Brasil

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22. El campamento

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22. El campamento

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El campamento

El viejo capitán de la bandeira tomó por esposa a Isabel…, la tercera, puesto que dos mujeres aborígenes, Ianopamoko y Takwame, ya atendían sus necesidades. Ninguna de las dos dio muestras de resentirse por la adición de Isabel al hogar; las manos de ella les aligeraban el trabajo, y durante el primer año fueron dispensadas en gran medida del servicio en el lecho de Antônio. Isabel quedó embarazada y el segundo año tuvo un hijo de ojos ambarinos, al que llamó Salomão con la esperanza de que de mayor fuera sensato y llevara con dignidad el nombre de su abuelo, lo que tal vez aplacaría la furia persecutoria de éste. Cuando hizo llegar clandestinamente su decisión a oídos de Tristão, por intermedio de Ianopamoko —la más joven de las concubinas indias, menor incluso que Isabel, una exquisita beldad tupí-kawahib de torso cilíndrico, sin cintura, y de graciosos miembros delgados—, él rió desdeñosamente y maldijo a su mujer. «Que su hijo le devore el corazón», dijo, y el delicado rostro de Ianopamoko, mientras se esforzaba por imitar la mueca de labios gruesos del negro, se contorsionó tan ferozmente como para resultar cómico. Un dibujo de encajes en pintura índigo cubría los rasgos bastante chatos de Ianopamoko, con líneas de puntos y formas de anzuelos cargadas de significado sólo conocido por la bruja arrugada que renovaba los diseños cuando se desvanecían, y quien estaba cerca del gran olvido, o del inmenso recuerdo, de la muerte.

Tal vez la maldición de Tristão ejerció su efecto, porque el bebé permanecía curiosamente quieto y flácido en brazos de Isabel, mientras que Azor había pataleado y empujado con sus pequeños músculos regordetes desde las primeras semanas.

Al principio pusieron a Tristão —con una suerte de esposas en la pierna para impedirle escapar— a trabajar en los campos, las tierras agotadas con plantaciones de mandioca y maíz, boniatos y chufas, tabaco, calabazas y judías negras; pero más adelante, a medida que fueron evidentes las habilidades mecánicas que había desarrollado en la fábrica de fuscas y en la mina de oro, lo destinaron a tallar las piraguas para el eventual traslado de la bandeira río abajo. Las canoas tenían que ser sólidas y anchas, a fin de que los guerreros paiaguá —que nadaban bajo el agua— no pudieran volcarlas; era necesario ahuecar esmeradamente los nogales, caobas y araucarias más grandes, y darles forma con la única azuela de hierro oxidado que había en el campamento. Los hermanos Peixoto abrigaban la esperanza de que ese río los condujera hasta el Madeira, donde según informes de expediciones anteriores las aldeas indias eran densas como uvas de un viñedo que imploran ser arrancadas, y de ahí hasta el Amazonas para luego volver por mar a su tierra, a vivir una vejez paradisiaca en la provincia de São Paulo, rodeados por antiguos salvajes domesticados y agradecidos.

Tendida junto a Antônio en la cama, debajo de un alto crucifijo fascinantemente trabajado —cada uña de las manos y de los pies, cada clavo e hilillo de sangre más real que la realidad—, Isabel oyó la historia del largo viaje de los bandeirantes: cómo habían partido muy animados y con abundantes provisiones, sus esposas, hijos y banqueros que los respaldaban vitoreándolos y despidiéndolos durante los primeros kilómetros de carretera bien cuidada; cómo habían llegado cuarenta días después, con sus filas diezmadas y maltrechas pero endurecidas, a las misiones de Paranapanema y Guairá, solamente para descubrir que éstas, con sus dóciles tribus cristianizadas reunidas como ovejas en un corral, habían sido tan saqueadas por ataques de bandeiras anteriores que los cobardes jesuitas españoles habían seguido su camino, con los sobrevivientes, rumbo al sur y el oeste, más allá de las cataratas del Iguazú, sobre el Paraná; cómo llegaron y cruzaron este río, después de meses de penurias, sólo para enfrentar diversas batallas terribles, dado que finalmente las autoridades españolas habían permitido que los jesuitas proveyeran armas de fuego a los indios. Los fáciles triunfos de los famosos Antônio Raposo Tavares y André Fernandes, que produjeron miles de cautivos, pertenecían a un pasado más inocente. La bandeira Peixoto retrocedió al oeste y al norte, hacia el cenagoso Pantanal, donde el botín humano era escaso. Habían sido precedidos por matanzas y enfermedades, además de plagas de jaguares y caimanes que hacían festines con los debilitados indios. Los restos hambrientos, apenas una familia o dos, en cuanto eran capturados, morían uno a uno, en medio de repugnantes pedorreras y toses.

