Born

Born


Epílogo. 2015. Habla Jorge Born

Página 21 de 26

EPÍLOGO
2015
Habla Jorge Born

Con generosidad y durante seis meses Jorge Born me habló sobre su secuestro por los Montoneros, los nueve meses de cautiverio en las cárceles del pueblo Piojo 1 y Piojo 2 y el modo en que ese episodio torció su destino y el de sus seres queridos. Espero haber reconstruido esa historia, con la imparcialidad que corresponde, en los capítulos precedentes. Pero aquí dejo que fluya sola, libre de documentos o versiones diferentes, la voz del empresario.

Recupero solo algunos de los momentos, los que consideré centrales o me impactaron más en el plano personal de las conversaciones que mantuve con el heredero del que fuera el mayor grupo económico de la Argentina. Un hombre formado en la Escuela de Negocios de Wharton para continuar la labor de sus ancestros, al que un día en una emboscada la vida le mostró que la ruta nunca es una sola, que la historia argentina es espinosa, que las certezas no quedaron en stock y que lealtades pueden tener la fragilidad del corazón humano.

María O’Donnell, Buenos Aires, marzo de 2015.

La muerte

 

—¿En algún momento creyó que lo iban a matar?

—De entrada estuve tranquilo. Los escuchaba y pensaba: “Son unos pendejos de mierda”. Nunca creí que me iban a matar, sino que querían plata. Pero era muy cansador…

—¿Nunca pensó que podía terminar como Pedro Eugenio Aramburu?

—Ellos estaban decididos a matar a Aramburu: querían dar el ejemplo. Aramburu fue un héroe.

 

 

Pagar o no pagar

 

—Al final, usted negoció y fue artífice de su liberación

—Había tres soluciones: 1) te mataban; 2) como pasó con la mayoría, te soltaban rápido porque se pagaba rápido; o 3) estabas sonado porque no podías aguantar mentalmente. Cuando vi que la cosa duraba, pensé: no me van a matar, pero necesitaba aguantar. Ahí empecé a pensar cómo negociar, a juzgar cómo es tu enemigo, cosas que te mantienen ocupado. Eso te salva. Te impide que te derrumbes.

—Para su padre, ¿pagar representó un dilema?

—Al poco tiempo murió. Así de simple.

—¿Y para usted?

—Cuando salí era el “Sixty Million Dollar Man” [el hombre de los 60 millones de dólares]: no era agradable. En el fondo es bravo cuando pagan un rescate gordo por una persona. No es un sentimiento agradable hacia los que están a tu lado.

—¿Cree que su padre dudó sobre si pagar o no?

—Yo pienso que quería [pagar], pero no una cifra disparatada. Nunca estuvo dispuesto a pagar 100 millones, como le pedían los tipos. Se puso duro para negociar hasta el final.

—¿Sintió que usted lo tuvo que convencer?

—Mi padre estaba muy preocupado por mi hermano Juan. Cuando recibió las primeras cartas se dio cuenta primero que yo estaba bien. Se dio cuenta de que yo estaba en una situación muy distinta.

—Así y todo, ¿lo tuvo que convencer?

—A mi modo, le expliqué: “Acá es muy sencillo: si no pagás yo soy fiambre, estoy listo, lo cual no es el objetivo de ellos… No les sirvo de fiambre”. También le transmití que estaba en una relación con ellos bastante comunicativa.

—¿Su madre lo presionó para que pagara?

—Por eso se la sacó de encima: la mandó al Uruguay. Papá tenía más de 70 años. Fue muy duro para él.

 

 

Mejor no hablar de ciertas cosas

 

—¿Qué sensación le quedó del secuestro?

—Cuando me preguntan cómo es el encierro siempre digo que se metan en un baño pequeño, apaguen la luz y cierren la puerta. No es agradable.

—¿Juan se pudo recuperar?

—Durante mucho tiempo le volvían los recuerdos, quedó nervioso. Pero sí, se pudo recuperar. Ahora está perfecto.

—¿Volvió a hablar con él sobre el secuestro?

