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Capítulo 11. 1976-1983. La dictadura y la búsqueda del tesoro

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CAPÍTULO 11
1976-1983
La dictadura y la búsqueda del tesoro

El Rolex que los Montoneros le habían quitado a Jorge Born el día de su secuestro, contra lo que le dijeron, nunca había sido desarmado. Hugo Onofri, integrante del equipo de logística de la Columna Norte, hábil para preparar bombas y falsificar documentos, lo preservó íntegro y se lo quedó.21

Lo usaba todos los días. Lo exhibía como un trofeo: el reconocimiento que la Conducción Nacional (CN) nunca había brindado a los militantes que llevaron adelante la Operación Mellizas. De las dos grandes acciones de la guerrilla peronista —el asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu y el secuestro doble de los herederos de Bunge y Born—, había sido la más osada desde la perspectiva logística y la más exitosa desde la caja.

El rastro del Rolex se perdió cuando Onofri fue arrojado, privado de su libertad sin causa formal, en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Eran los dominios de Emilio Eduardo Massera, un almirante de grandes ambiciones políticas y ávido de dinero.

En el predio funcionó uno de los centros clandestinos de detención más importantes de los muchos que se habilitaron en comisarías, cuarteles y espacios ad hoc. Otro fue La Perla, en Córdoba, bajo la conducción del Ejército, concentrado en apresar, torturar y matar a militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), como lo estaba la Marina en la ESMA con los militantes de los Montoneros. Se estima que por cada uno de esos dos chupaderos pasaron cinco mil personas.

Los militares que derrocaron a Isabel Perón el 24 de marzo de 1976 habían asumido el poder en una junta que integraban los jefes de las tres Fuerzas Armadas: el general Jorge Rafael Videla, el almirante Massera y el brigadier Orlando Agosti. Con Videla como presidente de facto, la modalidad que había germinado con la Triple A —el terrorismo ejercido desde las instituciones— se había apropiado del Estado en su conjunto. Los campos de tortura y de exterminio se habían multiplicado en el país entero.

La represión se organizó por armas y por zonas geográficas. La mayoría de los integrantes chupados de la Columna Norte cayó en la ESMA, una propiedad equivalente a varias manzanas con ingreso por Avenida del Libertador al 8100. En el límite de la Capital Federal: el predio se recostaba sobre la General Paz, la autopista que separa la ciudad de Buenos Aires del conurbano. Allí fueron a parar los rastros del secuestro de los Born.

Al hallazgo del Rolex le siguió el de un encendedor de oro, cuya propiedad los marinos también le atribuyeron a los herederos, aunque nunca les había pertenecido. Pero el almirante no se iba a contentar con el pillaje de esos objetos de valor tan menores: Massera se lanzó a la búsqueda del tesoro mayor que sus víctimas escondían.

 

Antes del golpe, los Montoneros habían ampliado sus reservas con el secuestro de Heinrich Franz Metz, un ciudadano alemán que ocupaba la Gerencia de Producción de Mercedes-Benz Argentina. Al cabo de una negociación de apenas dos meses, a fines de 1975 cobraron un rescate de cinco millones de dólares y obligaron a la empresa a reincorporar a 200 empleados que habían sido despedidos. Eligieron otra vez a David Graiver como depositario de esos fondos.

Sumados los botines de los Born y de Metz, el banquero pasó a administrar 16.825.000 dólares, siempre a un interés del 9,5 por ciento anual. Con el incremento de capital, el dinero que cobraba puntualmente en concepto de intereses el jefe de Finanzas, Raúl Magario, se elevó de 133.000 a 160.000 dólares al mes.

Graiver giraba el dinero desde Nueva York. Había renunciado a su cargo de asesor del Banco Central después de que su cuñado Osvaldo Papaleo, secretario de Prensa y Difusión de Isabelita, le soplara que su nombre figuraba en las listas de blancos de la Triple A.

Su mano derecha en los negocios, Jorge Rubinstein, supervisaba la operatoria de los pagos en Buenos Aires con la asistencia de Silvia Fanjul, una empleada de mucha confianza. Graiver la había tomado por recomendación de su pareja Lidia Papaleo, que había sido terapeuta de Fanjul durante años. Por esa relación tan íntima, a Fanjul le habían confiado una tarea que exigía la máxima discreción. Cualquier filtración podía interferir en la aprobación de la compra del American Bank and Trust (ABT) en Estados Unidos, y haría peligrar sus vidas.

Fanjul no pedía explicaciones. Un día recogió a Rubinstein en el Aeroparque y su jefe la llevó sin previo aviso a la pizzería Kentucky, en la esquina de la avenida Santa Fe y la calle Thames, en la zona de Plaza Italia. Necesitaba ponerla en contacto con alguien, le dijo. Nada inusual, hasta que agregó: cuando él viera que esa persona se acercaba a la mesa, le indicaría a ella que fuera al baño y esperase diez minutos. Necesitaba unos momentos a solas con el invitado misterioso antes de proceder a la presentación.

El jefe de Finanzas de Montoneros llegó más preparado: sabía que iba a conocer a quien sería su interlocutora para arreglar los detalles de los cobros. Lo había convenido por teléfono con Graiver. Ni Fanjul ni la fiel secretaria del banquero, Lidia Gesualdi, podían conocer su nombre verdadero. Tampoco se presentaría como el Gordo Kuki, como lo conocían en la Orga.

¿Entonces qué le digo a tu secretaria? —preguntó Magario.

Te presentás como el doctor Peñaloza.

