Brasil

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15. Goiás

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Goiás

El autocar era una caja traqueteante y crujiente cuya pintura verde lima estaba cubierta casi totalmente de polvo rojo y barro seco. Al principio iba lleno, pero fue vaciándose rápidamente a medida que se alejaban de la frágil modernidad de Brasilia y el cinturón suburbial de chabolas desarrollado durante su atropellada construcción que, contradiciendo todos los planes, nunca se había dispersado. Pronto quedaron pocos pasajeros; ya habían dejado atrás el Distrito Federal y se encontraron en el verdadero campo, campo cerrado, con ondulantes haciendas quebradas por ralos montes bajos y tierras extensas que iban amarronándose en el segundo mes de la estación seca. Con sus nuevos conocimientos de botánica, Isabel identificó tabaco y judías, algodón y maíz. Los tallos cosechados se veían desolados; en el paisaje rural existe una melancolía, una estupidez que entumeció los corazones urbanizados de la joven pareja…, una bostezante repetitividad, como la de alguien que sólo conoce unas pocas palabras pero no puede dejar de hablar. Donde no había campos, dispersiones de ganado vacuno negro, apenas diferenciable de los apiñamientos de arbustos espinosos, salpicaban una sabana agostada y sin vallas que se extendía hacia azulinas cumbres montañosas. Tal vez antaño la tierra había sido más productiva; la ruta atravesaba poblaciones vacías como jarras agrietadas, con mansiones desmoronadas de cuyos jardines tapiados se habían apropiado los matorrales silvestres.

Los enamorados iban de la mano, manos pegajosas por el creciente calor, y cabeceaban alternativamente. Tristão había pasado la noche tendido en un banco de la terminal, temeroso de que le robaran, con los brazos entrelazados a las correas de la mochila, el fajo de cruceiros apretado contra el bajo vientre, detrás del bolsillo de los

shorts donde la cuchilla aguardaba a ser desenfundada. Las luces brillaban en la terminal que un pequeño grupo local parecía usar como club, golpeando fichas de dominó y chillando al tirar los dados en el juego del bozo. Tristão había dormido a intervalos de diez minutos y se despertaba cuando las correas interrumpían la circulación en sus brazos. En su lúgubre cuarto del extremo del pasillo suavemente curvado, Isabel había permanecido despierta, atenta al momento en que el alto sirviente delgado y su gorda mujer conciliasen el sueño. Tenía la vista clavada en los ángulos de la habitación que había adornado con los

posters, discos y libros de estudiante universitaria; los anchos lomos de los libros le devolvían la mirada bajo la luz de la luna, reprochándole su deserción. A las cinco se levantó, llenó furtivamente dos maletas azules y bajó por el pasillo confiando en que el vigilante de seguridad del vestíbulo estuviese dormido detrás de su escritorio. En la calle, con sus dos maletas pesadas, tenía el aspecto de cualquier emigrante a la capital con la esperanza de encontrar trabajo en la administración pública, y no el de una chica privilegiada en plena fuga. Fue en taxi hasta la terminal, donde compartió con Tristão un desayuno barato compuesto por café,

pupunha, pan y queso. Esta vez se prometieron, como pareja, que serían más ahorrativos que en São Paulo.

El autocar los despertó de un salto cuando crujió y traqueteó hasta parar en una ciudad donde la única iglesia lucía su solitaria cruz desolada en lo alto de una fachada decorada con falsas volutas, sobre cuya horizontal gesticulaban santos de piedra desconchados. El escaparate de la tienducha contigua a la parada no tenía ningún póster nuevo y solamente mostraba una cobertura de viejos y desteñidos carteles de color pastel; la única señal de comercio era una arpía que vendía panochas asadas sobre un brasero de carbón, en un ángulo de sol ardiente junto a una pared encalada. Llevaba un vestido sucio con la parte de arriba de encaje y sin espalda, pero sobre la cabeza tenía un sombrero de plástico con una visera que llevaba el nombre de una cerveza, Brahma. Las techumbres de tejas arcillosas de la población estaban agrietadas y torcidas por el peso del cielo indiferente, de un azul tan crudo como el de pintura recién aplicada.

