Brasil

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9. Brasilia

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Brasilia

Vistas a medianoche desde un avión, las luces de Brasilia trazan precisamente las formas de un avión, con largas alas curvas, sobre la vasta pizarra negra del interior brasileño. La ciudad parece flotar en el vacío como una constelación y luego ladearse, como si rodara hacia el despegue más allá de la propia posición estacionaria en el espacio. Se aterriza en un susurro, como si no se pisara tierra firme. En el aeropuerto el aire es fresco y pulula un gentío que entra y sale, pese a lo tarde que es, porque Brasilia es un lugar donde muy pocos quieren estar aunque muchos deben concurrir.

César dio instrucciones al taxista sobre la forma de llegar al piso del padre de Isabel, en el Eixo Rodoviário Norte, en uno de los grandes bloques verticales donde los mandamases del Gobierno habían fijado su residencia. Los recuerdos de Isabel sobre Brasilia se retrotraían a su infancia, cuando oía a hurtadillas las discusiones del tío Donaciano y su padre sobre la decisión de Kubitschek de cumplir su promesa de la campaña y construir una capital tierra adentro. Es un antiguo sueño brasileño, decía su padre, tan antiguo como el de la independencia, que data de la Inconfidencia Mineira. Entonces que se quede como sueño, había contestado su tío, si todos nuestros sueños se hicieran realidad, el mundo se convertiría en una pesadilla. El rumoreado acontecimiento había hecho que la niña Isabel se sintiera extraña, como si le estuviesen descentrando a tirones el corazón, o como si un terremoto echara su hermoso Río al mar. Luego, aproximadamente un año después, un deslizante y agitado vuelo en un Piper Cub la depositó, con su padre, en medio de montañas de fresca tierra roja donde miles de campesinos pobres del

sertão se deslomaban como esclavos para llevar a cabo un plan inescrutable. Cuando ella y su padre volvieron por segunda vez, había esqueletos de edificios, gigantescos camiones amarillos rugían jactanciosos de un lado a otro en caminos sin pavimentar, y a la forma redondeada y hundida de la catedral le había brotado su corona de espinas de hormigón. Ahora el plan se había cumplido, la pétrea capital estaba construida, como una bella estatua que aún aguarda a que le insuflen vida. El espacio negro del

sertão, la profunda calma de la noche inhumana aún presidía, por debajo y por encima de las luces esquemáticas, el deslumbrante diagrama de una pizarra.

Los guardias de seguridad del edificio de pisos estaban advertidos de la llegada de Isabel, pues ambos —bajos, de mejillas altas, enjutos y fuertes como

caboclos— estaban despiertos y ataviados con pulcros uniformes de color oliva. No obstante, César insistió en acompañar a Isabel en el ascensor y subir hasta el piso donde el amplio apartamento extendía sus alas como una miniatura de la ciudad. Mientras la entregaba junto con su equipaje al alto sirviente encorvado que los recibió en la puerta, César llevó a sus labios la blanca mano de ella y le besó el dorso de los dedos, encrespados y fríos a causa del resentimiento.

—Ahora haga lo que dice su papá —le aconsejó afectuosamente—. Brasil tiene pocos líderes; los portugueses no trajeron al Nuevo Mundo la misma disciplina y austeridad que los españoles. Si nosotros no fuimos tan crueles como ellos, sino solamente brutales, se debió a que éramos demasiado holgazanes para tener ideología. La Iglesia fue demasiado indulgente y hasta los conventos eran burdeles.