—Alguna vez Juan me dijo que estaba seguro que me habían matado. Pero no hablamos mucho. A mí no me importaba, pero para él era traer recuerdos que no le venían nada bien…

 

 

El dato

 

—¿Sospechó que alguien los había entregado?

—Me dijeron mucho tiempo después y nunca lo pude comprobar, pero parece que fue así: el tipo que manejaba todo eso era el que había sido el ministro de Economía de [Juan Domingo] Perón, [José Ber] Gelbard. Estaba metido con la zurda y él les decía: “Pidan esto o pidan lo otro”.

—¿Y dentro de su empresa?

—Yo siempre pensé que había algún espía dentro de la empresa, porque si no, no podían saber dónde ni cómo estaba la cosa… Pero nunca lo pude saber ni descubrir. Tal vez algún contacto de Gelbard en la empresa…

 

 

Hirsch, o la generosidad

 

—¿Cómo se portó Mario Hirsch, el socio de su padre?

—Fue como un hermano para mí. Se jugó a poner todo lo que fuera necesario. Dejó a mi padre negociar los términos como mejor le pareciera y le dijo: “Todo lo mío está a disposición de ustedes”. El padre de Mario estaba muy agradecido a mi abuelo y le había prometido que le daría todo a mi padre. Mario fue de una generosidad brutal. Millones… Nunca quise contar esto por los hijos, los nietos o los bisnietos… ¿Qué van a venir a decir? Sí saben que les quedé eternamente agradecido.

 

 

Un duelo tardío

 

—¿Le quedó algún registro de su cautiverio?

—Nada, nada. Yo escribía una suerte de diario, era una manera de hacer pasar el tiempo. Pero rompí todo de la bronca cuando [Mario] Firmenich me dijo que habían matado a Alberto [Bosch]. Le rompí todo en la cara. Fue lo que más me golpeó. Me golpeó muchísimo. Todo lo demás… Es que yo no creí que estaba muerto, para nada… Cuando salí para mí fue un shock: para todos los demás se había muerto hacía nueve meses, y yo recién me enteraba…

—¿Sigue viendo a los Bosch?

—La viuda se casó de vuelta. La veo poco, y a los hijos muy de vez en cuando.

—¿Qué pasó con su amigo que hacía de correo?

—Somos amigos hasta hoy, pero no quiere saber nada con que se sepa su nombre.

—¿Su padre lo recompensó?

—Le hizo un reconocimiento.

 

 

Una hoja impresa

 

Uno de esos miércoles Jorge Born me recibió con un papel en la mano. Lo extendió. “Para el libro”, exhortó.

Leí:

La Real Academia Española define fango como “lodo glutinoso”; es un barro pegadizo, que dificulta caminar. Entraña el peligro, al cruzarlo, de tropezar o de perder la huella a seguir.

En ese fango hemos caído los argentinos. Varias décadas de decadencia lo atestiguan. Cada argentino tendrá sus razones para explicar a sus descendientes el fracaso de su generación. Yo tengo las mías, que se exponen en este libro. Son razones bastante conocidas, que se repiten en nuestra historia reciente. No son más que tergiversaciones del famoso cuento de hadas que nos contaban de niños: “Había vez una tierra de gente feliz. Esa tierra fue invadida por perversas multinacionales, que la pillaron y se llevaron sus riquezas. Quedamos, desde entonces, nosotros, los argentinos, sumidos en la pobreza…”, etc.

Ese cuento de ricos malos versus pobres buenos se hizo carne entre nosotros.

Entre esos multinacionales perversos se me ubicó: a mí, descendiente de Jerónimo Luis de Cabrera, que llegara a estas tierras con Juan de Garay en 1580.

La pobreza no es nuestro mal mayor. En la Argentina no hay ricos ni pobres: hay honestos y deshonestos, trabajadores y holgazanes. Dios nos ubicó en una zona privilegiada, que convertimos en fango por acción propia. Nunca hubo invasión de multinacionales, ni de enemigos, que vinieran a explotarnos. Por lo menos, no desde los tiempos de Juan de Garay. Sí hubo un incremento constante de haraganes y delincuentes favorecidos por creciente hostigamiento oficial a quienes trabajaban honestamente.

