Brasil

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La comida de Brasil a mí me gustó, como me gustan casi todas las del mundo. Les gusta comer un plato único, que es bien grande y tiene varias partes. Se suelen echar un buen cucharón de alubias para empezar, ya sea feijoada o alubias blancas, luego añaden algún filete y ensalada o verduras hervidas. Se echan también a un lado arroz blanco, que hace como de pan. Les gusta también la yuca, que es un tubérculo largo, seco y duro como la madera, que rayan y comen en polvo mezclado con las alubias. Para beber, toman agua o algún refresco. Se cuidan bastante, les gusta tener el abdominal marcado. Tampoco es que, con aquel calor, yo tuviese demasiada hambre. Mi plato pesó medio kilo y me cobraron veinte reales (unos 6€ al cambio de aquellos días).

Había unas muchachas mulatas, muy dóciles, haciendo el “atendimiento”. Vestían con un uniforme rojo y negro, con un sombrerito de ala ancha. Tenían esa docilidad del esclavo, con una paciencia infinita, y siempre ponían buena cara. Podría España importar a alguna de estas trabajadoras, y así equilibrar un poco el desparpajo que se gastan por aquí.

Al día siguiente volvimos a la favela a realizar varios papeleos. Buscábamos el despacho de un abogado, que estaba cerca de las torres, aunque en una casita de planta baja. En principio, aquello era el barrio noble, con árboles en las aceras y una mayor densidad de coches aparcados. Había incluso una casa de dos plantas algo más decente, con antena parabólica y unas rejas rojas, que tenía colgado un gran cartel con la cara del “diputado estadual” Carlos Geilson. Se supone que él vivía allí. La calle era tranquila y bastante solitaria.

El despacho se llamaba Pimentel & Vidal y creo que hablamos con Vidal, más que con Pimentel. Era un tío más bien joven, blanco, con la nariz semítica y el pelo rizado. Iba con una camisa blanca de manga larga. Tenía en su despacho varias estanterías con carpetones, papelajos y libros viejos. Trabajaba con un portátil en una gran mesa de madera, muy vieja. En el techo tenía un ventilador de grandes aspas, y en el suelo las baldosas desgastadas se movían al pisarlas. Era el tipo de picapleitos que alguien buscaría para un juicio contra su ex empresa, que fue lo que hicimos. Se firmó un contrato para darle una quota litis si conseguía la indemnización.

Cuando salíamos entró un negro gordo y grandullón, sudado y con traje de chaqueta, que nos saludó muy oficialmente y se metió en su despacho. Creo que éste era el otro socio.

Luego fuimos a solicitar un certificado académico a una zona más sórdida. Parece que el ayuntamiento hace un poco como aquí, que coloca algunas instituciones oficiales en zonas degradadas para intentar reactivarlas. En este caso, era la oficina de gestión académica de la UEFS (Universidade Estadual de Feira de Santana).

La oficina era nueva y estaba cerrada con llave. Tenías que llamar y, según tu pinta, te dejaban entrar o no. Alrededor había varios establecimientos muy divertidos. Uno se anunciaba como “panificadora, bar y mercado”. El otro era una carnicería bastante grande, que anunciaba sus carnes en un mostrador refrigerado. Más atrás había un bar terraza. Toda la zona estaba adoquinada y parecía bastante tranquila. Estuvimos discutiendo con las funcionarias acerca de unas titulaciones y unos papeles, pero nada se arregló.

Luego quería yo pasar por el taller para arreglar la dirección del Celta. Nos acercamos a un taller, en el centro de la ciudad. Era un local grande y viejo, con las paredes sucias y unas pilas de neumáticos usados. Tenía la misma pinta que los talleres españoles hace treinta años. Una cosa curiosa era que los coches no eran tan viejos como las viviendas. La gente parecía poner su dinero en su coche y meterse a vivir en cualquier zahurda, tal vez con la idea de pasarse el día fuera de casa. Tenían Chevrolet, Ford, Volkswagen y algún Fiat. Dicen que los coches allí, por los impuestos, cuestan casi el doble que en Europa, pero esto les parece dar igual a algunos. En el taller nos atendieron rápido y nos dijeron que volviésemos en cuarenta y cinco minutos.

Nos pusimos luego a pasear entre el ruido, los atascos y las tapias desconchadas, con carteles que anunciaban fiestas y disco-móvil. La diversión allí parecen ser las fiestas tipo reggaeton al aire libre, con unos buenos bafles, un gran surtido de cachaza y un montón de mulatas que mueven el culo medio desnudas mientras los maromos de las chanclas van bailoteando con los brazos tatuados. En cada fiesta, obviamente, había que pagar entrada, pero ir y no follar estaba mal visto. Había una que se anunciaba como “A Noite dos Putões”, en la que se hacía una llamada a todos los “putones” de la ciudad, mostrando en el cartel el dibujo de una muchacha con unos pezones enhiestos que querían romper el sujetador.

El puterío allí es algo que llevan con orgullo, como parte de su identidad. Parece que hay en las afueras, conectado con la autopista, uno de los mega puticlubs más grandes de Brasil, donde trabajan un montón de respetables madres de familia conocidas por todos.

Yo seguía acalorado y algo asqueado. Entre la gente que nos encontrábamos, algunos tenían aspecto normal, pero la mayoría por sus pintas entrarían en España en la categoría de carne de presidio. Tíos flacos como cañas, con una camiseta de publicidad de negocios locales. Camiseta para todo el año, que si se la quita se tiene sola en pie. El pelo como esparto, con polvo de hace semanas. Había también un montón de mendigos.

Fuimos a lo que allí llaman el Feiraguay, el mercadillo de importación del Paraguay. Todo era un puro contrabando. Se decía que era el lugar para ir a recomprar tu propio móvil después de que te lo robaran (procurando no preguntar de dónde lo habían sacado).

Luego, cansado ya de caminar, decidí meterme en un hospital, pensando que habría aire acondicionado. No había más que moscardas revoloteando a los heridos y un ventiladorcito al fondo. Las paredes las habían pintado de verde con un rodillo y el mobiliario era también cochambroso. La gente salía escayolada de mala manera, mientras otros esperaban para saber algo de sus familiares.