Esta era la síntesis, a la manera de un profesor al que ya no le queda tiempo, de la lección que le había dado en el avión. César era en gran medida un autodidacta: se había impuesto a sí mismo la obligación de leer como mínimo un libro por semana y había aprendido por su cuenta los conocimientos suficientes para leer en español, francés e inglés. El alemán todavía le resultaba un tanto denso. Abrigaba la esperanza, cuando acabaran sus días de coacción y asesinato («Este es un oficio para hombres jóvenes, señorita; cuando uno envejece se vuelve demasiado tolerante»), de comprar una limusina y hacerse guía de turismo. No sólo en las ciudades, claro, donde lo único que interesa a los hombres de negocios que las visitan es encontrar una erótica mulata, sino también en el campo, donde las viudas ricas y las maestras canadienses querrían visitar las poblaciones de los libros ilustrados como Ouro Prêto y Olinda, impregnadas de historia colonial, y las iglesias del siglo XVIII con sus tallas de Aleijadinho hechas con esteatita. («Un enano y un tullido, señorita, y su madre una esclava negra, ¿quién ha dicho que un buen hombre no puede salir adelante en Brasil?»). Y por supuesto el fabuloso Amazonas, la ópera más famosa del mundo, en Manaus y su misma vastedad, que se convertirá en una atracción turística por derecho propio a medida que el mundo vaya quedándose sin espacio. Sólo Siberia y el Sahara pueden rivalizar con la extensión brasileña, pero sus climas son espantosos. Por eso el Gobierno, en su sabiduría, ha emplazado Brasilia y sus caminos pujantes a través de la selva virgen. («Los caminos significan progreso, señorita, y el que sea capaz de andar por ellos es un hombre del futuro»).

Con toda esta falsa paternidad resonando en sus oídos, que todavía seguían tapados por la altitud durante el vuelo, Isabel fue a acostarse en la cámara del extremo de un largo pasillo ligeramente curvo. La habitación, amueblada con una cama angosta y un escritorio desnudo, era «suya», aunque en sus dieciocho años no había pasado más de un centenar de noches allí. Su padre, que ese mismo día había vuelto de Dublín, estaba durmiendo, naturalmente. Isabel lo imaginó, inmóvil como un muñeco con su antifaz negro para protegerse los ojos de la claridad. Años de viajes en

jet le habían enseñado a dormir a voluntad. Esperaba conversar con su hija por la mañana, durante el desayuno a las nueve y media, explicó el sirviente alto, un

pardo cuya tez contenía un lúgubre matiz verde. Una morena rolliza con el almidonado uniforme azul de criada, probablemente la esposa del sirviente, preguntó si la

senhora necesitaba algo: un

vitamina, una píldora para dormir, otra manta. La pareja —él delgado y ella gorda, ambos obsequiosos pero alertas— recordó a Isabel a los traidores Chiquinho y Polidora; con un gesto de cansancio los despidió, pues quería estar a solas con su pena, saborear su amargura y evaluar sus límites.

Percibió que su rebelión le había ganado nuevo respeto y consideración por parte de quienes detentaban el poder sobre su vida. Así delataban las autoridades mundiales su fragilidad y cobardía básicas, reflexionó, mientras se deslizaba desnuda en el recatado lecho virginal. Estaba demasiado fatigada para buscar un camisón en el equipaje. Sintió su desnudez como un desafío a la ciudad rectilínea que la rodeaba, la prisión del corazón brasileño, y como un reencuentro de su cuerpo con la negrura de Tristão. Quiso rezar por la seguridad de su amado, pero al pensar en un dios sólo podía pensar en él, en la mirada negra de anhelo y dominio potencial con que Tristão la había amarrado en la playa radiante la primera vez.

Su padre, que se llamaba Salomão, era mayor y más fuerte que el tío Donaciano, aunque más bajo, con la frente abultada e inclinada hacia delante ansiosamente desde su calva incipiente, como si él mismo se estuviera disolviendo. Para desayunar se había puesto un batín de seda marrón encima de los pantalones a rayas grises, y pantuflas sobre calcetines acanalados negros que pronto quedarían envueltos en los angostos zapatos lustrosos de diplomático y político. Isabel percibió que ella sólo era una cita en su agenda del día, a la que seguirían otras. Salomão ya estaba absorto en la pila de periódicos en diversos idiomas que habían colocado junto a su plato; se levantó para saludarla con aire de haber sido interrumpido.

—Mi hermosa niña errante —dijo, como si consignara el tema de la reunión.

