Brasil

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5. El candelero

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El candelero

Se estaba gestando una pelea; Euclides, que en la playa se había mostrado como un amable cachorrito de cara ancha, le insistía ahora a su hermano en que el hecho de que poseyeran a esa chica blanca y rica de alguna manera debía producirles beneficios. Tristão había cogido las dos bolsas de lona, ambas bajo el mismo brazo, para dejar libre la mano derecha, apoyada en el cinturón de los

shorts, cerca de donde Isabel sabía que guardaba la cuchilla de afeitar.

—Es mía, no nuestra —estaba diciendo Tristão—. Le he prometido que no le ocurriría nada malo. Tú me oíste prometérselo.

—Te oí, pero yo no he prometido nada. Me limité a observar cómo apuntalabas este desatino. Afortunadamente para nosotros, ella resultó ser tan tonta como tú. Una simple nota a su padre podría significar millones. Decenas de millones.

—Cuando yo conozca a su padre, nos encontraremos como dos caballeros, no como un ladrón y su víctima, no como un pordiosero y un príncipe.

—Tristão, tú siempre has sido un soñador. Siempre creíste en los espíritus, en los cuentos de hadas, y piensas que tu vida es una historia para ser relatada en otro mundo. Crees que en lo alto hay ángeles tomando nota tras hundir sus plumas en oro líquido. En la realidad no hay nada salvo mugre, hambre y por último la muerte. Comparte al menos el contenido de esas bolsas con tu familia.

—Sólo contienen la ropa de mi mujer. Ahora mi familia es Isabel. Nuestra madre nos llama basura y nos habría matado en su vientre si hubiese sabido cómo hacerlo. En cuanto a ti, te llamé mi hermano, éramos socios en el delito, pero ahora que tengo un tesoro quieres robármelo.

—Oye, escroto fatuo, lo único que quiero es que lo compartas. Haz rica a tu madre para que pueda clausurar su coño.

—Las riquezas no producen ese resultado, insignificante cagarro de rata, avieso bicho rastrero, pejesapo. Nuestra madre es una puta. Prostituirse es lo único que sabe hacer, la prostitución es su felicidad. —Al percibir que Euclides estaba lo bastante enfurecido para atacar, Tristão se atrevió a mirar de reojo a su madre, apenas una fracción de segundo, para ver si la había ofendido.

—Mátalo —dijo la mujer a ninguno en particular con su flotante voz omnipresente, desde su trance de

pinga—. Mataos el uno al otro para así eliminar definitivamente los errores de una negra.

—¿Quiénes somos? —preguntó el hombre adherido a su costado, que al despertar fijó la vista en el cielo raso a través de un atronador dolor de cabeza. Probablemente era otra la pregunta que había querido hacer.

—Huelo a forastero en esta casa —anunció la abuela, en un anticuado portugués impregnado de la Bahía colonial con sus cortesías y barbarismos.

—Siete personas, quedan seis tortitas —anunció la chica del fogón.

—Coge la mía —dijo Úrsula a Isabel—. Mis dientes sólo sirven para beber.

—¡Oh! —exclamó Isabel, sorprendida; la educación señalaba que debía negarse, pero imperativos de más peso ganaron la batalla—. ¡Qué amable! Acepto. Gracias, Úrsula, desde el fondo de mi corazón. —Sólo le llevó un instante comer la tortita de

angu, muy caliente por el contacto con la vieja tapa del bidón de petróleo. ¿Cuándo le había sabido tan bien la comida, tan inmediata en la unión con su esencia, el ardor de sus nervios y sus venas? Dio unos pasos hacia delante y bajó la cremallera de la bolsa más abultada bajo el brazo de Tristão—. A cambio, y en reconocimiento por su hospitalidad, le regalaré algo. —Había decidido enseguida qué le daría a Úrsula: uno de los candeleras de cristal, con lo que quedaría el otro en sus manos como un vínculo, una prenda. Cuando sostuvo el objeto de intrincadas facetas, un rayo de sol, de una brecha en la pared, despidió una escarcha de diversos arco iris que revolotearon como libélulas iridiscentes obedientes a los movimientos de su muñeca y el temblor de sus dedos—. Creo que originariamente es de Suecia, una tierra de nieves y hielos. Le ruego que lo acepte, madre, y que me permita llamarla así, ya que aunque no lo ha sido mía lo es de la persona más querida para mí en este mundo, cuya vida ha quedado indisolublemente unida a la mía.

