Brasil

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23. La mesa

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La mesa

El bosque extendido hacia el oeste, al otro lado del río (que atravesaron el amanecer de su fuga en una de las pequeñas piraguas que los pescadores del campamento tenían atada a la orilla), podría etiquetarse acertadamente de jungla,

selva o mata. Del masculino monte bajo abrasado por el sol del gran

mato, pasaron a un universo femenino más lujuriante y umbrío. Las estrechas sendas que los ojos de Isabel nunca podrían haber advertido serpenteaban a través de un mundo de verdor pletórico de flores y frutos. El trompetazo del

jacú, el chirrido y el roce de monos araña invisibles acompañaron el paso oscilante de las dos jóvenes a través de esa densa tapicería, cuyo toldo de ramas más encumbrado sólo dejaba pasar haces de la luz del sol arremolinados con una capa de insectos. En medio de la monotonía de los lisos troncos grises de árboles que se extendían hasta el cielo —festoneados de enredaderas y reforzados por raíces aéreas—, la vegetación bajo sus pies era escasa. Las dos mujeres caminaron kilómetros y kilómetros sobre un pavimento pardo de cáscaras de semillas y hojas de palmas marchitas, como si anduvieran sobre las irregulares lápidas sepulcrales de alguna catedral desertada, fragante con el incienso dulzón de la podredumbre. Los castaños y nogales autóctonos soltaban sobre ellas una lluvia de frutos cuando Ianopamoko trepaba ágilmente a un tronco y sacudía sus ramas; arrastrándose descalzas desde el amanecer hasta el ocaso, se hicieron festines con la fruta purpúrea de la

araçá, del tamaño de una cereza, que huele a trementina y hace burbujear la saliva en la boca; las vainas de la

inga, rellenas de un plumón de sabor dulce; las piñas silvestres cuya carne abunda en grandes semillas negras y sabe a frambuesa; las peras llamadas

bacuri, y ese manjar más sabroso aún de la

açai, que en un santiamén cuaja en un queso de sabor frutal. Todas estas golosinas colgaban esperándolas en un edén deshabitado. La creación parecía joven y llena de ornadas formas indecisas; como tantos otros artistas, Dios había alcanzado a hora temprana Sus efectos más complejos y fantásticos.

De noche las dos se acostaban bajo un solo capullo de mosquitero y por la mañana se desplegaban como mariposas húmedas. Se estrechaban en un abrazo más íntimo cuando el frío nocturno se agudizaba, pues iban subiendo paulatinamente a través de ese mundo verde enclaustrado, y el decimosexto día salieron a los campos de altas hierbas de una ladera, donde las terrazas irregulares palpitaban con la oleada de ventosas sombras plateadas que conducían a una mesa rocosa por la que varias cascadas hilaban su brillante camino descendente. Estas huellas de lágrimas en el rostro de la naturaleza, en puntos indiferenciables de heladas venas de cuarzo, estaban emplazadas en anchas cintas de algas y musgo. Unos cuantos indios que hablaban una lengua que Ianopamoko entendía con dificultad las recibieron cautamente entre las hierbas altas y contemplaron a Isabel como si no fuera humana. La voz de Ianopamoko tableteaba y siseaba sin parar, explicando, rogando, exigiendo. En un momento dado levantó los cabellos largos y brillantes de Isabel con ambas manos, como si los sopesara, y luego frotó enérgicamente sus dedos húmedos en la piel de la blanca, para demostrar que su palidez no era pintada.

—Consideran que están corriendo un gran riesgo —le transmitió por último Ianopamoko— y quieren un tributo.

—Hemos traído la cruz y la cigarrera —dijo Isabel—. Guarda la cruz y ofréceles la cigarrera.

El detallado monograma grabado del tío Donaciano desapareció bajo el arrugado pulgar ocre oscuro —ensanchado por las pacientes tareas manuales del bosque— del jefe de la comitiva que las recibió, quien abría y cerraba la caja incesantemente, y cada vez que la abría seguía, con una sonrisa babosa salpicada de podredumbre y una carcajada atónita, el vuelo en zigzag de algo invisible, que, imaginaba, había quedado atrapado en su interior. El regalo fue aceptado. Tras las largas negociaciones, Isabel e Ianopamoko fueron guiadas por los empinados peñascos a lo largo de un resbaladizo sendero de curvas muy cerradas, que en varias ocasiones giraba detrás del velo de una caída de agua cuya espuma caprichosa les regalaba arco iris del tamaño de libélulas.