El hombre concedió a cada una de sus mejillas y luego a sus labios un beso cuya frialdad le había parecido a Isabel, desde la infancia, teñida —como equipaje almacenado en la bodega sin calefacción de un avión— con la frialdad extraterrestre de la estratosfera. En sus recuerdos, siempre se había acercado a ella desde una gran distancia global; el piso, aunque tan amplio lateralmente como para que nunca (a diferencia del apartamento del tío Donaciano) pareciese abarrotado de objetos, abundaba en recuerdos de sus viajes y cargos: una

tang-ka tibetana de más de medio metro cuadrado, con su árbol cósmico de líneas de pintura dorada en forma de telaraña sobre un fondo verde y morado anterior a la Creación, colgaba detrás de una

coiffeuse Luis XV taraceada que sustentaba un jarrón Ch’ing

famille-noire y la figura de un antepasado de los dogon en madera, originario de Malí. El apartamento carioca de techos altos del tío Donaciano contenía grandes y ásperos lienzos abstractos según la moda en curso; su padre prefería pequeñas estampas de escenas y edificios históricos, o grabados japoneses bicromáticos cuya formal composición desmentía la violencia de los temas.

Salomão se sentó frente a ella en la mesa baja, con damasquinados que formaban un tablero de ajedrez de tamaño descomunal. Abrió la sesión:

—Espero que hayas dormido bien.

Isabel notó que su padre estaba decidido a brindarle todo el respeto y la atención que habría recibido un colega diplomático; no obstante, sus ojos saltaban nerviosos al periódico de arriba de la pila cuyos titulares mencionaban disturbios, guerras tácticas y revoluciones inminentes de un lado a otro del globo.

—Me quedé dormida enseguida, padre, dado que estaba exhausta por el viaje que me obligó a hacer tu secuaz. Pero desperté a las cuatro de la madrugada sin saber dónde estaba, y luego me aterroricé al comprender que no podía salir, que me mantenían cautiva. Estuve en un tris de gritar, presa del pánico, pensé en saltar desde mi cuarto para matarme, pero las ventanas modernistas no se abren, por supuesto. —Isabel mordió su tajada de melón dulce en forma de luna nueva tras haber consumido un panecillo con mantequilla y tres lonchas crujientes de beicon: ya no tenía el apetito de pajarito de una virgen.

—¿Y permaneciste despierta? —preguntó su padre.

—No —confesó ella con tono hosco—. Volví a quedarme dormida un par de horas.

—Bien —dijo él con tono triunfal y volvió a echar un vistazo al periódico—, ocurre que nos adaptamos rápido a las circunstancias, tan rápido que el espíritu piensa que el cuerpo es un traidor.

—Me quedé dormida imaginando que estaba otra vez entre los brazos de mi marido, en el sitio que me corresponde.

—En la misma medida en que también es tu sitio el Hotel Amour, despilfarrando dinero y corrompiendo al botones. Has tenido unas pequeñas vacaciones, mi querida Isabel, y yo me he visto obligado a devolverte a la vida real.

Isabel casi lamentó observar que Salomão hablaba con cierta delicadeza indecisa, desviando la vista como una flecha para captar otro titular, y echaba los labios hacia atrás al final de las oraciones, exhibiendo unos pequeños y redondos dientes infantiles, amarillos por la edad. Su padre, se atrevió a comprender Isabel por primera vez en su vida, había sido un chico menudo y delicado, fácil de amedrentar, pedante en sus planes de revancha. El poder mundanal, que estaba demostrando ser hueco, era su revancha.

—No puede decirse que Brasilia sea la vida real —replicó Isabel—, ni que tú hayas sido un padre real para mí. A mis ojos siempre has sido una estrella brumosa e inabordable, que quizá sea lo que debe ser un padre, pero ahora debe permitírseme trasladar mis afectos a un hombre que ha irrumpido en mí como el sol.

Los delgados párpados de Salomão aletearon dolorosamente. Con el tiempo había adquirido un tic en la transparente piel azulina debajo de un ojo y una palpitación en el hueco de la sien. Su mirada, cuando lograba levantarla del periódico y fijarla en el rostro de la hija, tenía algo de la abultada pesadez de su frente pálida. En comparación con Tristão, su padre parecía informe: la piel fina e incolora como si se hubiera interrumpido su desarrollo, los ojos de un débil color gris azulenco y húmedo, el cráneo no cubierto con un casco impenetrable de apretados rizos grasos sino con lacios mechones paralelos que permitían ver el cuero cabelludo infantil, el cuerpo, cuadrado y sin cuello, amoldado sólo a estar sentado. Pero hablaba con imperturbable precisión y autoridad, como si toda su hombría se le hubiese ido a la voz.

