Brasil

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30. Otra vez la playa

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Otra vez la playa

El aire en los trópicos sugiere, durante el día, que nada puede hacerse, que el decaimiento y la lasitud son el sino del hombre. Pero de noche el aire bulle de emoción y acción en potencia. Alguna perfumada promesa húmeda aguarda en la atmósfera para realizarse.

El viejo japonés de atrás del escritorio de mármol verde inclinó deferente la cabeza cuando pasó el caballero de traje gris plata. Tristão empujó la puerta transparente y el aire, salado como el beso de un espíritu, penetró sus fosas nasales. Caminó hacia la música distante de los clubs nocturnos y locales de

strip-tease que bordeaban la playa de Copacabana; las tiendas de Ipanema estaban cerradas, los porteros de los edificios de apartamentos permanecían detrás de las puertas transparentes como visitantes en un acuario a través de cuyas aguas lóbregas nadaba Tristão. Había algunos restaurantes iluminados y los cajeros automáticos de los bancos brillaban insomnes, pero había muy pocos transeúntes y apenas el murmullo de los coches, aunque todavía no había dado la medianoche. En el lado de Copacabana correspondiente al fuerte había más luz, más actividad en las puertas de los grandes hoteles, de donde entraban y salían turistas en taxis amarillos y verdes como periquitos, escaparates que iluminaban desde abajo piedras y minerales —turmalina, amatista, topacio, rubelita— arrancados de las montañas de Minas Gerais.

En mesas al aire libre, una mezcla de pobres y ricos —los comprados y los compradores— esperaban las transacciones nocturnas, charlando y bebiendo café dulce e intenso, como si la vida y el tiempo no necesitaran de cálculos. Por estas mesas solían rondar él y Euclides para arrebatar propinas de los platillos y buscar un bolso colgado cuyas correas de cuero pudieran cortarse en un segundo. Por las umbrías calles laterales a la Avenida Atlántica, los turistas borrachos que tropezaban escaleras abajo con sensación de bienestar después de media hora con una prostituta barata eran tan fáciles de tumbar y esquilmar como ovejas aturdidas.

Ahora era él quien andaba a zancadas con su traje gris y sin compañía, provocando que mujeres jóvenes vestidas con la frivolidad y la tacañería de una muñeca se le acercaran cual si las atrajera un imán, y también uno o dos hombres, con tejanos ceñidos como si estuvieran pintados y la cara maquillada casi con tanto cuidado y adornos como la de un indio. Tristão avanzó sin desviarse por la acera de mosaicos en ondulantes franjas blancas y negras. El aire nocturno, su beso estremecido y emocionado, los fragmentos de samba, forró e hilaridad que derivaban entrelazados con las fragancias del café, la cerveza y el perfume barato, era todo lo que deseaba: despejar la cabeza del humo rancio del pasado de Isabel, la verdad latente de que en ella había mucho más de lo que él jamás podría poseer, y la comprensión —que había contribuido a deprimirlo en el apartamento— de que el intento por poseerla había retorcido su vida en una forma que nunca cambiaría…, una forma en cierto modo culpable, manchada por el homicidio y la deserción.

Tristão quería quitar de su cabeza estos pensamientos confusos e inútiles. También él ansiaba la antigua inocencia. Había cruzado la

avenida y pasado de la acera a la arena. Se sentó en un banco, se quitó los zapatos negros con cordones y los calcetines de seda acanalados; ocultó todo en un bancal de arvejilla arenera, cerca del banco. Qué maravilla que crecieran allí esos pequeños macizos de arvejilla arenera y vides marinas, tanto en 1988 como en 1966, a pesar de todos los pies que las habían surcado.

Para sus plantas desnudas, la arena estaba tibia en la superficie y fresca debajo de una delgada piel de granos caldeada por el sol. En los trechos de playa iluminada, unas siluetas espigadas y agitadas de chicos abandonados jugaban diversos partidos de fútbol. Tristão bajó hacia las sombras donde el mar, elevándose y descendiendo, formaba líneas de puntos. El incesante ruido rítmico de las aguas, con el aliento húmedo de su respiración mientras dormía, se superponía a los sonidos más tenues aún del tráfico y la música, sin ahogarlos por completo.

La Cruz del Sur, como una cometa imperfecta, pequeña, frágil y sin estrella central, colgaba baja en el cielo sin luna. Arriba, donde el brillo nocturno de Copacabana les permitía asomar, otras estrellas mantenían rígidos sus diseños azarosos, su antigua fosforescencia. En las pequeñas olas que rompían a sus pies, una fosforescencia menos estable parpadeaba y se deslizaba debajo, mientras la playa absorbía la ola. Esas luces eran semejantes a espíritus,

eran espíritus, le pareció a Tristão, tan vivos como él. Anduvo a través del espectro errante de la espuma móvil, sintiendo que la arena saturada chupaba sus pies descalzos, hundiendo en mayor o menor profundidad la extraña lengua de agua que lamía sus tobillos, sensaciones de la infancia cuando esta playa y el panorama desde la chabola eran los únicos lujos de su vida.