—¿El doctor Peñaloza? ¿Doctor en qué sería?

Doctor en Biología Marina.

Magario, que era contador, sonrío ante la ocurrencia del banquero.

Pasaron los diez minutos. Fanjul regresó a la mesa. Rubinstein hablaba con un hombre y le dijo:

Te presento al doctor Peñaloza.

Fanjul le estrechó la mano. Sin más, Rubinstein fue al grano.

Cada mes el biólogo marino llamaría al conmutador de Empresas Graiver Asociadas Sociedad Anónima (EGASA) para concertar una cita con ella. En sus manos quedaba la realización de unos pagos al doctor Peñaloza. No debían verlos juntos en el piso 19 de Suipacha 1111, los cuarteles centrales del grupo:

Podemos usar las oficinas de la avenida Córdoba —sugirió Fanjul.

—Sí. O se encuentran directamente en la sucursal del Banco Comercial de La Plata acá en Capital —dijo Rubinstein.

De regreso a su despacho, Magario avisó que si alguien preguntaba por el doctor Peñaloza, él atendería la llamada. El jefe de Finanzas ocupaba la sede porteña del Establecimiento Vitivinícola Francisco Calise, en la calle Pinzón 1445. La bodega, que tenía un viñedo en Godoy Cruz, en la provincia de Mendoza, pertenecía a un grupo ligado a los Montoneros y contribuía con su logística a la movilización de dinero y armas por todo el país. Graciela Daleo fungía de secretaria y Julio Alsogaray —hijo del general de ese nombre y sobrino del ingeniero Álvaro—, de administrador.

El montaje detrás de la bodega fue parte de un esfuerzo de la CN para evitar que el golpe, ya en el horizonte político, encontrase a la agrupación desguarnecida en materia de infraestructura. También procuraron quedar bien abastecidos de armas: calcularon que ingresarlas desde el exterior se les haría cada vez más difícil. Robaron la fábrica Halcón y con el dinero del rescate de los Born, se montó un taller de importancia en el Gran Buenos Aires y otros de menor tamaño en el resto del país para aumentar la producción del Servicio de Fabricaciones Montoneras.

 

Durante los últimos meses del gobierno de Isabel, además, habían extremado las precauciones. Ante la inminencia de la intervención militar, necesitaban resguardar a sus cuadros.

Antes de la Navidad de 1975 la CN recordó a sus militantes que bajo ninguna circunstancia debían ceder a la tentación de contactar a los familiares que estuvieran en la superficie y emplearan sus apellidos verdaderos. Por las torturas que sufrían al ser detenidos, el solo hecho de que un militante cayera ya representaba un riesgo y un daño para la organización.

Aunque nada revelaran, de todos modos los jefes debían abandonar los inmuebles que pudieran haber quedado comprometidos por una delación. Por esa misma prudencia, tenían que mover a los cuadros que pudieran haber sido identificados.

De ahí que la obligación suprema del combatiente se sintetizara en una orden sombría: “No entregarse vivo”.

Había que “resistir hasta escapar, o morir en el intento”.

 

El 28 de diciembre de 1975, a los pocos días de emitida la orden, Roberto Quieto, quien fuera el máximo responsable de la Operación Mellizas, cayó secuestrado por un grupo de policías de civil.

Había desoído las órdenes que él mismo había impartido. Quería ver a sus chicos.

Quieto citó a su mujer y le pidió que llevara a su hija de diez años y a su hijo de seis a los juegos de una playa pequeña en la costa del Río de la Plata, a la altura de San Isidro, en la zona norte del conurbano. También fue uno de sus hermanos, Amílcar, con su mujer y su bebé, y otros parientes: unas veinte personas entre adultos y niños.

Luego de diversos planteos de diferencias con el resto de la CN —sobre todo, con Mario Firmenich—, Quieto había bajado los brazos. Había apoyado la participación en las elecciones en Misiones (aquellas en las que Jorge Born apostó un whisky nocturno en su cautiverio si sacaban, como resultó, un porcentaje inferior al 10 por ciento) y, en general, creía que había que fortalecer la oposición civil al gobierno de Isabel, tratar de anticipar las elecciones y menguar el militarismo de la Orga que solo apuraba el golpe de Estado. Lo dijo por última vez en la reunión de octubre de 1975 del Consejo Superior Montonero. Lo ignoraron como siempre.

Al llegar a la playa no llevaba armas ni custodia. Quienes lo conocieron atribuyeron eso menos a un descuido que a su desmoronamiento anímico.

Cuando vio que estaba rodeado por individuos armados cargaba en brazos a su sobrino pequeño. Lo puso a salvo. La esposa la emprendió a golpes contra los secuestradores, pero Quieto entró a uno de los autos a culatazos y a golpes.

Nunca más se lo volvió a ver: otro desaparecido durante el gobierno democrático justicialista.

Sin tardanza los Montoneros lanzaron una campaña para que legalizaran su detención. Por aquellos tiempos, apostar a la cárcel era la única forma de salvar la vida. Para romper el cerco de la censura, pintaron paredones del gran Buenos Aires —“QUE APAREZCA QUIETO, SECUESTRADO POR LAS FUERZAS ARMADAS GORILAS” o “QUIETO PRESO POR EL EJÉRCITO GORILA”— y lanzaron bombas incendiarias en locales de la Capital Federal para exigir por su “integridad física”. Norberto Habegger, ex subdirector del diario Noticias, hizo gestiones secretas ante el jefe del Estado Mayor del Primer Cuerpo de Ejército, Albano Harguindeguy. “No lo tenemos. Y si lo tuviéramos, no se los entregaríamos”, dijo el futuro ministro del Interior de la dictadura.