En lo alto se apiñaban unas pocas chozas de barro y zarzos entrelazados, de baja altura para protegerlas del viento, en medio de un tipo de vegetación que Isabel nunca había visto: formas rechonchas, espinosas, nudosas y enjoyadas, que daban la sensación de haber sido trasplantadas desde jardines coralinos del fondo de un mar poco profundo, pero que habían arraigado solas en las grietas de una superficie de lava entrecruzada por resquebrajaduras. Isabel atravesó esa superficie como quien pisa pasaderas melladas o barras de pan de punta; la piedra era de un gris ceniciento, cocida en un fuego más antiguo que los océanos. Cuando levantó los ojos, vio en la amplia lejanía algo novedoso para ella, excepto en libros y revistas de moda y viajes: nieve, una blancura pura en los picos de las montañas, que a distancia eran azules como la cara inferior de las nubes. Con las monjas había aprendido suficiente geografía para saber que tenía ante sus ojos, en lontananza, las estribaciones de los Andes, y que en algún punto entre esas montañas y ella por fin terminaba Brasil.

Aunque había morado tres años entre indios y aprendido algo de sus lenguas y costumbres, para ella todavía manifestaban la torpeza de niños malhumorados, con su imprevisibilidad, mezcla de obstinada timidez y deseo enmascarado. Para quienes estaban a su merced la distancia capaz de provocar una chispa repentina entre la ayuda atenta y el asesinato parecía corta; un mundo totalmente distinto, cargado de electricidad psíquica, flotaba detrás de sus ojos almendrados y sus bocas mutiladas. Este asentamiento en la mesa era una especie de recinto catedralicio abastecido por el prado y el bosque, centrado en el chamán y su choza baja de forma ovalada. Isabel asociaba la seguridad a los emplazamientos religiosos; sin embargo era allí, donde tenía su eje un sistema invisible, el sitio en el que debía cuidarse de infligir una ofensa fatal. Se embarcó temerosa en su primera audiencia con el chamán.

La choza del chamán tenía la textura y la forma del nido de un hornero, y era tan baja que Isabel tuvo que agacharse para entrar. El humo le hizo arder los ojos y le enturbió la mirada. Un fuego aletargado, hecho con ramitas ahusadas y tarugos de un musgo que ardía con llama azul, descubrió paulatinamente a un hombre desnudo tendido en una hamaca colgada inmediatamente detrás de la fogata; su cuerpo era terso, con la panza hinchada, pero tenía la cabeza extrañamente aplastada, o menguada por su alto tocado vertical hecho con plumas de cola de papagayo. Llevaba toda la cara depilada, incluidas pestañas, cejas y sienes, pero encima de sus prominentes orejas se había dejado crecer unos mechones blancos semejantes a lacias plumas auxiliares. Alrededor de los tobillos llevaba bandas de grandes frutos secos triangulares y sostenía en una mano una enorme calabaza vacía del tamaño de un huevo de avestruz, que sacudía cuando quería subrayar algunos puntos de su elocución.

En cuanto la vio, el chamán cerró los ojos y agitó la maraca como si rechazara mirarla. Aunque Isabel se había acostumbrado a andar desnuda como los indios, en esta ocasión se había atado alrededor de la cintura una especie de pareo que ya había confeccionado —a fin de proteger sus piernas de espinas y picaduras de insectos cuando cosechaba alimentos para la casa de Antônio en los andurriales— con el vestido de seda azul marino estampado de florecillas rojas que antaño había usado con toda inocencia para visitar la casa de Chiquinho, otra ocasión en la que había querido presentarse favorablemente.

—¿Quién eres, Maira? —la saludó el chamán—. ¿Por qué perturbas mi paz?

Ianopamoko traducía las palabras del chamán al lenguaje híbrido que compartía con Isabel, y a menudo tenía que pedirle que las repitiese, dado que además de hablar un extraño dialecto era desdentado y llevaba en el labio inferior una serie de bruñidos tapones de jade que embozaban su pronunciación.

—Maira es el nombre que dan a un profeta similar al Jesús de los portugueses —explicó Ianopamoko a Isabel—. El chamán nunca ha visto a nadie de tu color y con cabellos como la luz del sol. El hombre blanco aún no ha hecho su aparición en este rincón del mundo.

