—No contamos con las fuerzas ni el poder necesarios para recuperarlos —replicó él—. Y aunque los tuviéramos, ¿cómo podríamos protegerlos contra los riesgos de este desierto? Tal vez estén mejor, queridísima Isabel, con quienes saben cómo sobrevivir. Si los salvajes hubieran querido asesinarlos, lo habrían hecho en ese mismo momento.

La furia impotente de Isabel asomó a la superficie. Tristão le parecía demasiado complaciente al señalar tan fría y razonablemente su desesperada situación.

—¿Y para qué nos molestaríamos nosotros en vivir? —le preguntó—. ¿Qué le importa al mundo si morimos ahora o más adelante? —Su ademán abarcó todo el territorio que se extendía más allá del Mato Grosso—. ¿Por qué luchar siquiera para vivir un día, Tristão?

Él la miró con cautela —la cabeza ligeramente inclinada a un costado, los párpados entrecerrados—, como había hecho cuando sólo era un ladronzuelo playero, aunque desde aquellos tiempos su rostro había adquirido las primeras arrugas.

—Es pecado incluso preguntarlo —argumentó—. Vivir es nuestro deber.

—¡Allá no hay nadie a quien le importe cuál es nuestro deber! —gritó Isabel mientras señalaba el cielo—. ¡Dios no existe, nuestras vidas son un terrible accidente! ¡Nacemos en una confusión de dolor, y la pena, el hambre, el miedo y la lujuria nos impulsan sin ningún sentido!

Ahora la expresión de Tristão se volvió grave y le habló en voz baja, como si quisiera hacer retroceder las quejas de Isabel desde la vastedad de un silencio escandalizado.

—Me decepcionas, Isabel. ¿Por qué es tan complejo el mundo si no tiene ningún sentido? Piensa en todo lo que interviene para que vivan hasta el menor insecto y la brizna más pequeña que nos rodean. Dices que me amas, por lo tanto tienes que amar la vida, un don por el que debemos dar algo a cambio. Yo creo en los espíritus y en el destino —le dijo—. Tú fuiste mi destino y yo el tuyo. Si morimos ahora sin luchar, nunca alcanzaremos nuestro sino. Tal vez el futuro incluya que rescatemos a tus hijos, tal vez no. Pero algo sé, Isabel: tú y yo no hemos sido unidos para alimentar con hijos las fauces del mundo, sino para poner a prueba el amor…, para dar al mundo un ejemplo de amor. Esto mismo sentía en la fábrica de fuscas, cuando parecía que nunca volvería a verte.

Y cierto fue que ella, sometiéndose al juicio de Tristão y soportando con él las siguientes semanas de deambular y agotarse lentamente de hambre, sintió más amor que nunca. Su necesidad de hacer el amor con él jamás había sido tan intensa, ni siquiera en el hotel de São Paulo. En el desesperado aislamiento en que vivían, follar era una demanda para él y también una forma de consuelo, y un recordatorio para sí misma de que seguía sobre esta tierra, el ruego de que la perdonara y un perverso triunfo de las fuerzas que flaqueaban. Dado que tenían poca comida, hacer el amor se transformó en su alimento. Como estaban perdidos, sus cuerpos se convirtieron en el punto del destino mutuo, en su único hogar. No eran tan hábiles como Kupehaki para cosechar, de modo que varias veces comieron por error bayas tóxicas, o desenterraron raíces venenosas y las hirvieron. Las fiebres y las alucinaciones estuvieron a punto de llevárselos, la diarrea vaciaba sus intestinos hasta alcanzar la pulcritud del mármol fregado. Aunque demacrada, nauseosa y temblando de fiebre hasta que le castañeteaban los dientes, Isabel quería jugar con el ñame, rastrear esas venas hinchadas con la punta de la lengua, sorber la gotita de néctar transparente de la única raja pequeña que contenía, antes de sentir su ímpetu de fricción entre las piernas y la espalda dura como una tabla nudosa bajo sus manos apretadas. Si había de rendir sus últimas fuerzas en uno de esos abrazos, su vida quedaría conformada como una flor, con la tierna campanilla abierta a la luz vital.