Al cabo de unos pocos días, la campaña se silenció.

De golpe, los Montoneros dejaron de buscar un integrante de la CN secuestrado.

El misterio se aclaró de la peor manera posible: las pintadas se cambiaron por “QUIETO TRAIDOR”.

La cúpula anunció que un Tribunal Revolucionario lo juzgaría por “incumplimiento del deber revolucionario en su caída en manos del enemigo” y le sumó una imputación todavía más grave: la delación.

Una racha de secuestros y redadas en casas operativas plantó la sospecha de que Quieto había cooperado con el enemigo.

El tribunal, constituido en febrero de 1976, le suspendió el rango de Oficial Superior, evaluó las pruebas que había reunido el Servicio de Informaciones Montonero y las consideró contundentes. Según el fallo publicado en el número 12 de Evita Montonera, Quieto se encontraba desarmado y no opuso resistencia: solo atinó a aferrarse a un árbol, hasta que lo metieron a la fuerza en un patrullero.

Se había entregado vivo. Como una presa fácil.

La sentencia pretendió reforzar el mensaje que ponía la militancia ante todo: el caso mostraba qué pasaba cuando no se observaban las normas que la organización había emitido para regir la vida personal de sus integrantes.

Quieto había caído por “malas resoluciones de su vida familiar”.

También aleccionó a los militantes sobre los sacrificios que la causa histórica les exigía, sin atenuantes: “Hablar, aun bajo tortura, es una manifestación de egoísmo y desprecio por los intereses del pueblo”.

 

La batalla de Argel les había enseñado que otras organizaciones guerrilleras ponían un plazo —48 horas— al cabo del cual sus militantes quedaban liberados de la obligación de no entregar ningún dato al enemigo. Los Montoneros exigían más que el movimiento anticolonialista argelino: la tolerancia al dolor de la carne quemada por la descarga eléctrica de una picana o al ahogo por la asfixia del submarino debía ser indefinida.

Con los asesinatos de Fernando Haymal22 y de Carlos Roth, ultimados por sus propios compañeros, la cúpula había puesto en marcha la política de “ejecuciones ejemplares”. Los militantes debían saber que si obtenían la libertad a cambio de informaciones sobre la organización, afuera los esperaban la vergüenza y una condena a muerte.

Un poco más adelante en el tiempo, y ante las pérdidas significativas que venían sufriendo, la cúpula tuvo que ofrecer una salida. Eligió la pastilla de cianuro, que proveía a sus cuadros de cierta importancia. Debían llevarla siempre encima: si se encontraban en peligro de caer vivos, debían tragarla.

El poeta Francisco Urondo, que había organizado la conferencia de prensa cuando Born recuperó la libertad, la tomó el 17 de junio de 1976. La CN lo había despromovido por cuestiones de su vida privada: vivía con la montonera Lili Mazzaferro cuando se enamoró de Alicia Cora Raboy. Con los años su hijo Javier sabría comprenderlo: “No era un militante ortodoxo. Tenía, para el lenguaje de la época, demasiadas desviaciones pequeño-burguesas: le gustaban el vino y las mujeres, y eso le traía algunos problemas de disciplina en los años ’70’”.23 Lo mandaron a la Regional Cuyo, que era de altísimo riesgo por el despliegue militar y porque él era conocido en Mendoza. Allí lo emboscaron pocas semanas después, en un Renault 6 en el que iba junto con Raboy, la hija de ambos de once meses y otra militante, Renée Ahualli. Se tomó la pastilla, luego lo remataron.24

Sus ex compañeros devenidos jueces encontraron a Quieto culpable del delito de delación, “agravado por la rapidez de la delación y lo importante de la información que había entregado”. El tribunal no aportó pruebas que sustentaran su decisión.

El destino final de Quieto nunca se supo con precisión. Según escribió Alejandra Vignollés en el libro Doble Condena, el tiempo reveló indicios de que había sido detenido-desaparecido en una dependencia especial del Batallón 601 de Inteligencia en los cuarteles de Campo de Mayo.25 Por su jerarquía como militante, debió caer en manos de las brigadas del Ejército que se especializaban en técnicas de tortura para interrogatorios. Integrado por civiles y militares que se movían sin uniforme, al Batallón 601 reportaban los principales servicios de inteligencia del país. La información, que se procesaba en un edificio de Viamonte y Callao, jugó un rol central en la represión ilegal.

Quieto conocía todos los secretos de la Operación Mellizas. Él y muy pocos más sabían de las valijas diplomáticas y de la existencia de un banquero de los Montoneros. Estaba al tanto de dónde se hallaba el dinero y de cómo se había repartido. Su potencial para generar daño superaba ampliamente lo que le reprochaban: la caída de algunas casas operativas. ¿Había entregado el nombre de Graiver? ¿Había contado lo de Cuba? Nada se aclaró en el fallo.

“Por todo lo dicho, este tribunal ha encontrado a Roberto Quieto culpable de los delitos de DESERCIÓN EN OPERACIÓN Y DELACIÓN, con los agravantes expuestos, y propone la DEGRADACIÓN Y MUERTE a ser aplicadas en el modo y oportunidad a determinar.”

Urondo, Carlos Quieto (hermano menor de Roberto, y militante de Montoneros) y Lila Pastoriza le transmitieron la decisión a la esposa, Alicia Beatriz Testai.

