Brasil

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Visité Brasil en mayo de 2015. Nunca había tenido una especial preferencia por Brasil, y el viaje era más bien caro, pero por motivos que no hace falta explicar me venía bien ir allí a pasar quince días haciendo turismo y algo de papeleo. Encontré unos vuelos baratos con Air Europa y una amiga nos cedió una habitación de su posada en Praia do Forte, unos setenta kilómetros al norte de Salvador de Bahia. Calculé que por unos dos mil euros podíamos hacer todo el viaje, aunque luego fueron unos cientos más. Contactamos desde aquí con una pequeña empresa que tenía cuatro o cinco coches que alquilaba a turistas. Nos dijeron que por unos trescientos cincuenta euros podíamos tener un Chevrolet Celta de 1000 cc. durante las dos semanas y que nos esperarían en el aeropuerto.

Salimos de Alicante con un avioncito de juguete, con las hélices de plástico, que tenía que cargar las maletas de mano en la bodega porque no cabían dentro. Parecía unos de esos jets privados que usa Julio Iglesias, pero con decenas de asientos apiñados. En cada fila, sólo cabían cuatro personas, con un pequeño pasillo en medio. No era más ancho que un autobús.

Pasando por la Mancha, nos encontramos con unas “turbulencias” que me marearon y casi me hicieron vomitar. En el aterrizaje veía yo los árboles inclinados por el viento mientras la cáscara de nuez aquella iba dando bandazos. Llegamos a Barajas con retraso y salió todo el mundo corriendo para enlazar con los otros vuelos. Yo seguí las flechas hasta que acabé dentro de una tienda con unas personas llamándome para mostrarme productos y sin saber para dónde tirar. Parece que ahora está de moda en los aeropuertos poner un circuito por dentro de las tiendas como forma obligatoria de llegar a tu puerta de embarque.

Entramos de los últimos en el Airbus 330, que ese sí que tenía sesenta metros de largo. Despegamos a eso de las dos del mediodía y a aquel mastodonte las turbulencias no le hicieron ni cosquillas. Estuve tan tranquilo leyendo y escuchando música. Se quejó el viejo de detrás porque yo recliné mi asiento, pero la azafata le dijo que se callase. Iba yo todo ilusionado por ver el sol del Ecuador y por “saltar el charco” por primera vez en mi vida. Iba vigilando la geoposición del avión en la pantallita: primero pasamos sobre las Canarias, luego bordeamos la costa africana y a partir de Dakar nos adentramos dirección sur en el Atlántico. En el Ecuador levanté la ventanilla y, en efecto, la luz era cegadora y el cielo tenía un fondo negruzco.

Aterrizamos en Salvador a las 22:30 hora local, cinco horas más en España. El aeropuerto estaba muy silencioso y tranquilo. En el control de pasaportes había dos filas: una para los brasileños y la otra para los extranjeros. La fila de los extranjeros se movía más rápido y la atención era más diligente. Estuvimos luego esperando nuestras maletas tres cuartos de hora. Salimos al aparcamiento y nos dimos de bruces con el aire caliente y pegajoso, como de noche de julio en el Mediterráneo, pero aún más húmedo. El bochornazo era totalmente asfixiante. Hablamos con el hombre que nos esperaba, un mulatón muy serio, con pantalón de tergal y camisa azul claro. Yo estaba ya chorreando y el tío no sudaba nada. Me enseñó el contrato, de varias páginas y con letra pequeña, y yo estuve leyendo durante varios minutos, cosa que le puso aún más serio y creo que le ofendió. Firmé y me pasó la tarjeta por el TPV portátil. Me dio luego las llaves y salí de allí con el cochecito. Íbamos a buscar la famosa churrasquería Boi Preto, una institución culinaria de Salvador de Bahia.

Al empezar a circular, noté que no tenía apenas gasolina. Me metí en una gasolinera, bajé del vehículo y se quedaron los operarios asustados mirándome. Allí no es costumbre bajar del coche para repostar (ni creo que ellos tengan muchas ganas de que se haga, y menos casi a media noche). Allí se le da la llave al negrito por la ventanilla, que abre el depósito, enchufa la manguera, pone la cantidad deseada, cierra el depósito, devuelve la llave, saca el TPV portátil y pasa la tarjeta. Luego te vas sin haber puesto el pie en tierra.

