Brasil

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11. La fábrica

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La fábrica

Entretanto, gracias a presiones diplomáticas de arriba, Tristão había conseguido trabajo en una fábrica de

fuscas. Los coches, pequeños «escarabajos» Volkswagen pintados en matices tabaco y marrón por lo que eran denominados

fuscas en Brasil, eran fabricados en una barraca gigantesca cuyo extremo septentrional, a la manera de una boca hambrienta, ingería piezas Volkswagen, y cuyo extremo meridional, como un ano infatigable, excretaba los

fuscas acabados. Dentro, bajo un techo plano de acero apuntalado por travesaños diagonales, y estrepitosas vías para el transporte de componentes pesados como motores y chasis, el ruido del montaje era tan incesante que Tristão temía perder no sólo el oído para la música forró, sino toda capacidad para gozar de la vida: las máquinas convertían en máquinas a los hombres.

La primera tarea que le asignaron consistía en barrer y recoger tornillos sueltos, envases de comida de espuma de estireno, trocitos de metal y derrames de aceite, las pegajosas secreciones de una colosal bestia industrial. Luego fue ascendido al puesto de empernador diestro, al principio de los pernos de retención de cojinetes para las placas del freno trasero (dieciséis milímetros que alcanzaban un momento de tensión de trece metros por quinientos gramos) y luego, al principio del segundo año en la fábrica, de pernos para montar motores, de diecisiete milímetros de diámetro y que alcanzaban un momento de tensión de solamente seis y medio. El momento de tensión inferior y el ángulo más accesible reducían el dolor en la base del cuello y debajo del omóplato derecho al final de una jornada de ocho horas. De noche, acostado y dispuesto a dormir, tenía la impresión de que alguien sondeaba ese punto con una lezna; lentamente, los músculos competentes se compensaban y el dolor pasaba. Le maravillaba el aspecto de sus manos, en las que cada pequeño músculo se había desarrollado hasta el punto de abultar, y había un bloque de callos en la palma, donde se asentaba la llave inglesa de torsión.

El segundo año, su compañero de sujeción de pernos, Oscar, era un

cafuzo zurdo y bondadoso de Maranhão. Como funcionaban todo el día simétricamente, haciendo girar y ajustando los seis pernos (cuatro principales y dos secundarios) que sujetaban el pequeño y valiente motor a la abrazadera del compartimiento del

fusca, la cara ancha y chata de Oscar —en la que los genes traídos de África en barcos de esclavos se encontraban con genes asiáticos transportados a pie desde Siberia hasta el abrasador Amazonas— acabó por serle más conocida a Tristão que la propia. Cuando se miraba en el espejo empañado del servicio de los obreros, el rostro que encontraba parecía un espejismo, un error: demasiado oscuro, de frente demasiado ancha, labios demasiado gruesos, mirada excesivamente intensa. Oscar tenía un ancho hueco entre sus dos incisivos, por lo que en el espejo los suyos le parecían a Tristão dolorosamente calzados, tan acostumbrado estaba al hueco en la sonrisa picara y sociable de su compañero.

Algunas veces, para entretener el aburrimiento, ponían los pernos al revés, y si los trabajadores que les seguían en la cadena de montaje —los que hacían las conexiones de cables y mangueras— cooperaban en la broma, el pequeño y resistente automóvil, en el extremo meridional de la fábrica, se propulsaba a sí mismo y a su conductor los pocos cientos de metros que los separaban del aparcamiento donde se preparaba el transporte. La máquina Volkswagen tenía un gran corazón, explicaba Oscar, diseñado por un famoso hechicero llamado Hitler para llevar a las masas alemanas a un lugar denominado Valhalla.

