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17. La pepita

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La pepita

La atronadora barahúnda de la mina —el chasquido de los picos, el martilleo mientras se montaban escaleras más altas y paredes puntales más resistentes, las conversaciones y canturreos sin orden ni concierto mientras los hombres caminaban con dificultad en fila india subiendo por los fangosos salientes inclinados hacia las compuertas y los montones de escoria que se derramaban por las laderas de Serra do Buraco como otra montaña que crecía contigua a la primera ya destripada, un ocasional arrebato de gritos cuando estallaba una pelea o una avalancha caía por las concesiones en terrazas— se había convertido en el elemento natural de Tristão. Lejos de la gran colmena invertida, incluso cuando estaba con Isabel y los dos niños, se sentía un tanto apagado, desequilibrado y culpable, como si estuviera traicionando a su verdadera esposa, la tentadora mina de oro. En la cantera, esta sensación de su auténtico yo cerrándose a su alrededor se fortalecía cuando se encontraba realmente en su hoyo, el profundo y pulcro pozo de medio metro cuadrado que había abierto con el pico y la pala en la piedra de la montaña.

La concesión vecina a la suya por la izquierda, ociosa durante un año, había sido ocupada por un grupo de hermanos y primos del estado de Alagoas, los Gonzaga, y el equipo que formaban excavaba con rapidez, superando los avances en solitario de Tristão y dejando expuesto su hoyo al aire y al sol. Pero todavía quedaban más de dos metros verticales de roca que la cercaba y en los que podía perderse, donde el fragor menguaba hasta ser un murmullo distante y el cielo se encogía por encima de la cabeza en un minúsculo cuadrado azul cruzado por nubes, como actores en un teatro vistos a través de una brecha en el telón. Su intimidad sugería la terrible soledad de la tumba y no obstante estaba impregnada de algo erótico; en las profundidades de su concesión no hacía más fresco sino más calor, como si se estuviese aproximando lentamente a uno de los secretos apasionadamente guardados por la Madre Tierra.

Durante unos días había estado siguiendo una serpenteante extensión clara que bajaba por la pared izquierda, una palidez rojiza del tipo que se consideraba más prometedor, ya que en general el oro se encontraba asociado con sus hermanos el cobre y el plomo. Cuando la tierra se ruboriza, decían los mineros, el oro está en un tris de desnudarse, el oro en su brillante desnudez.

Atacó la roca con el pico, golpeando fuertemente una y otra vez. Las dos puntas de la herramienta estaban igualmente deslustradas, desgastadas por el uso; había acabado con tres zapapicos como ése en los tres años que llevaba allí. Con un esfuerzo incómodo Tristão se balanceaba de costado, dado que la veta de palidez rojiza se curvaba hacia dentro, alejándose de él; tenía la sensación de que la punta perseguía la curva de un cuerpo femenino alrededor de una especie de esquina, hacia su conmovedora raja vellosa apenas entrevista. Tristão empezó a tener una erección, como le ocurría algunas veces en la intimidad de su concesión. La energía sexual que no lograba reunir de noche con Isabel lo acometía en pleno día, mientras aplicaba el pico contra la roca. Algunas veces incluso se masturbaba, con el ojo cuadrado del cielo observándolo desde arriba, y siempre imaginaba, no obstante, el cuerpo de su esposa…, aunque con su ñame chorreante no era el marido, sino uno de los brutales clientes de Isabel, que escupía sobre sus pechos después de eyacular.

El pico, azotando hacia dentro, desnudó un destello, o eso parecieron informarle sus ojos atormentados por la penumbra y el polvo de piedra. Se arrodilló y atacó la grieta rocosa, ensanchando el brillo. Pasaron por encima de su cabeza unas nubes, estelas de volutas grises arrastrándose como puños que se abrían y cerraban; el fragor de la amplia cantera exterior se colaba por el borde de su mina personal. Cuando el sol se deslizó en su cuadrado de cielo y arrojó sus rayos directamente hacia abajo, sintió el aire cautivo tan caliente como el agua del baño de Isabel, pero veía mejor. Una hora después, mientras la furia de su ataque amontonaba escombros a su espalda y ensangrentaba la piel que rodeaba sus uñas escarbadoras, había levantado la zona destellante convirtiéndola en un bajorrelieve. El terrón poseía un plomizo lustre enrojecido sin las incrustaciones plateadas de la engañosa pirita.