Ya salir de la gasolinera fue una aventura. No hay allí eso que llaman “carril de aceleración” ni nada, tienes que salir directamente a una autovía de dos carriles con el coche parado. Tampoco es que visibilidad hubiese demasiada. Acabé saliendo como pude y un autobús tuvo que dar un frenazo brutal detrás de mí. Todo parecía caótico y peligroso, la gente conducía sin obedecer ninguna norma. En unas avenidas de cuatro carriles, sin apenas iluminación, me encontraba grupos de peatones pasando por donde les daba la gana. Casi atropello luego a unas chanclas que parecían moverse solas y en realidad pertenecían a un negro sin camiseta y pantalón corto. Había gente en bicicleta y sin luces saltándose todos los semáforos, grupos de maromos en camiseta de imperio vagando por las calles, prostitutas con el pelo rastafari y la falda al nivel de las bragas, barrios de chabolas, favelas, barracones, descampados llenos de chatarra. Había bares y restaurantes apestosos con la televisión puesta y algunos individuos de rostro patibulario tomando cachaza y mirando fijamente al exterior. Había negocios de quincalla, o de traperos, con coches desguazados, cristales rotos y tíos que aparentaban estar vigilando. En según qué zonas, es obligatorio saltarse los semáforos en rojo si se quiere salir con vida. Uno me tuve que saltar a tenazón porque los demás me pitaban. En plena noche, con la mala iluminación y el calor sofocante, todo aquello me parecía un descenso al infierno de Dante.

Llegamos al Boi Preto y de repente seis negros trajeados (que no sé cómo lo hacen para no sudar) nos miraban mientras aparcábamos. Saludamos y el jefecillo asintió con la cabeza a los demás. Podíamos pasar. Llevaban las armas, no muy disimuladas, al cinto.

El Boi Preto fue una inmediata decepción. No sé si era demasiado tarde, pero allí no quedaba casi nadie. Tomé un plato y pasé por el bufete libre. Tenían un surtido bastante amplio de ensaladas, marisco, quesos, patés. Todo estaba bueno, pero no superaba a un simple bar de tapas español. Luego pedí que me cortaran unas lonchas de carne de buey. Lo que sirven allí se llama “carne a la espada”, con tradición entre los gauchos. Te ponen el espadón encima del plato y te cortan un cacho. Suelen hacer lonchas más bien finas, para que puedas ir probando varios cortes. El que me ofrecieron como “delicatesen” parecía uno de los morcillos del cocido madrileño. Otros cortes eran de panceta caramelizada y hasta cordero, pero a mí el chuletón clásico y sencillo es el que me gustó más.

Te ponen a un camarero a mirar cómo comes para adelantarse a tu deseo. Si tiraba a beber agua, al dejar el vaso una mano por detrás me lo llenaba. Si el plato estaba casi acabándose, venía el tío con el churrasco ensartado y me cortaba otro trozo. Eso es lo que se considera lujo en Brasil, el sistema esclavista de poner a un africano a abanicarte mientras otros vigilan con fusiles en la puerta para que no te puedan asaltar. Realmente, yo ya no tenía mucha hambre y comí muy poco. Unos 100€ para dos personas me costó. No creo que vuelva a pasar por allí.

Al salir, como no acertaba a poner la marcha atrás del Chevrolet, metí un par de golpes a la pared que dejaron unas marcas. Estaba yo ya nervioso. Salimos otra vez al caos de las calles y quería parar a ver cómo había quedado el parachoques. La policía había detenido a dos maleantes en una moto y los estaban registrando. A nosotros nos dejaron pasar. No podía acertar con el camino a Praia do Forte porque, cada vez que tenía que tomar una salida, me era imposible cambiar de carril porque se metían todos por mi derecha a toda prisa. Otra vez me encontré en medio del carril un cono de plástico que se había desplazado por el viento. Pero no era un cono pequeño como los de aquí, sino una especie de biombo de metro y medio de alto y tan ancho como el coche.