De haberse descubierto su travesura, Tristão y Oscar habrían sido despedidos y encarcelados por sabotaje. Bajo el gobierno militar, el vocabulario de los tiempos de guerra coloreaba el lenguaje del Estado. Tristão habría recibido con los brazos abiertos una liberación de su trabajo pero le asustaba la cárcel, pues lo apartaría más aún de Isabel. Todavía no había renunciado a su sueño de amor. Pero tampoco él había vivido en castidad: el barrio de Chiquinho, intercomunicado por niños vagabundos, proporcionaba una serie de hermanas mayores bien dispuestas, e incluso en la fábrica —pese al tiránico rigor de los reglamentos que perpetraban en connivencia el Gobierno y los

sindicatos— podían hacerse e incluso consumarse contactos durante los descansos del café y el trayecto a los servicios. Sin embargo su alma, el órgano espiritual donde su vida clamaba por su estado eterno, permanecía casta.

Virgilio, el pistolero más delgado y joven, lo había vigilado de cerca al principio; lo esperaba en la puerta de la fábrica a la salida del trabajo, lo acompañaba en las pequeñas recreaciones nocturnas y dormía en la misma habitación, con su catre atravesado en la puerta. Pero durante las largas horas que pasaba Tristão en la planta, Virgilio se había integrado en un equipo de fútbol de Moóca, los Tiradentes. De vez en cuando los entrenamientos se prolongaban hasta última hora de la tarde y los partidos como visitantes lo obligaban a ausentarse hasta bien entrada la noche, más adelante durante toda la noche, y después varias noches seguidas. Chiquinho, Polidora y Tristão calculaban que se había enredado con una mujer, dado que había muchas desfachatadas ansiosas por vincularse con una estrella del fútbol, por no hablar de un futbolista que portaba un arma…, o que los poderosos en las sombras, los Peces Gordos, le habían asignado un caso más urgente.

Pero Chiquinho advirtió a Tristão:

—No creas, hermano, que porque Virgilio no cumpla con su deber puedes escapar en pos de tu delirio romántico. Los Peces Gordos saben dónde vivo y si escapas a su vigilancia se vengarán conmigo y mi inocente familia. Podrían arrojar en mi patio a la pequeña Esperanza o al pequeño Pacheco con el cuello cortado. Toda una banda podría raptar y violar a Polidora. No hablo por mí mismo: apelo a tu decencia como tío y como cuñado.

—¿Dónde estaba tu decencia como hermano, hermano mío, cuando me entregaste a las manos de mis enemigos?

Chiquinho agitó tontamente sus brazos de un marrón gredoso, negando las palabras de Tristão con sus ademanes.

—Cualquier enemigo de tu locura es amigo mío. Actué para salvarte de la obsesión sexual, por solicitud de nuestra bendita madre.

Tristão rió ante tan absurdo embuste.

—Mi madre le cogió cariño a Isabel.

—No es así…, la detesta como miembro de la clase opresora, y para colmo condescendiente. Ese cariño sólo corre en una dirección, sobre la base de una pervertida psicología de la clase alta. Observé a la chica cuando estuvo aquí; era intrépida como sólo pueden serlo los inalcanzablemente ricos. Los reaccionarios, al menos, respetan a los pobres lo suficiente como para temerles. Pero olvida a ese bomboncito rubio, como sin la menor duda te ha olvidado ella. ¿Acaso Polidora y yo no te damos de comer un día tras otro? ¿Acaso ahora no eres más rico que cuando viniste, hace dos años? Hoy cuentas con un oficio rentable y con ahorros en el banco, en una economía que goza de un crecimiento sin precedentes: ¡más del diez por ciento anual!

A Tristão le extrañó que su hermano, al igual que él hijo de una madre negra, voceara tan seriamente los beneficios de la clase dirigente blanca. Nos esclavizamos a nosotros mismos por mendrugos, por la mera imagen y el rumor de unos mendrugos. Tristão, incluso mientras se sometía al nuevo

abraço de lealtad fraterna, estaba resolviendo la fuga.