A medida que se internaban tierra adentro experimentaban la sensación de retroceder en el tiempo. Cada vez menos coches se disputaban con el autocar el estrecho camino. Hombres y mujeres avanzaban por el arcén montados en burros con pestañas tan largas como las de las muñecas. Los coches presentaban la silueta cuadrada, con estribos y parachoques arqueados en dos dimensiones, de una era pretérita, antes de que Brasil tuviese su propia industria automotriz, cuando todos los automóviles, con muchos kilómetros encima y muchas veces reparados, llegaban usados de Estados Unidos. No muy lejos, un camión con los laterales de tablillas esparcía un penacho cada vez más amplio de polvo ocre, y los vaqueiros ataviados en cuero se fusionaban polvorientos con sus caballos y rebaños. El paisaje propiamente dicho, donde los campos con alambradas no interrumpían las ondulantes y secas altiplanicies, era semejante a un pellejo de animal leonado, que repelía los arañazos y el agua, lleno de cicatrices y pálidas partes desgastadas. Tristão e Isabel se asomaron ansiosos a las monótonas vistas de Goiás pero poco después, con los ojos irritados, volvieron la atención hacia sí mismos. Sus estómagos protestaban de hambre y de miedo a lo que habían asumido.

—Todo está ocupado por el ganado y sus propietarios —observó Tristão—. No veo un lugar para nosotros pese a la vastedad de estas tierras.

—Sólo hemos recorrido unos pocos kilómetros —lo tranquilizó Isabel—. Brasil es infinito y ofrece infinitas oportunidades.

Pero en la ciudad de Goiânia, a la que llegaron en seis horas, una geometría implacable de plano callejero —calles circulares, numeradas y sin nombre— fue devolviéndolos a la terminal de autocares de la Avenida Anhanguera. El sueño y las comidas irregulares estaban afectando a Tristão. Isabel había guardado gran parte de su ropa y sus tesoros en las dos maletas azules, que llevaba él, lo que aumentaba el dolor de espalda provocado por la mochila anaranjada, que parecía una joya pesada colgada de su cuello. En la calle, cobrizos peones de campo embotados por la cachaba miraban fijamente a una chica tan blanca con un hombre tan negro. La sangre india aumentaba lejos de la costa. Tristão se sentía llamativo; Goiânia —otro diseño abstracto impuesto por planificadores a un vacío que no ofrecía resistencia— le resultaba tan semejante a Brasilia, que el padre de Isabel le parecía peligrosamente cercano. Los jóvenes enamorados estaban hambrientos, pero los restaurantes a los que se aproximaban los ahuyentaban con estallidos de groseras risas masculinas en el interior, el rechinar de espuelas sobre suelos de madera y vaharadas de olores penetrantes de carne a la parrilla y

pinga barata. Por fin descubrieron, en la Avenida Presidente Vargas, el Restaurante Dourado, especializado en pescados de los ríos y lagos cercanos. El patrón era un ucraniano calvo y con varios dientes de acero que se encariñó con sus nuevos clientes, exóticos como él. El pez

dourado es especialmente sabroso, les dijo, con una salsa de puré de banana mezclada con cebolla gratinada y cáscara de limón. De postre les recomendó el raro fruto

mari-mari, y estuvo sentado a la mesa de ellos el tiempo suficiente para explicarles cómo había llegado allí. Su historia era enmarañada y tenía que ver con una vieja guerra: lo habían capturado los invasores alemanes y se había visto obligado a alistarse en las tropas especiales que guarnecían unos campos de prisioneros de oscuro propósito. Huyó cuando los rusos invadieron Polonia, pues sabía que lo ejecutarían como traidor y criminal de guerra.

