Brasil

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16. La mina

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La mina

Decidieron, tras susurrar hasta después de medianoche, que comprarían la concesión. Desde el momento en que sus ojos se encontraran por primera vez en la playa estaban en las manos de Dios, y la idea de un juego de azar tan temerario los atraía. Confiaban en su buena suerte por el solo hecho de haberse encontrado. Se enriquecerían, al tiempo que estarían ocultos del padre de ella y sus secuaces en las remotas extensiones de Goiás. El hombre rubicundo aceptó todo lo que quedaba del fajo de cruceiros de Tristão, además del candelero de cristal cuyo compañero Isabel había regalado impulsivamente a la desagradecida madre de Tristão dos años antes; como esto todavía pareció menos que suficiente al

garimpeiro y sus ojos rosados amenazaron desviarse bajo la fría luz matinal de la posada, bizqueantes como si estuvieran a punto de volver a cerrarse sobre la entrañable visión de su «amada», Isabel le ofreció una medalla que había robado de la cómoda del dormitorio de su padre, otorgada por el rey de Tailandia por sus servicios cuando ocupaba el puesto de vicecónsul de Brasil en esas tierras. El pesado disco engalanado con cintas mostraba un elefante coronado y la inscripción correspondía a un curioso alfabeto sugerente de un poder mágico. El pulgar encallecido, con su salpicadura de pelos rojos, acarició el sedoso metal delicadamente contorneado —de un color cobrizo como el propio— y quedó cerrado el trato. La concesión, sacada de la otra bota, consistía en varias hojas de papel doblado, endurecido y amarilleado en las proximidades de su talón. Para Tristão era un dolor de cabeza leerlo, pero por mor de las formas fijó la vista unos minutos en el portentoso borrón de sellos gubernamentales, escritura diminuta y presuntuosas firmas oficiales.

El autocar que los había llevado a Curva do Francês desde Goiânia regresaría a la ciudad ahora que el conductor se había entregado al placer con la mujer de los suburbios frondosos. Tristão e Isabel viajaron hasta Serra do Buraco en la parte trasera de una carreta de bueyes abierta al cielo pero con altos costados de tablillas. Cuatro bueyes flacos tiraban del carro por el sendero herbáceo, apenas más rápido que el paso de un hombre. Avanzaban en general cuesta arriba, aunque con una serie de declives en pequeños valles donde la senda cruzaba secos ríos guijarrosos por puentes de tablones casi vencidos.

Durante unas horas compartieron el vehículo traqueteante, de piso duro suavizado por un colchón de viejas cañas de azúcar, con otros tres pasajeros,

garimpeiros mestizos o parásitos de

garimpeiros, maravillados por el brillante pelo clarísimo de Isabel y sus dos maletas azules tan pesadas de ropa como si estuvieran cargadas con piedras. Los hombres suponían que ella iría a trabajar como prostituta a la montaña y que Tristão era una curiosa mezcla entre esclavo y protector. Bromearon en cuanto al precio que cobraría, calculando que la llegada de semejante lujo presagiaba un giro ascendente en la suerte de Serra do Buraco. Sus avances llegaron a ser lo bastante físicos —una mano oscura alargada para acariciar la trémula y suave pelusa de su antebrazo— como para que Tristão cogiese al que tenía más cerca y le asestara un puñetazo en la cara, con la misma serenidad que si estuviese ajustando un perno en el soporte del motor de un

fusca. Entre dientes, el hombre lo llamó negro de mierda y perro sarnoso, pero retrocedió junto a sus dos compañeros, masajeándose la encía sangrante por encima de un diente que se había aflojado con el golpe. El individuo ya había perdido varias piezas delanteras por riñas o por caries.

—Vamos a probar nuestra suerte con los dioses del oro —explicó Tristão, como disculpándose, y les mostró los papeles plegados de la concesión.

Sonriente, exhibiendo los huecos negros de su boca, el hombre se vengó con palabras.

—Esos papeles se imprimen por docenas en Goiânia y Cuiabá, no valen nada —afirmó—. Cuando llegues descubrirás que no tienes ninguna concesión. La montaña es un hormiguero por el que se arrastran los bribones.

Al oír estas palabras Isabel se sintió penetrada por una daga de fría comprensión: su chiquillería era algo del pasado, se encaminaba a lo desconocido y, en caso de que hubiera una concesión legítima, se había puesto en marcha un proceso que podía consumir la flor de su vida. Se arrimó a Tristão en busca de nebuloso consuelo. Aunque él estaba concentrado en afirmarse ante los otros hombres, dejó que su brazo musculoso se abriera camino alrededor de la cintura de ella y, distraído, la ciñó para protegerla.