—Al llegar a una aldea, estimulábamos a los habitantes a concluir la cosecha de su plantación, y demostrábamos una paciencia igual a la de su tarea; cuando por fin la cosecha terminaba, yo, tras permitir a mis hombres una noche de banquetes y libertinaje, daba la orden de avanzar, acarreando lo que quedaba de las vituallas y seduciendo así a los indios a seguimos, para engrosar nuestra partida. Como os ha dicho José, mi queridísima Isabel, los salvajes solían perecer, o bien de fiebres a las que sus espíritus no oponían resistencia, o del exceso de pinga que maliciosamente les entregaban los hombres, de puro desconcierto…, pura incomprensión salvaje de qué era lo que tratábamos de conseguir. Si mencionábamos el oro, evocaban ciudades enteras de este material al otro lado de la siguiente cadena montañosa, como si quisieran damos prisa para alejamos, y también ciudades enteras de diamantes cuando les describíamos estas gemas. Sin embargo, nunca llegamos a un paraje desértico. La estación húmeda seguía a la estación seca, un río azul seguía a un río pardo, pero nuestra cuadrilla no llegaba nunca, mientras bajo la Cruz del Sur nos dirigíamos a la Estrella Polar.

—¿Cuánto hace de eso, mi señor? ¿Cuántas estaciones hace que viajas?

—No hay forma de saberlo, mi querida niña. Mi cerebro ha absorbido la neblina blanca de las distancias.

Pese al tiempo que llevaban atascados en ese campamento, en el cerebro del amo aún bullía la esperanza —que meneaba los pelos de su barbilla en una excitación que a veces se extendía hasta su lomo nudoso y delicado— de seguir adelante, de llegar a ese río Madeira que le brindaría habitantes sanos, ansiosos de ser convertidos al estilo de vida brasileño, y transformaría su fazenda de la terra roxa de São Paulo en un Cielo en la Tierra.

Con el hijo pasivo en sus brazos, sin encontrar en su cara exangüe fuerzas ni ingenio para mamar, Isabel lloraba, lloraba doblemente al pensar en Tristão, su orgulloso amante, encadenado a la interminable tarea de ahuecar una flota de canoas de fondo ancho a golpes de una azuela desgastada porque los indios, que antes de su llegada trabajaban mansamente las piraguas, ahora consideraban esta tarea indigna de ellos, y su única obligación consistía en azotar al esclavo negro para que trabajara más rápido.

Ianopamoko se apiadó de Isabel; entre ambas había nacido un cariño fraternal y un idioma tejido con el escaso portugués de Ianopamoko y las frases de su lengua natal —cuyas palabras concluían con las sílabas zip, zep, pep, set, tap y kat muy marcadas— que Isabel fue aprendiendo gradualmente.

—No sé si sabes que la magia todavía existe —le dijo un día Ianopamoko, cuando el apático hijo de los delicados lomos de Antônio tenía más de un año—. Los invasores aún no han logrado destruir hasta la última chispa de nuestro pacto con los espíritus. Existen lugares lejanos donde los… —empleó una palabra terminada en zep, que designaba peyorativamente a los portugueses como «comedores de entrañas de armadillo»— no han puesto su pie corrupto. Hay un chamán, a diecisiete días de caminata hacia el oeste, que podría…

—¿Liberar a Tristão? —preguntó Isabel, ansiosa.

Ianopamoko vaciló; un pequeño retortijón se agitó debajo del encaje azul de su adorno facial.

—Pensaba decirte que podría dar a tu bebé un cerebro igual al que tienen otros niños.

