Brasil

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21. El rescate

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El rescate

Habían transcurrido varias semanas. Se dieron por vencidos, dispuestos a morir. Un palmar de carnaubas les proporcionaba una agradable sombra movediza; a través de los troncos esbeltos y ondulantes, Tristão e Isabel vislumbraron una cuesta herbácea y achaparrada hacia un río más, a este lado de otra cuesta en el

chapadão aparentemente infinito. Corrían las últimas horas de la tarde; las delgadas sombras entretejían más apretada su suave red, los mosquitos y jejenes empezaban a infligir las picaduras a que Tristão e Isabel se habían vuelto insensibles tiempo atrás.

Los enamorados se cogieron de la mano y volvieron los rostros al cielo; él oyó que la respiración de Isabel se hundía en un ritmo áspero, más lento, y por última vez observó su perfil: la frente tostada por el sol donde el nacimiento de los cabellos rubios retrocedía brillante de las sienes, la curva de la parte inferior de la cara indicativa de una sensualidad y una capacidad de picardía que él había adivinado a primera vista. Sus dedos encontraron —flojo en el dedo adelgazado— el duro círculo del anillo con el sello DAR que antaño le había regalado y sus ojos, casi tan entumecidos como la mano, descubrieron más allá del perfil de Isabel la presencia de unas botas altas de cuero, estropeadas por el vapuleo y las inclemencias del tiempo. Había otras botas, botas de hombre con el mudo aspecto desgastado de patas de animales y, más arriba, andrajosos pantalones de montar de tela áspera en una variedad de colores desteñidos.

Tristão se sentó erguido y sintió la punta de un estoque en el hueco del cuello.

—Quieto, negro —dijo no sin cierta amabilidad una voz profunda, con un peculiar acento cortés que Tristão nunca había oído. Un semblante cobrizo, regordete pero no blando, del todo barbudo y enmarcado por un ancho sombrero de cuero, surgió atrás de la empuñadura repujada del estoque—. Por tu aspecto, hace tiempo que no encuentras comida. Bastaría un pinchazo para mandarte al otro mundo. ¿Y qué es esa visión que duerme a tu lado? Una rubia princesa, en apariencia, muy desviada de la corte del buen João Quinto. ¡Dos cuadros de un tablero de ajedrez que han llegado para jugamos una partida!

Por el tono alborozado de su risa y la de los acompañantes que se apiñaron curiosos alrededor, Tristão no dudó de que le esperaba algún tipo de broma. Incluso cuando ajustaron unos grilletes pesados y oxidados alrededor de sus muñecas, además de un collar de hierro con una cadena colgante alrededor de su cuello, abrumado por la pasividad y la fatiga, sintió que lo hacían por su bien.

Isabel despertó con un suave grito, en apariencia transportada desde el escenario en desaparición de sus sueños.

—Si hemos muerto, Tristão, en el Cielo hay ángeles ramplones.

Los seis o siete hombres eran barbudos e iban ataviados con trozos desgastados y harapientos de cuero y género; todos llevaban una especie de curiosa armadura en el tórax, un caparazón de cuero sin curtir acolchado por dentro con algodón, lo bastante blando para ser cómodo, pensó Isabel, y al mismo tiempo lo suficientemente duro para protegerlos de las flechas. Sus vestimentas evidenciaban años de uso a la intemperie; algunos llevaban sombrero de palmas entretejidas en lugar de cuero, otros usaban pañuelos atados en la cabeza en lugar de sombreros, a varios les faltaba algún miembro. Unos cuantos portaban mosquetes y trabucos naranjeros. Parlotearon encantados al oír hablar a Isabel, como si desde Venecia o Amberes hubiesen transportado un arpa melódica hasta ese remoto paraje del progreso civilizador. Hacía una eternidad que no oían la voz de una blanca. Se les unieron alrededor de veinte indios cuyo atuendo iba de la total desnudez hasta la blusa y pantalones holgados de un peón de campo. Un salvaje ceñudo llevaba plumas de loro cruzadas, insertadas a través del tabique nasal; otros habían decorado su desnudez con brazaletes de piel de mono y collares con muchas vueltas de perladas conchas de agua dulce; pero todos, incluidas varias mujeres embarazadas o con niños de pecho, parecían armonizar en ese grupo abigarrado, y todos, tan persistentemente como moscas, se reunieron alrededor de Tristão y lo tocaron a fondo, descaradamente inspeccionando sus partes como si se tratara de un curioso mecanismo.

