Brasil

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2. El apartamento

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El apartamento

Isabel llevaba un diáfano vestido playero del color amarillo naranja de un

maracujá, pero decidió no ponérselo; sólo se calzó unas sandalias de delgado cuero blanco para caminar por la famosa acera de sinuosas franjas negras y blancas de la Avenida Atlántica. Mecía la toalla y el vestido arrugados en el codo izquierdo doblado, por lo que como mínimo un transeúnte bajó la mirada esperando ver a un bebé envuelto en pañales brillantes. El sombrero oscuro, que parecía teñido con zumo de bayas de

genipapo, flotaba delante de Tristão como un platillo volante, mientras aleteaban los extremos de la cinta negra colgante. La chica se movía a mayor velocidad de la que él esperaba, con un andar más atlético, obligándolo a brincar y caminar a saltitos a su lado para seguir su ritmo. Su propio sentido del decoro había hecho que se pusiera la camiseta sucia de arena en la que se leía: LONE STAR; sus andrajosas sandalias de goma azul, recuperadas del conflictivo arbusto, chancleteaban flojas.

La chica pálida, que parecía mucho más alta por la longitud de sus piernas desnudas, daba zancadas con la ciega determinación de un sonámbulo, o como si cualquier vacilación pudiera deshacer su resolución; se encaminaba al sur, hacia el fuerte, y luego giró a la derecha por una calle —él estaba demasiado distraído y asustado para notar si era la Avenida Rainha Elisabete o la Rúa Joaquim Nabuco— que llevaba a Ipanema. Allí, a la sombra de árboles y edificios, entre tiendas, restaurantes y fachadas acristaladas y de aluminio de bancos, con porteros y guardias de seguridad uniformados, su pálida semidesnudez brillaba imponente y atraía todas las miradas. Tristão se acercó más protectoramente, aunque la impenetrabilidad enajenada de ella —cuya mano se había helado al entrar en contacto con la de él— lo hacía sentir torpe y aislado. En ese mundo de casas de pisos y calles custodiadas ella era su guía; Isabel torció al llegar a una marquesina marrón numerada que desembocaba en un vestíbulo en semipenumbra; detrás de un escritorio de mármol negro veteado de verde parpadeó un japonés mostrando asombro, pero entregó a Isabel una llave pequeña y pulsó un botón que abrió una acristalada puerta interior de corredera. Al traspasar esa puerta Tristão se sintió observado por un aparato de rayos X, percibió el hormigueo de la navaja en su bañador húmedo, y también del pene, con su curva encogida como la de un anacardo.

El ascensor, revestido con puertas de un material plateado estampado como tela con triángulos, se deslizó hacia arriba: un puñal despojándose de su funda. Un breve pasillo, cuyas paredes a rayas eran una versión atenuada del dorado color frutal del vestido de playa arrugado. Una puerta de palo brasil rojo, brillante de cera y con muchos paneles, cedió a la llavecita no más grande que su cuchilla de afeitar. Dentro reinaba un silencio de superficies costosas, jarrones, alfombras, cojines orlados, lomos de libros encuadernados en cuero con filetes dorados. Nunca había estado en un ambiente semejante; sintió que le arrebataban el aliento y la libertad.

—¿De quién es esta casa?

—De mi tío Donaciano —dijo la chica—. No te preocupes, no tendrás que conocerlo. Trabaja todo el día en el centro. O juega al golf y va de copas con sus relaciones profesionales. De hecho, su trabajo consiste en beber con sus amistades. Pediré a la sirvienta que nos traiga algo para que nosotros también bebamos. ¿O quieres comer?

—Oh, no,

senhorita; no tengo hambre. Sólo quiero un vaso de agua o un poco de

suco.

A Tristão se le había secado la boca paseando la mirada a su alrededor. ¡Había tanto para robar! El y Euclides podrían vivir un mes con las ganancias de una cigarrera de plata, con el de dos candeleros de cristal. Las pinturas —cuadrados y círculos en furiosas pinceladas— no podían valer mucho, excepto quizá para el artista en el momento de pintarlas, pero los lomos de los libros tenían letras de oro. Le maravilló la altura de las bibliotecas, similar a la de una palmera. Esa sala del apartamento tenía galerías sobre dos paredes y en lugar de cielo raso tenían por techo una rosa abovedada formada por pétalos de cristal esmerilado, de cuyo centro pendía, en una cadena tan larga como la de la iluminación sagrada en las iglesias, una araña con brazos como eses de latón. Para Tristão, los interiores de las casas eran las cavernas sin sol de una chabola; allí había tanta luz que se sentía al aire libre, sólo protegido, de modo que no soplara el viento, por una radiante quietud de la que ahora formaba parte. Con voz perentoria, Isabel llamó:

—Maria.