Volvimos luego al taller y nos entregaron el coche en perfectas condiciones. Cobraron unos veinte euros al cambio.

Fuimos a hacer algunas gestiones bancarias y luego comimos en uno de los hoteles finos del centro. Allí estaban otra vez los blancos, aún mejor vestidos, con su mocasín lustroso y sus pantalones de tergal, casi todos más jóvenes que yo. Era, otra vez, un bufete de comida a kilo, con ensaladas, todo tipo de alubias, arroces, carne de buey a la brasa (hecha en el momento), dulces, frutas y mucho más. No le tenía nada que envidiar al Boi Preto de Salvador, aunque su precio era una cuarta parte. Todo el mobiliario estaba nuevo y muy limpio. Las paredes eran acristaladas, unas daban a la calle y las otras a un jardín interior muy bien cuidado. Había unos modales suaves de oligarquía colonial, unas chicas maquilladas, con sus caritas delgadas y sus finos hombros al aire, cortando modosamente su filete y masticando bocaditos pequeños. Llevaban vestidos de tirantes de Zara o H&M, pulseritas doradas y tacones de aguja. Los hombres, en camisa de manga corta y con unos gruesos relojes de metal, comían con seriedad, casi todos solos, echaban el agua mineral en sus copas y consultaban en su iPhone los últimos mensajes. Algunos llevaban gafas de pasta y tupés engominados.

Luego, de vuelta al calor y al caos circulatorio, nos desplazamos al centro comercial para sacar efectivo de uno de los cajeros del Banco do Brasil. Había diez o doce cajeros uno al lado del otro, y en cada uno la cola era de más de diez personas. Son unos cajeros muy avanzados, que en España sólo he visto en el BBVA. La gente realiza allí todas las gestiones, ya sean pagos de recibos, ingresos o transferencias. Casi nadie sacaba efectivo. Pasar al interior de la oficina para realizar aquellas gestiones implicaba soportar dos horas de cola. Parece que, o no había suficientes cajeros en el resto de la ciudad, o aquel era el único sitio en el que había una mínima seguridad de no ser asaltado.

Por la noche cené una pizza en la habitación del hotel.

Al día siguiente, fuimos a hablar con otro abogado, que además es dueño de un periódico. Aparcamos en una plaza adoquinada, en doble fila. Aquello era el mismo centro de la ciudad. En un lado de la avenida, un mulato andrajoso y con manchas de grasa iba poniendo conos en los aparcamientos libres para quitarlos cuando alguien le pagaba. En el otro lado, un negro hacía lo propio, pero aparentaba menos agresividad, aunque físicamente era un armario. Éste era el gorrilla más avanzado que yo he visto, porque estuve allí más de una hora dentro del coche y pude comprobar que cobraba a los clientes al ir a recoger el coche en función del tiempo que habían tardado. Varias veces me indicó con el dedo un sitio libre y le respondí que no con la cara un tanto avinagrada. Quería ver si me amenazaba o me sacaba la navaja y yo le tiraba con el espray. Pero él respondió amablemente y alquiló el sitio a otro conductor.

En realidad, la zona que ocupaba el negro era mucho más lucrativa que la del mulato porque daba a las tiendas. No sé si en algún momento se la habían disputado a golpes, como el harén de un gorila. Tampoco sé si ahora mismo ya otro negro aún más fuerte lo ha desplazado, o directamente ha pasado a engrosar la estadística de los 500 asesinatos anuales. También estuve de pie fuera del coche, mirando alrededor sin nada que hacer, y vi que los viandantes me tenían miedo, como si estuviese yo tramando algo. Había un hombre intentando dormir dentro del coche que, al notar mis miradas y mi cercanía demasiado prolongada, fue poniéndose nervioso hasta que arrancó el vehículo y se marchó.

Me cansé luego de esperar y fui a llamar a la redacción del abogado. Estaba muy cerca, doblando la esquina, en una avenida ruidosa y contaminada en la que se mezclaban los que esperaban el autobús sentados en una herrumbrosa parada y los que pedían limosna acurrucados en la acera. Hablé con él un poco. Era blanco, alto y simpático, un emprendedor que se creía un seductor. Había algo un poco bobo en él, o tal vez estaba nervioso por tratar con un europeo. Estuvo contándome historietas y anécdotas. Hablaba con un cierto desprecio de la ciudad y su corrupción política. Yo no creo que allí el negocio de la prensa local fuese más limpio que todo lo demás.

Me dijo que la mayoría de la población nunca había salido de la ciudad, eran brasileños que no habían visto el mar. A mí me parecía increíble que alguien tuviese aquello como único mundo conocido.

Nos despedimos de él y salimos de regreso a Praia do Forte. Quise parar a comer en un área de servicio en la autovía. Tenían allí comida a kilo, con bastantes moscas, y una parrilla en la que iban asando carne. No había aire acondicionado y comí el medio pollo con patatas sudando y pegando tragos de agua. De vuelta a la autovía, en quince minutos tenía unos retortijones insoportables y paré en otra gasolinera. Estuve en el retrete más de media hora y luego, cuando ya me había limpiado, tiré de la cisterna y vi mis excrementos girando en el sentido de las agujas del reloj.

A mí Brasil ya me estaba cansando.

Nos adentramos luego por la misma carretera secundaria. En varios lugares encontramos a grupos de niños que estaban con unas palas fingiendo que tapaban los agujeros y nos pedían dinero. Cierto es que no nos impedían el paso. También era evidente que los agujeros, más que taparlos, los abrían para obligar a los coches a detenerse.

Más adelante, a la salida de una gran rotonda, con doble carril, encontramos a un individuo descalzo, con camisa de manga corta y pantalones largos (que no eran de su talla), poniéndose como un suicida delante de un trailer, que tuvo que dar un frenazo. Se puso a gritar con la mano levantada y acabó parando toda la fila de vehículos. El camión incluso intentó hacer marcha atrás pero los turismos de detrás le pitaban. Yo intenté arrimar el coche al arcén para que no me aplastase. Al final no hubo marcha atrás. Entre pitos y protestas el hombre (con pinta de indio) se acercó a la ventanilla del camión y entregó o recibió algo.