Ocurrió que la concesión era real: la parcela inexplotada del hombre rubicundo sobresalía entre las demás como una columna cuadrada, alta y descuidada. Con la violencia de las excavaciones, lo que había sido sierra se estaba convirtiendo en un boquete gigantesco; no centenares, sino millares de hombres, en una concavidad de unos ochocientos metros de lado a lado, remolcaban sacos de lodo y piedras trabajadas con zapapicos por bastas escaleras de madera apoyadas contra los peñascos cortados en una cantera de terrazas descendentes. Casi todos los días, rocas sueltas y tierra erosionada caían sobre los hombres esclavizados; a diario morían uno o dos

garimpeiros debido a avalanchas, enfermedades, agotamiento o cuchilladas. Se producían robos y asesinatos en la misma sima, y también en docenas de poblaciones de chabolas que habían brotado en las cuestas circundantes: hileras de chozas mezcladas con unas pocas tiendas, depósito de cadáveres e incongruentes salones de manicura divididos en numerosos y pequeños cuchitriles. No había ningún bar: en más de quince kilómetros a la redonda de Serra do Buraco estaba prohibido el alcohol, para que no se desatara una violencia mayor aún. Los hombres, endurecidos tras remolcar cuarenta veces al día sacos de más de veinticinco kilos de piedras por escaleras y estrechos salientes, eran con toda probabilidad los más saludables de la tierra, con pechos como levantadores de pesas y piernas similares a las de los jugadores de fútbol. Su único placer eran las reyertas, salvo para los pocos afortunados a quienes Dios permitía encontrar una pepita de oro. Habían llegado a ese escalonado abismo de oportunidades desde el nordeste agostado y hambriento, los desastrados pueblos pescadores de Bahía y Maranhão, los tugurios de Fortaleza y Recife, las pestilentes aldeas aletargadas del Amazonas y sus afluentes. Una compañía minera del lejano São Paulo —de nombre brasileño pero controlada por capitales árabes y gringos— poseía legalmente la tierra, en medio de enormes zonas de la reseca Dourada, pero un juez federal de Brasilia había dictaminado que no debía privarse a ningún brasileño del derecho a buscar oro, derecho nacional que se remontaba al año 1500, cuando se avistó por vez primera el verdor de la costa de Brasil. Los mineros habían creado una cooperativa que hacía funcionar las compuertas, una antigua refinería que contaminaba de mercurio todos los ríos de los alrededores, un puesto para pesar y un banco.

En cuanto se puso al tanto y adquirió en el economato de la cooperativa el zapapico, la pala, el martillo y los sacos para sumar a la destartalada y gastada aunque todavía refulgente batea que el hombre rubicundo les había vendido con la concesión, Tristão fue feliz. En la fábrica de

fuscas, apartado de Isabel, se había sentido aplastado por un estrépito abovedado, un eslabón en los gigantescos talleres, un insignificante número económico insertado entre los

propietarios de la factoría y los

sindicatos del gremio. Encajado en su lugar frente a la cara chata y desdentada de Oscar, había apretado pernos hasta que le chillaban los músculos de la espalda y los hombros. Mientras cada

fusca bajaba por la cinta parecía llevarse algo de su propia sangre en la aceitada carrocería de escarabajo. Aquí, en la montaña hueca, en lo alto de su columna personal de piedra, quebrándola en fragmentos —cualquiera de los cuales podía contener el destello de una fortuna para él e Isabel—, se sentía exaltado y libre, una figura heroica perfilada contra el cielo, en contienda con los elementos que, sin embargo, le acompañaban.

Pero cuando el primer año se convirtió en el segundo, al que siguió el tercero, su columna de piedra inexplorada se niveló, gracias a sus esfuerzos, con la terraza de concesiones explotadas que la rodeaban. Luego, a medida que los trabajadores de esas otras concesiones desaparecían por muerte, heridas o la desesperación de no hacer ningún descubrimiento, su concesión de metro y medio por metro y medio se convirtió en un hoyo, abierto y martillado centímetro a centímetro en la inexorable e inescrutable roca, y sus esperanzas antaño elevadas se hundieron en una débil y fanática fe en lo prácticamente imposible.