Luego, en un sitio donde las luces del bullicioso paseo marítimo eran distantes, por lo que para sus pupilas dilatadas la espuma ondulante poseía una íntima brillantez propia, apareció delante de él una sombra humana, y dos más detrás. Una navaja de tamaño mediano reflejaba la luz de las estrellas en su lado plano.

—Tu reloj —ordenó la voz frágil y cargada de pánico de un chico, en inglés, y agregó, para estar seguro—:

Ihr Armbanduhr.

—No seas

pentelho —dijo Tristão a la súbita presencia—. Soy uno de los tuyos.

El acento profundo y carioca hizo vacilar a su asaltante, pero éste no cambió de actitud.

—El reloj, la billetera, tarjetas de crédito, los gemelos, todo, rápido —dijo el chico y añadió, como para evitar que su voz infantil chillara fuera de control—:

Filho da puta!

—Quieres insultarme, pero has dicho la pura verdad —reconoció Tristão—. Ahora iros a casa con las golfas de vuestras mamás y no os haré daño. —Su voz de hombre adulto se estremeció mientras la adrenalina del combate se precipitaba a su pecho. Sintió la punta de otra cuchilla entre los omóplatos y que la mano del tercer chico, veloz y silenciosa como una salamanquesa en la pared, se introducía en el bolsillo de la chaqueta y sacaba la billetera. Esta insolente delicadeza, como si de uno de los hijos que nunca había tenido estuviese jugando con la ropa de papá, le hizo cosquillas y al mismo tiempo lo encolerizó. En la avenida lejana giró un coche y a la luz de los faros Tristão vio la cara de la sombra que tenía delante: el rostro brillante, barnizado por una nerviosa tensión en trance, de un joven negro. Incluso llegó a leer la leyenda de la camiseta oscura, que en letras blancas proclamaba: BLACK HOLE, el nombre de un nuevo club nocturno—. ¿Queréis mi reloj? Aquí está.

Con las manos en alto, como un bailarín de

xangô, Tristão se quitó la correa flexible, les mostró que era un Rolex en cuya pesada pulsera alternaban el oro y el platino, y lo arrojó al mar, un firmamento de fosforescencias.

Porra! —exclamó el chico que tenía enfrente, sencillamente asombrado.

La cuchilla apoyada en su espalda parecía despuntada, como un palo o una manopla, pero se deslizó a través de su chaqueta y su piel con la facilidad de una hoja de afeitar, indolora en el primer instante, y luego con un ardor que se hinchó deprisa en una injuria demasiado grave para soportarla. Alargó la mano hacia el cinturón en busca de su cuchilla de afeitar, pero no estaba allí la Gem que había sido su amiga en otra vida; se echó a reír, deseoso de explicar esto y muchas cosas más a esos chicos que podrían haber sido sus hijos pero que, frenéticos por el terror y la magnitud de lo que estaban haciendo, aunque expresando todos a una su solidaridad entre sí, tajaron y apuñalaron al blanco derribado, como lección para todos los blancos que todavía se creen los dueños del mundo. Hubo sonidos, donde el mar suspiraba ruidosamente, mientras víctima y victimarios gruñían por el esfuerzo y el metal golpeaba el hueso.

El cuerpo de Tristão cayó en una oleada de espuma que enseguida retrocedió, haciéndolo rodar una sola vez. Los chicos, con la intención de ocultar su cuerpo en el mar, intentaron patearlo y arrastrarlo a la siguiente ola pero él, todavía vivo, aferró el tobillo de uno de ellos con tanta fuerza como la de una llave de torsión y el crío, de sólo doce años, chilló como si lo hubiera atrapado un fantasma. Luego la mano se aflojó. El y sus amigos huyeron; sus pies descalzos producían densas salpicaduras de arena, y se dispersaron, desapareciendo por distintos pasillos de oscuridad, al otro lado de la bulliciosa Avenida Atlántica.

Tristão, sintiendo que la palpitante y cálida agua salina sustituía el fluir de su sangre, perdió el sentido y murió. Su cadáver chapoteaba atrás y adelante entre fucos y el banco de arena a cinco metros de distancia, que se negaban a permitir que se viera arrastrado hacia el horizonte y lo contenían allí, donde las inconexas olas golpeaban con fuerza suficiente para producir llovizna a la luz de la luna. El agua espumosa lo acunaba cariñosamente, con su traje gris ennegrecido por la humedad, elevándolo hasta la línea de fucos y volviendo a menearlo hacia atrás.