Por más vueltas que le doy, lo único que se me ocurre es que aquel maleante vendía droga y había ya contactado con el conductor del camión. También es posible que simplemente dijese que le diesen dinero o se echaría bajo las ruedas. Claramente, no tenía ningún arma.

Lo siguiente que vimos fueron los ladrones de gasoil. En un pueblecillo de favelas llamado Candeias estaba yo en un semáforo detrás de un camión y vi cómo rápidamente saltaron cinco jóvenes negros con unas garrafas, que abrieron los depósitos del camión y se pusieron a succionar con unas pequeñas bombas. Antes de que la luz cambiase a verde (lo tenían bien sincronizado) estuvieron las garrafas llenas. El conductor del camión no se enteró o no se quiso enterar. Tampoco se le había ocurrido poner llave en los depósitos, como se hace en España. Simplemente, según luego me comentaron, repercuten la pérdida en el precio al cliente y se quedan tan anchos. Tienen todos una indolencia y una despreocupación que yo no consigo entender.

Lo siguiente que encontré fue una macumba, un hechizo del Candomblé. Era un tubérculo del tamaño de un calabacín, de color marrón, horneado y atravesado con 45 palillos largos. Lo habían dejado en un plato sobre sal gruesa en el arcén de la carretera. Parece que son promesas u ofrendas destinadas a purgar los pecados o desatascar los canales de energía.

Llegamos por fin de vuelta a la posada. Había pasado ya una semana en Brasil y pensaba que tenía bastante. Consideré seriamente cambiar la fecha del vuelo y ahorrarme más sudores. Finalmente no lo hice, pero sí que decidí cambiar inmediatamente de alojamiento y encerrarme en una habitación con aire acondicionado.

Me duché e intenté dormir la siesta. El sol entraba por la ventana y sólo encontré para taparla una bandera de Brasil. La miré de cerca y vi que en la bola central había escrito: “orden y progreso”. Hubiese sido de mal tono poner “sexo y violencia”.

 

 

 

 

 

V

De vuelta a la pequeña aldea, que yo empezaba a ver como una isla afroalemana en una inmensidad de caos y desorden, quise aprovechar para visitar bien todas las callejuelas antes de marcharnos a otro lugar. Había dejado de llover y la temperatura se mantenía sobre los treinta grados. Estuvimos paseando en domingo a mediodía. Había muchos turistas de otras ciudades, que habían tomado vuelos de tres y cuatro horas para pasar allí el fin de semana. Se suelen alojar en los resort con todo incluido y pasan el tiempo tumbados en la playa o tomando zumos en las terrazas. Las calles adoquinadas estaban llenas, sobre todo al final de la calle principal, donde unos inmensos árboles tapan casi todo el sol y hay una plazoleta con unos bancos de madera.

Encontramos a una especie de sacerdote del Candomblé, que ellos llaman “padre de santo”. Llevaba un trajecito verde y blanco con unas borlitas azules, lleno de ranuras para dejar pasar el aire, un gorrito blanco parecido al de los marroquíes y unas chanclas viejas. Pasaba, por veinte reales, unas hierbas por la cabeza que purificaban las energías. Al final del viaje tendríamos un largo encuentro con él.

Se mantiene en el pueblo una rudimentaria industria pesquera, con una especie de cayucos que dejan encallados directamente en la playa. Hay también otros barquitos pequeños que flotan anclados frente a la playa (y a los que acceden a nado). Otros, los más pobres, pescan con caña. Había unos que nadaban cien o doscientos metros mar adentro, con sus cañas y sus macutos, hasta encontrar unos arrecifes que les permitían ponerse de pie y pescar. Luego volvían, cogían su bicicleta y llevaban el género a los restaurantes, que ya les habían apalabrado la compra. Todo allí transcurre lentamente y con un aire festivo y de domingo, sin ninguna preocupación. Estuvimos observando todo el movimiento y bebiendo agua de coco, que vendían en un chiringuito por cinco reales.

Había en aquella plaza una capilla cristiano-candomblé. Seguramente fue construida por cristianos y luego fue adoptando el llamado “sincretismo”. Estaba pintada de blanco y azul, con un bonito campanario y una gran cruz de madera (también pintada de azul) en la fachada. Al lado, en una tiendecita, vendían figuras de los santos, sobre todo de Iemanjá, que es la diosa de las aguas y la madre de todos los orixás. Se representa como una mujer joven con los cabellos muy largos y los pechos al aire, negra como el carbón.

Fuimos luego a visitar un parque acuático dedicado a las tortugas. Praia do Forte es uno de los muchos lugares de aquella costa en el que desovan las tortugas marinas. Parece que se dejan caer por la playa por la noche, hacen unos hoyos en la arena, dejan sus huevos y se marchan. Unas semanas después salen las crías todas de golpe y corren hacia el agua. Hay gente de allí del pueblo que asegura haber estado con la toalla tomando el sol y de repente haberse visto rodeado de cientos de tortuguitas.

En este parque acuático suelen tener algunas tortugas de muestra, sobre todo las que encuentran heridas y quieren dejar que se recuperen. Hay también otros animales del Atlántico, como mantarrayas (que toqué con la mano) o incluso un tiburón de una especie no carnívora. También me llamaron la atención unos rapes gigantes, que tienen como cincuenta veces el tamaño de los de aquí. Estuvimos incluso en una especie de sótano refrigerado en el que guardaban a oscuras unos acuarios con el agua muy fría, por debajo de diez grados, donde había unos crustáceos grandes que solían habitar en las profundidades. A muchas de las personas que fueron invitadas a meter la mano les causó más sorpresa e impresión la frialdad del agua que aquellos bichos antediluvianos.