Dos horas más tarde, con los ojos medio cerrados como si se encontrara en una caldera, Tristão había tallado suficiente matriz encima y debajo como para liberar la pepita. Porque era una pepita, un pedazo basto aunque sedoso de oro, la esencia de la riqueza, en la palma de su mano, mucho más pesada que un trozo equivalente de piedra. Probablemente de diez centímetros por cuatro y ochenta gramos de peso, tenía una forma incipiente: una especie de barriga, una división de lo que podría haberse transformado en piernas, una cabeza sin rostro. Era un ídolo, un objeto sagrado con pequeños cráteres como la Luna. La pasó de Una mano a la otra, nervioso; trató de ocultar su brillo incluso al cuadrado de cielo. Si algunos entre los miles de hombres que producían estrépito a su alrededor lo supieran, lo matarían para quitársela. Le zumbaba la cabeza, su respiración era tan rápida y poco profunda como la de un pájaro; cayó de rodillas para dar gracias a Dios y Sus espíritus: la mano que conforma el destino se había alargado otra vez acariciando su vida.

El uniforme de trabajo de Serra do Buraco consistía en unos pantaloncitos cortos, camiseta, sombrero de paja o poliéster para el sol y zapatillas altas de baloncesto, debido a la cantidad de veces que había que subir y bajar; las botas de

vaqueiro de Tristão resultaron poco prácticas por su suela resbaladiza, y las zapatillas de tenis de la terminal de autocares, muy endebles. Además, los mineros llevaban bolsas atadas alrededor de la cintura, en las que se acomodaban partículas de oro hasta reunir las suficientes para ser fundidas, convertidas en dinero y depositadas en el banco de la cooperativa. Tristão temía que su pepita abultara llamativamente en la bolsa, por lo que la mezcló con otras piedras en su saco de treinta kilos y volvió a casa arrastrando los pies como cualquier otra noche para pulverizar la carga, lavar en la batea, comer arroz y judías, acostar a los niños, bañarse en el agua de Isabel y desplomarse en la cama.

Cuando dejó caer el saco y lo abrió delante de Isabel, durante un aniquilador segundo temió que la pepita hubiese desaparecido. Pero se había hundido hasta el fondo, en virtud de su peso, y tenía el mismo aspecto que otros fragmentos sin valor de la montaña. Pero su peso la delató y Tristão la sacó; con unos vigorosos frotamientos del pulgar quitó suficiente polvo de sílice para dejar al descubierto el brillo puro del oro.

—Somos ricos —dijo a su mujer—. Ya no tienes por qué salir de casa durante el día para estar con las manicuras. Tal vez podamos comprar una granja en Paraná, o una casita a la orilla del mar, en Espíritu Santo.

—Entonces mi padre podría encontramos.

—¿Y qué nos importa? Le hemos dado nietos. ¿Acaso no he demostrado ser un marido leal?

Isabel sonrió por su ingenuidad. Así como ella había insistido en querer a la indigna madre de él, Tristão albergaba, entre ataques de odio, la patética esperanza de que el implacable padre de ella cediera y se convirtiera en el que él nunca había tenido.

—No es un hombre tan fácil de contentar, Tristão. La noción de que actúa como progenitor, no sólo por sí mismo, sino en nombre de mi querida madre, lo vuelve fanático. Quiere lo mejor para mí. Tú lo eres, pero él no está en condiciones de comprenderlo. Lo ve todo con ojos viejos, los ojos de los blancos

poderosos, los ojos de los viejos negreros y amos de las plantaciones.

—Hablas demasiado funestamente, Isabelinha, como si el pasado siguiera siendo el presente. Las manicuras te han vuelto cínica, te han agriado. Cuando Dios otorga un don es una blasfemia analizarlo con suspicacia. Abrázame: ¡los años que hemos pasado aquí han dado su fruto, su tesoro!

En medio de su exuberancia por el deseo de abrazar a Isabel dio la pepita al pequeño Azor para que la sostuviera. El pequeño la dejó caer sobre los dedos de sus pies descalzos y se echó a llorar con gemidos que hicieron sollozar compasivamente a la hermanita acostada en su cuna, un viejo cajón de mangos de zapapico levantado sobre ladrillos para alejarla del alcance de serpientes y hormigas coloradas.