Al final, cuando ya enganché la autopista llegamos al peaje. Quería yo pagar con tarjeta porque no tenía reales brasileños. Nada. Imposible. Sólo en efectivo se podía pagar en aquel peaje. Llamaron al jefe, luego al jefe del jefe, luego me dijeron que abrían la cadena y que podía dar media vuelta. No existe ningún recorrido alternativo para llegar a Praia do Forte, sólo la autopista de peaje. Otro problema era que los cajeros automáticos cerraban a las ocho y casi no había cajeros 24 horas.

Dando vueltas otra vez por Salvador encontramos una zona de bares en la que se anunciaba un cajero 24 horas. Allí había un enjambre de jóvenes riendo y bebiendo en la calle. Una muchacha me vino disparada a saludar al coche, aunque no la entendí. Estaba muy risueña y creo que se había tomado ya algunos chupitos. Saqué unos billetes como kleenex arrugados y mugrosos. Volvimos al peaje y ahí pudimos pasar.

Unos kilómetros dentro ya de la autopista hubo un frenazo y nos paramos. Pasaron los dos coches de delante y vi que había unos conos y un coche de policía. Tenía delante un camión con las luces apagadas y pensé que estaba parado por un accidente. Quise entender que tenía que bordear el camión por la derecha. Tiré a pasar y se puso el policía a gritar. Era un negro como un armario, con traje militar, chaleco antibalas incluido. Intenté dejar el coche en el arcén y me lo vi pipa en mano, un pistolón de aluminio cromado, con calibre para agujerear la puerta de un camión, apuntándome y gritando colérico. Paré del todo y levanté las manos. Lo que gritaba, pude entender, era que parase el motor. Paré el motor y me pidió la documentación. Yo ya estaba repitiendo: “eu sou espanhol” con las manos arriba. Le dije que tenía el pasaporte en la mochila, que estaba en el asiento trasero, y que por tanto debería salir del vehículo. Bajó ya la pistola y me dijo que hiciese lo que quisiera. Estuvo revisando mi pasaporte y la documentación del coche. Miró que tenía el cuño de la Policía Federal de ese mismo día y me dijo que “fuese con Dios”. También antes dijo que estaba nervioso porque allí había habido varios muertos. Yo no le pregunté si los muertos habían sido a tiros o por accidente de tráfico, pero olía y presentía ya a la muerte pisándome los talones. Aquello parecía un escenario de guerra. Seguí camino hacia el pueblecillo de marras.

Unos kilómetros más adelante alcancé al camión que estaba antes parado. No tenía las luces apagadas, sencillamente no tenía luces traseras. No había, no llevaba detrás luz ninguna.

En plena autopista y sin iluminación también te encuentras a gente que cruza a pie o en bicicleta. Está todo lleno de señales amarillas que indican peligro porque los peatones cruzan por donde quieren. Hay también pasos de cebra así directamente en la autopista. La velocidad máxima a la que yo iba era de 80, pero la gente va a 100-120 sin problemas.

Llegamos a la entrada de Praia do Forte. Allí los resaltos si se pasan a más de diez por hora hacen que el Celta parezca el coche fantástico. Y los ponen justo en el carril de frenado. Luego hay cuatro kilómetros de adoquinado y por fin llegas al pueblecillo. Fui directo a la cama y no me preocupé de mirar nada.

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Desperté mal dormido, en parte por el ajetreo de la noche anterior y en parte por el calor, que persistió durante toda la noche. Estaba en el dormitorio principal de la casa, en la planta baja. Era el dormitorio de la dueña de aquella especie de hostal, que allí llaman “posada”. El negocio era una antigua casa de dos plantas, más bien grande, reformada, en el que se alquilaban habitaciones y se servían desayunos. La dueña era una afrobrasileña de unos cincuenta años, descendiente de esclavos, que se casó con un español de prósperos negocios y que vivía en Alicante. El marido había muerto pocos años antes, dejando un hijo español mulato, de unos siete años, que hablaba con acento alicantino y bailaba la Capoeira. Esta mujer era bastante amiga nuestra. Su madre, ya vieja y con cáncer, era la que regentaba el establecimiento.