Isabel recordó que Tristão había dicho desdeñosamente: «tu gente», lo que podía haber señalado el inicio de su intento de buscar un milagro.

—Yo no soy un profeta, sino sólo una mujer reducida a la desesperación que viene a implorar tu magia —dijo.

Ianopamoko tradujo; el chamán frunció el entrecejo y refunfuñó, al tiempo que se interrumpía a sí mismo con agitadas y prolongadas sacudidas de la maraca.

—Dice que la magia es cosa de hombres —susurró Ianopamoko—. Las mujeres son tierra y agua, los hombres, aire y fuego. Las mujeres son…, no estoy segura de la palabra que ha empleado, pero creo que significa «impuras», aunque también tiene el sentido de «tramposas».

A continuación Ianopamoko habló prolongada y directamente con el chamán, y luego explicó a Isabel:

—Le he dicho que has venido por el bien de tu hijito, cuyo padre es un hombre tan viejo que la pobre criaturita ha nacido sin el calor de una persona normal.

—¡No! —espetó Isabel a Ianopamoko—. ¡No estoy aquí por el bien de Salomão, sino por el de Tristão, mi marido!

El chamán paseó la mirada de una mujer a la otra; al percibir que llevaban distintos propósitos blandió indignado la maraca, mientras goteaba saliva de uno de los orificios de su labio inferior, del que se había desprendido un tapón de jade. Habló sin levantar la voz, obligando a las mujeres a inclinarse hacia su hamaca oscilante.

Agitada, Ianopamoko dijo a Isabel en un murmullo:

—Yo no le caigo bien porque soy una mujer de su misma raza. El no lo ha dicho, pero lo percibo. Me parece que ha dicho que en tu forma espiritual eres un hombre, de modo que está dispuesto a conversar contigo, pero sólo directamente.

—¡Yo no podría! ¡No me dejes con él!

—Debo hacerlo, ama. El chamán no simpatiza conmigo y la magia no tendrá lugar si estoy contigo. —Ianopamoko ya se había levantado sobre sus encantadoras y tersas piernas mientras el chamán gesticulaba y oraba, salpicando saliva, sacudiendo su maravilloso tocado de plumas—. Está pidiendo

cauim, petume e

iajé.

El

petume, descubrió Isabel, era un tabaco de extraño sabor, y el

cauim una especie de cerveza que sabía a anacardos. Al chamán le impresionó la masculinidad con que Isabel —como si recurriera a sus tiempos de estudiante en Brasilia— apuraba la cerveza e inhalaba el tabaco de una larga pipa que él le pasaba después de empeñarse, aparentemente, en soplarle el humo directamente a la cara; en cuanto comprendió que en realidad se trataba de una cortesía, ella empezó a soplar el humo hacia él. Un lustre vidrioso comenzó a revestir la visión de Isabel, con toques de luz que relucían aquí y allá en el útero de adobe de la choza, y se le ocurrió que la pipa contenía algo más que tabaco. Con toda probabilidad el elemento añadido era el

iajé. El anciano chamán —con su infantil cuerpo desnudo, aunque el pene decorosamente vestido con una funda entretejida, un dedal de paja a través del cual asomaba su prepucio como una pequeña y arrugada flor de cactus color ocre— no decía nada; se limitaba a observarla, cada vez más contento. Todo ese tiempo Isabel había estado acuclillada al otro lado del fuego, frente a él; sus ligamentos, estirados después de varios años entre salvajes y

bandeirantes, quedaban así cómodamente extendidos. En esa posición, el pareo no le cubría las partes bajas del cuerpo…, ¿pero por qué habría de ocultarlas? ¿Acaso no nos proporcionan nuestros momentos más gloriosos y nos guían a través de la vida hacia nuestro destino? Pero tal vez éste sólo era el reflejo de la embriaguez.

Cuando por fin el chamán tomó la palabra, milagrosamente Isabel lo entendió; algunas de las palabras musitadas se destacaban como faros brillantes de significado, y el sentido de la oración se deslizaba a través de los oscuros espacios intermedios. Algo en el humo había derribado la frontera que separaba sus mentes.

El chamán le dijo que tenía el corazón de un hombre.

—¡Oh, no! —protestó Isabel y, a falta de palabras, ahuecó las manos bajo los senos desnudos y los levantó ligeramente.