Y no era porque en todos esos días de paciente labor nunca hubiese visto el destello del oro. Tristão e Isabel habían ocupado una chabola vacía cuyo fondo daba a un riachuelo contaminado de mercurio, quizás el mismo albergue abandonado por el hombre rubicundo. Todas las noches Tristão volvía a casa con un saco de las piedras más prometedoras descubiertas en el trabajo del día, las más pálidas con cuarzo, las más brillantes con escamas de pirita, el «oro del tonto» que en ocasiones es leal compañero del oro de verdad. Pulverizaba esos terrones esperanzadores con un martillo y una estaca de punta acerada mientras en el interior de la choza Isabel preparaba las judías negras y el arroz para la cena. Tristão se acuclillaba a la orilla del riachuelo, hacía girar igual que un remolino los fragmentos en agua y observaba cómo los más pesados —que irradiaban desde el centro como rayos de sol atrapados en la bruma— se adherían a las suaves estrías de la batea. Esta espera era un proceso que nunca dejaba de ser fascinante, junto a la «bruja susurrante que es un riachuelo» en busca de que aparecieran «los diablillos, las preciosas chispas de oro». Así como un hombre en trance a veces contempla el fuego con el propósito de detectar un indicio de su sino —un rostro palpitante, la mano de un demonio—, anochecer tras anochecer, hasta que le lloraban los ojos en la oscuridad, Tristão fijaba la vista en la turbulenta batea. El fragmento de oro más grande que encontró era más pequeño que la cabeza de una cerilla, pero por la fuerza que le dio este magro golpe de suerte compraron en el economato un poco de carne seca,

charque, a fin de fortalecer su monótona dieta, e hicieron el amor por primera vez en semanas.

En general Tristão estaba demasiado cansado para atender sexualmente a Isabel. Ahora toda su pasión se orientaba hacia los imaginarios contornos del metal precioso ocultos en la matriz de piedra enloquecedoramente inflexible. La luz de su adoración había abandonado el cuerpo de la mujer. En las afueras inclinadas de Serra do Buraco, un fino polvo se había abierto paso en la piel de Isabel, acentuando las arrugas que aparecieron en su frente, en los rabillos de los ojos y en las comisuras de los labios, incluso en la base del cuello, antaño terso como un chorro de leche. Su juvenil carita simiesca mostraba ahora una caída de la boca, unas ojeras sombreadas. Cuando se desnudaba para acostarse, aún persistía un estallido de blanca gloria flexible en la oscuridad de la choza; aunque el corazón de Tristão todavía era capaz de estar a su altura —como ante la vista de un cúmulonimbo hacia la luz del sol por encima del perfil montañoso—, su cuerpo rara vez lo lograba.

—Ya no me amas como antes —se quejaba ella, naturalmente.

—Sí, te amo —protestaba él—. Mi amor es como la Madre Oro, inmutable, aunque de momento permanezca oculto.

—El oro no sólo se ha convertido en tu madre sino en tu esposa. Trabajas incluso los domingos, y lo mismo estamos casi muertos de hambre. Los funcionarios de la cooperativa te engañan en el peso de las miserables partículas y granos que encuentras, y te bebes la mitad de lo que sacas en el camino a casa.

Era cierto; en la montaña se contrabandeaba

cachaça y se vendía a un precio exorbitante; en su deseo de ser como los demás

garimpeiros, Tristão no siempre rechazaba un par de vasos. Estaba despertando en él la vieja debilidad de su madre, que tanto había despreciado. Cuando tenía el cerebro lo bastante atontado, una cueva luminosa por la que podía arrastrarse se abría en el implacable abismo de su vida. Su orgullo y su espíritu independiente, que en la playa le habían exigido que reclamara a esa muñeca como propia, sacándola a palanca de la matriz de otros cuerpos, se estaban pudriendo, así como se había podrido por el sol y el sudor su camiseta con la leyenda LONE STAR, tal como la columna de su concesión había sido picada lentamente hasta la nada durante las constantes jornadas matadoras.