El dormitorio tenía una cama muy amplia, un cuarto de baño privado, un ventilador de grandes aspas en el techo, un armario viejo y unas estanterías llenas de libros. Todo era más bien viejo, aunque agradable. La puerta era de madera hueca y estaba tan mal pintada que no cerraba bien. La ducha del cuarto de baño era como las de los gimnasios, con un pequeño reservado, no con una bañera con cortinas de plástico. Entrabas caminando, le dabas al agua y salía siempre caliente. Me fije en que las ventanas de aquel cuarto de baño daban al jardín y no tenían cristales, sólo unas celosías de madera.

Abrí las ventanas de la habitación pero el calor no se me iba. Por la estrecha calle peatonal pasaba gente que nos veía, pero a nosotros nos daba igual y a ellos también. Yo entendía parte de sus conversaciones, aunque el acento de los negros me costaba de entender.

A 12º de latitud sur, el invierno no existe. No hay ni siquiera nuestras “olas de frío” u “olas de calor”. Allí todo está caliente: el aire, el agua del mar, la tierra, los ríos. No conocen el frío. El primer párrafo de Cien años de soledad, en el que el coronel recuerda cuando su padre lo llevó a tocar el hielo (y a sentir el frío por primera vez en su vida) no debió de extrañar nada en Praia do Forte. Por poner una cifra, la temperatura mínima absoluta de toda la serie histórica de la ciudad de Salvador de Bahia es de 12º. Y esto, muy probablemente, se debiese puntualmente a una tormenta. También, la máxima absoluta es de 37º, mucho menos que en Alicante. La amplitud térmica entre el día y la noche no supera los 6º, con una humedad que rara vez baja del 80%.

Desayuné y salí a dar una vuelta. El pueblecito está prácticamente todo empedrado y es una anomalía en su entorno. Parece que fue adquirido completamente por un alemán, a mediados del siglo XX. Esto allí lo explican con naturalidad, que el alemán compró el pueblo. Yo no lo entiendo muy bien, pero supongo que se trataba de un latifundio que incluía dentro las casas de los nativos. El alemán lo que hizo fue reconvertirlo en un negocio turístico. Primero controló con mano dura toda la violencia y las cacicadas, y luego negoció con varios empresarios la construcción de los primeros hoteles. Después puso publicidad en Alemania y pronto tuvo llenas las habitaciones. Esto fue dándole una cierta marca a la “playa del fuerte”. Pronto llegaron también turistas de las grandes urbes brasileñas y arrancó un negocio aún mejor: la construcción de viviendas de lujo. Hay infinidad de villas muy caras, escondidas tras los setos, cocoteros y otros árboles que no conozco. Algunas tienen terrazas de cara a la calle y ventanales acristalados por los que se puede ver la vida dentro de la vivienda. Otras son más cerradas y recuerdan a la arquitectura alemana, aunque con la teja árabe. Los precios de estas viviendas parten de 200/300.000€.

De esto, la población nativa poco o nada sabe. Ellos viven en sus casitas bajas de colores sentados en el porche y saludando a todo el que pasa. Puedes creer que estás en un poblado africano. Muchos no trabajan y los otros lo hacen a medio gas. No tienen entre sus prioridades ni el enriquecimiento ni la ambición. Allí la vida es fácil, es sencilla y a veces corta. En sus callejuelas hay más basura, gallinas sueltas, niños que corren desnudos, porches con viejas sombrillas, antenas parabólicas rudimentarias y mucha vegetación. Vi algunos árboles centenarios, de tronco muy grueso, que obviamente estaban allí desde antes de que se empedrase la calle. Todo parece ucrónico, del Neolítico a esta parte podría pertenecer a cualquier época.