Isabel, que se había dormido enseguida por efecto del vino tinto, despertó de un sueño en el que sus hijos —los tres muertos o desaparecidos mezclados con los tres mimados que habían dejado en São Paulo— la habían estado sitiando con su necesidad de algo —desayuno, ropa limpia para ir a la escuela, dinero para casetes— que ella estaba demasiado paralizada para proporcionarles. Permaneció en medio de esos rostros esforzados, cada vez más aterrada. En el sueño todos tenían la misma edad y le llegaban a la cintura, aunque en la realidad algunos nunca habían alcanzado esa altura y otros la habían superado. La insoportable presión de tantas demandas quebró la paz de su cuerpo; Isabel despertó y a su pánico se adhirió el vacío a su lado, en la cama, donde Tristão había prometido que estaría desnudo. El espacio, explorado al principio por un coqueto tanteo del pie y luego a tientas por una mano presa del terror, estaba frío y sin arrugas.

Se levantó, cubrió su desnudez con una larga bata blanca de algodón afelpado que había pertenecido a la tía Luna y todavía colgaba en el baño de huéspedes. Registró el apartamento; recorrió la terraza, abrió las puertas y se asomó a la planta baja para comprobar si su marido no estaba acurrucado en el sofá. Los relojes marcaban las cinco y cuarto. Telefoneó abajo, a la recepción; el soñoliento japonés informó que el caballero había salido poco antes de medianoche y todavía no había regresado. Llamó a la puerta de su tío, que no estaba en condiciones de escucharla: tomaba somníferos, usaba tapones en los oídos y un antifaz para protegerse de la luz. Isabel entró, metió la mano entre la calidez de la ropa de cama y lo sacudió hasta despertarlo. Al principio, Donaciano se mostró dispuesto a restar importancia a la ausencia de Tristão como si se tratase de un pecadillo masculino que se aclararía con su tímido regreso a la mañana y una higiénica bronca conyugal, pero las lágrimas y gemidos de su sobrina, cargados de una irrefutable fuerza premonitoria, lo convencieron para que finalmente llamara a la policía.

La policía de Río está sobrecargada de trabajo y se le paga en una moneda cuyo valor disminuye constantemente. Como ocurre con los agentes del orden de todo el mundo, la proximidad a la corrupción los ha corrompido; los eternos pobres los exasperan y en las

favelas han entregado el mantenimiento del orden a los traficantes de drogas. Están abrumados por nuestra propensión al pecado y al desorden, por la falta de respeto a las restricciones religiosas. Pero había un policía de servicio, que después de un fastidioso rato alejado del teléfono volvió para informar que en los registros de aquella noche no había nadie que respondiese a la descripción de Tristão. También él se sintió inclinado a tomarse a la ligera el caso de un marido de parranda, pero finalmente consintió —tras cerciorarse de la importancia y las conexiones de Donaciano en las altas esferas— en enviar a un agente. Isabel no podía esperar. Deteniéndose apenas para ponerse unas sandalias de color tostado, desnuda bajo la bata, recorrió a paso largo, con la ciega determinación de un sonámbulo, las calles transversales hasta Copacabana, mientras su tío, que se había puesto el pantalón de un traje y la camisa sin corbata, jadeaba tratando de mantener su ritmo y de hablarle al mismo tiempo con racionalidad y esperanza.

Pero en el interior de Isabel había un pétreo vacío implorante que sabía cómo satisfacerse a sí mismo: ella tenía que seguir adelante hasta que ese terrible mortero interior encontrara su mano.

El movimiento nocturno de las

boîtes estaba tocando a su fin, los juerguistas salían al aire libre con el rostro flojo, ropa ligera salpicada de lentejuelas y los oídos tintineantes por éxtasis ya agotados. Pasaban algunos taxis cuyos faros parecían cada vez más tenues e innecesarios. Ya habían salido algunos deportistas en sudaderas, para correr y contrarrestar el fresco matinal. Ahora las difuminadas nubes nocturnas tenían claras formas azules —castillos redondeados, una hilera de cabezas de caballo cortadas en la paletilla— contra un cielo que aún no era rosa sino de un pardo grisáceo empalidecido al otro lado de las islas gibosas, el horizonte afilado como una espada.

Sí, tenía que haber andado por aquí, por esta arena donde las huellas juveniles de los dos se habían perdido entre millones de otras huellas, y escondido los zapatos donde ella los encontró, ocultos en un penacho de arvejilla arenera. Habría caminado por la sinuosa orilla como un chico, pensando en sí mismo tal como era antes de que ella le impusiera un milagro. Isabel divisó a lo lejos, en la clara carretera de espuma, una oscura interrupción como una mata de fucos y la playa empapada que reflejaba, con el barniz de la saturación que iba y venía como vaho del aliento, el cielo que clareaba. No se detuvo, ni corrió hacia la interrupción de algas; se quitó las sandalias y avanzó por las que en su imaginación eran las pisadas profundas y esponjosas de Tristão, aunque sus huellas estaban borradas por completo.