—Había sido testigo de demasiados sucesos de la historia —comentó. Luego encontró la forma de llegar a Brasil—. Este es un país feliz —les dijo—. Tiene los bolsillos hondos y poca memoria. —Cuando rió, sus dientes desiguales centellearon como un cajón lleno de cuchillos.

Ya sin hambre y con la vitalidad reafirmada, Tristão e Isabel caminaron hasta una tienda de una calle curvada, la Rúa 82, donde compraron botas vaqueras para los dos, puntiagudas y con complicadas puntadas. Interpretaron como un buen augurio el hospitalario restaurante, por lo que abordaron un autocar nocturno que iba al norte, rumbo a Goiás Velho y la Serra Dourada.

Los amantes despertaron de un sueño atormentado y se encontraron en medio de una marcha estrepitosa. El autocar trepaba por un camino que se había convertido en una ancha huella de tierra bajo las débiles primeras luces de la mañana, y las ramas de los espinos rastrillaban el vehículo por ambos lados. La tierra ya no estaba vallada, de modo que el autocar tenía que parar de vez en cuando a causa de los cebúes deambulantes, con sus orejas caídas y sus gibas absurdas. Durante un tramo el vehículo quedó atrapado detrás de un carro tirado por bueyes, cargado con mazorcas de maíz sin descascarillar y guiado por un chico descalzo de unos diez años, con un sombrero de paja en proceso de desintegración y una fusta en la mano. El amanecer puso de relieve aquí y allá las paredes blancas de

ranchos encajados en la ladera y chozas sin pintar más arriba, donde solamente algún pequeñísimo fragmento despejado, salpicado de plantaciones irregulares de mandioca y judía, indicaba el esfuerzo humano contra las palmas, las enredaderas rastreras, las quipás y opuntias espinosas. Arriba y abajo, pero más arriba que abajo, el autocar se balanceaba e Isabel apoyaba la cabeza en la plomiza pesadez de la desesperación sobre el hombro de Tristão. Antes de mediodía llegaron a una población a la vera de un riachuelo montañés, compuesta por poco más que una taberna, una tienda y una iglesia con las puertas cerradas a cal y canto.

—¿Dónde estamos? —le preguntó Tristão al conductor mientras todos los pasajeros, como si respondieran a una señal que sólo él no había oído, se apeaban del autocar y pisaban los resbaladizos adoquines azules de la plaza en pendiente.

—Esta es la Curva do Francés —replicó el chófer—. A partir de aquí no hay camino.

Los demás pasajeros se estaban dispersando. A algunos los estaban esperando y, parejas reconstituidas, tras abrazarse y repartirse la montaña de bultos que uno de los dos había traído consigo desde lejos, bajaban por senderos trazados sin entusiasmo en el yermo, hacia un hogar invisible. Isabel, débil y con náuseas por el largo viaje, se sintió aturdida por lo desconcertante de su situación. A Tristão se le había cerrado el corazón por la necesidad de ser valiente en nombre de los dos. Debía proteger los lujos robados ahora ocultos en el equipaje, además de su fajo de cruceiros. Quizás a esta lejanía interior no llegaba la inflación.

El impetuoso y cloqueante sonido del serpenteante riachuelo impregnaba el aire, atenuado por la selva invasora y una capa de nubes que volvía el sol tan tenue como la luna: sólo una llaga borrosa en el cielo. La puerta abierta de la taberna Flor da Vida los atrajo al único refugio animado de vida. Cuando entraron, el puñado de parroquianos interrumpió su algarabía en el resonante acento de tierra adentro, que vibraba como si quisiera hacerse oír por encima de un viento incesante. Se acercó a ellos una niña timorata y de cara redonda como un plato, con el cabello en trenzas tan apretadas que brillaban en su coronilla como una capa de laca.

—Mi esposa y yo tenemos hambre —dijo Tristão, paladeando incluso en ese humilde escenario el honor de llamar esposa a Isabel. Era como si de su cuerpo hubiese brotado otro y ese ser combinado fuera torpe pero impresionante, poseído de una dignidad monstruosa.