La criada joven y regordeta que entró, no al instante, sino como si hubiese atravesado una larga serie de habitaciones, miró a Tristão desdeñosamente y con un fulgor de terror en sus ojos hundidos. Tenía las mejillas infladas, con una hinchazón india o como si le hubiesen pegado, y además picadas de viruela. Su mezcla de sangres había tomado su piel de un tétrico color rapé. Debió de leer sus pensamientos de ladrón y seguramente se consideraba por encima de ellos. Como si vivir en casas de ricos y pavonearse con la ropa limpia que éstos proveían no fuese en sí mismo una forma de robo.

—Maria —pidió Isabel procurando que su voz no sonase ni dura ni tímida—, dos

vitaminas con banana o aguacate, si hay. Eso para mí, pero tráele algo a mi amigo, algo de lo que hayas preparado para tu almuerzo. Este es mi amigo Tristão. —Se volvió hacia él y le preguntó—: ¿Un sándwich?

—No hace falta, lo juro —protestó el chico, con el orgullo que la cualidad amurallada de su frente, los brillantes ojos saltones, la reserva de su expresión ya anunciaban.

Pero cuando llegó la comida —

acarajé calentado con sus croquetas fritas de

vatapá, camarón y pimientos— comió como un lobo. Estaba acostumbrado a mantener a raya el hambre, pero ver comida lo desencadenaba y ahora no dejó nada en el plato, ni siquiera una mancha. Isabel deslizó hacia él, sobre la mesa baja de marquetería, su propio plato, del que sólo había comido la mitad. Tristão también devoró todo lo que contenía.

—¿Café? —preguntó Maria cuando entró para despejar la mesa. Despedía menos rencor y un leve aroma a conspiración, como el aceite de

dendê con el que condimentan toda la comida en el norte. Quizás este curioso hogar de una chica y su tío ya contenía algo malo, algo que la criada desaprobaba. Era una persona abierta, como son las clases inferiores, a la picardía y el cambio; para ellos el mundo no existe como una reliquia preciosa que ha de conservarse eternamente bajo cristales.

—Sí, y después déjanos solos.

Isabel se había quitado el sombrerito; su larga cabellera rubia y brillante realzaba su desnudez y devolvió a Tristão la sensación de ceguera del momento en que había salido encandilado del mar.

—¿Te gusto? —le preguntó Isabel, desviando la mirada y ruborizándose.

—Sí, más que eso.

—¿Piensas que soy una coquetuela? ¿Una mala chica?

—Pienso que eres rica —respondió él y paseó la mirada alrededor—. Y la riqueza vuelve rara a la gente. Los ricos hacen lo que quieren y por eso no conocen el precio de las cosas.

—Pero yo no soy rica —dijo Isabel, con una nueva nota de queja y petulancia en la voz—. Mi tío es rico, y también mi padre, que vive en Brasilia, pero yo no tengo nada propio…, me guardan como a una esclava criada entre algodones para ser entregada, cuando las monjas me hayan dado el diploma, a algún muchacho que se convertirá en un hombre como ellos, meloso, educado e indiferente.

—¿Dónde está tu madre? ¿Qué dice ella de tu futuro?

—Mi madre ha muerto. El hermanito que estaba haciendo para mí se estranguló con el cordón umbilical y en su furia agonizante le desgarró el útero. O eso me contaron. Yo tenía cuatro años cuando ocurrió.

—Qué pena, Isabel. —Aunque había oído su nombre de labios de Eudóxia cuando charlaban, era la primera vez que lo pronunciaba—. Tú no tienes madre y yo no tengo padre.

—¿Dónde está tu padre?

Tristão se encogió de hombros.

—Muerto, quizá. Desaparecido, sin duda. Mi madre ha tenido muchos hombres y no se sabe bien quién fue él. Tengo diecinueve años y habrá ocurrido hace veinte. Ella bebe mucha

cachaça y nada le importa. —Sin embargo, le había conseguido el medicamento que necesitaba. Le había dado el pecho, le había quitado los piojos y revisado sus cagarros en busca de lombrices.