Al día siguiente, nos pusimos a buscar otro alojamiento. Yo arrastraba falta de sueño y estaba ya algo aplatanado y con poca hambre. Estuvimos mirando bastante por todas partes. Primero fuimos a un condominio de la población cercana de Guarajuba. Estos condominios son urbanizaciones cerradas con fuertes controles de entrada, con personal de seguridad con uniformes paramilitares, armados hasta los dientes y con chalecos antibala. Iban con unas botas relucientes, unos pantalones caqui recién planchados y unos fusiles de asalto de gran calibre. Nos los encontramos ya de noche, en uno de los accesos, con sus casetas, sus camaritas y sus barreras de entrada. Había un paso para residentes y otro para visitantes. Mientras dos nos atendieron desde la caseta, tres o cuatro más nos observaban, con los fusiles bien preparados, cincuenta metros más adelante. Nos dejaron pasar sin problemas. Aquella zona, alejada de núcleos urbanos, tiene aspecto de ser tranquila y no sufrir apenas delincuencia. Yo no sé si sobreactuaban un poco para que el turista se sintiese más protegido o simplemente usaban la técnica de la disuasión.

Una vez dentro, preguntamos en un hotel que estaba completo, aunque nos indicaron la dirección de otro con plazas libres. No nos gustó el otro hotel y decidimos pasar otra vez por uno de los que ya habíamos visitado, el que tenía los cocoteros y las cabañas independientes, que estaba también en aquel complejo.

Una de las cosas que recuerdo de aquel día fue lo rápido que se hizo de noche. El calor y el sol me daban la sensación de estar en el mes de julio, pero en realidad el día no era más largo que la noche. Cuando caía la tarde mi ánimo estaba más a finales de octubre. Además, cuando se ponía el sol, como se conoce que llevaba más velocidad, caía a plomo. El crepúsculo duraba muy poco.

Recogimos nuestras cosas en la posada (de la matriarca cancerosa no me quise despedir) y nos instalamos enseguida en nuestra cabaña, que tenía dos camas, un cuarto de baño grande, televisión y una neverita. Y sobre todo aire acondicionado. Había en la puerta una terracita con una mesa de mimbre y cuatro sillas. Nos dijeron que éramos los dueños y que podíamos traer nuestra propia comida. Incluso nos dejaron una parrilla eléctrica para cocinar. Tenían todas las cabañas acceso directo a la playa, simplemente se caminaba un poco por el césped y se llegaba a la arena. No era una playa privada, pero allí son tantos los kilómetros de playas que es raro encontrarse a alguien.

Por la mañana estuve mirando los cocoteros que nos rodeaban. No son igual que las palmeras del Mediterráneo. Tienen unos troncos muy largos y delgados que no es necesario podar. Las ramas se les van cayendo, al igual que los cocos, que pueden recogerse y partirse para beber el agua. Vi también que había, en el paseo, un vigilante armado dentro de una caseta.

En el mar, de lejos parecía haber unas inocentes olitas, pero al acercarme vi que tenían la altura de una persona. Siempre hay ese tipo de olas, si alguien quiere bañarse debe nadar a través de ellas. Yo quise hacer la gran machada y me fui nadando más al fondo, pensando que allí apenas tendría que flotar, hasta que vino una de las grandes, en forma de tubo, que por su tamaño rompió bastante antes, y se me cayó medio Atlántico encima. Me arrastró como si fuera un papel más de diez metros. En un momento no sabía si podría salir a flote o tenía sobre mi cabeza cinco metros de espuma. Lo cierto es que salí con facilidad, pero empecé a tenerle más respeto al océano.

En el hotel también había una piscina y allí pasé bastantes más horas. Estaba yo solo, con la antigua barra al nivel del agua para servir las bebidas (ya desvencijada), las sombrillas de mimbre, las tumbonas de plástico, la extensión de césped y varios árboles muy grandes que me hacían sombra. Oía a veces los gritos de los macacos y los graznidos de algunos pájaros extraños. Había unos de plumaje negro parecidos a los tordos, aunque más gruesos y con la tripa amarillo fluorescente. Había también, al atardecer, nubes de hormigas voladoras y unos mosquitos grandes como abejorros que me acribillaban cada vez que salía del agua. Allí empecé a estar más calmado, a notar la magia del trópico y la libertad. Nadie sabía que estábamos allí porque no habíamos dado nuestro nombre ni recibido factura. Podría, si hubiese querido, aprender a pescar en los arrecifes como aquellos jóvenes, construirme una barraca con cuatro cañas y no volver nunca más a Europa. Toda mi vida de España, todas mis ambiciones, fracasos y preocupaciones parecían algo lejano e irreal. Estuve haciendo largos horas y horas, con las gafas de sol puestas, mientras la piel se me iba tostando. Por la noche, me dejaba flotar y miraba las estrellas, mientras la brisa caliente me traía el rumor del mar.

El desayuno se daba en un mirador, al que se llegaba por unas escalerillas de madera. Aunque estábamos nosotros solos, nos lo preparaban igual. Había varias jarras con zumo de mango, papaya, maracuyá y sandía. A algunos había que echarles azúcar. A mí me gustaban, pero me obligaban a ir al retrete inmediatamente.

Estuvimos hablando un rato con la gerente del hotel. Era una mujer rubia y gorda, como una norteamericana. Nos dijo que el dueño de aquello era su hermano, que tenía negocios mucho mayores, sobre todo la concesión de una presa hidroeléctrica en el Amazonas, que había conseguido gracias al enchufe político. Nos dijo que había llegado en esos días otro español que pretendía quedarse un año entero, pero le había tenido que decir que no porque su hermano tenía planes de derribar todo el hotel y construir viviendas de lujo. También dijo que el español era un pintor que pretendía pasar el tiempo pintando las playas y la selva y luego volver a España a vender los cuadros. Luego nos dijo que llevaba ya tiempo aburrida por la escasez de clientela y que estaba deseando marcharse a hacer otras cosas. Los empleados estaban ya sacando las neveras y los pocos muebles de las cabañas sin ocupar para venderlos en un mercadillo. Probablemente, cuando escribo esto, ya el hotel no exista. Antes de volver a la piscina, nos dio una hamaca de henequén para colgar en unos ganchos de la terracita. Yo colgué la hamaca y estuve leyendo unos libros de Peter Drucker, que tenía en aquel tiempo en mi Sony PRS-300.

