Brasil

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4. La chabola

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La chabola

El interior de la chabola que ocupaba la madre de Tristão estaba perforado por brillantes haces de luz que se colaban entre las chapas de zinc del techo y los trozos de madera pintada y cartón prensado que componían las paredes. La brillantez azul que se filtraba en afiladas astillas apenas penetraba la densa atmósfera, un aire espeso no sólo por el humo del tabaco y el fogón donde se cocinaba, sino también por el polvo del suelo de tierra y de los materiales friables, constantemente renovados por capas de robos y expropiaciones para atenuar las condiciones climáticas: el sol achicharrante, el aporreo de la lluvia, el viento oceánico, las noches sin luna. La chabola estaba bañada por la naturaleza, dado su emplazamiento en una de las vertientes más elevadas y empinadas del Morro do Babilonia, y cuando sus habitantes traspasaban la cortina de trapos podridos colgados que hacían las veces de puerta, un paisaje cruelmente espléndido de mar soleado, con veleros e islas, se abría ante sus ojos parpadeantes.

Isabel, que había llegado en plena oscuridad y aún no se había atrevido a asomar la cabeza a la luz del sol, se impresionó por la adaptabilidad de ese espacio brumoso en el que todavía no sabía cuántas personas se encontraban, además de ella misma, Tristão y su madre. En cierto modo había varias habitaciones, a distintos niveles; ella ya había visitado la que servía como retrete, cuyo suelo era un pedazo de madera blanda contrachapada encima de un deslumbrante desprendimiento de tierra pelada de color naranja, por donde bajaban los excrementos y orinas hasta desaparecer de la vista en otro terreno ocupado ilegalmente. La voz de la madre de Tristão, pastosa y pesada, emanaba de un punto indefinido, sin duda un rincón, el más oscuro y protegido de las inclemencias del tiempo, donde el suelo era irregular, mostrando pálidos perfiles de elevaciones y depresiones semejantes a los que la luz del alba talla en una cordillera lejana.

Isabel estaba enterada de que la madre de Tristão se llamaba Úrsula. La noche anterior la mujer se había despertado cuando ellos entraron, jadeantes. El ascenso por la cuesta del Morro do Babilonia había sido largo, y tras los zigzags blanqueados por la luna en las calles montañosas, el interior de la vivienda estaba tan oscuro como un frasco de tinta china. Había llameado una cerilla, acercándose lo bastante a Isabel como para chamuscar sus largas pestañas, y fue apagada en una bocanada de aliento dulzonamente rancio con los vapores del licor de caña de azúcar.

—Esta blanca es de alguien —había dicho la voz adjunta a la cerilla y al aliento fétido—. ¿Cómo es que la robaste?

—No es un robo, madre, sino un salvamento. Su tío quería mandarla con el padre y ella no quiere ir. Quiere estar conmigo. Nos amamos. Se llama Isabel. —Todo en un susurro apremiante de Tristão, a centímetros del oído de Isabel.

La oscuridad gruñó y de pronto crujió produciendo una brisa de movimiento. Por un sonido sordo y pastoso cercano a la cabeza, Isabel comprendió que Tristão había recibido un puñetazo.

—¿Traes dinero?

—Un poco, madre. Pero bastante para la

cachaça de una semana.

Se oyó otro crujido ligero, como de papel, y la nube agridulce de alcohol con la calidez corporal a él unida se alejó e Isabel sintió que la mano fuerte de su amado tiraba de ella en una dirección que apenas osó pisar, pues el suelo bajo sus pies estaba lleno de baches y basura, y la oscuridad seguía siendo absoluta. Unas cosas —escorpiones o las antenas de ciempiés gigantes— rozaban sus tobillos y en un momento dio con el codo contra un destartalado soporte de madera que Tristão había esquivado, sin soltarle la mano. Isabel sentía en él la tirantez de la turbación por tenerla en su hogar.

—Aquí, Isabel —dijo él; su tenso apretón tiró de ella hacia abajo, hasta un espacio angosto donde la arcilla desnuda estaba cubierta de terrones ásperos, toscos sacos rellenos con lo que podían ser flores secas o esqueletos de animalitos muy pequeños y delicados, a juzgar por su vaga fragancia. Al tender allí sus propios huesos delicados, creyéndose ahora tan a salvo de la persecución como un cadáver en su tumba, Isabel exhaló un gemido semejante al del placer.