El agitó una mano a través de la bruma de humo y con la otra sacudió la maraca sin orden ni concierto. Afirmó que ella no deseaba curar a su hijo. ¿Cómo era posible? Isabel no conocía las palabras para señalar que el hijo le repugnaba, la avergonzaba. Entonces se decidió a reproducir la patética expresión floja de Salomão, los ojos en los que no brillaba una sola chispa. Pronunció la palabra que significaba «hombre» —con muchos agudos y terminada en

zep—, acarició su pecho con la mano plana y dijo:

—Tristão.

—Tristão copula contigo —dijo el chamán, que la había comprendido.

—Sí, pero no desde hace tres años —aclaró Isabel y con los dedos imitó graciosamente unos grilletes alrededor de su tobillo desnudo—. Los hombres malos han hecho de él un esclavo —agregó, vertiginosamente orgullosa de tan larga oración—. Es negro. —Temerosa de que no quedara claro esto último, dibujó en el aire el alto contorno de Tristão y levantó un trozo de carbón del borde del fuego. Además señaló hacia arriba del conducto para humos de la pequeña choza, donde centelleaban una o dos estrellas en un círculo negro, pues ya se había hecho de noche—. Su pueblo llegó desde el otro lado del gran océano, desde otra enorme isla más inmensa aún que Brasil, donde el sol ha vuelto negra a la gente.

—Maira, ¿qué quieres de mi magia?

Mientras ella se lo explicaba, los ojos sin cejas del chamán se agrandaron y se abrió su mandíbula desdentada, al principio sin comprender y luego comprensivamente. Por lo que Isabel entendió, el chamán respondió:

—La magia es una forma de adaptar la naturaleza. Nada puede crearse, porque sólo Monan es capaz de crear y hace mucho tiempo se hartó de hacerlo, al ver la inmundicia que hicieron los hombres de su mundo. La magia sólo puede trasponer y sustituir, a semejanza de las fichas de un juego. Cuando algo que está aquí se coloca

allá, es necesario colocar algo

aquí. Por cada beneficio hay un sacrificio en algún otro lado. ¿Entiendes?

—Entiendo.

—¿Estás dispuesta a sacrificar algo por ese Tristão?

—Ya lo he hecho. He perdido mi mundo. He perdido a mi padre.

—¿Estás dispuesta a cambiar tu identidad?

—Sí, si él sigue amándome.

—Seguirá follándote, pero de manera diferente. Cuando alteramos la naturaleza por arte de magia, nada permanece igual. Las cosas cambian. —Sus ojos habían vuelto a empequeñecerse y se veían de un rojo resplandeciente a causa del humo y el

cauim.

—Estoy dispuesta. Estoy ansiosa.

—Entonces empezaremos mañana, Maira. Lo que haremos debe hacerse a la luz diurna, a lo largo de seis días. —Su boca daba la impresión de moverse a la zaga de sus significados, que llegaban a la mente de Isabel mientras todavía la tenía cerrada—. ¿Cómo me pagarás? —le preguntó.

—Cuando abandoné mi hogar renuncié a muchas posesiones. Lo único que me queda es una pequeña cruz cubierta de joyas. La cruz es el símbolo de nuestro Dios. Significa al mismo tiempo la muerte dolorosa y la vida infinita. Por intermedio de esta señal mi gente está conquistando el mundo. —Con el carbón dibujó una cruz en la palma blanca de su mano y la alargó para que él la viera. El chamán cerró sus ojos fatigados, como si quisiera dejar fuera la mala suerte—. Vale muchos cruceiros —le informó Isabel.

—¿Qué es un cruceiro?

Isabel no supo cómo explicárselo.

—Papel que usamos para comerciar, en lugar de conchas y resinas.

—Cogeré

eso. —Señaló el anillo con el sello DAR.

—No, por favor, me lo regaló Tristão para comprometerse conmigo.

—Entonces es bueno, contiene los espíritus de vosotros dos. —Alargó la mano, la hamaca se meció hacia atrás, hizo el ademán de abrir y cerrar el puño que no necesitaba de la mediación de ninguna droga para ser interpretado como: «dámelo».

Desconsolada, Isabel se quitó el anillo y lo depositó en la mano ahuecada del chamán. Le pareció que éste tenía la palma febril, como la de sus hijos cuando los gérmenes de un resfriado, el sarampión o la tos ferina los habían penetrado y las células de sus cuerpecitos presentaban la batalla. Como si le hubiesen arrancado una muela, supo que nunca recuperaría lo que acababa de entregar. La vida nos despoja de nosotros mismos, trocito a trocito. Lo que queda es otra persona.