 

 

 

 

VI

Otra de las visitas que hice fue a un lugar histórico, una especie de castillo de piedra en ruinas y carbonizado. En su placa conmemorativa reza:

“La fundación García devuelve a la población brasileña una parte de la historia del Brasil: la restauración de la casa de la Torre de García de Ávila”.

Esta “torre” no es ni más ni menos que una especie de lonja de negros, el lugar en el que, durante los siglos XVI, XVII y XVIII los descargaban y los subastaban. Se vendían en el momento y los trasladaban a los diversos latifundios. Inmediatamente, volvían a salir los barcos para cargar más. A este lugar llegaban poco más de la mitad de los que salían, porque morían durante el viaje y los iban tirando al mar. La mortalidad de estas personas se calculaba en función de la rentabilidad: si cargar más y asumir esa mortalidad era más rentable que cargar menos y tener menos mortalidad, se cargaba más. Se tenía la idea de que la mortalidad era, en cierta medida, positiva porque seleccionaba a los más fuertes. Los criterios que guiaban aquel negocio serían ahora mismo ilegales hasta para una granja de pollos. Esa es la “parte de la historia” que reclama la placa.

Como es lógico, a aquel lugar le han metido fuego más de treinta veces. Yo lo pongo al nivel de los muros de Auschwitz. Mostrar eso como atractivo turístico y encima cobrar la entrada no sé qué sentido pueda tener. Ni derruyéndolo completamente y convirtiéndolo en arena podría limpiarse el karma una nación fundamentada en la violencia y el tráfico de seres humanos.

Había también una capilla muy bien adornada, porque siempre ha sido afición de los genocidas rezar mucho. Las capillas y las cruces sirvieron para limpiar las conciencias de los portugueses, los peores negreros que el mundo ha conocido.

En ese lugar entendí las malas miradas de la negra de la posada. La versión que en la educación primaria se les ha vendido es que los europeos estuvieron esclavizando, pero que luego, por suerte, fueron expulsados y Brasil les dio a los negros la libertad y la partida de nacimiento. En realidad, los descendientes de los negreros aún se encuentran allí. Los europeos en América han tenido la mala costumbre de quedarse y no volver.

Estuve recorriendo aquellos muros, por los siniestros salones y las desgastadas escaleras. Se podía ver el Atlántico por la ventana, a pocos metros. Podía sentirme por un momento como uno de los esclavos, mirando el mar que tanto he conocido desde la otra orilla, esperando a ser subastado y usado como animal de carga, sin ningún derecho humano. Una cosa que me pregunto es si yo hubiese tenido el arrojo de morir matando antes que someterme de por vida.

Una cosa que no explicaba la placa, y que se comenta poco en la historia de Brasil, es que muchos consiguieron escapar. Se zafaron de sus captores y se echaron a la selva, más que al monte, y formaron los kilombos. Algunos llegaron a tener administraciones paraestatales y a lanzar campañas para liberar a muchos de sus compañeros, llegando a infligir duras derrotas al ejército portugués. El más famoso de los kilombos fue el llamado Kilombo de los Palmares, fundado en Pernambuco, no muy lejos de allí, por el gran Ganga Zumbi. Este hijo de una princesa africana escapó de los negreros hacia 1600 y, junto a otros esclavos cimarrones, cohesionó varios campamentos dispersos y los dotó de una organización militar y administrativa similar a la de los reinos africanos. Llegó a controlar una región de 600.000 km², con una población de más de 20.000 negros libres de esclavitud. Su kilombo le sobrevivió a él y se extendió hasta 1710. Al final de su vida, el gobierno portugués le reconoció su libertad a él y a todos los suyos, pudiendo vivir y moverse libremente por Brasil. Fueron los primeros negros libres que el Estado brasileño reconoció.

Pero lo más sorprendente es que los kilombos aún existen, concretamente los hay reconocidos en veinticuatro estados brasileños, y no se descarta descubrir más. Sólo en el estado de Bahia se han registrado de 300 a 500. Los habitantes de estas comunidades se llaman quilombolas y muchos de ellos no saben hablar el portugués.

Al día siguiente, tuvimos que ir a Salvador de Bahia a hacer más papeleos en la embajada española. Nos dijeron que se tardaban dos horas, aunque sólo había 70 km. por autopista. Yo no acabé de creerlo, pero en realidad tardamos dos horas y media, con dos horas completas de inmenso atasco bajo el sol. Parece que allí se considera aquello como algo normal y ordinario.

A pocos kilómetros de la ciudad, encontramos a un negro “azul”, descalzo y ataviado con ropajes neolíticos. Era igual que si lo hubiesen traído de la misma África. No tenía pinta de pedir limosna, porque los abalorios eran de calidad y físicamente estaba hecho un toro. Caminaba orgullosamente con la frente bien alta. Yo no sé si había salido por la mañana del kilombo y había caminado hasta el ministerio para que le hiciesen su partida de nacimiento. En Brasil se calcula que el 20% de la población aún no dispone de ese documento.

Hay en Brasil cosas acojonantes.

Salvador, a la que aún no había visto de día, es una ciudad alegre y colorida, con amplias zonas de favelas. Tiene muchos edificios de lujo antiguo y decrépito, con las paredes renegridas por la humedad. Aunque es cierto que en eso no se diferencia mucho de Lisboa o Estoril. Tiene también una zona de torres muy altas, tipo Miami, cerca de la playa, con inmensas avenidas con árboles y palmeras. La gente suele caminar bastante por la calle. Estuvimos en un parque precioso, lleno de árboles muy viejos, fuentes muy vistosas y estatuas de mármol. Hay en el centro un monumento de piedra y bronce, con la inscripción “Catharina” y unas estatuas con unos leones, ángeles y una figura mítica que no sé si es Neptuno. También se nota que cada uno hizo la arquitectura como en su país, por lo que hay casas de tipo holandés o victoriano en pleno centro de la ciudad.