Para hacerlo volver a ella, Isabel anunció:

—Yo tengo dieciocho, todavía.

Tristão sonrió; se atrevió a alargar la mano y tocarle los cabellos luminosos, colmados de muchas lucecillas, como Río de noche visto desde el Pan de Azúcar.

—Me alegro. No me gustaría que fueses mayor además de rica.

Ella aceptó el contacto sin pestañear pero no correspondió a su sonrisa.

—Tú me diste este anillo. —Levantó la mano con el óvalo cobrizo en el dedo más grueso—. Ahora yo tengo que regalarte algo.

—No es necesario.

—Lo que tengo pensado sería también un regalo para mí. Este es el momento. El momento en mi vida.

Isabel se incorporó y empujó los labios de él hacia arriba con los suyos, resultando menos un beso que una imitación de los besos que había visto en revistas o por televisión. Hasta ese momento su vida había consistido en estudiar las historias de otros, ahora estaba creando la suya propia. Lo condujo hasta una escalera metálica de caracol, pintada de un rosa ceniciento, que llevaba al primer piso. Su cuerpo dando vueltas en el ascenso, delante de él, se quebraba en muchas tajadas en escorzo, triángulos de carne oscilantes semieclipsados entre los triángulos de la espiral de peldaños. Arrastrando experimentalmente un dedo por la barandilla como si atravesara una superficie de agua, Isabel bajó el pasillo suspendido a la altura de la araña de brazos serpenteantes y de allí pasó a una habitación que era la suya, todavía llena de animales de juguete de la infancia, con

posters de cantantes ingleses de pelo largo en la pared. Allí Tristão sintió que la presión sobre sus pulmones era menos atronadora, como si entre esas paredes pueriles el viento del dinero no soplara tan ferozmente. Las pequeñas piezas claras del bañador de Isabel se desprendieron con un encogimiento de hombros y una contorsión, una indiferente y acostumbrada danza de su cuerpo esbelto, cumplida con una afectada sonrisa a medias retadora y a medias inquisitiva en su valiente carita simiesca. Ahora apenas parecía más desnuda que antes. Tristão nunca había visto una mata púbica como la suya, tan transparente y lacia. Sus pezones, en discos de piel de un pardo apagado, se endurecieron por su exposición al aire y a la mirada de él.

—Tenemos que estar limpios —le dijo Isabel con tono firme.

Los pomos de la ducha, en el interior del cubículo marmolado, eran numerosos y producían diversos tipos de chorros: un ramillete de finas agujas, o una ráfaga de cuerdas de agua más gruesas al ritmo de una pulsación rápida. De pie con ella, en la tibia cascada, enjabonándola hasta que su seda flexible quedó cubierta por una grasa blanca, y luego dejando que ella lo enjabonara, Tristão sintió que su anacardo se convertía en una banana, y después en un ñame ondulado, que estallaba por su peso. Ella se lo enjabonó seriamente, inclinando su cabeza ovalada bajo el agua golpeteante para ver mejor las venas hinchadas, la negra piel purpúrea, el glande violeta de un solo ojo en forma de corazón. Mientras lo inspeccionaba, las rayas de su pelo mostraron que su cuero cabelludo era rosa y no blanco, como él esperaba. Terminada la ducha Isabel le dijo, sin apartar la mirada, rastreando una vena con los dedos:

—O sea que es así. Me gusta. Feo pero inocente, como un sapo.

—¿Antes nunca…? —le preguntó Tristão, turbado, agradecido por estar momentáneamente oculto en el manto empolvado de una amplia toalla blanca que ella había sacado de un armario del baño. En los espejos que lo rodeaban se vio a sí mismo cortado en rebanadas blancas y negras. Su rostro parecía el de un guerrero grave, fotografiado simultáneamente desde múltiples ángulos.

—No, nunca. ¿Acaso te asusta, Tristão?

Sí, le daba miedo, porque si ella era virgen follarla se convertía en algo religioso, en una especie de incriminación eterna. Pero su sangre, que latía desesperadamente en el ñame que llevaba a la vanguardia, envuelto en su toalla como una túnica, lo atraía hacia esa aparición con su propia toalla en lo alto, al estilo de una capa, dejando a la vista la parte baja del cuerpo, sus nalgas apretadas y en vaivén. Cuando Isabel se inclinó ante el umbral de mármol del baño para recoger el pequeño bañador negro que él había dejado caer, se separaron sus nalgas blancas mostrando entre ellas un revestimiento vertical marrón, una mancha de piel permanente alrededor del ano, que le produjo a Tristão un leve asco.