Ella —relató Vignollés— no hizo preguntas. Solo les dijo:

Todos ustedes se pueden ir a la puta madre que los parió.

 

El 7 de agosto de 1976 el avión que transportaba a Graiver, único pasajero de un vuelo privado entre Nueva York y Acapulco, se estrelló contra un cerro en el estado mexicano de Guerrero. Su muerte, a los 35 años, es un misterio hasta el día de hoy.

Los restos de la nave no contribuyeron a que se hallara una explicación convincente sobre las causas del presunto accidente; una parada en Houston, que implicó un cambio en plan de vuelo, sumó suspicacias.26 La Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Agencia Federal de Investigaciones (FBI) de los Estados Unidos plantearon la hipótesis de que el banquero había simulado su muerte para eludir la responsabilidad por los fraudes sobre los cuales la Fiscalía de Distrito de Nueva York había comenzado a indagar, pero terminaron por descartar la sospecha.27

Los Montoneros entraron en pánico. La novedad los encontró ya acorralados por la dictadura. Habían concretado más de cuatrocientas operaciones en lo que iba de 1976, con más de trescientas víctimas entre militares, policías y empresarios,28 pero las pérdidas propias eran superiores. Sin los fondos que les proveía Graiver, su capacidad de resistencia iba a menguar más aún. Cuba les guardaba la otra parte del botín, pero el gobierno de Fidel Castro no tenía la misma disponibilidad para facilitarles el dinero.

La codicia los había empujado a un abismo.

Difícilmente pudieran aducir que los hechos los habían tomado por sorpresa. La sobreexposición y la vida al límite del banquero siempre había sido motivo de debate y de preocupación para la cúpula.

Pocos meses antes de su muerte, Graiver había recibido a Magario, enviado a su encuentro en Punta del Este con un mensaje de la CN:

La evaluación es que conviene que te mudes a Alemania Occidental, lejos de las operaciones de la CIA.

El banquero, poco acostumbrado a recibir órdenes, despreció el comentario con el tono mismo de su respuesta:

Mmm no, no creo.

—¿Qué? ¿Por qué?

Mi padre no se adaptaría a vivir en Alemania.

Como aún no contaba con la residencia permanente en los Estados Unidos, viajaba con frecuencia a México. Pronto —esperaba— iba a recibir la green card que le permitiría moverse menos.

Pueden estar tranquilos —cerró Graiver.

Magario se despidió con la convicción de haber hecho lo correcto. “Lo mataron, pero yo cumplí: le di el alerta en nombre de la Organización”, dijo.29

Juan Gasparini había reemplazado a Magario como jefe de Finanzas de Montoneros antes de que se produjera la muerte de Graiver. En lugar del doctor Peñaloza, cobró los últimos intereses un tal doctor Paz.30 El banquero informó a Fanjul del cambio, pero no hizo falta que le inventara una especialidad: la asistente ya había comprendido que no tenía que hacer preguntas.

Según Rodolfo Galimberti, Graiver alcanzó a entrenar a Gasparini en Nueva York para que ocupara un lugar en el directorio del banco que planeaba adquirir, en representación de las acciones que compraría con el dinero de los Montoneros.31 Habían desarrollado una relación estrecha y cordial. Después, la familia del financista conocería otra cara de los jóvenes guerrilleros.

El doctor Paz se presentó en las oficinas de EGASA en Buenos Aires. Fanjul, quien recibía las condolencias en nombre de la familia, se sobresaltó: no se tenían que ver en un lugar tan expuesto.

El doctor Paz parecía demasiado nervioso. Fanjul lo llevó a una oficina contigua para que pudieran conversar a solas y cerró la puerta.

Para nosotros es una gran pérdida. Irreparable —dijo el doctor Paz mientras daba golpecitos en la mesa con la yema de los dedos.

Sí, sin dudas. Muchas gracias. Se lo transmitiré a la familia —abrevió Fanjul, a la espera de que la conversación avanzara hacia su objetivo verdadero.

Comprometido con los intereses nacionales, era el hombre de recambio de la burguesía nacional… —seguía con los elogios el doctor Paz.

Sí. Sí —repitió Fanjul, casi desconcertada por tanto lamento. Pero entonces su interlocutor le dio a entender, sin sutileza, el verdadero objetivo de su visita:

Un hombre de palabra, fiel a sus compromisos. Que, por cierto, no prescriben con su muerte. ¿Verdad? Si ustedes quieren corroborarlo, tenemos todos los papeles.

A nadie le convenía que la dictadura conociera el origen de los fondos que había llevado a los Estados Unidos, interpretó Fanjul.

 

En Acapulco, todavía aturdida por la noticia de la muerte de su marido, Papaleo recibió un llamado amenazante: seguramente estaba al tanto —escuchó— que su marido administraba 17 millones de dólares que pertenecían a los Montoneros.

Parece que David le debía mucha plata a los muchachos —le comentó Gesualdi, la secretaria que había sido más allegada al banquero, quien la ayudaba con los trámites en México.

—¿A los muchachos?

Sí, a los montos…

De regreso en Buenos Aires, Papaleo corroboró con Rubinstein la verosimilitud de los llamados que la acosaban.

Cuando recibió la confirmación de los negocios de Graiver con los Montoneros, la viuda presintió que la historia del botín caería sobre ella como el rayo que supuestamente había destrozado el avión en el que viajaba su marido.

Desesperada, Papaleo movió sus contactos para pedir una audiencia con Videla. Le quería explicar que ella nada supo hasta que resultó demasiado tarde.

Pero el dictador nunca la recibió.