A veces sí que montan algún negocio. Por ejemplo, estuve frente a Eliane Modas, que anunciaba “accesorios masculinos y femeninos” en un colorido cartelito dibujado a mano. Eran las doce de la mañana y tenía la puerta cerrada. Supongo que si llamabas podía abrirte, o igual debías preguntar a la vecina, que te diría que la ha visto salir y que estaba al caer. Luego igual Eliane se acercaba con una cesta de patatas en la cabeza con la que iba a hacer la comida.

Otros se pintaban toda la pared exterior en plan graffiti con acuarelas y unos pincelitos. Había uno que se había puesto a dibujar pequeñas viñetas en las que aparecían cosas inconexas como la silueta de un perro, una especie de as de picas, unos rostros esquemáticos como de pintura rupestre, varios emoticones, unos inquietantes ojos, un corazón partido y otras figuras de colores. Me fijé en la expresión “intringuly chinguly huu huu” y la busqué en Google. Parece que es un gritito de guerra de un personaje de comic argentino, que decía esa frase cuando se quería convertir en Superhijitus y tomar superpoderes.

La población negra de Praia do Forte es completamente dócil. Dicen que tradicionalmente nunca ha habido muertos (aunque se quejaban de que en el año anterior había habido dos). No sé si el comportamiento antisocial del subsahariano, sobre todo en las sociedades anglosajonas, viene por la presión para amoldarlo a una cultura que no es la suya. En su cultura matriarcal predomina la bondad, tal vez en exceso, lo que les ha llevado a ser tan vulnerables. También es posible que el alemán haya purgado a los elementos disolventes.

En el negro brasileño pervive mucho más la cultura africana, con un cierto desapego desprejuiciado. Hay algunos que quieren vivir en la cultura de los blancos (cultura que es una caricatura de Europa) pero la mayoría están en sus cánticos, sus bailes y su matriarcado. Se puede hablar con ellos de todo, sin tabús ni silencios. En Praia do Forte la mayoría pasa el día escuchando música o reuniéndose con los amigos en pequeñas tabernas o casas particulares. Es muy difícil saber a simple vista la edad que tiene cada uno. Muy cerca de nuestra posada había una planta baja en la que se reunían todas las tardes diez o doce a ver un pequeño televisor y beber caipirinha. Suelen juntarse sólo los hombres. Las mujeres están en casa cuidando a los niños. Son gente sin orgullo individual, que piensa y siente en función de su pequeña comunidad. No existe ninguna diferencia social entre ellos, son como una comuna, todos llevan la misma ropa (chanclas y bermudas) y ninguno tiene vehículo particular. No pude en ellos detectar ni una sola mirada, ni un solo mal gesto.

El modelo de integración de Brasil ha sido concentrar a los negros en Salvador de Bahia y dejar el sur (Sao Paulo, Curitiba y Porto Alegre) para la inmigración europea blanca. El sistema es dejar hacer. Esto contrasta con el modelo de “integración” de Europa y EEUU, en el que se le dice a esa persona que debe ser igual que los blancos y competir con ellos por los recursos. Esto, cuando llega el fracaso, genera la frustración y el rencor.

Praia do Forte se organiza en torno a una calle principal, que es la cara que se da al turista. Son casi todos edificios bajos, con vigas y barandillas de madera oscura, muy integrados en la vegetación. Ahí las tiendas y los restaurantes tienen el estándar occidental, aunque los precios son abusivos. Por ejemplo, cuando tiré a bañarme me di cuenta de que me había dejado el bañador en España y quise comprar uno. Por más que pregunté en varios establecimientos, nadie me vendía nada por menos de 70€ al cambio. Al final, acabé gastándome 80€ en un semitanga del que de vez en cuando se me salía un testículo. Las tiendas las abren a las diez (que, en horario solar, serían las doce en España) y las cierran cuando va a caer el sol a las siete, aunque hacen también un descanso muy largo para comer. Parece que, cuando ya tienen lo suficiente para vivir, intentan trabajar menos. Es posible que, mientras el ejecutivo de Sao Paulo gordo, ojeroso y calvo esté con lástima de las pobres casitas y los torsos al aire, ellos tengan lástima del aire estresado y la degradación física. Allí cada uno es lo que quiere ser, sin olvidarse de que un día tendrá que marcharse, preferentemente en un ataúd de colores vivos y pinturas de diosas con los pechos al aire.