Ebria, la mujer hundida en la cama vaciló, sus ojos, cuajados ahora, molestos por la brillantez de ese objeto precioso.

—Basura —sentenció finalmente—. Si lo vendemos, la pasma lo rastreará e iremos todos a chirona. Esta chica está tratando de matar a la mamá de su novio.

—Llévelo al negocio de Apollonio de Todi, en Ipanema —sugirió Isabel—. El le pagará su justo valor y lo retendrá para que pueda liberarlo del empeño. Mencione el apellido Leme.

—¿No hueles a gato encerrado, abuela? —preguntó Euclides a la vieja ciega vidente. Agregó, para los demás—: A mi juicio, el orgullo y el engreimiento de mi hermano están cargando de complicaciones a quienes sólo queremos vivir humildemente, sin llamar la atención de los poderosos, sin robar ni prostituirnos más de lo necesario para seguir vivos.

Tristão sacó la cuchilla de afeitar con un chasquido silente y la arrimó a la mejilla ancha y cetrina de su hermano.

—Te mereces otra cara —dijo—, por escupir sobre esta pródiga oferta de mi esposa.

En Brasil, no se dice «esposa» y «marido» después de una pomposa ceremonia legal, sino cuando uno se siente casado con el corazón. Esa sensación ceremoniosa había prendido en Tristão e Isabel después de pasar una noche juntos en la total oscuridad de la chabola de Úrsula.

Euclides dijo con gran cuidado y manteniendo la cara inmóvil:

—No estamos acostumbrados a esos presentes, las bestias como nosotros estamos a salvo en general de las operaciones de la culpa burguesa. Marx dice que una enfermiza filantropía es peor que una saludable opresión directa, que al menos alerta a la clase trabajadora sobre la guerra que existe. Discúlpanos, Isabel, si somos groseros.

—Simula que robaste el candelero —le dijo Isabel, con tono frívolo— si eso satisface tu sentido del honor. —Comprendió que existía rivalidad entre los medio hermanos, y también celos por ella, en parte porque Eudóxia había esquivado a ese miope y filosófico hijo de la pobreza, lo que había quebrado la reciprocidad fraterna—, Euclides, discúlpame por haberte quitado a Tristão.

En la playa parecemos libres, desnudos, ociosos y absolutos, pero de hecho nadie está libre de la costumbre de sus propias circunstancias; todos somos ramitas de algún arbusto, y ganar a una esposa significa perder a un hermano.

—Ahora abrazaos —dijo a los hermanos, y luego sólo a su amado—: Debemos irnos. —A continuación agregó, dirigiéndose a Úrsula—: Guarde mi regalo, si lo prefiere, y encienda una vela para que no volvamos en una noche oscura.

—Hay demasiados coños en Brasil —refunfuñó Úrsula, como si con eso quisiera explicar su pobreza y su vergonzosa disposición a aceptar este pago por su hospitalidad.

Nadie se interpuso cuando salió la pareja, aunque la abuela, enfadada porque no le hacían caso, montó una pequeña conmoción profética.

—Mala suerte, mala suerte —chillaba—. Huelo a mala suerte inminente. Huele a jardín, huele a selva. ¡La vieja selva retorna y se comerá a los pobres! ¡Que Oxalá tenga piedad!

Fuera de la chabola, en un burdo banco sobre la tierra apisonada, entre chorritos lechosos de aguas residuales, la pareja robusta tomaba el sol. Tristão los presentó como primos, quienes en los tiempos gloriosos de Kubitschek habían representado en público el acto sexual en una de las

boîtes del distrito de Lapa, cerca del antiguo acueducto. Dos veces por velada, y tres las noches de los fines de semana, alcanzaban el orgasmo sobre un escenario ferozmente iluminado, ante un público gritón que los aturdía. De pronto, aparentemente, habían envejecido demasiado para que esta proeza fuese interesante a los ojos ajenos y ahora aguardaban allí a que cambiara su fortuna. Su expresión era afable, arrugada, descomprometida, como la de los verduleros en el mercado, expectante y amable aunque sin presionar. Con un estremecimiento interior, Isabel se preguntó si ella y Tristão terminarían igual, desvanecida tanta dicha sexual como un arco iris en el rocío marino. Mientras bajaban de la mano por la empinada ladera, el mar se extendía enorme ante ellos —un peto de metal destellante— y oyeron en derredor, funcionando con electricidad robada, la seductora cháchara confiscada de muchos televisores.

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