—Para que el tratamiento prenda, tienes que conocer mi nombre. Me llamo Tejucupapo.

—Tejucupapo.

—El tratamiento te cambiará.

—Estoy en tus manos, Tejucupapo.

—Tienes el gran espíritu de un hombre. La furia de un guerrero para vivir. No como esa tierra que te acompaña. Ella pronto morirá.

—¡No…, no, mi querida Ianopamoko! ¡Ella que se ha comportado siempre extraordinariamente bien conmigo!

Tejucupapo masculló, empujando los tapones de jade contra la encía inferior:

—A ella le proporciona un placer sensual ser buena. Rendirse a ti. De esa forma se complace a sí misma. Percibe al hombre que hay en ti y… —agregó el chamán. De hecho, le dijo: «tú te la follas»; a continuación lanzó un escupitajo tan imponente que el fuego perezoso gimió y emitió una débil nota aguda.

No obstante, Ianopamoko estuvo involucrada en los tratamientos mágicos que implicaban pintar todo el cuerpo de Isabel con un tinte negro llamado

jenipapo. La pintura no podía frotarse en gran cantidad y debía aplicarse esmeradamente con esos diseños de encaje de líneas de puntos y curvas en S que sólo las indias saben inscribir con la correcta simetría secreta y el orden propicio. Mientras Ianopamoko cubría la radiante piel blanca de Isabel, unas jovencitas de la comunidad mesetaria la asistían, empleando pequeños pinceles hechos con cerdas de carpincho encajadas en palitos de bambú partido. Tejucupapo soplaba el humo tibio del

petume sobre los dibujos para hundirlos en profundidad, dotándolos de la impronta indeleble de la creación de Monan. Isabel reprimía la risa al sentir la caricia de los pinceles y notar las nubes cálidas del aliento ahumado de Tejucupapo cuando soplaba incluso sus grietas más íntimas.

Mientras le hacían cosquillas, Isabel se asombró al ver las mejillas de Ianopamoko brillantes de lágrimas como el rostro de la meseta. Ianopamoko la había amado tal como era anteriormente. De noche, Isabel procuraba transmitirle que por dentro no había cambiado, y le hacía el amor con mayor insistencia que antes y con brusquedad masculina, pues la exquisita india no vibraba con la misma facilidad que antaño. Su extraña blancura había formado parte de su encanto para Ianopamoko, comprendió Isabel, y se sintió insultada. Sólo Tristão amaba el yo interior a su forma exterior.

Mientras estaba absorta por la bruma de las horas en que la pintaban, fumando la mezcla de

petume e

iajé para comprender las palabras del chamán, éste le hablaba —entre largas y tibias exhalaciones de humo— de tiempos legendarios en que la tierra estaba casi desierta, tan poco hacía que la había creado Monan. Los hombres se movían como pequeños bultos formados por acáridos excrementicios a través del suelo trillado de una casa comunal con tejado de estrellas, que entonces ardían con más brillo. Una generación sucedía a otra, siempre en movimiento hacia la caza renovada, hacia espacios donde la tierra aún no estaba fatigada. La caza era poderosa: caballos de barba bajo el pescuezo y árboles de hueso en la cabeza, animales de pelo largo que cogían a la presa con el morro y cuyos dientes curvos se cruzaban delante de sus bocas. En su avance constante hacia el horizonte, la caza condujo a los hombres a través de tierras estrechas, con aguas a ambos lados…, mares que no había creado Monan, sino residuos de la lluvia que había empleado para apagar la gran hoguera de su cólera con los hombres anteriores a Irin-Magé, el padre del primer Maira. Esos hombres no eran exactamente hombres, aunque se designaran así. El fuego se llamaba Tatá. Las aguas recibían el nombre de Aman Atoupave. Monan había puesto al hombre en la tierra para que lo alabara y le agradeciera su existencia, pero lo único que aquél quería hacer era beber