Él, asombrado por la pasión de Isabel, tan superflua y extravagante como una orquídea espiralada que se alimenta del aire, dejaba que lo excitara incluso cuando su vitalidad se había hundido tanto que sentía el propio esqueleto como pesadas piedras que arrastraba en un delgado saco de piel a través de los chapadôes y que de noche dejaba caer mareado en el duro lugar de reposo. Demasiado débil para levantarse de la tierra, miraba ensoñadoramente a Isabel desnuda cuando lo montaba a horcajadas y descendía hacia su pene: las caderas, el vientre y el monte de Venus con su pelusa transparente, en toda su redondeada delgadez, en su último indicio de adiposidad femenina. Isabel se deslizaba sobre él, primero seca, luego húmeda y pegajosa, bajando hasta la negra espuma oleosa del vello púbico, subía y volvía a bajar mientras los senos encogidos temblaban en su pecho blanco con las costillas como nervaduras de una palma.

Al principio el hambre es dolorosa, un intruso roedor y glotón, pero luego se transforma en un narcótico, una bruma y una debilidad acostumbradas donde la conciencia flota sin protestar. Hasta los monos aulladores, en las parcelas boscosas, retrocedían respetuosamente en el toldo de verdor para dejar pasar sus fantasmas. Los puntos húmedos y barrosos tenían huellas recientes de pacas y tapires, aunque ellos nunca vieron esos animales, y de todas formas habrían estado demasiado débiles para cazarlos. Las clases de botánica que tomó Isabel le permitían diferenciar la palma buriti, con sus frondas rígidas en abanico, de la bacaba, con sus larguísimas hojas curvas y su aspecto desaliñado, la nacury de lento crecimiento, la espinosa palmera buritirana de tallo esbelto y amiga del terreno húmedo, y la más esbelta aún acaí, de tronco tan recto como una flecha; pero estos árboles no producían nada comestible en esa estación, ni frutos secos ni palmitos. La vida lozana que los rodeaba era el atormentador empapelado de una celda estéril. En una ocasión llegaron a un bosque petrificado en su totalidad, a medias erguido y a medias derrumbado en grandes cascos como los de un templo destrozado, las columnas hechas trizas calcificadas en matices de verde musgo y rosa terroso, blanco inerte y azul reticente. ¿Cuál era el dios que había sido ardientemente adorado allí y sin embargo encontró la muerte?

Cuando estaban en un tris de darse por vencidos, unos picaflores iridiscentes, de lomo esmeralda, pecho amarillo y alas multicolores, revolotearon en el aire delante de ellos como fruta que implora que la arranquen; Tristão e Isabel aprendieron a alargar la mano para coger a los pajarillos, anulando el frenético aleteo en las palmas de sus manos y rompiéndoles el cogote con un capirotazo del pulgar. Siete u ocho picaflores, laboriosamente despojados de sus exquisitas plumas de reflejos metálicos y asados, insertados en palos finos como agujas, sólo procuraron unos pocos bocados de dura carne agridulce. En otro momento se encontraron rodeados por un círculo de anacardos maduros, una plantación abandonada por fugaces agricultores ya desaparecidos, y comieron vorazmente todos los que pudieron alcanzar, fruto y gruesa piel incluidos. Así, de efímero festín en efímero festín, deambularon hasta una espesura cada vez más densa en la que resultaba difícil ver moverse el sol hacia el poniente y donde a menudo la luz del día solamente era una chispa gélida por encima de la última capa de vegetación.

Habían iniciado la temporada que pasarían solos, nadando en el río pardo frente al fatal campamento. Cada uno de ellos cogió como flotador un grueso tronco de palmera caído, pero los leños podridos absorbían agua como esponjas y pronto se hundieron. Tristão tuvo que remolcar a Isabel los últimos cien metros; ella apoyó su blanca mano en el hombro lustroso como una sanguijuela agarrada a un esturión negro brillante. Afortunadamente, las pirañas que picoteaban sus tobillos pataleantes no estaban acostumbradas a la carne y los movimientos humanos, y ningún chasquido azaroso de sus mandíbulas provocó las gotas de sangre que las habrían disparado frenéticamente. Cuando le flaqueaban las fuerzas, Tristão encontró bajíos arenosos bajo sus pies; él e Isabel llegaron vadeando y resollantes hasta la orilla opuesta del río. Sin saberlo, habían cruzado el planalto desde la región en que los ríos desembocan al sur hacia Paraguay, hasta el territorio de los pareci, donde los cauces son afluentes, más de mil kilómetros al norte, del Amazonas.

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