—¿Qué puedes damos de comer? —preguntó Isabel, ahora con voz de mujer, más grave que la de una chica, y con amable decisión apuntada a sonsacar una respuesta a la tímida camarera.

—Arroz y judías negras —ofreció la cría—, y

farinha.

—¿Qué más hay para elegir? —quiso saber Tristão.

—No hay nada más para elegir, señor. —Tras una pausa, la chiquilla agregó—: A lo mejor queda algo de carne seca de cabra.

—Eso nos encantaría —le indicó Isabel. Cuando la camarera desapareció a través de una crujiente puerta vaivén a un lado de la barra, Isabel apoyó su blanca mano sobre la de Tristão en la mesa áspera y dijo—: Hemos llegado a un reino en el que no hay mucho para elegir.

—Morirse de hambre o comer cabra seca —dijo él, con amargo deleite.

Pero cuando llegó la comida humeante, en platos gordos como un dedo, resultó sorprendentemente deliciosa. Hasta esa carne nervuda se derretía en sus bocas. Mientras comían, se les acercó un hombre bajo y grueso cuya barba roja se fundía íntimamente con su rostro cobrizo. Tenía pelos hasta la parte más alta de las mejillas e incluso un mechón en la punta de la nariz. La pequeña camarera, sin que se lo hubieran pedido, les había llevado dos vasos con pinga clara, y ahora ese amable desconocido sumó el tercero a la mesa.

—¿Qué os trae a Curva do Francés, en las estribaciones de la Dourada? —Su voz era de timbre áspero, aunque emitida con cuidado, como una laboriosa copia campesina de la ebanistería barroca.

—El autocar terminó aquí su recorrido —contestó Tristão, mientras para tranquilizarse tocaba el pequeño rectángulo metálico de la cinturilla de sus

shorts—. No pudimos elegir, amigo.

El hombre rubicundo sonrió, mostrando sus dientes desparejos y cariados detrás de su barba rojiza.

—La carretera sigue, ese chófer es un granuja. Tiene una mujer en los suburbios con la que pasa la noche, pero el camino sigue muchos kilómetros.

—¿Aquí hay suburbios? —preguntó Isabel, ahora con su voz de niña; una risa argentina escapó de su boca.

El coloradote, fijando en ella sus ojos nublados, manifestó:

—Los suburbios son amplios. En otros tiempos la parroquia albergaba veinte mil almas sin contar a los indios tupíes y chacriabá.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Tristão.

Bajo sus cejas feroces, el hombre dirigió a un lado y otro sus ojos con el blanco de un matiz rosado, como si lo que iba a revelar no debiese llegar a oídos de quienes estaban en Flor da Vida.

—El oro se agotó en menos de un siglo. —Hizo una pausa, dramáticamente; llevaba un chaleco de cuero encima de una camisa ordinaria, ambas prendas también rojizas, no era fácil dilucidar si por la acción de la tintura o del polvo local—. Pero Curva do Francés volverá a ser una metrópolis —les aseguró—. Todos los planos están intactos; avenidas concéntricas, parques simétricos, un primoroso centro médico que dirigirán los jesuitas. Hay incluso…, y disculpe que corrompa sus oídos con esto,

senhora, un distrito reservado para burdeles, con entradas dispuestas para proteger la intimidad de los clientes. —Durante unos incómodos segundos sus ojos turbios midieron a Isabel, a la espera de una respuesta.

—Me parece muy bien para quienes necesitan acudir a esos servicios.

Tristão volvió a tocar la navaja y preguntó sin rodeos:

—¿Hay algún trabajo en esta región para un hombre?

El desconocido rubicundo pareció asombrarse por esta pregunta.

Senhor, le ruego que pasee la mirada a su alrededor. ¿Qué ve en la actualidad? Chozas y espinos, recuerdos y esperanzas. El oro, como ya le he dicho, ha desaparecido, se ha ido a otro lado.