La viuda se encontró entre muchos fuegos cruzados. Jacobo Timerman le exigió de mala manera que transfiriera las acciones ocultas de La Opinión, porque quería impedir que la quiebra del grupo Graiver lo arrastrara. Las Fuerzas Armadas asediaban sus bienes y las acciones de Papel Prensa como buitres. En los Estados Unidos la obligaron a firmar un documento para que respondiera con sus bienes por la caída del American Trust Bank.

El despojo arrancó con Papel Prensa. En noviembre de 1976 el gobierno militar forzó a Papaleo y a la familia Graiver a vender su parte de la principal fábrica de papel para diarios a sus clientes principales: La Nación, Clarín y La Razón.32

Papaleo vivía con terror a que la conexión con los Montoneros se hiciera visible. Los esquivaba. Pero el doctor Paz se presentó en las oficinas de EGASA en diciembre de 1976. Cansado de las dilaciones, exigió un nuevo encuentro cumbre con toda la familia Graiver.

La viuda sintió miedo. No podía negarse. Procuró un lugar discreto: le pidió a Gesualdi su departamento, en Junín y Las Heras. Le pasó las coordenadas al doctor Paz.

Llegó a la cita con su cuñado Isidoro; Juan, el suegro, prefirió no asistir. Los Montoneros los esperaban en la esquina. Subieron en el ascensor todos juntos; Papaleo abrió la puerta. Cuando se sentaron en el living, el doctor Paz ordenó que clavaran la mirada en el piso: no quería que se familiarizaran con su rostro. Había otro hombre, que apenas abrió la boca.

El doctor Paz reclamó el pago inmediato del monto adeudado: 17 millones más los intereses, que seguían corriendo a medida que ellos conversaban.33

Nosotros confiamos en David. Necesitamos el dinero para cumplir con nuestros objetivos —explicó el enviado de los Montoneros.

Isidoro respondió que no disponían de efectivo:

Vamos a cumplir, pero nos va a llevar un tiempo vender empresas para conseguir la plata —suplicó.

La organización no dispone de tiempo.

Tenían documentada la entrega del dinero a Graiver, pero en las nuevas circunstancias exigían obligaciones negociables a modo de garantía adicional.

En el momento de mayor tensión, el doctor Paz advirtió que la vida de los herederos podía correr peligro.

La amenaza de muerte se proyectó también sobre la hija de Papaleo, de apenas un año, cuando mencionó su nombre: María Sol.

Ahora nosotros nos vamos y ustedes esperan quince minutos para salir —les ordenó.

No hubo más encuentros.

Los Montoneros nunca pudieron recuperar ese dinero.

La información de que Graiver manejaba fondos de la guerrilla peronista ya se había filtrado. La filtración dejó a los herederos del banquero todavía más vulnerables a la voracidad de las Fuerzas Armadas.

Los militares decían que libraban una guerra contra la subversión para defender los valores occidentales y cristianos en la Argentina. De paso, solían quedarse con los bienes de sus víctimas, y hasta con sus hijos pequeños. Con los Montoneros, tanto el Ejército como la Armada se entusiasmaron con la posibilidad de recoger unos millones que, para más fortuna, nadie podía reclamar. Pero no fue un esfuerzo conjunto: generales y almirantes salieron a competir por el botín de los Montoneros.

 

Gasparini fue secuestrado el 10 de enero de 1977 por un grupo de tareas de la ESMA que comandaba Jorge el Tigre Acosta. Hasta que lo liberaron en agosto de 1978 —narró en su libro Montoneros, final de cuentas— lo torturaron y lo obligaron a desarrollar trabajo esclavo. En los interrogatorios los marinos insistían en un punto: las inversiones de los Montoneros en Cuba, sus negocios con David Graiver y la identidad los doctores Paz y Peñaloza.34

El relato de Gasparini demostró que la Marina conoció el destino del botín de los Born antes de que el Ejército se lanzara a la caza de la familia Graiver, a comienzos de marzo de 1977.

Detrás de Gasparini, Papaleo y todo su entorno —unas veinte personas en total, incluidos el hermano, las secretarias y el sastre del banquero— cayeron en una redada del circuito que controlaba Ramón Camps, el general antisemita que comandó la Policía Bonaerense bajo las órdenes de Guillermo Suárez Mason, el jefe del I Cuerpo. El mismo sector secuestró a Timerman, el director de La Opinión, poco después.

Isidoro Graiver, Papaleo y Timerman fueron sometidos a extensas sesiones de torturas a cargo del comisario Miguel Etchecolatz, la mano derecha de Camps. En otra derivación perturbadora del caso, Etchecolatz trabajaría años más tarde como custodio de Jorge Born.

El secuestro del periodista causó consternación en el mundo. Ante la presión internacional, Videla forzó a Suárez Mason a que blanqueara su detención. Después de una intensa campaña sobre la Junta Militar, Timerman recuperó la libertad al cabo de cuarenta días. La inversión de Graiver en La Opinión había sido anterior al acuerdo con los Montoneros y no existía ninguna evidencia de que el periodista hubiese estado al tanto de la relación comercial entre ellos, aunque percibía la afinidad política que habían desarrollado.

A Papaleo y a los Graiver les tocaría un calvario mucho más prolongado. No solo fueron torturados y juzgados sin derecho a defensa por un Consejo de Guerra Especial, que pretendió darle una pátina pseudo legal a los procedimientos de Camps. No solo los condenaron a quince años de prisión (a Fanjul le impusieron siete, por encubrimiento). También los despojaron del resto de sus bienes.