—¿Sí? —Isabel procuró mostrarse interesada, como corresponde a una madre. Pero en su condición de exestudiante universitaria de Brasilia que había hecho cursos de psicología, sabía que no era tan fácil otorgar un cerebro con sus miles de millones de neuronas intercomunicadas. Y la debilidad mental de Salomão, su negativa a gatear o a iniciarse siquiera en los rudimentos orales, había desviado su afecto volviendo a fijarlo en su marido; la maldición de Tristão había resultado más potente que el nombre de su padre y la simiente de su raptor, de manera que los defectos del niño servían de vínculo secreto con el esclavo africano cuyo infatigable y furioso balanceo de la azuela llenaba el campamento, desde que clareaba hasta el crepúsculo, con el sonido de percusiones.

—La magia —explicó cuidadosamente Ianopamoko, como si quisiera salvar la brecha que había percibido entre las prioridades de ambas— tiene sus reglas y sus límites, como la naturaleza de la que proviene. Para tomar, debemos dar. Si tu hijo se volviera inteligente, es posible que tú debieras renunciar a una parte de tu inteligencia, así como en tu vientre su cuerpo se alimentaba de lo que tu boca había masticado.

—Estoy dispuesta a sacrificarme en parte —contestó Isabel, con un cuidado equiparable al de la india—, pero no puedo imaginarme menos inteligente sin dejar de ser yo misma.

—El trayecto para ver al chamán será largo y no carente de peligros. El no es inmortal; está muy viejo y muy triste al ver y prever el sino de su pueblo.

—Si tiene auténticos poderes, ¿por qué no ha invertido el rumbo de muerte y derrota que llegó con los europeos?

—La magia nunca puede ser de carácter general —explicó Ianopamoko sin la menor impaciencia—. No puede ser… —la larga palabra empleada terminaba en tap— política. Su campo de acción es el alma personal, en modo alguno una nación o un pueblo. Tiene que haber una petición personal, algunos procedimientos, y una consecuencia que debe ir unida a alguna ambigüedad. Al igual que en la naturaleza, nunca se consigue algo a cambio de nada. Entre muchos indios… —esta última palabra, terminada en kat, significaba literalmente «gente honrada, quienes no son indecentes ni impuros»— la magia se ha vuelto demasiado agotadora. El chamán elude a la gente y tiene poca actividad. Pero para ti, cuya llegada entre nosotros tuvo la cualidad de una aparición y cuya pena posee la serena profundidad de un encanto, pensé que podía ser pertinente una solución mágica.

—¿Me acompañarías, Ianopamoko?

—Sí. Tendría que hacerlo. De lo contrario nunca llegarías allá.

—Pero…, ¿por qué quieres ayudarme, querida?

La joven esbelta giró la cara, como para evitar una mirada de posible indecencia. Su pelo corto mantenía con rigidez la forma de un cuenco invertido, gracias a una mezcla de cenizas y resina.

—Te amo —dijo, aproximadamente, en su intrincada lengua chasqueante.

Los contactos azarosos —suaves como las delgadas antenas que rozan el vello dorado de las patas de las abejas con aterciopelado polen de color cacao— con que la anterior esposa había dado la bienvenida a Isabel en el hogar del capitán de la bandeira habían evolucionado, a lo largo de muchas noches, en caricias más prolongadas y cargadas de significado, impartidas a la vista de los demás en el inocente estilo de una raza para la que un vestido completo es la desnudez. Si en algún momento el juguetón abrazo provocaba un estremecimiento secreto, un rocío de dicha sobre los pétalos de la feminidad, y un deseo aleteante de reciprocidad hasta donde lo permitieran los misterios de la carne, ¿qué vergüenza podía adjudicarse al corazón de Isabel, suspendido torpemente entre un amante viejo y otro encadenado? Sí: las dos esposas se amaban y hacían el amor.

—¿Y Salomão? —preguntó Isabel—. ¿Debemos llevarlo con nosotras? El viaje podría matar al pobrecito.

La respuesta de Ianopamoko fue solemne:

—Es verdad. El debe quedarse. Sólo iremos tú y yo. Takwame y sus hijas se ocuparán de Salomão, lo alimentarán con nutritivas gachas de mandioca y banana. He notado que prácticamente no tienes leche y, de cualquier manera, tu hijo jamás prosperó con ella.

¿Percibió Isabel un reproche en la voz de la otra mujer? ¿Qué podía saber de la maternidad, sus parcelas letales y callosidades naturales, esa menuda fémina de color sepia no más alta que una niña? Aunque durante un tiempo había sido la favorita de Antônio, permaneció estéril, en su nivel más profundo insensible al encanto masculino.

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