Estuvimos los primeros días comiendo en restaurantes de la calle principal. Había uno de “comida a kilo”, que nos salía a unos 20€ por persona (el doble que en España) para unas cucharadas de alubias, un trozo de carne, un poco de yuca molida y un postre correcto. Esto de la “comida a kilo” es un sistema muy divertido por el que tomas lo que te interesa de un bufete libre y luego pasas por una báscula, te pesan el plato y pagas a tanto el kilo. Había también una hamburguesería todavía más cara, con unas hamburguesitas más bien pequeñas y otros productos tipo MacDonnalds. Luego pasamos a comer en una especie de colmado, que tenía platos congelados y los preparaba en el microondas. Allí estábamos nosotros solos y todo era más bien triste, pero el dinero no me daba para más. Preguntamos a la madre de nuestra amiga si podíamos cocinar en la cocina de la posada, pero dijo que no.

Preguntando a la gente de allí, parece que los precios llevaban un año subiendo descontroladamente. El real se mantenía (artificialmente, en mi opinión) en 3,2 reales por euro. Las expansiones monetarias de Lula da Silva empezaban a tener efectos indeseados. Muchas de las personas del pueblo mostraban incredulidad cuando se les comentaban los precios de la calle principal, porque en los pocos meses que llevaban sin comer allí los precios se habían doblado. Aunque los locales seguían llenos de turistas, la mayoría de ellos brasileños de Río de Janeiro y Sao Paulo con dinero de sobra y acostumbrados a precios mucho más altos en sus ciudades.

Otra cosa que me llamó la atención fueron los macacos. Los hay a millones. Viven subidos a unos árboles muy frondosos que hay en esa misma calle. Son peludos y pequeños, con un rabo muy largo. Parecen una mezcla de gato y ser humano. Los turistas les tiran nueces abiertas y les hacen fotos mientras ellos van comiendo. Recuerdo a uno que andaba masticando afanosamente con las minúsculas manos y tenía al lado a un gato. El gato comía como buen camarada, pero el macaco levantó la cara y le pegó un sopapo. Cuando el gato le enseñó los colmillos, el muy cobardica se tiró árbol arriba en una exhalación. Yo pensé si no somos los homínidos la estirpe más traidora y cobarde.

Otro día estuve preguntando por unas mountain bike de alquiler y me dieron presupuestos también desorbitados. Quedaba la opción del bicitaxi, que tenía techo y hasta cuatro plazas. Muchas veces los veía pasar pedaleando con mucha parsimonia y sin sudar. Un negro viejo y canoso se me pegó detrás haciendo preguntas. Hablaba el español porque decía haber estado en Chile. Le respondí al principio con cierta simpatía, pero luego le cambié un poco la cara y se despidió. Hay también un tipo de negro falso y astuto, que tal vez busca presas fáciles o simplemente tiene una curiosidad malsana.

Nos bañamos una tarde en una playa de las afueras, donde hay unas “piscinas naturales”. Estas piscinas las forman los arrecifes, que detienen las olas. Había bastante gente y el ambiente era parecido al del Mediterráneo.

Hicimos otro día una visita a la Mata de Sao Joao. Fuimos por una autovía que tenía unos puentecillos de cuerdas por arriba que servían para que los monos pudieran cruzarla. La “mata” es un trozo de selva virgen que ha crecido directamente sobre la arena. Allí la arena de la playa no es esa franja estrecha del Mediterráneo. Se extiende por muchos kilómetros y crece el follaje sobre ella. También se han puesto los pueblos e incluso las carreteras sobre ella. Hay una vegetación muy espesa, con unos troncos muy finos y largos, pequeñas palmeras e incluso cañaverales que parecen de bambú. La humedad es del 100% y no corre el viento. Se oye el zumbido de los mosquitos, graznidos de pájaros raros y a algún animal pequeño que corre sobre las hojas secas. Es pura arena todo lo que pisas. Hay caminos por los que puede pasar un coche y también bicicletas. Había varios aficionados que habían salido a correr, a 30º.