Nuestro problema radica en nuestra enfermedad: el ocio improductivo que lleva a la corrupción.

Nos quedan, no obstante, las reminiscencias de una democracia que el fango aún no nos arrebató. En mis discusiones con mis enemigos/amigos montoneros, durante mi cautiverio, algunos comprendieron que matar empresarios y militares era socavar los cimientos del país; otros dudaron, pero muchos escucharon.

Hoy constato que una creciente mayoría de nuestros conciudadanos desea trabajar constructivamente y abandonar la cháchara destructiva. De ahí que surja, en el horizonte, un panorama político que nos alienta a sonreír y a creer en un futuro promisorio para nuestro país.

 

 

Dar vuelta la página

 

—¿Por qué promovió que se diera vuelta la página sin que se hiciera justicia?

—Yo quiero mucho a este país y odio sus defectos. Traté de hacer lo mejor posible para arreglarlo. A [Carlos] Menem le dije: “Viejo, hay que dar vuelta la página”. Me preguntó: “¿Vos decís eso?”. Yo le decía que sí, que nunca iba a poder trazar la línea: “¿Dónde vas a trazar la línea?”. Le decía que había que borrar todo, dar vuelta la página y darse la mano. Eso lo entendió. Lamentablemente no entendió otras cosas. Tampoco fue posible mirar para adelante: después vino [Néstor] Kirchner y empezó todo otra vez.

—¿Ni siquiera quería ver preso a Firmenich?

—A Firmenich sí. Como capo de esa organización, tenía la responsabilidad de haber matado gente.

—¿Y el resto?

—No te digo que les tenía lástima, pero la manera en que los acribillaron después… A los que tiraron de los aviones… Algo espantoso. Los mataron a todos. Hablé mucho con [Ramón] Camps, le decía que era una locura lo que estaban haciendo… pero eran gallitos, argentinos compadritos. No entendían que eso iba a crear un malestar por años. Tenían la responsabilidad de respetar la ley y la Constitución.

—Pero ustedes contrataron a Miguel Etchecolatz, un asesino, como seguridad para Bunge y Born…

—Etchecolatz trabajaba con nosotros en la época de Alfonsín. Era muy difícil porque era toda una mezcla de atorrantes. Era un perverso, sí… Yo no conocía mucho de sus líos, pero él te justificaba todo porque decía que era una guerra.

—¿Y usted se sentía seguro con él?

—A mí prácticamente me obligaron a tener seguridad. Nunca creí en la custodia. Me tuve que tragar la seguridad. Etchecolatz estaba a mi lado.

—¿Conversaron sobre el secuestro?

—Sí. Él me preguntaba. Le daba asco que yo hablara de Montoneros. Yo no podía entender cómo un tipo podía estar tan fallado del mate. Decía que había que matarlos. Chau.

 

 

Juegos con el poder político

 

—¿Usted se acercó a Menem para llevarle el plan económico o para recuperar la plata del rescate?

—Cuando me metí con Menem estaban los dos asuntos. Le llevamos un plan y lo agarró, pero era imposible hacer nada. Menem de economía no entendía nada. Había que recortar gastos, bajar los intereses para rehabilitar el crédito y había que hacer una devaluación controlada. Pero Menem lo puso a [Javier] González Fraga [en el Banco Central], que nos hizo la vida imposible. Me quejé con Menem y le dije que Fraga iba a hacer lo que se le diera la gana.

—¿Terminó mal su relación con Néstor Rapanelli?

—No me peleé, pero Rapanelli no hizo lo que yo le pedí. Cuando lo llamé para decirle que nos íbamos (del gobierno) me dijo que había que quedarse. Le dije que yo lo iba a llamar a Menem para decirle que nos íbamos, porque el plan no se podía aplicar, que él hiciera lo que quisiera. Al final él tampoco quiso seguir.