Fue al banco y retiró sus cruceiros, suficientes para varias semanas si vivía modestamente y viajaba en los medios de transporte más baratos. Una noche en que Virgilio se encontraba en Espíritu Santo jugando unas semifinales regionales, Tristão aguardó a que se acallaran los sonidos de los críos irritables que se resistían a dormir al otro lado de la pared de su celda con barrotes, y a que se redujera el murmullo de Chiquinho y Polidora procesando los acontecimientos del día —los cotilleos del barrio, las dificultades profesionales de él como jefe del equipo de limpieza del laboratorio— hasta convertirse en suspiros y ronquidos mezclados. A Tristão le había resultado interesante observar, después del caos empapado en

cachaça y la mugre de la chabola de su madre, a un matrimonio de la clase media baja con aspiraciones. Chiquinho y Polidora le daban la impresión de dos seres agachados que bajaban un estrecho pasillo con la pintura desconchada y las paredes chorreantes, golpeándose la cabeza cada vez que intentaban enderezarse, sin llegar nunca a la inmensa estancia que imaginaban, con su techo alto y aireado y sus grandes ventanas abiertas al panorama del mundo. En cambio, sólo podían arrastrarse juntos y temerosos bajo bombillas parpadeantes, mientras sus huesos se volvían quebradizos, se les arrugaba la piel y se les caía el pelo. En cuanto volviera a reunirse con Isabel, Tristão quedaría exento para siempre de esa muerte en vida: ella era su vida eterna.

La pared cercana a su cabeza vibraba ahora con el sonido de respiraciones inconscientes. El caserío circundante a la casita guardaba silencio salvo por los gemidos de gatos copulando y el zumbido de la electricidad robada en los transformadores instalados ilegalmente. Sigiloso, descalzo sobre las baldosas, con unos

shorts viejos y la camiseta en la que se leía LONE STAR —prendas que usaba como pijama—, guardó toda su ropa y sus ínfimas pertenencias en una flamante mochila de lona anaranjada luminosa, que había comprado y escondido bajo su cama. Quería ocultarla debajo de una palmera atrofiada que crecía en una esquina del diminuto terreno de Chiquinho, cuyos gelatinosos frutos color naranja y las ramas anchas y bajas serían cómplices ideales de su secreto. Se marcharía a la fábrica de

fuscas por la mañana temprano, mientras los niños todavía importunaban a Polidora con su desayuno como minúsculos tiburones que arrancan a mordiscos la carne de un gran tiburón agonizante, y su hermano se daba la obligada ducha matinal, dado que hasta una mota de caspa podía hacer estragos en los chips de computación. Sin ser visto, recuperaría la mochila del rincón, se la echaría a la espalda y partiría hacia Brasilia; el dinero que había sacado del banco estaba apretado en el interior de la mochila; ahora, en plena noche, salió para ocultarla debajo de la pequeña palmera.

Pero su hermano no estaba dormido, pues en cuanto chasqueó la puerta de tela metálica con el dibujo abarquillado a imitación de mimbres entretejidos, Chiquinho —una sombra gris desnuda salvo los calzoncillos— apareció a su lado en el pequeño porche de cemento. Había rodeado la casa desde la puerta trasera y su mano, sobre el brazo de Tristão, era como una de las garras metálicas que levantaban piezas grandes en la fábrica.

—No puedes marcharte.

—¿Por qué?

—Polidora y yo necesitamos lo que los Peces Gordos nos pagan por ti. Tu partida nos hará caer en desgracia y será nuestra deshonra.

—Tú ya te has deshonrado aceptando dinero de los secuestradores de tu hermano.

—¿De dónde puede salir el dinero en Brasil salvo del bolsillo de los

poderosos? Te matarán por contradecirlos.

—Morir no es lo peor que puede ocurrirle al hombre. Lo peor es vivir de rodillas. Para mí, la vida sin Isabel no es vida.

—Sin duda ya te ha olvidado.

—En tal caso, sabré más que ahora.

—Los Peces Gordos me echarán la culpa. Se vengarán con mi familia.