Luego, mientras sacudía y doblaba el bañador para colgarlo con esmero, a Isabel se le escapó una exclamación de sorpresa. La cuchilla de afeitar que él llevaba en el bolsillito se había deslizado de su funda improvisada y le había rasguñado el pulgar. Le mostró la piel blanca con su textura de verticilo, el goteo flojo de un rojo brillante como el de una joya. También eso lo asustó, como una profecía: estaba destinado a causarle dolor.

No obstante, chupándose el pulgar con expresión dolorida y secando la herida en un ángulo de su inmensa toalla, Isabel continuó flotando hacia su lecho infantil, una cama angosta cubierta por un cubrecama ligero cuyo delicado matiz verdoso Tristão había visto en la

favela, sobre jarras de porcelana y orinales, con una línea de tenue escoria bajo el borde. Encima de las barandillas de latón del cabezal colgaba un pequeño óleo con la imagen de la Virgen, la cabeza rodeada por un halo como una pamela echada hacia atrás, y un enorme bebé artificialmente solemne en el regazo, en un torpe ademán de sus dedos gordos. Isabel, con la carita de mono grave y decidida, quitó la imagen de la pared y la puso debajo de la cama. Antes de echarse desnuda encima del cubrecama desplazó algunos animales con ojos de cristal y los amontonó en uno de los diversos estantes junto a la cama, cada uno pintado de un color del arco iris, para entretener a una criatura. Hizo todo rápida, expertamente, y se echó de espaldas en el centro exacto de la camita, sin dejarle otro sitio que encima de ella. No obstante, cuando él obedeció, Isabel le apretó el pecho con las yemas de los dedos como si quisiera contenerlo, retener ese instante. Fijó sus ojos de un gris azulado compuesto por centenares de frágiles hebras en los de Tristão, casi con ira.

—No creí que fuera tan grande —reconoció Isabel.

—No tenemos por qué hacer nada ahora. Podemos abrazamos, sencillamente, acariciamos y contarnos nuestra vida. Mañana volveremos a reunimos.

—No. Porque si esperamos no ocurrirá. Este es nuestro momento.

—Podemos volver a encontrarnos mañana, en la playa.

—Perderíamos coraje. Otras personas se interpondrían.

Vacilante, mientras estudiaba la cara de él en busca de orientación, Isabel separó sus piernas blancas.

—¿Has tenido a muchas chicas? —le preguntó.

El asintió, avergonzado de que no todas hubiesen sido chicas, de que al principio hubiese habido mujeres que le doblaban la edad, viejas borrachas amigas de su madre, que le entregaban esa sobra de sí mismas como quien le echa comida a un cerdito divertido.

—¿Entonces puedes darme algún consejo?

El glande de Tristão, cual un corazón violeta arrancado a un animal del tamaño de un conejo, reposaba en la curva de pelusa transparente del monte de Venus de Isabel. En general, la mujer con la que estaba lo cogía en la mano y lo guiaba a su interior. Esta chica levantaba las nalgas torpemente y lo miraba a los ojos para que la orientara. Isabel vio que los iris oscuros de Tristão se derretían en la negrura de sus pupilas dilatadas.

El volvió a hundir la voz en el timbre viril para decir:

—Mi consejo es que te dejes llevar hasta el punto en que mi placer y el tuyo se igualen. La primera vez no será fácil. Te dolerá. —Su aliento olía a

acarajé picante.

Con su propia mano exploró, encontró el lugar donde los labios menores de ella habían empezado a separarse pegajosos, y fue el guía de su miembro. Poco después, como si dudara de su propio consejo, le preguntó:

—¿Te hago daño?

Isabel estaba rígida debajo de él esforzándose por superar el rechazo instintivo de la carne. Un imprevisto sudor cálido perlaba la totalidad de su piel blanquecina; movió atrás y adelante el mentón, como si ningún otro fragmento de su cuerpo espetado se atreviera a moverse. El también sudaba, preocupado por la estrechez virginal: era una carga ser un amante en lugar de un marrano que engulle una sobra húmeda. Pero sabía que más allá del muro oscuro los esperaba un paraíso.

—¿Quieres que pare? Podría correrme.