Estuvimos en la embajada española y nos atendió primero un policía nacional y luego un funcionario brasileño muy amable y también desganado. Necesitábamos convalidar unos documentos antes de coger el avión, cuatro días más tarde. Sólo tenía que poner unos cuños en el original y en la traducción. Me dio un papelito con cita para el día anterior a nuestra salida. Le pregunté si podía hacerlo directamente, porque nos costaba tres horas llegar hasta allí, y me respondió muy sonriente: “¡ah, amigo! Eso son tres días”.

En Salvador hay muchos puestos callejeros con fruta. Había uno frente a la embajada que tenía unas bananas muy grandes, melones, sandías y otras frutas por muy poco dinero. Pero era ya mediodía y preferimos entrar a comer a uno de los típicos “a kilo”. Allí recuerdo a una negra “azul”, vieja y gruesa, con una melena alisada y muy voluminosa. Comía su plato y me vio cómo la miraba. Puso cara, no de agresividad sino de desagrado y hasta miedo, como si pensara “aquí están los esclavistas”. Los españoles hemos sido los que menos hemos usado la esclavitud en América y los que más la hemos combatido, empezando por Fray Bartolomé de las Casas. Me llené el plato de carne y ensalada. Era un local muy grande y agradable, con mesas de madera y un ventilador como esos que usan los paracaidistas para entrenarse. A veinte metros había que estar cogiendo las servilletas para que no volasen.

De vuelta al hotel, tuvimos que ir a comprar al supermercado. Aquello sí que fue un atraco y no lo que hacían en Feira de Santana. Dos bolsitas con algunas tonterías costaron algo más de 70€. Los precios son muy superiores, al cambio, que los españoles, y eso en una cadena más bien low cost como son los supermercados Barbosa. Los carritos eran viejos y las ruedas traseras eran fijas, por lo que había que maniobrarlos como un coche. Las estanterías herrumbrosas tenían productos aceptables, aunque algunos muy viejos. Allí no existen las marcas blancas y muchas empresas aprovechan para vender cosas que muy baja calidad. Algo que sí que era barato era la carne. Compré un corte de buey bien grande y barato, que luego nos duró toda la semana.

Yo realmente creo que el valor del real no era real. A 31 céntimos de euro el tipo de cambio, se producían paradojas como el hecho de que un profesor de instituto de São Paulo cobrase 4.000€ al mes, y una mediocre compra de supermercado superase los 100€. Parecía bastante claro que la economía de Brasil era ya una inmensa burbuja basada en créditos e importaciones que iba a estallar justo al pasar las olimpiadas del año siguiente. De hecho, incluso antes ya se hundió el real a la mitad de su valor, y a fecha de hoy aún no se ha recuperado.

Para entender cómo consigue vivir una familia que cobra el salario mínimo (200€ al cambio) hay que ver cómo la población negra está simplemente fuera de la economía de mercado. Con 200€ en Brasil, en un estándar occidental, se compra mucho menos que en España. Estas personas compran su comida en mercadillos sin medidas sanitarias, llevan la misma ropa todo el año desde hace años, viven en casas construidas entre ellos y sus amigos y no tienen ni educación, ni seguro sanitario, ni por supuesto más pensión para su vejez que el cuidado que les darán sus hijos. En el supermercado vi a algunos descamisados (e incluso descalzos) cargar mangos y melones de oferta, con los que alimentarían a su prole mientras pudiesen. Brasil puede que tenga 200 millones de habitantes, pero 150 de ellos no tienen capacidad ninguna de consumo, y el resto carga con impuestos cada vez más altos.

Uno de los absurdos fue el precio de la sal. En la misma estantería se anunciaban unos paquetes de un kilo que costaban 77 céntimos de real, es decir 22 céntimos de euro (en el Mercadona en España un paquete de sal fina yodada de un kilo marca Hacendado cuesta 18 céntimos). En otra pila, a la derecha, había otras bolsas de sal “para churrascos” por 9,59 reales, es decir 2,78€.

Volviendo a casa, al final conseguí acercarme a un macaco, que se había quedado quieto abrazado al tronco de un árbol. Tienen un pelaje precioso, negro con rayitas blancas, con las orejas en punta con unos mechones blancos. Tienen las manitas pequeñas, pero les funcionan igual que las nuestras. Tienen un rabo largo como el de un gato, o más, y unos ojos vivos. Parecen una mezcla entre gato y ser humano. Suelen ser esquivos, aunque algunos residentes de allí los tienen casi domesticados y les sacan comida cada día.

A mí la vida en el condominio de Guarajuba me parecía buena y tranquila. Había un montón de chalets, con jardines muy frondosos, cuyos dueños a buen seguro dormían a aquella hora en Alemania o Francia. Las calles estaban vacías y sólo a veces pasaban los vigilantes.

Cortamos unos filetes bien gruesos de carne y los hicimos a la parrilla. Era de la mejor calidad, como no la he comido en España. No hay comparación entre la carne española y la sudamericana, al menos en cuanto al vacuno. En España, para comer un filete de buey adulto que se haya alimentado de hierba y haya vivido libre hay que pagar de 23€/kg. para arriba, y eso si se encuentra. Aquí se mata a los animales con apenas unos meses de vida, para que no consuman mucho pienso, y la carne es insípida. En Brasil, el precio de la carne lo determina la mano de obra responsable de la matanza y el despiece, porque el animal consigue la comida por sí mismo. Tienen unas manadas inmensas de reses que corren sueltas por unas extensiones de muchos kilómetros.

En uno de los viajes al centro comercial, vi que unos muchachos de doce o trece años habían alquilado unos quads y andaban pegando acelerones. Vimos que había una tiendecita que los alquilaba por 50€ al día. Yo había visto que al lado de la carretera había unas dunas inmensas por las que subían algunos con quads y motos de cross, y que iban a dar a las playas. Estuve preguntando y el encargado me dijo que ya lo tenía todo alquilado y que, en todo caso, me podía conseguir uno para dos días después, pero pagando toda la semana por adelantado. Aquello salía caro y sobrepasaba nuestra fecha de salida. Le dije que no y aún ahora lo lamento. Eran unas dunas como montañas, con algunas zonas con hierba. La gente las subía dando el gas a fondo y dejando unas roderas profundas, como en el París-Dakar.