—Ya hemos mantenido esta conversación.

Sus voces eran apremiantes pero bajas entre los gemidos de los gatos. Para no despertar a la familia que dormía en el interior de la casa, los hermanos se habían trasladado al terrenito de hierba pisoteada y tierra roja apisonada, llena de los juguetes baratos de plástico de Esperanza y Pacheco. La mano de Chiquinho, como un grillete, no se había movido del brazo de Tristão. Este se movió para liberarse, aunque todavía suavemente.

—Diles que no tuviste más remedio que dejarme marchar —aconsejó a su hermano—. Es la pura verdad; no era tu obligación retenerme, sino la de Virgilio.

—La verdad no sirve de nada para hombres como nosotros. Matan a mucha gente en Brasil por decir la verdad.

A la luz de la farola, la cara de Chiquinho, artificialmente adelantada para que se oyera su murmullo, tenía el color del metal pulido, rígidamente empernada en su fanático interés personal. Pero esa grandilocuencia de «hombres como nosotros», ¿qué tenía que ver con Tristão y su necesidad de Isabel…, su blanca beldad que se deslizaba a través de una habitación en penumbras como un aceite viscoso, con las dos valvas lubricadas dando la bienvenida a su doliente ñame? Intentó liberar el brazo, ahora con más fuerza. Empezaron a luchar con gruñidos silenciados en el terrenito de hierba pisoteada, cerca de la calle desierta iluminada de azul. La mochila cargada era un estorbo, y en su pánico financiero Chiquinho tenía la fuerza huesuda de un demonio. Pero los músculos de Tristão, endurecidos tras dos años de atornillar pernos en una pauta repetitiva que se le imponía como una plantilla incluso en los ritmos del sueño, tensaron y retorcieron el brazo frágil de su hermano con la mano libre hasta que éste gimió y retrocedió. Pero Chiquinho mantuvo la posición de combate con los largos brazos extendidos como los de un cangrejo playero apoyado en la cola para defenderse, y habría arremetido otra vez de no haberse materializado en los dedos de Tristão la cuchilla de un solo filo con el blasón de Gem. Siempre la guardaba en los

shorts a la noche, por si Virgilio volvía del fútbol —tal como había ocurrido una o dos veces después de perder un partido— borracho, petulante y agresivo. Le llevó una fracción de segundo pescar la Gem con dos dedos rápidos y delgados. La hoja lo convirtió en otro animal, con un solo tentáculo ondulante.

—Cuidado —advirtió, blandiendo lentamente el tentáculo bajo la luz para que su hermano viese el filo destellante.

Tristão se sentía mágicamente concentrado en ese inmisericorde borde filoso, como cuando dos años atrás las pistolas grises de los dos mercenarios habían redibujado la sala de la casita suburbana, volviendo a trazar sus líneas.

Dejó caer al suelo la mochila con su surtido de correas. Mientras Chiquinho fijaba los ojos en la hoja brillante que oscilaba levemente, Tristão le aferró el cuello flaco con la otra mano, para mantener quieta su cabeza, y le apoyó el borde contra la mejilla. Con movimientos tensos y bien calibrados, dejó que el extremo superior de la hoja hincara la piel y luego hizo bajar el borde por la carne gredosa hacia donde los pelos del bigote de un día formaban su sombra de púas. El tajo, de unos cinco centímetros de longitud, saltó suavemente, emitiendo una delgada lámina roja; algo raspó en la sequedad de la garganta de Chiquinho. Su nuez trató de abrirse paso alrededor del firme apretón del medio hermano. Tristão pasó la hoja ante la mirada hipnotizada de Chiquinho como si fuera a trasladarla a la otra mejilla, pero interpretó un brillo de pacificación en sus ojos.

—Enséñales esto a los Peces Gordos para demostrar que te resististe —sugirió Tristão—. En realidad te he hecho un favor a cambio de los muchos que me hiciste tú.

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