Ahora le tocó a Tristão recibir su mirada inquisitiva, ansiosa. El joven héroe picó el anzuelo.

—¿Adonde ha ido?

—Ah…,

allá arriba. —El informante señaló vagamente, a través de las paredes de la taberna, hacia las montañas más elevadas todavía—. A Serra do Buraco. Hay miles de hombres, mi joven amigo, enriqueciéndose, sólo con el sudor de su frente. Todos los días recogen pepitas grandes como mi puño —exhibió su puño, un terrón formidable, con pelos que brotaban como raicillas en el nudo de un árbol marrón rojizo—, o al menos tan grandes como el sello del anillo de la señora. —A la tenue luz del local, había percibido el destellante óvalo en el que se leía: DAR—. Hasta unas pocas pepitas del tamaño de la cabeza de una cerilla serían suficientes para comprar a la bonita señora vestidos que le durarían diez años. No puedo dejar de notar que lleváis las maletas muy llenas.

—Estamos buscando un nuevo hogar —aclaró Tristão, y enseguida miró a Isabel para ver si no se había ido de la lengua.

—¿Por qué? —preguntó el hombre rubicundo, encantado con esta conversación—. Por el aspecto de la señora y el vestido que lleva, vivía con holgura, con todo confort.

—Hay más de un tipo de confort,

senhor —le espetó Isabel, con su voz tensa de mujer para abrirse paso en la conversación.

Tristão se sintió agradecido, pues temía meter la pata si debía enfrentar solo la imprecisa negociación en marcha.

El hombre sonrió tan complacido que sus labios rojos mostraron los bordes interiores húmedos y rosados entre su barba espumosa. Se dirigió a ella, como en un desafío:

—Y usted ha encontrado un tipo de confort inseparable en los brazos de su macho negro, ¿verdad?

Para gran sorpresa de Tristão, Isabel respondió con frescura:

—Sí.

La respuesta lo alarmó, pues vio que la condición de mujer que él le había dado ahora formaba parte de ella y, si lo deseaba, podía concederla a otros hombres.

—Me alegro por usted, senhora —dijo con ecuanimidad el desconocido, mientras bajaba las cejas enmarañadas sobre sus brillantes ojos inyectados en sangre—. En Curva do Francés no menospreciamos el cuerpo y sus necesidades.

Tristão decidió intervenir:

—¿Cómo se solicita trabajo en esa mina? En São Paulo trabajé montando fuscas, mi tarea consistía en atornillar el lado izquierdo del soporte del motor en su lugar.

—Ah —murmuró el hombre, impresionado; enarcó las cerdas rojas de sus cejas duplicando el número de arrugas en su frente cobriza—. He oído decir que en São Paulo fabrican automóviles. Los paulistas son una raza inteligente pero cruel. Hizo bien en escapar de ellos, amigo negro. Lo único que les interesa es tener esclavos. En Serra do Buraco no tendrá que trabajar para otros, será un garimpeiro, un minero autónomo, un empresario independiente. Todo el oro que encuentre en su concesión será suyo, menos sólo el ocho por ciento para el Gobierno y las cuotas razonables de la cooperativa de mineros, que mantiene el orden, lleva unos registros impecables, opera las compuertas y los mecanismos de pulverización. Supongo que no creerá que el oro va andando desde la tierra directamente a los dedos de su señora. Hay muchos pasos, muchas etapas y retos para el genio organizativo brasileño. Los fragmentos de oro son como piojos en los cabellos enredados de la Madre Tierra: ¡se esconden, escapan retorciéndose! ¡Pero la pesadez delata al oro; cuando uno separa por medio de remolinos los minerales más ligeros, la tierra y el sílice, esos pequeñajos siguen atascados en el fondo de la batea! Necesitará una batea, pues la cooperativa permite que cada garimpeiro lleve a su choza los trozos de mineral más prometedores, donde por la noche, amigo, en cuclillas en el barro y con los músculos doloridos junto a la bruja susurrante que es un riachuelo de montaña, emergen como luciérnagas. ¡Esos diablillos, las preciosas chispas de oro, no pueden encaramarse a las ranuras de la batea! ¡Cuántas veces he visto a un pobre

camarada, cuya única posesión eran los harapos que cubrían su espalda, volverse de la noche a la mañana tan rico como uno de los nobles designados por Dom Pedro Segundo!