Isabel levantó al hijo sollozante y dijo a Tristão:

—Han sido años muy duros y parte de nuestro amor se ha deteriorado, pero aquí hemos estado ocultos, a salvo. Temo que esta pepita nos saque a la luz.

—Te preocupas demasiado, querida mía, como consecuencia de tu sangre burguesa. Mañana llevaré la pepita al analista de la cooperativa. Si su precio me parece demasiado bajo, siempre hay traficantes independientes que deambulan por allí, dispuestos a ofrecer más, pues evaden el ocho por ciento del gobierno contrabandeando el oro a través de la frontera boliviana, en connivencia con los indios. —Esta costumbre era corriente en la colmena humana de Serra do Buraco: de la misma manera que el oro vivía en diminutas partículas y vetas en la vasta masa de piedra, vivía en las palabras y pensamientos de los mineros.

Pero los presentimientos de Isabel eran correctos. Aunque Tristão consiguió llevar su pepita sin que nadie la detectara hasta el despacho del analista, de allí corrió como reguero de pólvora el rumor de tan magnífico descubrimiento. El laboratorio, con el banco de la cooperativa y el departamento tributario gubernamental, ocupaba el único bloque de cemento de la extendida población de madera; rematado por la bandera brasileña con estrellas, era directamente contiguo al depósito de cadáveres, provisto cada día con nuevos productos de navajazos, accidentes en las minas, enfermedades pulmonares y el bandolerismo que plagaba los caminos de entrada y salida de Serra do Buraco. El analista, un hombre delgado y cetrino que llevaba traje negro y cuello de celuloide, y hablaba el portugués con el susurro decadente de la madre patria, chasqueó la lengua apreciativamente y, después de consultar sus escalas y explicar que la evaluación exacta sólo podría hacerse tras el fundido y la purificación, mencionó una cifra en cientos de miles de cruceiros nuevos y agregó:

—Más aún, señor, el valor aumentará en consonancia con la devaluación del cruceiro.

Tristão examinó la pepita; de la noche a la mañana su aspecto físico había pasado del de un ídolo humanoide al de una patata rocosa cuyos ojos eran las pequeñas marcas sugerentes de una piedra lunar. La dejó a cargo del banco y aceptó el recibo con la sospecha de que no volvería a ver el celestial tesoro, su mensaje del más allá.

Durante la noche había llovido a cántaros; las cuestas y salientes rocosos de la cantera se derretían bajo los pies. Al acercarse a la zona de su concesión, vio a un grupo de hombres reunidos: de súbito las concesiones descuidadas que rodeaban la suya empezaban a ser trabajadas; espaldas pardas se doblaban ajetreadas hacia el mineral, potenciadas por el rumor, y vio a dos de los hermanos Gonzaga saliendo de la que le pertenecía, pero sin darle tiempo a protestar, ellos lo interpelaron.

—¡Bandido! —gritó Aquiles, el mayor y más bajo de los dos—. Hemos observado y medido, y hemos visto que has excavado en el interior de nuestra concesión. ¡Esa pepita es nuestra!

—¡Habría que ahorcar y desmembrar a todos los invasores como tú para ejemplo de todos los

garimpeiros! —agregó Ismael, el más joven y alto.

—Estaba dentro de los límites de mi concesión —insistía Tristão; sin embargo, recordando el destello, el frenético golpetear lateral del pico y la sensación de llegar a una intimidad impúdica, se preguntó si en verdad no habría infringido esos límites. La prueba era indeterminada, pues ahora ni siquiera él podía saber de qué punto exacto de la tierra ahuecada había salido la pepita.

—Llamaremos a los inspectores —lo amenazó frenético Aquiles—, a la policía y a los abogados.