—¿Recuerdas tu visita al Othon Palace y a la señora que nos acompañaba? —le preguntó.

—Trató de ser una madre para mí y su actitud me hirió. Era un intento falso.

—También yo sentí la falsedad de su intento por congraciarse con mi hija y eso contribuyó a poner fin a nuestro idilio. A una mujer puede perdonársele cualquier cosa salvo la torpeza, que se queda aferrada en la mente.

Isabel tuvo la impresión de que el portugués de su padre, comparado con el de Tristão o el del tío Donaciano, poseía una neutralidad insulsa. Conocía tantos idiomas que su mente siempre estaba traduciendo: su lengua no tenía patria.

—Ella había sido una revelación para mí —continuó Salomão—. Habían pasado cuatro años desde la muerte de tu querida madre y con excepción de visitas periódicas a las

raparigas, exclusivamente por una cuestión de higiene física, yo había vivido casto, primero por la decente observancia del luto y luego por costumbre. Eulália, así se llamaba por si lo has olvidado, me transformó en lo que yo nunca había sido con tu madre pese a todas sus virtudes: un hombre sensual. Por primera vez comprendí que la antigua Iglesia tenía razón y que los protestantes y platónicos se equivocaban:

somos nuestros cuerpos y la resurrección es la única respuesta. Eulália me resucitó. Ella me

creó, del mismo modo que tú sientes que ese muchacho te ha creado. La triste verdad es que te ha explotado, ha explotado tu inocencia sexual, tu aburrimiento burgués, tu idealismo juvenil, tu romanticismo brasileño. Eulália me explotó de la misma manera: mi frágil virilidad fácilmente halagada, mis acostumbrados hábitos de cohabitación, la dependencia de las mujeres que desarrolla un hijo delicado. Sólo cuando vi que intentaba seducir a mi hija de ocho años, fracasando torpemente por sobreactuación, empecé a despertar…, porque el amor es un sueño, Isabel, como sabe cualquiera salvo el soñador. Es la anestesia que emplea la naturaleza para extraemos hijos. Y cuando, como en el caso de tu inefable madre, la operación resulta fatal, ¿qué hace la naturaleza? Se encoge de hombros y se aleja tan campante. A la naturaleza, querida mía, nada de nosotros le importa, y por ende debemos cuidarnos de nosotros mismos. No tirarás tu vida por la borda en función de un barriobajero. Nunca volverás a ver a Tristão. Te quedarás viviendo conmigo en Brasilia, todos los días estarás en casa a medianoche; estudiarás en la universidad, que está a pocas manzanas de distancia. Desde que nuestro nuevo gobierno se vio obligado a cerrarla en 1965 para limpiar de radicales indeseables tanto al claustro como al cuerpo estudiantil, su programa de estudios puede ser mediocre en su especificidad, pero es sólido en sus valores de conjunto. Las protestas y el nihilismo se mantienen en un nivel mínimo…, media un abismo entre esta casa de estudios y los semilleros de anarquía y sedición de las ciudades costeras. Hasta es posible que en una de tus clases conozcas al hijo de un general encantador.

—¿Y si me niego? ¿Y si me fugo?

Su padre levantó sonriente la húmeda mirada pendular, como si el surtido de vasos y platos del desayuno entre ambos fuesen piezas de ajedrez y él le estuviera dando jaque mate.

—En tal caso ese Tristão, a quien ahora estamos en condiciones de identificar y rastrear, puede desaparecer indoloramente. Ni siquiera su madre, tengo entendido, molestará a las autoridades. Es una madre desnaturalizada, aunque tal vez deberíamos decir que es demasiado natural. Ángel mío, sería como si tú y sólo tú hubieses soñado su existencia. —Sus labios sonrientes no eran rubicundos como los del tío Donaciano, sino claros, como la piel que asomaba a través de sus cabellos raleantes, y se veían más blancos aún por el azúcar en polvo que coronaba el buñuelo frito al que había dado un mordisco sorprendentemente ávido mientras bajaba la mirada hacia los periódicos.

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