Fueron más reacios a tocar a Isabel, quien intentó hacer uso de su autoridad interponiendo su cuerpo delante del de Tristão, pero la rudeza con que fue empujada a un costado marcó un límite al respeto que correspondía a su pálida belleza. Ella también sintió un límite en la medida en que su ligero acento femenino y carioca penetraba en los nublados tímpanos de esos aventureros envueltos en cuero. No obstante, en una curiosa muestra de deferencia, el jefe de la banda —el que llevaba el estoque— le permitió sostener la cadena del grillete del cuello de Tristão como reconocimiento a su propiedad prioritaria.

—Tengo miedo, Tristão —confesó a su marido en un susurro.

—¿Por qué? Esta es tu gente. —La hirió con su tono hostil y amargo. Entre ambos se había abierto bruscamente un abismo, después del largo viaje en que sus cuerpos menguantes casi se habían fusionado. Tristão agregó, ablandando un poco la voz—: Al menos nos darán de comer. Estos pillos están gordos como cerdos.

La partida se encaminó cuesta abajo por un sendero cada vez más ancho, hacia el río. Campos despejados y plantaciones atendidas de mandioca y judías los prepararon para la vista del asentamiento, un surtido desordenado de chozas con techo de palmas redondas, algunas abiertas a los costados al estilo indio, otras con paredes de troncos y adobe, acordes con un sentido europeo de la intimidad. A la orilla del río había andamios para secar pescado y arcos de estacas dispuestas para sostener redes. Se veían algunos cascos de piraguas inacabadas, rodeadas de virutas, y unas pocas herramientas de hierro oxidado. Una

bandeira deshilachada y podrida por el sol, con una cruz y un escudo visibles entre sus pliegues, colgaba lánguida de un poste de bambú encajado en la cuña del techo de madera de la estructura más grande del campamento, una casa comunal abierta donde podía reunirse toda la población. Allí fueron llevados los dos cautivos, ante una asamblea, después de que diestras e insistentes manos indias les dieran de comer y los bañaran durante una hora. Su descubridor los condujo a través de una exaltada muchedumbre hasta otro hombre cobrizo, parecido a él aunque mayor y más delgado; el segundo estaba sentado en una silla de cestería cuyo alto respaldo de mimbre, ornamentado con una piel de jaguar moteado que incluía el cráneo gruñón, imitaba el esplendor de un trono.

—Tengo el honor de ser el capitán de esta

bandeira de valientes y piadosos paulistas —explicó, presentándose con irónica sonoridad—: Antônio Alvares Lanhas Peixoto. Ya habéis conocido a mi hermano menor, José de Alvarenga Peixoto. —La barba de Antônio estaba recortada en punta y el color de su rostro, el pardo amarillento de la mezcla racial de familia, era casi dorado, un oro moreno que brillaba en sus pómulos y en la curva de la prominente nariz ganchuda. Imaginó que Isabel le observaba la nariz, apoyó un dedo en ella y continuó—: Mi madre era una carijó y mi padre un cristiano nuevo, es decir, un antiguo hijo de Abraham, como son la mitad de los residentes de São Paulo. El Santo Oficio de la Inquisición bahiano nunca extendió sus benditos servicios tan al sur, aunque —se apresuró a añadir— los sacerdotes no habrían encontrado ausente en nosotros una ferviente ortodoxia. ¿Acaso no hemos arriesgado nuestra vida y cordura por las heridas de Dios, por la salvación de las almas paganas? ¿Acaso no hemos errado durante incontables años por este maldito infierno de cactus y hormigueros, atormentados por todas las formas de peces de dientes afilados e insectos chirriantes que el Hacedor de Todo consideró acertado inventar? ¿Acaso no hemos sido acosados sin misericordia y por doquier precisamente por los mismos salvajes que intentamos salvar, salvajes armados y enloquecidos por los jesuitas españoles, que son traidores de sotana negra a su raza y su religión?

Estas preguntas exhortatorias no parecían dirigidas exactamente a Isabel —aunque incluso en el punto culminante de su furia oratoria mantenía fijo en ella un brillante ojito del color amatorio del ámbar— sino a la harapienta banda de guerreros reunida a espaldas de los cautivos.

—Los blasfemos togados albergan a los infieles —informó a Isabel, con referencia a los jesuitas— en las llamadas reducciones, para su propio beneficio y lascivia, manteniéndolos ociosos, desnudos y en el culto a Satanás, cuando somos

nosotros quienes en verdad los reduciríamos, en nuestros asentamientos y en las

aldeias del rey, a una religión de inspiración divina, un trabajo útil y un decoro civilizado.