—Chist —gruñó al instante Úrsula directamente en su oído, le pareció a Isabel, aunque habían andado a tientas una buena distancia a través de la oscuridad crujiente poblada por otras formas y presencias.

Cerca, aumentó de volumen un suave ronquido o una superposición de diversos pares de rítmicos pulmones, y la madre de Tristão empezó a cantar, incoherente, suave, incesantemente, subiendo y bajando el tono de voz, pero sin ponerle fin. El sonido no era desagradable y se mezclaba con el murmullo —al otro lado de las paredes invisibles de la chabola— de conversaciones y tráfico de a pie, más abajo en la misma

favela, el ímpetu nocturno de los coches de Río más abajo aún, un zumbido y latido de la samba primero desde una dirección y luego desde otra en la ciudad a sus pies, más alto aún en la montaña, como si hasta los ángeles anticiparan el carnaval.

Aunque su situación era peligrosa y extraña, Isabel se sentía voluptuosamente letárgica tras la febril huida de Ipanema, la carrera por la playa de Copacabana y la larga escalada

morro arriba, donde flotaba la

favela como un alud congelado a la luz de la luna. El cuerpo de Tristão era firme y vigilante a su lado; él le había dado, para que apoyara la cara, un trapo almohadillado con el olor almizqueño del sudor de otra persona; un espacio visceral se ahuecaba alrededor de ella, murmurando con esa omnipresente sangre y el aliento de la madre borracha.

Su amado estaba tenso e inquieto; había situado entre ambos, tras diversos ajustes angustiados, lo que habían acarreado colina arriba, las dos bolsas de lona con la ropa de Isabel y los caros tesoros que birlaran en el apartamento del tío Donaciano: la cigarrera de plata, los candeleras de cristal, una cruz de oro tachonada de piedras preciosas, previamente robada en una iglesia dieciochesca de Minas Gerais y vendida luego a su tío por un anticuario, un fajo en forma de cubo —sujeto por muchas gomas— con diez mil billetes de cruceiros que encontraron oculto entre la ropa interior de color pastel y perfumada de Donaciano…, prendas dignas de una mujer, había observado atónito Tristão. Mientras apretaba ansioso las bolsas entre ambos, los bordes filosos del botín se hundían en la carne de Isabel; los pinchazos parecían decirle que había dejado atrás la condición de niña mimada para embarcarse en el devenir de una mujer, que es un camino doloroso. La errante canción alcoholizada de la madre de Tristão le decía lo mismo. No obstante, nada le impidió dormir en medio de esas tibias entrañas de la miseria, mientras su marido (así sentía ahora a Tristão) daba vueltas nervioso junto a ella, urdiendo el futuro de ambos en la negrura circundante.

Isabel despertó cuando se declaró el día en las azules cuchillas de luz suspendidas a su alrededor, cada una con su halo de humo. Alguien estaba cocinando…, una chica de doce o trece años, en cuclillas ante un fogón cubierto por la tapa redonda de un bidón de petróleo, cerca de la cortina harapienta que sustituía la ventilación. Isabel reconoció los olores del café y el

angu, las típicas tortitas de maíz hechas principalmente con agua y sal. Otros cuerpos se movían; reconoció, de aquel día en la playa, la figura achaparrada de Euclides caminando bajo la luz del amanecer; él miró en su dirección pero no dio muestras de verla. Tristão la acompañó al sucucho donde los excrementos se deslizaban cuesta abajo. Después de una noche de inquietud, el amado parecía más delgado y mayor; como un trozo de carne ahumada, la negrura de su piel estaba opacada. A Isabel le dolió que el hecho de haberla conquistado resultara ser, tan pronto, una carga debilitadora.

Pensó, en su inocencia, que si se aliaba con la madre aliviaría la carga de Tristão. Úrsula seguía en la cama; a su lado, sobre el ancho y sucio jergón relleno de paja dulzonamente apestosa, se hallaba acostado y todavía dormido un hombre de cuerpo menudo, con la cara apretada contra un costado de ella, como una lapa oscura. Tenía el pelo enmarañado y entrecano; el rostro se veía eclipsado por el enorme pecho pardo que colgaba de costado en el vestido de algodón roto de Úrsula. La piel de la mujer era de un tono bistre cieno totalmente despojado del lustre azul africano de Tristão, quien debía de haber heredado el azul de su padre desconocido. El blanco de los ojos de Úrsula se había amarilleado y cuajado por la bebida, y además le faltaban algunos dientes.