Isabel, al ver que sus palabras eran latigazos dolorosos en el rostro del marido, y que la sombra del fracaso y la cobardía revoloteaban a lo largo de la muralla de su frente, también sintió dolor, pero había decidido que debía poner distancia entre ambos si quería seguir siendo una persona por derecho propio. En los primeros meses de desposada en Serra do Buraco había sido su esclava, pensando sólo en la comodidad y el orgullo de Tristão mientras él se adaptaba a la dura prueba de la mina; ella caía en una especie de adormecimiento en cuanto la dejaba sola en la chabola, con el barboteo del riachuelo contaminado detrás y los peligros de la desoladora calle insolada fuera, con su gasolinera de un solo octanaje, su ajetreado depósito de cadáveres, su economato que vendía los artículos esenciales a precio de oro, los salones en los que las manicuras se multiplicaban día a día. Había pensado en buscar trabajo, pero sus habilidades —sus gracias sociales de chica rica, sus nociones estudiantiles— no tenían ningún valor allí. Sólo poseía un bien, que los hombres de la calle apreciaban ruidosamente cada vez que daba un paso fuera de la chabola hacia el deslumbrante aire libre, donde brillaban los cúmulonimbos encima de los cochambrosos perfiles montañosos pero rara vez producían lluvia. Cuando de verdad caía un aguacero, era una precipitación atroz, entumecedora, cegadoras cortinas de agua dejaban hondonadas en la ancha calle de tierra y la orilla del riachuelo avanzaba a trompicones azotando el umbral de la puerta trasera.

Isabel se quedaba dentro, durmiendo o leyendo sin orden coherente, aunque con una insaciable sed de un mundo distinto. Las herramientas y provisiones para la mina llegaban de las fábricas costeras envueltas en páginas de viejos periódicos y revistas, con fragmentos de historias de años atrás, ilustraciones de mujeres vestidas con modas anticuadas, cotilleos de cantantes populares y estrellas del fútbol ahora de mediana edad o muertos a causa de una vida libertina. Pero los relatos que rara vez podía seguir hasta su conclusión en los fragmentos de papel arrugado y deteriorado eran intemporales…, los mismos cuatro o cinco hechos básicos de la existencia humana revueltos infinitamente, como flechas que los animales heridos devuelven a la mano del cazador en sus cadáveres: amor, embarazo, infidelidad, venganza, separación. Muerte, siempre había muerte en esas historias.

Sus prendas de vestir empezaron a acabarse. Las dos maletas pesadas estaban ahora llenas de vacío; la más grande sólo contenía la antigua cruz con gemas que había robado en el apartamento del tío Donaciano, la cigarrera con el monograma, y un peludo carpincho de juguete al que adorara de pequeña, llamándolo

Azor y apretándolo contra su pecho sin senos mientras dormía. Ahora el juguete estaba duro y apagado por el ubicuo polvo silíceo del hoyo de la mina incesantemente agitado. Vendió a las manicuras los vestidos, blusas y ceñidos tejanos elegantes con los que no había hecho trapos, a fin de poner arroz, judías negras y

farinha en la mesa, pues a sus ojos Tristão se había convertido en un motor de músculos que ella debía alimentar para no frenar el progreso de ambos en la vida.

Cuando no hubo más ropa para vender, entabló suficiente amistad con las manicuras como para que ellas le enseñaran a ganar dinero, lo que le resultó sumamente fácil una vez que aprendió a mantener aislada una parte de sí misma en lo alto de un estante mental. El pequeño drama masculino de elevación y caída era conmovedor pese a la capacidad de los hombres para matar a una mujer con sus propias manos si los acometía el malhumor. Pero suyo era el poder femenino de anticiparse al malhumor. Suyo era el poder de tomar entre sus piernas todo lo que ellos pudiesen darle.

La primera vez que Tristão volvió a casa y no encontró sobre la mesa simplemente arroz y judías sino beicon y un cazo burbujeante con el suculento pescado de agua dulce al que llamaban

dourado, además de piña y

pitonga como postre, la miró durante un largo minuto —el blanco de sus brillantes ojos de ónix desgastado en rosa por el polvo de la cantera, como los del hombre rubicundo— y con toda deliberación no le preguntó qué veta de oro había descubierto. Isabel lo despreció por esta muda aceptación, aunque también lo amó por su realismo, su estoico tacto. El romanticismo es lo que une a una pareja pero el realismo es lo que le permite seguir adelante. Esa noche Tristão dejó caer su saco de promisorio mineral sin lavarlo en la batea sobre el suelo de tierra y se sentó a la mesa opulentamente servida con la forzada formalidad de un rey cuyo cetro está hueco. Isabel tuvo la impresión de que su marido se movía alrededor de ella con cauta delicadeza todo el tiempo, como si su carne se hubiera convertido en una sustancia cristalina. Mientras conciliaba el sueño en el jergón de envolturas de mazorcas, sintió que él le tocaba la espalda y los hombros con la levedad experimental debida al cuerpo de una virgen.