Ahora, furiosa, Isabel movió el mentón de un lado a otro, denegando.

—Por Dios,

hazlo.

Tristão empujó con fuerza hacia la oscuridad, profundizando en cada estocada el matiz rojizo de atrás de sus párpados apretados. En su interior, en un reducto más lejano que el asiento del hambre, un pasadizo constreñido intentaba alojar una avalancha de luz, una presión creciente, sofocante, escalofriante, que hizo bailar sus talones al tiempo que se aproximaba a la cresta de la ola y, por medio del bucle ascendente de la sensación que suprimía el universo, dio el salto. Las convulsiones de la eyaculación sacaron a Isabel de su propio cuerpo; tiernamente revoloteantes, sus manos blancas tamborilearon sobre la negra espalda arqueada, tratando de sanar la gran descarga de que él había disfrutado en las profundidades viscosas de su cuerpo, en la malla de sus miembros sedosos. El jadeo de Tristão menguó, su voz se volvió razonable, considerada:

—¿Te ha dolido?

—Sí. Dios mío, sí. Tal como dijeron las monjas que ocurriría, por el pecado de Eva.

Pero sus piernas y sus brazos ciñeron el abrazo cuando en un impulso caballeroso de aliviar el cuerpo de ella de su peso, Tristão hizo amago de retirarse.

—Querida Isabel —suspiró, incómodo al no encontrar palabras mejores y todavía avergonzado de pronunciar su nombre: una tarea desarrollada heroicamente no lo autorizaba a igualarse con esta beldad patricia.

Cuando por fin pudo retirar el pene, lo vio cubierto de sangre, y ella pareció culparlo por manchar el cubrecama de raso verde espumoso.

—¡Maria lo verá y se lo contará a mi tío! —exclamó.

—¿Es acaso su espía?

—Son… amigos.

Isabel se había levantado de un salto y traído del baño una toalla húmeda con la que frotó y fregó la mancha, una mancha irregular —por el ofrecimiento de parar de Tristão— en forma de cáliz, con un cuenco, una base y un delgado tallo rojo intermedio.

—Tendrías que haber extendido una toalla —dijo él, ofendido de que ella diera la impresión de culparlo por su propia sangre y por apartarse del momento de exaltación que habían vivido juntos para ocuparse de detalles domésticos.

Isabel percibió el tono ofendido e intentó reparar su orgullo herido, volviendo a la cama y golpeteando dócilmente con la toalla enrojecida lo que ahora recuperaba su forma de anacardo. A medida que éste se replegaba, la sangre virginal de Isabel se hundía amarronada en la arrugada piel del color de una berenjena. Al sentir que el dolor entre las piernas aumentaba mientras se disipaba la brillante culminación de su cuerpo supino en la desfloración, dejó el paño húmedo en la mano de él, en actitud impaciente.

—Aquí tienes, Tristão, también hay suciedades tuyas.

Aunque imbuido del quisquilloso orgullo que sienten incluso los hombres más pobres del Brasil, Tristão aceptó la toalla y asimiló el estado de ánimo de Isabel: estaba mareada por la osadía de lo que había hecho y ya nunca podría deshacerse. Los humores incontrolables de las mujeres son el precio que pagan los hombres por su belleza extraterrena y su habitual dolor.

Cuando Tristão volvió del baño, con el bañador húmedo puesto, Isabel seguía desnuda, salvo el anillo DAR y un sombrero de paja, como el negro que llevaba en la playa pero teñido de un rojo fresa, sobre su rubia cabellera. El arco iris de estantes alrededor de dos de las cuatro paredes del pequeño dormitorio lucía una serie de sombreros graciosos, junto con la abundancia de juguetes proporcionados por el tío que quería mantenerla eternamente niña.

Isabel inclinó la cabeza y posó como una bailarina de

boîte, los glúteos blancos empujados hacia fuera y una rodilla doblada sobre un pie arqueado, de puntillas; los dedos de sus pies estaban blanqueados por la presión de la pose y un hilillo de sangre casi seca corría por la parte interior de ese muslo. «Qué maravilla», estaba pensando, «que un hombre te vea desnuda, que no debas sentir vergüenza delante de él».

—¿Todavía te gusto? —le preguntó, con una seriedad pesarosa, los ojos alzados al cielo bajo la impúdica ala del sombrero.

—No tengo alternativa —replicó Tristão—. Ahora eres mía.

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