Le iniciaron juicio, en efecto, y el pleito —que se alargó meses enteros— atrajo la atención de la prensa nacional. La pepita, repetidas veces retirada de su sitio en la caja de seguridad del banco para ser fotografiada, era la más grande y más pura que jamás se hubiera desenterrado en Serra do Buraco, aunque no tan inmensa como algunos cantos rodados de oro descubiertos en el interior de Australia en 1851. Una nueva oleada de codicia y esperanza exaltó a todo Brasil a través de los medios de comunicación. Se presentó una periodista de

0 Globo; fotografiaron a Tristão e Isabel en su chabola: Isabel bañándose en su tina de zinc con la espuma ondulante ocultando su cuerpo salvo los hombros y los brazos desnudos, además de un reluciente fragmento de pantorrilla y un pie remilgadamente arqueado. Tristão tenía en los brazos a su hijo claro y regordete y a la niña rojiza; sus ojos centelleaban como burbujas de cristal negro bajo la frente noblemente ancha mientras miraba con cautela las profundidades de la cámara.

El fotógrafo —un hombre de mediana edad, achaparrado y arrugado, con varias cámaras colgadas alrededor del cuello y muchas ocurrencias para inducir una sonrisa— y la reportera —una joven inteligente y progresista, con las piernas delgadas como agujas envueltas en finas medias de red— se habían mostrado tan encantadores y sociables que no haberlos atendido y posado como ellos deseaban habría sido una violación de todas las reglas de hospitalidad del interior del país. Durante la hora que permanecieron en la choza, los invasores parecían miembros de la familia —parientes de la ciudad llegados impulsivamente a Goiás para conceder la dádiva de la gracia urbana— en lugar de la punta de una cuña ampliadora de la exposición impersonal. Cierto es que Isabel tuvo suficiente lucidez para eludir las preguntas directas de la periodista sobre su cuna, y que la astucia de golfillo callejero de Tristão lo llevó a mentir acerca de su familia, de la que se avergonzaba; pero las fotos, en blanco y negro, valían más que mil palabras. Tristão e Isabel, con la vista fija desde el interior de su casucha iluminada con

flash en la página tres de

O Globo, se convirtieron en una más de esas parejas pasmadas cuya marchita fisonomía y entorno patéticamente miserable, por un curioso golpe de buena suerte, salen a la luz desde una masa de indecible pobreza, como peces enganchados en un anzuelo. DISPUTA ENTRE MINEROS POR DESCUBRIMIENTO DE ENORME PEPITA, decían los titulares. PAREJA ERRABUNDA FRUSTRADA AL FILO DE LA RIQUEZA. Hubo más reporteros y Tristão fue cortés con todos; la invasión podía conllevar peligro, razonaba su espíritu esperanzado, o significar progreso.

Un día volvió del trabajo con la caída del sol y encontró una sombra plateada, un hombre de traje gris, sentado en una de las dos sillas de la chabola. Su primera idea, que al instante lo avergonzó, fue que ahora Isabel cumplía con su oficio en el propio hogar, pero luego vio que el hombre —con su expresión triste, las sienes entrecanas y el bigote pulcramente recortado— era César. Isabel estaba de pie junto al hornillo, asustada, con el regordete Azor en la cadera y el cabello suelto hasta la cintura. Cordélia estaba en su cuna, sollozando en sueños.

—Amigo, he vuelto a encontrarte —dijo César mostrando indiferente su pistola gris a Tristão, sin apuntarle a él sino, amablemente, a un costado—. En el seno de otra familia…, esta vez la que tú mismo has engendrado. Mi más sincera enhorabuena.

—¿Y dónde está Virgilio? —preguntó Tristão—. ¿Todavía juega de delantero derecho para los Tiradentes de Moóca?

César sonrió con expresión de hastío.

—Después de que le dieras el esquinazo, a Virgilio le han… asignado otras tareas.

—¿Por qué nos persigues? Aquí no molestamos a nadie.

—Eso no es exactamente cierto, amigo. Pese a su lamentable escasez de disciplina, Brasil todavía no carece por completo de pautas, de tradiciones, de orden. En primer lugar, molestas a mi excelente empleador.

César, que se imaginaba un cortesano al servicio de la familia de Isabel, debía de haber estado parloteando con ella, en su tono falsamente paternal, pues se lo veía indebidamente relajado…, un tanto lánguido y presumido, apuntando ociosamente el arma hacia el suelo de arcilla. No esperaba que Tristão le lanzara, con la fuerza adquirida deslomándose en la faena cotidiana, el saco de mineral de casi treinta kilos que le golpeó la cara y lo hizo caer hacia atrás en la silla, un frágil mueble de caoba blanca.