Estuvimos, en medio de esta floresta, en un museo que tenía varias serpientes autóctonas disecadas. No eran de broma: cascabel, boas y otras de colores vivos. Me dijeron si quería que abriesen la jaula para cogerlas vivas pero decliné el ofrecimiento.

Luego estuvimos visitando algunas otras posadas para cambiarnos. Aparte del problema del aire acondicionado (que me tenía prácticamente sin dormir), la madre de nuestra amiga no me estaba dando buena espina. Era una negra gorda, con ojeras profundas y el rostro de un color grisáceo. Yo sabía que ella estaba muy enferma. Una mañana me la encontré en la cocina, recién levantado y sin camiseta, y me estuvo saludando con aire autoritario. Esta mujer era una practicante del candomblé (religión que mezcla los ritos animistas africanos con el cristianismo) y de sus hechizos y brujerías. Parece que tenía cierto ascendente sobre las otras mujeres de la población y un cierto rencor contra los blancos. Sea como fuere, hubo un intercambio de miradas no muy amistoso y a mí no me dieron ganas de quedarme allí. Sólo el coste de la comida en la calle era ya superior al de un paquete “todo incluído” (en temporada aún baja) en el resort de Iberostar, que estaba a dos kilómetros de allí.

Buscamos primero por internet y visitamos el complejo de un francés canoso y algo bohemio, varios edificios de madera metidos ya en la jungla, en la espesura de cocoteros y plantas raras. El hombre nos esperó a la entrada y tuvimos que caminar con él casi un kilómetro para llegar al sitio, pasando varios ríos por unos puentecitos de tablas de madera. Tenía piscina, tumbonas de plástico y habitaciones tipo pequeño apartamento, con su terracita privada. Pero no había nadie allí alojado, no paraba de lloviznar y había unas nubes de mosquitos que daban miedo. Empecé a sentir las picaduras y decidí que era mejor marcharse.

Visitamos luego, de noche y bajo la lluvia, varios hoteles. Encontramos, en una urbanización, uno con la puerta abierta, pero en el que no atendía nadie. Estaba todo casi a oscuras y sólo se veían las escaleras hacia las habitaciones (probablemente vacías). Cuando al final nos atendieron, el precio nos pareció excesivo. Estuvimos en otro al que se entraba por un camino de tierra embarrado, entre césped y cocoteros. Era un pequeño complejo con cabañas independientes, alrededor de una gran piscina y con salida directa a la playa. El precio era también caro, pero nos hacían un descuento por pagar en efectivo. Decidimos volver a la posada y pensarlo un par de días más.

Otro día quisimos ver el entorno real del estado de Bahia, salirnos del parque temático del alemán. Cogimos el cochecito alquilado y nos fuimos a visitar otros pueblos de alrededor. Pasamos primero por una zona de floresta, muy espesa, en la que sería casi imposible adentrarse caminando. Pasamos por varios ríos muy remansados, con el agua caliente. Seguía lloviznando y yo seguía sudando sin parar. Había luego otras aldeas muy tranquilas, también con calles empedradas, bancos de madera, chiringuitos vacíos y muchas palmeras. Un poco más lejos del mar, el nivel económico baja mucho, ya todo es una pura cochambre. Vimos gente circulando bajo la lluvia en pequeñas motos de 125 cc., sobre los inmensos barrizales, embutidos en chubasqueros y levantando los pies cuando salpicaba el lodo. Algunos tenían pequeños turismos utilitarios más bien viejos (la marca Chevrolet es la que predomina), pero otros no tenían ni zapatos y se quedaban de pie bajo los porches de sus casitas sin enlucir mirándonos pasmados. Había unos bosques inmensos de palmeras muy altas y otras zonas muy tupidas de helechos y otra vegetación. Recuerdo una casa de color rosa, aislada en medio del fango, cuya planta baja (de no más de 100 m2) era al mismo tiempo colmado y bar, con un anuncio de Coca Cola y una nevera para helados. Tenía una escalera exterior para llegar a la primera planta, donde supongo que los dueños tenían su vivienda.

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