—¿Qué quieres aquí, blanca? —preguntó al ver a Isabel erguida a sus pies.

—Me trajo Tristão. Mi familia quiere separamos.

—Unos tipejos listos. Vosotros dos estáis locos —dijo Úrsula, sin apartar los ojos cuajados del rostro de la intrusa rubia, tratando de imaginar qué ventajas podría suponerle esa visita.

—Nos amamos —anunció Isabel—. Queremos vivir eternamente juntos.

La madre de Tristão no sonrió; de hecho, sus rasgos hoscos profundizaron la cólera.

—Es una suerte si el amor dura tanto como un polvo —sentenció—. La basura salida de mí no tiene derecho a ir por ahí amando a nadie.

—El es hermoso —dijo Isabel a la mujer, sobre su hijo—. Me siento incompleta cuando no estoy con él. No puedo comer, tampoco puedo dormir. Pero anoche dormí como un bebé. —Más que un bebé, pensó, como un feto—. La quiero, Úrsula —se atrevió a confesar—, por traer a este mundo a un chico…, a un hombre tan hermoso. —Isabel estaba decidida a extraer ese rostro barroso de la estupidez hostil para ganar el reconocimiento de su amor y el de Tristão.

Porra! —exclamó obscenamente la mujer, aunque sonriente; pero como si quisiera apagar la sonrisa, con sus patéticos espacios desdentados, cogió con los labios la botella sin etiqueta tirada en medio del revoltijo, al lado de su jergón. Cuando Úrsula cerró los párpados, la belleza barrió su rostro, la misma belleza de Tristão, de un sol eclipsado. Aunque su cuerpo se había vuelto obeso, una simple masa absorbente, tenía la cabeza pequeña y ovalada, bajo un nido de hileras de maíz deshechas. En su cara, un dibujo errático de cicatrices, no simétricas y significativas como las de Maria, daba testimonio de viejas palizas y heridas.

Tristão, que se había ocultado de esta confrontación entre Úrsula e Isabel en el sopor de la chabola, del otro lado de la columna de madera que sustentaba el techo de chapas de zinc superpuestas y que dividía el espacio en una sugerencia de habitaciones, ahora decidió intervenir.

—No nos quedaremos aquí, madre. Esto es asqueroso.

Perturbado tal vez por la reverberante voz masculina, el guiñapo dormido rodó hasta quedar acostado de espaldas, exhibiendo una boca abierta bordeada de saliva; con el brazo libre, Úrsula le retorció la cabeza hasta apoyarla otra vez contra su pecho, donde, emitiendo un ruido como si estuviese tragando, el hombre volvió a quedar inmóvil.

—Lo que a mí me da asco es la basura con ideas grandiosas. ¿Cuánto crees que pagará su gente rica para recuperarla?

—Mucho, estoy seguro —intervino Euclides, que había estado hablando con la chica que atendía el fogón. Y preguntó a Isabel—: ¿Dónde está tu amiga Eudóxia? Ella y yo tuvimos una larga charla caminando por la playa hasta la punta de Leme ida y vuelta, sobre la comunalidad católica frente al marxismo, y llegamos a la conclusión de que ambas teorías eran quijotescas.

—Su familia se la ha llevado a la montaña —replicó Isabel—. Es una típica hija de la burguesía, muy audaz de pico para afuera pero sin coraje para vivir la vida.

Euclides bizqueó y dijo:

—Un exceso de coraje acaba transformándose en amor a la muerte.

—Nosotros nos amamos —siguió diciendo Tristão a su madre—. Tengo pensado coger el tren a São Paulo para buscar trabajo en la fábrica de coches, con la ayuda de mi hermano Chiquinho, que reside allá. Madre, necesito conocer su paradero.

Era la primera vez que Isabel oía hablar de la existencia de otro hermano. La madre de todos ellos mostró perplejidad, pero luego rasgó sus ojos con expresión astuta.