La Junta Militar se había arrogado la facultad de administrar el capital de aquellas personas que no podían justificarlo, ya que se presumía que podían haber “lesionado los intereses supremos de la Nación”. Así resultaron intervenidos el Banco de Hurlingham, el Comercial de La Plata, la Inmobiliaria Juan Graiver, EGASA, la Compañía Argentina de Seguros, Establecimientos Gráficos Gustavo y Editorial Olta, entre muchas otras propiedades del grupo Graiver. Luego se las transfirió sin cargo a la Comisión Nacional de Responsabilidad Patrimonial (CO.NA.RE.PA).

 

Los militares también siguieron la pista cubana, buscaron cuentas y cajas fuertes en Suiza y se apropiaron de la única sociedad que creían en manos de los Montoneros, las bodegas Calise.

A dos días de la muerte de Graiver, Crescencio Galañena Hernández y Jesús César Arias, empleados administrativos de la embajada de Cuba en Buenos Aires, fueron secuestrados al salir de su trabajo, en el barrio de Belgrano. Los llevaron al centro clandestino de detención de Automotores Orletti, donde se concentraba a los apresados como parte del operativo de coordinación entre las dictaduras de América del Sur, el Plan Cóndor. En Orletti, bajo la conducción de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y con la colaboración con inteligencia del Ejército, torturaron y mataron a los diplomáticos cubanos.

A la agencia de noticias Associated Press llegó un sobre con las credenciales de Arias y de Hernández, junto a una nota supuestamente escrita por ellos que decía: “Nosotros hemos desertado”. La Cancillería argentina certificó las credenciales. Cuba nunca presentó una queja formal. La dictadura dio por cerrado el asunto.

Los cuerpos de los diplomáticos aparecieron décadas más tarde. Pero la identificación35 no despejó el misterio que rodeó a su muerte: ¿sus torturadores buscaban información sobre el dinero enviado en valijas diplomáticas hacia La Habana?

 

El Ejército también había detectado la ubicación de “la ferretería”, la cárcel del pueblo en la que pasaron la mayor cantidad de tiempo los hermanos Born. El chapista Carlos Eduardo Herrera, vecino de la cuadra, relató que en un procedimiento del cual participaron oficiales de la Policía y del Ejército, se había secuestrado una gran cantidad de armas.

No obstante, el marino Massera corría con ventaja en la competencia con los generales para reunir información sobre la Operación Mellizas.

Muchos de los prisioneros de la ESMA que habían integrado la Columna Norte caían con material valioso, como un juego de diapositivas y el guión del video sobre el secuestro de los Born que Quieto había elaborado con la división de Prensa de Montoneros. Allí mismo —donde torturaban, vejaban a las mujeres y robaban los bebés de las que secuestraban embarazadas— a cambio de sus vidas y de mejores condiciones de detención, algunos militantes montoneros habían sido forzados a cooperar con los marinos en tareas como falsificar documentos, procesar fotografías o reunir información de prensa.

Con la información abundante que circulaba en sus dominios, Massera no dejaba pasar una pista que lo pudiera acercar al botín de los Born.

Por orden del almirante, el empresario bodeguero Victorio Cerutti, de 75 años, fue secuestrado de su finca en la provincia de Mendoza en enero de 1977. Lo llevaron a Buenos Aires para que lo torturasen en la ESMA.

Cerutti poseía 25 hectáreas muy valiosas, afectadas a la producción de viñedos y de olivares, en Chacras de Coria. En el centro clandestino lo obligaron a firmar la venta falsa de los terrenos a una sociedad integrada por Eduardo Massera hijo y Carlos Alberto Massera, el hermano del almirante. Cerutti nunca apareció.

Massera había llegado hasta el empresario al seguir la pista del vínculo que los Montoneros tenían con sus hijos, Juan Carlos y Horacio Cerutti, quienes habían estado detrás de Calise. La bodega ya había pasado de manos a dueños nuevos: también ellos cayeron en la ESMA y fueron obligados a la venta simulada de sus acciones a otra sociedad ligada a Massera.

Escribió la periodista Susana Viau: “La doctrina del botín de guerra, convertida en catecismo de la ESMA, había dado con estos dos golpes un salto en calidad. Massera suponía que habían encontrado la punta del ovillo que conducía a los 60 millones de dólares pagados por hermanos Born a los Montoneros. Política y caja eran una misma cosa”.36

 

Pablo González Langarica, ex integrante de la secretaría de Relaciones Exteriores de Montoneros, que había funcionado como enlace de la Conducción Nacional en algunas misiones reservadas, percibió en seguida la avidez de Massera. No le resultó difícil: la mayor parte de las preguntas de sus torturadores apuntaban a extraerle datos de las presuntas cuentas del grupo guerrillero en el extranjero.

González Langarica pensó que había encontrado la manera de salvar la vida.

Sé de una caja fuerte en Suiza, en un banco en Zürich. No tengo idea de qué hay adentro. Pero lo más probable es que sea dinero… —tentó a sus carceleros.

Los marinos exigieron detalles.

Una vez la tuve que abrir. Metí un maletín bastante grande que me habían dado, pero nunca miré lo que había dentro. Yo creo que debe ser plata.

—¿Quién accede a la caja?

—Yo tengo acceso, pero a ustedes no les van a dar las llaves. No sé quién más puede acceder… sí sé que yo podría. Si la quieren abrir me tendrían que llevar a mí.