Lo encontró boca abajo, con sus dientes impecables al descubierto por el esbozo de un amable gruñido, la mano abarquillada cerca del mentón en el estilo infantil en que la situaba cuando dormía. Sus ojos entreabiertos, con los iris levantados y fuera de la vista bajo los párpados, poseían el lustre de fragmentos de conchas arrojadas en la arena. Sus pies descalzos, mientras las olas rompían infatigables y giraban en remolino alrededor, habían hundido los dedos en la arena, con los tobillos cerrados en el ángulo recto de la muerte.

Lealtad, clamaba su cuerpo rígido, aferrado a la playa.

El tío Donaciano llegó al lado de Isabel junto con un policía muy joven y regordete. A la luz del alba se reunió una multitud: bailarines, camareros, taxistas y chicas del placer que habían dado por terminada la noche, banqueros, dueños de tiendas y amas de casa que empezaban el día a la carrera por Copacabana. Había brotado un bosque de delgadas piernas marrones. Un viejo y arrugado vendedor ambulante, de cerdas blancas sin afeitar contra el pellejo estragado de su cara, ya había montado su puesto en la acera y vendía leche de coco, Coca-Cola y

empadinhas frías del día anterior a los que tenían apetito. Un crío negro de ojos saltones les alcanzó la billetera vacía de Tristão que había caído contra el bordillo, y miró al policía, luego a Isabel y por último al tío Donaciano a la espera de su recompensa. Tras recibir un fajo de cruceiros de color pastel salió como alma que lleva el diablo haciendo volar arena como si fuesen alas con los talones. Fieles a sus supersticiones, los asesinos habían dejado en la billetera una foto de Isabel y Tristão adolescentes con las cabezas juntas en una cabina de Corcovado, y una medalla de san Cristóbal, delgada como una hoja de afeitar. ¿Se la habría regalado ella con su pueril beatería en aquellas ardientes primeras semanas furtivas? En el ambiente había interrogantes, expresiones de interés y pena, una expectativa general concentrada en Isabel; la muchedumbre esperaba oírla gemir y entonar su lamento fúnebre, las muestras memorables de su dolor. Pero los sentimientos de Isabel eran de una grave formalidad, como tallas antiguas, gastadas y desconchadas pero todavía testimonios de una simetría establecida.

Recordó un cuento que había leído en los primeros tiempos en Serra do Buraco, antes de enredarse con las manicuras, antes del nacimiento de Azor y Cordélia. A fin de llenar sus días solitarios en la chabola de un minero, leía atentamente las narraciones arrugadas y engrasadas en que llegaban envueltas a la montaña las herramientas y provisiones, en su mayoría concernientes a las aventuras amorosas y escándalos de los famosos. Uno de los relatos se refería a una mujer que mucho tiempo atrás, fallecido su amado, se acostó a su lado con el deseo de morir, y murió. Murió, para mostrar su amor.

El cadáver de Tristão había sido arrastrado más arriba sobre la arena, a la espera de la ambulancia. Tenía unos granos de arena adheridos a las córneas de los ojos abiertos, y otros que azucaraban sus labios regañones. Isabel se echó a su lado, le besó los ojos, los labios. Un amargo sabor a algas marinas aromatizaba su piel. La multitud percibió el acto grandioso que Isabel intentaba y guardó un silencio reverente, que sólo interrumpió su tío para gritar, alterado por tan vulgar despliegue de romanticismo brasileño:

—¡Por Dios, Isabel!

Ella elevó su cuerpo y se abrió la bata para que el rostro marmóreo de Tristão quedara apoyado contra su pecho tibio, rodeó con un brazo el cadáver con su traje húmedo cada vez más seco, y pidió a su corazón que se detuviera. Esperaba montar el cuerpo de su amado como el de un delfín, hacia el reino submarino de la muerte. Supo lo que siente un hombre a punto de follar: su alma se extendía para entrar en una voluptuosa oscuridad.

Pero el sol naciente continuó enrojeciendo sus párpados cerrados, los elementos químicos de su organismo prosiguieron su insondable circulación. La multitud se aburrió: hoy no habría milagro. Con los ojos todavía cerrados, Isabel oyó que la gente retomaba las conversaciones y se apartaba. El ulular detonante de una ambulancia lejana, como un payaso maldito, perforó el murmullo humano: iba en busca de Tristão, de la basura en que se había convertido. El espíritu es fuerte, pero la materia ciega es más fuerte aún. Tras asumir esta desoladora verdad, la viuda de tez oscura se puso de pie con dificultad, ciñó la bata alrededor de su desnudez y dejó que su tío la llevara a casa.

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