—Otra basura —dijo—. Nunca manda un centavo a casa y ahora es un hombre que se ha hecho rico fabricando esos

fuscas que conduce todo el mundo. Si el hechicero me hubiese dado una pócima decente, ninguna de estas basuras estaría pisando la Madre Tierra.

La chica que estaba junto al hornillo de lata preguntó:

—¿Le damos a

ella? La pasta sólo alcanzó para ocho tortitas.

—Dale la mía —se apresuró a decir Tristão.

—No, tú necesitas de toda tu fuerza —terció Isabel, aunque de hecho estaba por desmayarse de hambre. La ligereza en la cabeza, la salivación incesante…, ¿vivían los pobres todo el tiempo con esas sensaciones? Contó a los que estaban en la chabola y sólo eran seis, incluido el hombre dormido.

Tristão siguió el recorrido de su mirada y leyó sus pensamientos.

—También está la abuela —explicó.

De la maraña de esterillas, bolsas y sombras del sector más alejado de la chabola, se había levantado una colección dulcemente sonriente de harapos y huesos; una anciana demacrada, con una banda de color turquesa envuelta como un turbante, avanzó arrastrando los pies y tocando las paredes de remiendos para orientarse. Sus ojos no tenían iris: era ciega. Su piel estaba agrietada como la tierra negra después de una sequía prolongada.

—¿Es su madre? —preguntó Isabel a Úrsula. Aunque la mujer no le ofrecía el menor estímulo, Isabel se sintió impulsada a acercarse a ella, como potencial instructora en este nuevo arte de ser mujer.

—Mi madre…, yo no tengo ninguna jodida madre —fue la respuesta en un murmullo monótono—. La vieja dice que es la madre de mi madre, allá en Bahía, ¿pero quién puede demostrarlo? Para aquí, no tiene adonde ir, todo el mundo viene aquí y se amontona para que yo lo mantenga con mi coño. Mi pobre coño gastado por basura muerta de hambre como ésta. —Golpeó furiosa el costado de su cuerpo y el hombre que estaba allí colgado se soltó y volvió a quedar de espaldas; los ojos del guiñapo se abrieron un poco, como los de una lagartija cuando chasquea la lengua—. Nada en los bolsillos, salvo los cojones —dijo Úrsula a Isabel y agregó, como si percibiera su necesidad de instrucción—: Siempre tienes que hacerles pagar antes de que te pongan un dedo encima, y por el culo se cobra extra, porque duele.

Con la abuela eran siete. Todavía tenía que haber una tortita de más, calculó Isabel. Ella y Tristão podrían partírsela. Su hambre era como un objeto sólido visto a través del velo transparente de la vida circundante. Las mismas paredes de la chabola, con sus borrosos fragmentos azules de luz diurna, parecían transparentes, al igual que los sonidos de la

favela hormigueante y el rugido del tráfico de Río mucho más abajo, a medida que se intensificaba la luz vertical del sol matutino. En el rincón del que había surgido la abuela con su

torso, otros dos cuerpos —de un hombre y una mujer robustos que ya habían pasado la primera juventud pero aún no eran viejos— se levantaron y salieron a tientas al aire libre por el vano humeante de la abertura, cogiendo cada uno diestramente una tortita del fogón mientras la cruzaban.

Isabel se asombró de la cantidad de gente entre la que había dormido tan profundamente. Estos pobres, como los animales, habían desarrollado una política táctica del espacio. La totalidad de la chabola, ahora que podía calibrar sus dimensiones, no era más grande que el baño principal de la casa de su tío, sin contar su imponente bañera hundida, el inodoro con el asiento acolchado, el bidé a juego, los dos lavamanos contiguos delante de un solo espejo inmenso, los dos grandes botiquines (uno para los medicamentos y otro para los cosméticos abandonados de la tía Luna), la cesta para la ropa, los toalleros, el otro toallero calentado y redondeado en la parte superior como la ventana de una iglesia, la caseta de la ducha de cristal esmerilado y el suelo de mosaicos por el que se bajaba, el armario donde Mafia guardaba pilas de toallas de todos los tamaños…, como mullidos peldaños, pensaba Isabel de pequeña. Cuando creciera, treparía por esos peldaños y se convertiría en un ama de casa como la tía Luna, sólo que con más toallas, y más peluditas, y un marido más apuesto aún que el tío Donaciano.

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