cauim y copular. La nueva tierra era vasta, pero los hombres la agotaron, matando la caza, aniquilándose entre sí y olvidando a Monan. Llegaron a otro paraje estrecho entre infinitos fragmentos azules de Aman Atoupave. Los hombres cruzaron esas aguas y no apareció nadie que los combatiera. Había muchos árboles altos en el nuevo escenario, animales llamados perezosos que permanecían arrollados y colgados de las ramas durante toda la vida de un hombre, enormes armadillos con piedras en el rabo y pececillos en los ríos capaces de comerse una vaca sin darle tiempo a gritar de dolor. Los hombres fueron filtrándose entre los árboles. Cazaban y pescaban. Azadonaron mandioca, extrajeron medicinas de los árboles y entretejieron vestimentas con plumas. Aquí tenían paz. Aquí tenían espacio. Aquí los hombres eran felices. Monan había inventado a la mujer en un emplazamiento anterior. Luego en este lugar concedió al hombre su última bendición: inventó la hamaca. Sólo Tupan, que atronaba invisible en los cielos, y Jurupari, que se escabullía sin ser visto en el bosque con su olor fétido, recordaban al hombre el tiempo y el hecho de que todo cambia.

Todas las mañanas repetían el proceso, siempre con diferentes diseños, para terminar de cubrir los intervalos menguantes de piel clara. Tras cada pasada penosa, Isabel quedaba más súbitamente cubierta con el color del

jenipapo; el séptimo día había adquirido un marrón negruzco —más oscuro que los granos de café, pero más claro que el café fuerte— en todo el cuerpo salvo en las palmas de las manos, las palmas de los pies, la piel de debajo de las uñas y el interior de los párpados. Isabel se asombró al descubrir que hasta los labios de su vagina habían adquirido el matiz púrpura del

jenipapo. Su carita simiesca, con los labios salientes y el tabique de la nariz deprimido, ahora mostraba más plena, más abiertamente, su alegría maliciosa. Su cabellera de platino había sido frotada tan a menudo con goma negra, mechón a mechón, que se había vuelto más espesa y con rizos apretados. Con su nueva piel de ébano, el cuerpo mostraba la nudosa musculosidad que le habían procurado sus labores como tercera esposa de Antônio: una extensión de hueso curvo, una tensión abultada de nalgas, pantorrillas y pechos, que apretaban contra el espacio y deseaban andar a zancadas, moverse, rodar. Desnuda, parecía menos desnuda que antes. Llevaba puesto un reverbero, una bruñida capa delgada y flexible con apariencia de metal oscurecido por el proceso de galvanoplastia. Le habían cortado los cabellos que antaño le caían lacios por la espalda, para formar un cojín alrededor de su cráneo, vertical como el tocado de plumas de

papagaio de Tejucupapo. Ahora se parecía más al guerrero que, según el chamán, su sexo ocultaba.

Sus ojos seguían siendo de un gris azulenco. El chamán le dijo:

—Los ojos son la ventana del espíritu. Cuando tu alma se vuelva negra, tus ojos también se transformarán.

Al partir, Tejucupapo le advirtió:

—Ahora te tienes que buscar un protector. Ya no eres Maira. Tu piel ha dejado de ser mágica.

—Tejucupapo, ¿estás seguro de que

tu magia ha funcionado… en todas partes?

Isabel titubeó antes de hablar, delante de Ianopamoko, del milagro que había pedido. Pues sabía que ella no lo aprobaría.

Tejucupapo leyó sus pensamientos. Cansinamente suspendido en la hamaca, con el aliento fétido por el

cauim y el tabaco rancios, agitó la maraca.

—Te he dicho que cuando algo que está allá se coloca

aquí, algo que está aquí tiene que colocarse

allá. —El chamán parecía un viejo salvaje triste, ocioso y derrotado.

—Antes de separarme para siempre de ti, Tejucupapo, te ruego que escuches mi última pregunta. Tu pueblo sufre. Les roban y los violan, tribus enteras perecen. En última instancia las armas del hombre blanco y las enfermedades llegarán incluso a esta mesa, trayendo consigo el cristianismo y la esclavitud. ¿Por qué razón tu magia y la de los demás chamanes no hacen nada contra esta corriente?

El mago habló con Ianopamoko, tan rápido que Isabel no pudo entender lo que decía; ambos indios rieron en su estilo pueril, girando la cara para ocultar las membranas de la boca. Con su suave voz, Ianopamoko interpretó:

—Dice que el pasado no puede modificarse, que el pasado y el futuro son como las raíces y las ramas de un árbol sólido. Dice que la magia sólo es buena para el ñuto en el instante en que está cayendo.

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