Tristão se volvió más cariñoso, de forma impotente. Isabel percibía con frecuencia que la observaba a la luz de la vela de la chabola, y oía en su voz una lenta y cuidada melodía mientras le contaba los detalles del día en el hoyo de la mina. Ahora ella tenía la sensación de que en la habitación había más personas que ellos dos. ¿O era que en sus recuerdos se apiñaban otros hombres…, sus gritos, sus apretones, sus cuerpos con matices de piel tan diferentes, sus tonos musculares, olores, tipos de cabello, formas de orgasmo embozadas en su interior? Con su nunca explicado excedente de cruceiros compró un largo barreño de zinc, y todas las noches Tristão, en lo que se convertiría en una ceremonia, buscaba cubos de agua en el riachuelo y la calentaban en el hornillo de queroseno. Isabel se metía en la larga tina de agua humeante, donde permanecía hasta que sentía frío alrededor; la vista de su propio cuerpo inmerso, su piel con matices de peltre y su vello púbico elevándose a la deriva como algas, entumecía su memoria; luego el marido, gris por el polvo de piedra, recalentaba el agua del barreño con otro cubo y se bañaba hasta recuperar la brillante negrura en el agua que ella había ensuciado. De esa forma se higienizaban y quedaban lánguidos al acostarse; flotaban con débiles toques cariñosos como dos personas ahogándose se separan en el mar.

Isabel no se había quedado embarazada ni siquiera en los tiempos en que hacían el amor de modo vigoroso e incesante. En el segundo año que pasaron en Serra do Buraco ocurrió y la chabola se estremeció temblorosa con la milagrosa agitación de la naturaleza. Todos los días durante semanas enteras Isabel vomitó al amanecer, luego se volvió gorda y torpe, con la tripa tan hinchada, tensa y brillante que Tristão se mareaba de amor por ella, por esta inexorable duplicación de su cuerpo. Llegó el bebé (ella rompió aguas a medianoche y se oyó el primer berrido mientras el gris del amanecer ponía de relieve, en la choza, los bordes de las cosas) y fue un varón, de arrugadas palmas azules cual flores recién abiertas y los genitales como un pimpollo todavía cerrado. Isabel sugirió, tímidamente, que le pusieran el nombre de Salomão, en recuerdo de su padre, pero Tristão —despertado de su catalepsia del oro— se opuso con gestos apasionados, repitiendo que el padre de ella era su enemigo mortal. Como él no había conocido padre, aceptó la segunda sugerencia, Azor, por el carpincho de juguete que ella tanto había querido de niña.

—Nuestro bebé parece muy claro —observó él un día.

—Todos los bebés empiezan siendo claros —respondió Isabel—. Dice la comadrona que tienen toda la melanina en una bolsita, en la base de la columna vertebral, y que luego sale para cubrir el resto de la piel.

Pero a medida que pasaban los días y el bebé engordaba con la leche de Isabel, mientras los miembros gomosos empezaban a fortalecerse, su piel no se oscureció significativamente. Tristão mecía al inocente bultito de carne en sus brazos, bajaba la vista —Azor gorjeaba y alargaba una mano babosa en forma de estrella hacia el conocido rostro negro— e intentaba vislumbrar un rastro de África, un leve indicio de sangre oscura tiñendo la blancura de su mujer. Nunca lo logró. Isabel señalaba la nariz achatada del niño, las orejitas ahuecadas, la pequeña frente cuadrada más bien seria, afirmando que veía a Tristão en esos rasgos. El segundo hijo, una niña nacida catorce meses después que Azor, era más oscura, pero oscura —le pareció a Tristão— con una rojez india. Los cabellos de la niña, aunque negros como los de él, eran completamente lacios. No puso objeciones a que Isabel le diera el nombre de Cordélia, por su madre, a la que ella apenas recordaba. El hecho de que Isabel sobreviviera a dos partos era, en cierto sentido, un triunfo sobre aquélla, que había muerto en el segundo.

La llegada de los niños llenó la chabola con la inocente intensidad de sus necesidades, sus berrinches y caídas, sus cólicos y eructos, su hambre y excrementos, dejando poco tiempo a los adultos para dudar del curso que el destino les había elegido. Ahora la naturaleza les decía por qué se habían unido. La cooperativa de manicuras encontró a una anciana y desdentada tupí separada de su tribu, para que cuidara a los niños unas horas por día a fin de que Isabel pudiera volver al trabajo. El nombre de este nuevo miembro del hogar, que llegaba a mediodía y se iba a la noche, sin querer revelar jamás dónde dormía, era Kupehaki.

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