—He oído hablar de reyes —dijo tímidamente Isabel—, aunque gobernaron hace mucho tiempo.

—Sí —interrumpió José, de cara más redondeada que su hermano—. Hemos estado en estas tierras interiores mucho tiempo, habiéndonos jurado no retomar sin indios o sin oro. Si duramos más que uno o dos reyes y descubrimos que en nuestra ausencia hemos engendrado milagrosamente dos o tres hijos, ¿qué significará eso cuando como ricos regresemos a nuestros Estados, con tropas de sirvientes bien dispuestos para emplear y más tierras para traficar? ¡El oro blanco es el objetivo, el oro rojo la ganancia!

Su hermano levantó un largo índice a fin de silenciar tan rapaz entusiasmo.

—Reclutamos al salvaje para su propia salvación —recordó a todos los reunidos mientras se dirigía a Isabel—. Aunque nos abofeteen una mejilla, volvemos la otra y nos limitamos a aprehenderlos, cuando ellos asesinarían sin pensarlo dos veces. En las tinieblas de su ateísmo, comen los sesos y los órganos internos de sus enemigos para adquirir valor en el combate. Nosotros corregimos costumbres tan engañosas para enseñarles en cambio la ciencia y el trabajo útil. ¡Así, en medio de las crueldades de la batalla, aunque nos paguen con flechas envenenadas, los iniciamos en las mercedes de nuestro Salvador!

Nadie pudo reprimir una sonora carcajada ante estas rotundas declaraciones; mientras los otros

bandeirantes cedían a una risueña algarabía, José confió a Isabel y Tristão, con la astucia de un viejo conocido:

—Salvo que sean demasiado débiles o pequeños para trabajar, por supuesto, o las mujeres demasiado viejas para calentar la cama de un hombre.

—¿Entonces todos los nativos que están a nuestro alrededor son esclavos? —preguntó Isabel a Antônio.

—Os ruego, niña, que no digáis «esclavos». La esclavitud de los indígenas está prohibida por firmes instrucciones reales y condenada por una reiterada bula papal. Lo único que intentamos es la «administración». Los que veis alrededor son nuestros aliados, tupíes, guaraníes y caduveos ganados a nuestra causa y, por ende, nuestros guías y afectuosos compañeros. Muchos de nosotros hemos nacido de madres indias y concebimos en la misma cepa. Hay otros que, de acuerdo, escaparían a nuestro servicio si pudieran. Pero Dios aún no ha favorecido nuestra expedición con una amplia cosecha de almas convertidas y muchos de los que ganamos para Jesús han sido llamados para siempre, ay, a Su hogar celestial, a causa de las fiebres y las viruelas. Nuestro capellán ha agotado sus existencias de vino precioso impartiendo la extremaunción.

—Los tunantes escapan —irrumpió José—, escapan al morirse. ¡Son tan desagradecidos de nuestra protección que desean, canallescamente, que sus corazones dejen de latir! Por eso vuestro negrito, señora, es recibido aquí como un tesoro; ni siquiera en São Paulo son muchos los que pueden permitirse el lujo de tener negros pura sangre. Se trata de una raza que Dios creó para enriquecer a sus superiores: los hijos de Cam para servir a los hijos de Sem y de Jafet. Ellos no mueren. Lloran su pestilente tierra natal, fabrican con sus manos ídolos y tambores, y si se reúnen en cantidad suficiente se rebelan y huyen al desierto, donde forman

quilombos en los que todo es licencia y anarquía, pero no mueren en números tan traicioneros a manos nuestras.

—¡El no es ningún esclavo! —exclamó Isabel.

Las barrocas cejas de Antônio, en las que había curvadas hebras grises mezcladas con mechones cobrizos, se enarcaron en afable sorpresa.

—¿Entonces qué es?

—Mi hombre…, mi compañero, mi marido —replicó Isabel. Se preparó para recibir una andanada de burlas, pues parecía absurdo hablar así de un ser tenazmente callado, sujeto por un collar y una cadena como un perro o un mono, pero la respuesta fue un silencio atónito—. Lo amo —dijo a ese silencio con una vocecilla vacilante por los muchos kilómetros que había acarreado ese amor como una pieza de porcelana de Dresden, a lo ancho de Brasil.