—Algunos montoneros dicen que las charlas que tuvo con ellos en el cautiverio le dieron a usted el impulso para pensar en un plan económico, ¿les da crédito?

—¡Eso es un disparate! El plan global lo trabajamos con Juan mucho después de que yo salí de ahí. Eso fue un episodio desagradable, manejado por una banda de locos que habían embarullado a unos pobres chicos.

 

 

Galimberti

 

—Le tocó atravesar por situaciones poco habituales para alguien de su clase social: negoció con los Montoneros, se alió con un presidente peronista y se asoció con [Rodolfo] Galimberti.

—Me dejé tentar por Menem y me costó caro. Me lo reprocharon al punto de que perdí amigos. Menem era inteligente, pero era un corrupto de padre y señor nuestro. Le gustaban demasiado la plata y las mujeres. Era insaciable. Yo le contaba de Jorge Antonio, que cuando murió no le quedó ni un mango porque era burrero. El me respondía que la plata no se gana trabajando…

—¿Qué tipo de acuerdo hizo con Galimberti?

—Vino a ayudarme en la época de Menem. Después algo le regalé, porque me ayudó como loco…

—¿Le pagó una suerte de comisión?

—Él consiguió todo. Desde el primer día me dijo que habían cometido un error y que, aunque él no era el capo, que asumía su responsabilidad… El tipo se portó muy bien. De todos los montoneros de un cierto nivel, fue el único que tuvo esa actitud. Declaró que esa plata la tenía [David] Graiver.

—¿Cuánto recuperó?

—Sacamos 6 o 7 millones [de dólares]. Nada que ver con los 60 que pagamos. Intervinieron muchos abogados, mucha gente…

—Al principio de la relación, ¿también contrató a Galimberti en su empresa?

—No. Su hermana sí trabajó con nosotros, él no. Al principio vino a ofrecerse para ser seguridad y le dije que ya estábamos en otro ambiente, que no lo necesitaba porque no había más asesinatos de los Montoneros... Con el tiempo nos hicimos amigotes, porque yo veía que el tipo apoyaba en todo.

—¿Por qué no asistió a su casamiento en Punta del Este?

—No quería lío. Hasta ahí no habíamos hecho nada juntos en público. Venía todo el periodismo y a mi familia no le hacía gracia. Lo único que Galimba quería era entrar a la [alta] sociedad, y vía Jorge Born era ideal… Pero yo no soy muy sociable. Le decía: “Viejo, yo no soy entrada ni salida a la sociedad”. Se casó con una buena chica, que tenía un campo en Entre Ríos. Yo iba de vez en cuando los fines de semana y el tipo me enseñó a cazar y a tirar. Pero sin las familias. A mi mujer le decía lo menos posible.

—¿Terminaron amigos?

—Al final de su vida ya no me llevaba tan bien con él, porque básicamente era un loco. Al entierro sí fui... Él me admiraba, como a todos lo que tenían éxito, porque creía que yo era el gran empresario. Yo le decía que no es así, que tenía que ser modesto. Enloquecía por la plata, el poder y las armas.

—Para su entorno, la reconciliación con Galimberti debe haber sido difícil de tragar…

—Traté de mantenerlo separado. Era amigo, salía con él, pero no lo traje a casa, porque a mi familia no le hacía gracia. Pero ya en los últimos tiempos nos alejamos. Seguía con sus cosas raras. Estaba metido en temas de seguridad y antiterrorismo en Francia. Decía que estaba preocupado por el Islam. Yo le decía que no se metiera. Era una especie de Rambo irrecuperable.

—¿Su familia le reprochó esa sociedad, que después siguió con Jorge Rodríguez y Susana Giménez?

—Aguantaron. Habían pasado por tantas...

—¿Qué le decía su mujer?

—“Yo te dije que no te metieras con esos atorrantes”.

 

 

La traición

 

—Cuando lo sacaron de la presidencia de Bunge y Born, ¿se sintió traicionado por Octavio Caraballo, su sucesor?