Los marinos secuestraron a la mujer de González Langarica y a sus dos hijas, de cuatro y de dos años. Mientras durase el viaje, quedaban como rehenes en un predio de la Marina. Como si su familia no fuera garantía suficiente, González Langarica partió con una pierna enyesada para reducir su movilidad y evitar que intentara fugarse.

Los represores Miguel Ángel Benazzi, Alberto Eduardo González y Frimón Weber se embarcaron con él en un vuelo directo a Madrid. Pasaron la noche en un hotel en las inmediaciones del aeropuerto y al día siguiente volaron a Zürich.

El empleado del banco le entregó las llaves, sin sospechar nada extraño. En el segundo subsuelo, el prisionero de Massera abrió la caja fuerte. Benazzi sacó el maletín de cuero negro. Sonrió al abrirlo: contenía dólares. En total, 1.400.000 dólares.

Los cuatro juntos regresaron a Madrid. Los represores le exigieron a González Langarica que diera una conferencia de prensa ante los medios españoles para anunciar que dejaba la organización por diferencias políticas.

Decoraron el salón con una bandera de los Montoneros. Benazzi y González, ambos con la cara tapada con una capucha para simular que eran otros guerrilleros que también rompían con la cúpula, flanquearon al secuestrado. González Langarica leyó un documento y los encapuchados respondieron las preguntas de los periodistas, que no tardaron en percibir que podía tratarse de una farsa.

Al final de la conferencia los marinos le plantearon al ex enlace de la Conducción Nacional una nueva exigencia: que les diera los datos que conociera sobre los proveedores de armas de los Montoneros en Europa. González Langarica entregó un cargamento que ya se había acordado con un traficante de origen árabe. Cooperó otra vez y al cabo de siete meses se reencontró con su mujer y sus hijas en París.

 

Ante la campaña de la dictadura que presentaba a los Montoneros como un grupo derrotado en el plano militar y fundido en sus finanzas, el 26 de abril de 1977 la cúpula emitió un comunicado inusual. La organización, que siempre se había mostrado reacia a compartir detalles sobre sus recursos, por primera vez admitió su vínculo comercial con Graiver. No obstante, desmintió que hubiera perdido el acceso a los fondos.

El texto decía:

 

El principal aporte, aunque no el único, que recibió el Partido Montonero fueron los 60 millones de dólares pagados por el monopolio internacional Bunge y Born a cambio de la excarcelación de sus dueños.

Los fondos del Partido Montonero han estado, están y estarán a disposición de las organizaciones populares de la Argentina, de América o de cualquier parte del mundo que los empleen para combatir al imperialismo y liberar a sus pueblos.

Los fondos que el Partido Montonero había viabilizado a través de David Graiver no cayeron en manos de la dictadura. Estos fondos están en lugar seguro, aunque bloqueados temporariamente.

Con el paso del tiempo, el Partido Montonero los recuperará.

El Partido Montonero piensa que [Graiver] posiblemente haya sido asesinado por la dictadura militar con complicidad de la CIA, o por la misma CIA a pedido de la dictadura. Pero esto no traba de ninguna manera la disponibilidad de fondos necesarios para que el Partido Montonero mantenga su ritmo de funcionamiento.

LIBERACION, PATRIA O MUERTE,

¡VENCEREMOS!

 

Desde fines de 1976, los dirigentes de mayor jerarquía habían abandonado la Argentina. Muchos salieron por Uruguay y pasaron por Brasil. Unos pocos siguieron viaje hacia Europa “para lanzar un espacio político exterior que le diera cobertura a la resistencia” que desarrollaban los militantes en la Argentina. En Roma, Firmenich, Fernando Vaca Narvaja y Roberto Perdía denunciaron a la dictadura por violar los derechos humanos y tendieron una red de contactos para intentar compensar su creciente debilidad interna. En España se encontraron con Felipe González, figura ascendente del Partido Socialista Español (PSOE); en el Líbano se entrevistaron con líder palestino Yasser Arafat, un antiguo contacto de Galimberti. Establecieron dos oficinas de prensa: una en México y otra en Roma.

La conducción en el exilio ignoraba o minimizaba las grandes pérdidas que padecían en la Argentina. Al cabo de un año las Fuerzas Armadas habían acotado de manera significativa la capacidad operativa del grupo guerrillero. Los Montoneros habían sufrido la pérdida de dos mil combatientes, una sangría atroz en un tiempo muy corto.37 En una situación de fortaleza, el general Leopoldo Fortunato Galtieri, a cargo del Segundo Cuerpo del Ejército, creyó que la dictadura daría el golpe de gracia si atrapaba a la cúpula en México.

El secretario general de los Montoneros en Rosario, Tulio Tucho Valenzuela, había caído secuestrado junto con su pareja, Raquel Negro, embarazada de mellizos, y al hijo de ella de dos años. Galtieri los mandó a la Quinta de Funes, ubicada en las afueras de la ciudad. Allí ensayaba, como Massera en la ESMA, experimentos que ponían a sus víctimas a cooperar con la represión.

A Valenzuela le propusieron que viajara a la ciudad de México y que condujera a los oficiales del Ejército y de inteligencia, que viajarían con él, al encuentro de la cúpula montonera.

Su familia, desde luego, quedaría de rehén en la quinta.