Antônio se inclinó hacia delante, todavía cordial, con nueva intensidad en sus ojos ambarinos.

—Cuéntanos vuestra historia —le ordenó.

—Hemos estado viajando hacia el oeste durante más semanas de las que es posible contar —explicó ella—, escapando al disgusto de mi padre por nuestra unión, en busca de un lugar en el que pudiésemos instalamos y desempeñar una tarea útil. Hace aproximadamente catorce días, nuestra pequeña partida fue atacada por unos salvajes pintados que mataron a nuestra fiel tupí, raptaron a nuestros dos hijos y huyeron montados en unos caballos gigantescos. —Con este breve relato, la suma de sus pesares se introdujo en su espíritu agotado y corrieron las lágrimas por sus mejillas, al tiempo que le ardía la garganta por la contención de los sollozos.

—Esos eran guaicurúes, la encarnación del diablo —terció José, entusiasmado—. Les ha dado por los caballos árabes como si fueran mágicos, no usan monturas ni estribos, montan de un salto. Sus mujeres, para que la tribu continúe nómada, exterminan a los hijos en sus vientres, produciéndose a sí mismas violentas heridas que las dejan infértiles para siempre; a fin de compensar la escasez de niños, los roban donde pueden para criarlos como propios, en las costumbres de Satanás. Tan desnaturalizados son esos sinvergüenzas que tienen hombres vestidos de mujer, hombres que mean agachados y supuestamente sangran una vez por mes. ¡Sus sacrilegios no conocen fronteras!

Isabel se dirigió a Antônio.

—Señor, ¿sería posible…? —Se le quebró la voz en la garganta dolorida—. ¿Podrían usted y sus partidarios rescatar a mis hijos?

El capitán de la

bandeira se inclinó hacia ella al estilo de un padre amoroso.

—Los guaicurúes son muchos y muy feroces —respondió Antônio con tono pesaroso—. Nosotros éramos tres veces más que ahora antes de nuestras batallas con ellos.

—Y con sus hermanos en la maldad, los paiaguá —interrumpió José afanosamente, sudando indignado dentro de su grueso caparazón de cuero—. ¡Estos no tienen caballos sino canoas en las que sobrevuelan el agua como pájaros! ¡Nadan como peces, con machetes en la boca!

Antônio preguntó a Isabel, con las cejas y la puntiaguda barba entrecana ejerciendo en ella una presión que le recordaba la abultada frente en declive de su padre:

—¿No luchó el que pretendes que es vuestro marido por proteger a los niños que eran tan suyos como tuyos?

No era momento de explicar lo dudoso de la paternidad de Tristão. La confusión del ataque —los niños envueltos en el mosquitero como larvas, los guaicurúes con su pintura roja y azul, los delgados huesos blancos que salían como rayos de sus labios— devolvió a Isabel la horrenda visión, al tiempo que replicaba:

—Lo hizo. Mató a uno de un disparo, pero ellos eran demasiados y ya se habían llevado a los niños.

—¿Has dicho un disparo?

José intervino.

—Hemos encontrado este mecanismo entre sus pertenencias, señor. Parece maravillosamente fabricado y creímos que era un juguete holandés o una caja de rapé italiano hasta que un examen a fondo indicó que se trataba de una pistola, aunque cuadrada y astutamente encogida, además de que no tiene llave de fusil. —Entregó a su hermano el arma de César.

Antônio inspeccionó las sedosas superficies pulidas a máquina y, con un garboso ademán digno de un antiguo mosquetero, apuntó por encima de sus cabezas, aunque no muy lejos, y apretó el gatillo. La acre ola del estampido y el sibilante vuelo de la bala traspasaron la casa comunal, sin dejar orificio visible en el techo de paja; divertido, el capitán volvió a disparar; la tercera vez sólo produjo un chasquido. Esas eran las dos balas que Tristão guardaba para Isabel y para él: ahora no tenían más remedio que seguir viviendo.

—Como tú has dicho, hermano, un juguete de niños. Su cañón no podría contener suficientes proyectiles como para derribar un

beija-flor. —A continuación Antônio se dirigió a Isabel con tono concluyente—. Este esclavo negro ya no es vuestro marido, querida niña. Los esclavos no se casan. Pero no desesperes. Soy un hombre solo y no tan viejo en mis facultades, ya lo descubrirás, como puede parecerte a primera vista.

El porfiado silencio de Tristão al lado de Isabel fue una especie de trueno, como la palpitación de su propio y persistente corazón sorprendido.

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