—Octavio se portó bastante mal. En la época de Mario no había duda de que nos apoyábamos los unos a los otros siempre, porque éramos las dos familias grandes en términos de acciones. Cuando murió Mario sus acciones se dividieron, y las nuestras también se habían dividido cuando murió mi padre. Había unos accionistas chiquitos de Europa, de Amberes, que Octavio se los trabajó para que lo votaran a él. Lo hizo todo a mis espaldas. Previo a eso anduvo politiqueando parientes y demás, cosa que mi padre y Mario jamás hubiesen hecho.

—¿Quedó dolido?

—No me pareció algo que estuviese dentro del espíritu de la empresa, aunque no me sorprendió: me sospechaba que con Octavio no sería lo mismo que con Mario.

—¿Juan lo acompañaba en las votaciones?

—A veces. Otras se abstenía. No se decidía demasiado…

—Usted presidió la compañía apenas cuatro años, cuando la tradición con su padre y los Hirsch era permanecer hasta el final de sus días. ¿Qué pasó?

—Se presidía la compañía hasta el final, y con un vice fuerte. Mi padre tenía a Mario de vice y cuando asumió Mario yo fui el vice de Mario… Pero después de las muertes de mi padre y de Mario yo quedé prácticamente solo. Juan estaba todavía afectado y si bien se ocupaba de la parte administrativa no estaba al mismo nivel. Yo no pude terminar.

—¿Cree que haber empujado a Bunge y Born a una alianza con Menem lo perjudicó?

Caraballo y compañía me lo criticaron mucho. A mí me pareció que con Menem había que ayudar porque quería hacer las cosas bien. Si era corrupto o no, era otro tema. A ellos les pareció un horror. No sé si tenían razón o no… Había una tradición antiperonista también en la compañía pero yo había aprendido, y de la manera más dura, que había que dialogar.

—¿Usted estuvo de acuerdo con vender las industrias y las empresas de alimentos y solo permanecer en la venta de granos?

—Acá al final se vendió todo. Le vendieron Molinos a Pérez Companc; una compañía inglesa compró Alba y Grafa pasó a los brasileros. En eso sí estuve de acuerdo. Pero no con las ventas en Brasil, Venezuela y Perú: ahí dije que de ninguna manera, y algo subsistió.

—También le sacaron el apellido Born a la compañía…

—No estuve de acuerdo en vender todo, pero voté a favor de sacar totalmente el nombre de Born de la compañía. Total, era una bolsa de gatos. La compañía se llama Bunge Limited. El nombre de Bunge y Born quedó solo para la fundación, en la empresa quedó Bunge solamente.

—¿Qué quedó de la empresa?

—Ahora somos más brasileños y americanos que otra cosa. La operación central está en Estados Unidos y luego en Brasil. Acá quedamos como exportadores de cereales, nada más. Fue una liquidación. No se podía trabajar más acá.

 

 

Un reloj con cosas raras

 

—Jubilado a los 57 años, ¿a qué se dedicó?

—Me dediqué a las inversiones personales. Traté de borrarme totalmente de todo lo que tuviera que ver con Bunge. Aparte yo no quería más pelea para que las acciones no cayeran, porque yo seguía siendo accionista y conservaba la relación con mucha gente que había trabajado conmigo veinte años.

—También se asoció con Galimberti y con Rodríguez para explotar los llamados al programa de Susana Giménez. Pero la historia terminó mal. ¿Se arrepintió?

—Me metí, y metí la pata. Tuvimos el juicio, y estuvimos sentados ahí Galimberti, el Corcho [Rodríguez], el padre [Julio César] Grassi y yo. Nunca había pasado por algo así, solo con los Montoneros… Al final, el juez nos dio la razón y condenó a Grassi.

—¿Qué pasó con el Rolex que le regaló Galimberti?

—Se lo regalé a mi hijo, que es piloto, porque tiene cronómetros y no sé qué otras cosas raras. Yo uso el mismo modelo de siempre.

VIVIAN RIBEIRO

La autora con Jorge Born III en la mesa donde transcurrieron las entrevistas para el libro.

Ir a la siguiente página

Report Page