Otro día quise ir a caminar por la playa. Salimos de la cabaña y fuimos haciendo kilómetros por la arena. Eran unas playas inmensas y casi vírgenes. Las olas resbalaban muchos metros sobre la arena. A la derecha había unas palmeras muy altas y detrás se veían los tejados de algunos chalets. No había absolutamente nadie. Cuando me entraba calor, me metía en el mar, me relajaba un rato y luego seguía caminando. El agua estaba tan caliente que casi no sentía frescor al meterme.

Luego encontramos una zona con algunos restaurantes, que pertenece al término de Camaçarí. Preguntamos en la Barraca do Prefeitinho, que tenía unas terrazas cubiertas con unas mesas de madera. Yo quería comerme uno de los vermelhos que había visto pescar. Nos atendió el dueño, un negro muy campechano que iba con pantalón largo y unas chanclas. Yo sólo llevaba el micro bañador que compré en Praia do Forte, con un estampado de palmeras y aspecto gay. Le preguntamos si se podía entrar así y nos respondió que sin problema, “estamos en Bahia”. Pedimos el bufete libre con la muqueca (que se guisa con aceite de palma e incluye el vermelho). Una vez dentro, aquello parecía más formal de lo esperado, con unos turistas discretos y elegantes, de aspecto europeo, que miraban mi barriga blanca y peluda. Comimos muy tranquilos y muy a gusto allí. Nos pusimos de todo en los platos, cogimos un par de botellines de cerveza y luego tomamos la muqueca. A mí me sabía a cloro, como si le hubiesen puesto agua de la piscina. Nos despedimos de Prefeitinho y volvimos caminando a nuestra cabaña.

Otra de las excursiones fue a un río que desemboca en la playa de Buraquinho. Es un río de agua dulce y caliente, que llega muy remansado a su tramo final. Como hay tanta arena y el río se ensancha en un meandro casi ya en el mar, tienes la sensación de estar en una playa de agua dulce. Aunque su caudal se ha reducido en los últimos años por la construcción de presas (entre ellas, supongo, la del hermano de la gerente del hotel), sigue yendo mucha gente a bañarse y tomar el sol, e incluso hay varios chiringuitos. Es un río de los que llaman “de agua negra”. Lo que ocurre, básicamente, es que las raíces de los árboles del Amazonas, con el extremo calor, dejan el agua hecha una especie de infusión. Había familias con niños y algún nadador aficionado. Yo estuve nadando río arriba, ya lejos de la gente, hasta que noté que unas hierbas me rozaban en las piernas y decidí dejarme flotar hasta volver al punto de origen.

Ese día noté que me estaba quemando ya por el sol y quise parar a comprar after sun. Paramos en una pequeña aldea en la que todos eran negros, y yo me preguntaba si los negros usan el bronceador. Lo cierto es que sí, y recordé que los operarios de las carreteras iban tapados hasta arriba.

El último día lo pasé a la sombra en la hamaca. Había ya perdido cinco kilos por los problemas digestivos y empezaba a ser hora de volver a casa. Tenía también las pantorrillas bulbosas y deformes por los cientos de picaduras. Estuve viendo en la televisión que la epidemia de Zika seguía avanzando y que en São Paulo era ya una alerta sanitaria. También vi otro programa de sucesos en el que salían todo tipo de tiroteos, navajazos, atropellos y otros actos espeluznantes. Había también algún programita con el típico economista que aseguraba que la crisis duraría unos dos años.

A la mañana siguiente, desayunamos, empaquetamos las cosas, pagamos en efectivo en la recepción y fuimos a pasar el día a Praia do Forte. Teníamos que coger el vuelo a las diez de la noche y pasar toda la noche en el avión. Comimos en una terraza unos trozos de merluza rebozada con patatas fritas. Se puso otra vez a llover y nos quedamos allí bajo el toldo. Vimos que en la tienda de al lado vendían unos helados de elaboración artesanal, con trozos de fruta dentro. Yo compré uno de mango y luego un sorbete de limón que tenía hasta la piel del limón dentro. La fruta brasileña me parece también muy superior a la europea.

Luego fuimos a la plazuela de la iglesia y estuvimos sentados en los bancos de madera. Vino una mujer negra muy desenvuelta, que nos puso primero unas pulseritas de tela diciendo que darían buena suerte y nos quiso cobrar luego por algo más, que no recuerdo. Me pareció una técnica un tanto agresiva de vender y le dije que no quería nada, a pesar de que insistió y acabó despidiéndose de malos modos. Yo me arranqué la pulserita y la tiré a la papelera.

Vimos que el padre de santo estaba bendiciendo a los turistas con sus hierbas. Yo había oído ya la creencia del Candomblé según la cual cada uno tenemos un orixá que es nuestro padre y nos guía en la vida. Hay hijos de Exu, Oxóssi, Logunedé, Xangô, Aurà, y así hasta algo más de 600. Tenía una gran curiosidad por saber cuál era mi orixá y preguntamos al padre de santo, que se había puesto el manojo de hierbas en un cuenco en la cabeza y lo llevaba en equilibrio. Se puso a hablar muy doctoralmente, me miró y dijo: “no lo podría asegurar, percibo una energia muito forte”. Y nos dijo que para saberlo había que tirar los búzios. Nos pidió por ello cien reales, que luego bajó hasta 80.

Como ya había gastado todo el efectivo que tenía, porque ya me volvía para España, tuve que ir a un cajero del Bradesco para sacar el dinero. Volví y el padre de santo me atendió en una caseta que tenía allí en la plazuela, un tenderete con el techo de mimbre. Se puso a barajar los búzios en las manos, que son unos caracolillos de mar, entre oraciones y cánticos, y los soltó en un taburete cubierto por una tela blanca. Me dijo que soy hijo de Ogum, el orixá guerrero, que soy inteligente y técnico, con un carácter muy fuerte. Me dijo también que Ogum rige la estrada, es decir que tengo fijación por las carreteras. Ogum andaba en permanente movimiento, como los almogávares. También me dijo que a mí las cosas me cuestan mucho porque el espíritu de un muerto interfiere con mis metas. Dijo que fue una persona que me quiso mucho y que, involuntariamente, intenta estar cerca de mí y entorpece mis flujos de conciencia. Dijo que los muertos a veces se van para arriba directamente y otras veces quedan vagando por este mundo, en ocasiones no siendo conscientes siquiera de que están muertos, quedan atascados hasta que consiguen reincorporarse al Nirvana. Me recomendó ponerle ofrendas a Ogum, sobre todo cosas comestibles, en alguna carretera solitaria.