Mientras Isabel gritaba y Azor reía al verse rodeado de tanta excitación, Tristão arremetió, se arrodilló sobre el pecho de César y, de un golpe decidido, le aplastó el costado de la cabeza con la piedra más grande que se había volcado. El rostro sonriente del hombre mayor se relajó y sus párpados se cerraron temblorosamente. Tenía ensangrentada la sien canosa. Estaba demasiado viejo para ese oficio.

Tristão entregó a Isabel la pistola de César y le dijo:

—Debemos irnos. Recoge nuestras pertenencias y prepara a los niños. Yo ocultaré el cuerpo.

—Todavía está vivo —protestó Isabel.

—Sí —se limitó a responder Tristão, con algo de la melancolía del silenciado César, la melancolía superior de quienes llevan ventaja. El hombre era pesado, más que tres sacos de piedras juntos, pero Tristão, una vez más en contacto con su sino cambiante y sintiendo la calma exaltada de un arrebato adrenalínico, se lo cargó sin dificultad sobre los hombros.

Había anochecido pero la luna aún no había asomado y se veían muy pocas estrellas. Las cigarras cantaban. A través del riachuelo, pocos metros aguas arriba desde la chabola, se había formado un puente de resbaladizas pasaderas de piedra; al otro lado, en el matorral de vegetación ribereña, salía un sendero sinuoso por el que, mientras aumentaba la oscuridad, podía caminar un hombre sin ser visto. Los

garimpeiros y sus ayudantes iban allí a hacer sus necesidades naturales, y más de una vez Tristão resbaló con un blando cagarro humano cuya piel endurecida, al romperse, liberaba una acritud que lo seguía a lo largo de muchas zancadas. Junto a las deslizantes caricias de las frondas y varillas de palmas, las brillantes hojas redondas de un arbusto cuyo nombre ignoraba le rozaban la piel con un toque suavemente cortante. Cuando se desviaba de la senda por algún tropiezo, los espinos lo arañaban. Temió que César despertara y lo condenara a otra pelea. Los músculos de su hombro, pese a estar endurecidos, empezaron a palpitar; pero el verdor raleaba, había salido la luna y el entorno era más visible. Entonces divisó la silueta de los talleres de trituración de la cooperativa, donde se pulverizaban las bolsas de mineral que se amalgamaba con mercurio, y después con cianuro, succionando químicamente los átomos de oro. En el reverso hueco de Serra do Buraco se habían acumulado toneladas y toneladas de escoria, formando otra montaña, y Tristão acarreó al inconsciente César por las grises cuestas empolvadas de esa avalancha de desperdicios, de piedra digerida y excretada. Nadie iba a los escarpados valles de ese yermo hecho por la mano del hombre. Hasta las serpientes y las hormigas coloradas lo rehuían.

En un hoyo remoto blanqueado por la luz fortalecida de la luna, Tristão dejó caer su carga; César gruñó dormido, e incluso el gruñido transmitió, misteriosamente, su acento personal, la paternal dignidad medio humorística con que enmascaraba su dentellada de matón. Tristão hizo girar suavemente el pesado y digno cráneo, usando como asidero la mata de pelo canoso, de manera que el bulto de la yugular de César proyectó una sombra a la luz de la luna, en el punto blando de atrás de la mandíbula, bajo la sombra de media luna proyectada por el lóbulo de la oreja. Tristão sabía que debajo de esa vena se arrastraba su hermana más brillante y roja, la arteria carótida. Sacó la cuchilla de un solo filo —la fiel Gem— del bolsillo interior de los pantaloncitos, donde dormía bajo la cinturilla, cortó en sentido horizontal el bulto, tan profundamente como lo permitía la hoja, y luego, dado que la sangre que manaba, aunque abundante, no era tanta como había imaginado, añadió un corte vertical encima, sin darse cuenta hasta más tarde de que había firmado su crimen con una T.

Tenía pensado enterrar el cadáver en los desperdicios empolvados de la mina, pero mientras la sangre bombeara el corazón funcionaría, y le pareció sórdido enterrar vivo a César. Como un perro que cava con la parte delantera de la pata, Tristão cubrió el traje gris con polvo gris, pero dejó la cabeza al aire, asomada en la cuesta como un canto rodado, o como la elegante cabeza de una estatua destrozada.

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