Era extraño oír hablar de los nobles de Dom Pedro como si todavía vivieran, pero de todos modos Tristão preguntó:

—¿Cómo se solicita ese trabajo?

Las cejas rojizas volvieron a salir disparadas hacia arriba, elevándose hasta el punto de descubrir anillos de palidez alrededor de los ojos fatigados y borrachos de pinga del hombre coloradote.

—No se solicita. ¡Deje de pensar como un esclavo! ¡Uno va y reclama! Lo único que necesita para hacerse rico es un zapapico, un martillo, una pala, una batea y una concesión.

—¿Y cómo se consigue una concesión? —preguntó Isabel, porque durante los años que observó al tío Donaciano manejando lánguidamente sus riquezas, había aprendido que nada es gratis, que son muy pocas las cosas que no tienen precio.

—¡Vaya, se

compra! —fue la sencilla respuesta—. Uno compra la concesión a un garimpeiro que, como yo, ha hecho su fortuna y antes de que se le arrimen la penas de la vejez desea gozarla. Creedme que, aunque con unas pocas paladas yo me he asegurado todas las comodidades, incluso un ataúd barnizado de palo de rosa y latón, queda mucho, lo suficiente para mantener a un príncipe y una princesa árabes en esa concesión. No hay ninguna semejante en Serra do Buraco; casualmente cae donde un antiguo volcán provocó la unión de un filón de plomo y una bocanada del más puro fuego azul, creando un auténtico manantial de oro, una garganta congelada en el terreno, como la de la Madre Tierra cantando su nota más exaltada. Aquí tenéis. Mirad.

De la parte de atrás de su alta bota derecha sacó un papel doblado, combado como un calzador siguiendo la curva de su talón y con olor a pie enclaustrado en cuero. Era un mapa marrón, quebradizo y sucio, tantas veces plegado y desplegado que sus arrugas, cuando quedó extendido sobre la mesa, dejaban pasar una cuadrícula de luz. El mapa mostraba un amplio tablero de cuadrados numerados, con uno de ellos señalado tan frecuentemente con un dedo que se había borrado el número.

—Allí está mi amada. Generosa como un coño, con perdón de la expresión.

Todas las concesiones medían un metro cincuenta por un metro cincuenta, les informó, y se extendían al infinito… hasta el centro de la Tierra, si alguien era capaz de cavar tan lejos. Cuando le preguntaron el precio, mencionó una suma que duplicaba la de los cruceiros que seguían en el fajo de Tristão, sumados al dinero de Isabel.

Tristão miró a su mujer y ella vio ansiedad en sus ojos al tiempo brillantes y opacos, y en la muralla de su frente el orgullo entusiasta de poner a prueba su fuerza y su habilidad contra la obstinación de la tierra. Para que la ansiedad no los traicionara, Isabel se apresuró a informar al hombre rubicundo —con la voz firme, plena y vigorosa de su nueva madurez— que aunque ese precio tenía que ser una broma, pasarían la tarde y la noche en averiguaciones y reflexiones para volver a hablar con él por la mañana.

—Por la mañana otro puede haber aprovechado esta oportunidad caída del cielo —advirtió el garimpeiro, aunque acompañando sus palabras con un guiño.

Los dejó acordando el precio de una habitación en el piso de arriba de la posada, con la madre embarazada de la camarera de cara redonda. Tristão ya empezaba a experimentar la sensación de estar tierra adentro y de tener una esposa como compañera de negocios.

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