Esto me dejó a mí pensando acerca del muerto, que sólo podría ser mi abuelo José María. Nadie más que me haya querido mucho y me haya tratado durante años está muerto a fecha de hoy. Mi abuelo tenía fama de buena persona, y hasta de inocentón. Era un jornalero analfabeto andaluz. Pero lo cierto es que estuvo en la Guerra Civil, reclutado a la fuerza en el bando de los vencedores, y sirvió en el batallón de artillería en Málaga, lugar en el que se cometieron grandes matanzas (por ejemplo, la famosa Desbandá). Aunque el padre de santo permaneció en todo momento sonriente y simpático, no me gustó mucho lo que me dijo, especialmente la dificultad para conseguir mis objetivos, que es un problema que arrastro desde hace casi dos décadas. Mi abuelo murió en el año 2000, justo después de conseguir yo mi licenciatura. De ese año en adelante, no me ha ocurrido ninguna desgracia reseñable, pero todo lo que he emprendido ha ido fracasando: mis inicios como periodista y luego como escritor, mis empresas informáticas, mis intentos de aprobar la oposición a Secundaria y hasta las sucesivas relaciones sentimentales, incluido un matrimonio. Mi vida quedó bloqueada, congelada en aquel año. Una única cosa positiva, y que se ha podido mantener, ha ocurrido, que es mi ingreso como funcionario interino en la enseñanza secundaria. De ese trabajo vivo y tengo una existencia confortable, aunque han sido muy repetidos mis intentos, siempre infructuosos, de progresar. También es posible que a otras personas les haya ido mucho peor, teniendo en cuenta la crisis por la que ha pasado España en ese periodo.

Estuve luego buscando en Google a Ogum y vi que se le identifica, en el sincretismo cristiano, con San Jorge y que su efeméride es también el 23 de abril. Se dice que fue el primer orixá que bajó a la tierra y quien descubrió la técnica de la fundición del hierro, con la que se fabricaba sus propias armas. También, ya investigando un poco más, vi que fue un hombre que sufrió grandes reveses e incluso su hermano le quitó a su mujer.

Antes de marcharnos, reordenando las maletas con el maletero del coche abierto, se nos acercó un borracho descamisado, un hombre negro ya viejo. Estuvo diciendo estupideces, riendo, haciendo burlas. No lo entendí muy bien. Yo quise evitar discusiones, que podrían acabar en retenciones en el cuartelillo, a hora y media de subirnos al avión.

Luego ya nos desplazamos al aeropuerto, devolvimos el Chevrolet Celta y facturamos nuestros equipajes. Tuvimos tiempo para comprar un collar azul de Ogum, que a veces utilizo, y para cenar tranquilamente en uno de los restaurantes. Luego, ya en el control de pasaportes, pasamos una larga cola en el detector de metales, donde tuve que quitarme hasta los zapatos. Nos subimos al avión casi a las doce de la noche y nada más despegar apagaron las luces y todo el mundo intentó dormir.

 

 

 

 

VII

Sobre el Atlántico en plena noche, no pude conciliar el sueño.

¿Cuándo se jodió Brasil? Algunos dicen, medio en broma, que en 1888, cuando la princesa Isabel abolió la esclavitud. Lo cierto es que el modelo que se pretendió, que es la integración de las culturas africanas, amerindias y sureuropea en un melting pot que diese una democracia capitalista de tipo anglosajón dista mucho de haberse llevado a cabo. Brasil es un estado laxo, que no puede, y a veces parece que no quiere, hacer cumplir sus leyes. Entre kilombos, zonas inaccesibles en la selva y barrios marginales de favelas (donde la policía no puede entrar), no es exagerado cifrar en un 25% el número de ciudadanos que escapa al control del Estado. Algunos simplemente viven en su cultura paralela, otros han hecho del delito su modus vivendi, ya sea mediante asesinatos, tráfico de drogas, subastas de niñas o simples atracos. La implantación del sufragio universal en ese contexto sólo ha dado más corrupción y más crímenes.

La democracia pienso que no debería implantarse en países que no tengan una homogeneidad cultural, un Estado de derecho completo y efectivo (por ahí se empieza), una alfabetización completa de los ciudadanos y un mínimo de ética por parte de los dirigentes. En Brasil, ninguna de estas condiciones se ha dado, allí cada uno tira por su lado, arrambla con lo que puede, engaña, estafa, se acuesta con la mujer del otro y pone la sonrisita. Hay unos núcleos blancos en São Paulo y Curitiba que parecen funcionar al margen de todo lo demás, en el norte está el África negra y más en el sur unos gauchos de origen alemán. Los negros nunca se van a integrar, primero porque no están interesados, y luego porque no tienen la capacidad real para ello. Además, sufren discriminación racial y se refugian en sus zonas. En São Paulo se dice que matan a muchos negros sólo por ser negros.

Hace pocos años, gente como Lula da Silva llegó al poder prometiendo ser la segunda potencia mundial y generando una clase media multicolor de ciudadanos occidentalizados y en plena prosperidad. No era más que un demagogo corrupto y ladrón, que se dedicó al crédito y la expansión monetaria. Preparó los grandes fastos deportivos, se hizo las fotos con la camisa blanca y luego se marchó dejando una balanza comercial cada vez más mermada (que tocó fondo en 2014 con diez mil millones de déficit). Que un país tercermundista como Brasil, que ha vivido y vive de sus recursos naturales y de las exportaciones, llegue a tener la balanza comercial en negativo tiene un gran mérito.

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