Valenzuela aceptó. O simuló que había aceptado. Una vez en México, en lugar de tender la trampa a sus compañeros, le reveló la verdad a Miguel Bonasso, el primer dirigente montonero con el que se contactó.38 Al saber que los perseguían, Firmenich, Vaca Narvaja y Perdía se resguardaron en la embajada de Cuba en el Distrito Federal (D.F.). Desde su refugio ordenaron que Valenzuela diera una conferencia de prensa. Le exigieron que revelara los detalles de la Operación México urdida por Galtieri y que denunciara los secuestros y tormentos en la Quinta de Funes. El militante obedeció el 18 de enero de 1977.

Galimberti, asentado en el D.F. desde que había escapado de la Argentina, preparó el operativo para la huida de sus jefes. Los llevó al aeropuerto disfrazados y con documentos falsos para que tomaran el vuelo a La Habana.

Cuando estuvo a salvo, la cúpula no le agradeció a Valenzuela por la información que les había permitido salvar las cabezas. Al contrario, en febrero lo sometió a un juicio revolucionario, y lo encontró culpable de “traición, delación e instigación”. Lo degradaron cuatro rangos, de mayor a subteniente.

Parecía una parodia. Los jefes del tribunal eran Firmenich y Perdía. Acusaban a Valenzuela de haber “colaborado con el enemigo para infiltrar la organización con objeto de asesinar a Firmenich”. Quienes eran jueces y parte involucrada vivían gracias a que el acusado había engañado a sus captores (los mismos que tenían de rehén a su mujer embarazada y al niño). Así y todo, concluyeron que no podían permitir que los militantes se lanzaran a negociar, cada uno según su criterio, intercambios por el estilo con el enemigo.

A la distancia, lejos del campo de batalla, los líderes montoneros exigían que sus combatientes en el terreno acataran un criterio moral estricto, sin atenuantes: para la ortodoxia ningún sacrificio resultaba prueba suficiente de lealtad. La lucha era a todo o nada: mejor muertos que secuestrados.

Porque los Montoneros tampoco podían saber —según argumentaron— si la cooperación realmente se había interrumpido. Debían ser inflexibles: no se podía aceptar ninguna forma de colaboración con los militares, aunque fuese simulada.

Valenzuela regresó a la Argentina en condiciones de mucho riesgo, durante la primera Contraofensiva, el polémico envío de militantes que se hallaban a salvo en el exterior para que volvieran a combatir en la Argentina. A los diez días se encontró encerrado por un grupo de la ESMA. Se tragó la pastilla de cianuro.

A su mujer, tras dar a luz, los militares la habían trasladado, el eufemismo que encubría la muerte de los desaparecidos. Los bebés fueron robados y el hijo anterior, devuelto a los abuelos.

 

A fines de 1977 el escritor Rodolfo Walsh cayó asesinado. Había marcado, al igual que Quieto, sus disidencias con el rumbo que iba tomando la organización.

La Conducción Nacional, que también integraban Horacio Mendizábal y Roberto Yäger, se aisló todavía más en La Habana. Con la Argentina solo se comunicaba de manera indirecta vía México. En Cuba tenían muchas facilidades, gentileza del gobierno de Castro: una casa para las reuniones de la CN en el barrio de Miramar, residencias diplomáticas; departamentos para los jefes de la organización y militantes de rango; una camioneta para que se movilizaran; y una gran casa donde vivían chicos de todas las edades cuyos padres estaban en combate, la llamada guardería de los Montoneros.

El contraste entre las comodidades de las cuales gozaba la cúpula en Cuba y las condiciones desesperantes en la Argentina para los combatientes rasos, disparó nuevos reclamos de las columnas más poderosas. El secretariado de Zona Norte pidió 10 millones de dólares para un plan de viviendas. Exigía acomodar a los obreros industriales que eran perseguidos y necesitaban protección, porque estaban demasiado expuestos y eran cada vez menos. Pero la cúpula ignoraba los pedidos y se cerraba sobre sí misma.

La conducción, que había procurado la independencia financiera para obtener libertad de acción, en realidad dependía por entero del gobierno de Castro.

 

El Banco Nacional de Cuba atesoraba las únicas reservas que les quedaban a los Montoneros. Después de fracasar en el intento de blanquear el dinero por Suiza, a fines de 1975 el gobierno de la isla le había encargado al coronel Filiberto Castiñeiras que trasladara el dinero a Praga, capital de la entonces Checoslovaquia.

Junto con otros funcionarios, Castiñeiras transportó los dólares en valijas que ni siquiera se mandaban como envíos diplomáticos: las subían a los vuelos de Czechoslovak Airlines o Cubana de Aviación directamente a bordo en el equipaje de mano.39 Para que se perdiera el rastro de su origen, una vez contabilizado el dinero, el Banco Central checo ingresó el botín en el circuito financiero de manera paulatina y mandó sucesivos giros al Banco Nacional de Cuba.

Filiberto dijo haber recibido en Cuba 42 millones de dólares. Sin embargo, a la luz de las pérdidas sucesivas que padecieron los Montoneros antes de llegar a La Habana, parece una cifra demasiado alta.

De los 60 millones de dólares del botín de los Born, 12 se habían extraviado con Graiver, y otros 5 —por lo menos— habían caído en manos de los militares y las fuerzas de seguridad (parte con González Langarica en Suiza, otro tanto en casas operativas allanadas). El primer cobro, con certeza, había sido en pesos y se había esfumado a toda velocidad en las obligaciones impagas que arrastraban los Montoneros. Luego gastaron algún dinero en las elecciones de Misiones. Con la resta resulta difícil creer que hayan podido preservar 42 millones de dólares.

En una entrevista para este libro, Magario dijo que a Cuba habían enviado en valijas diplomáticas unos 15 millones de dólares. Tampoco resulta verosímil.

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