Born

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Capítulo 2. 1955-1970-1974. Historias que convergen en una cárcel del pueblo

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CAPÍTULO 2
1955-1970-1974
Historias que convergen en
una cárcel del pueblo

Después de cruzar la vía, los tres autos de escape de los Montoneros se desviaron de la calle Roma. Buscaban un camino menos transitado. Atravesaron la Avenida Maipú y pasaron debajo de la Autopista Panamericana. Se mantenían a la velocidad máxima o apenas por encima, como la corriente de autos: no querían llamar la atención.

Se dirigían a Piojo 1, la primera cárcel del pueblo donde Jorge y Juan Born quedarían confinados de manera provisoria, hasta que los secuestradores pudieran establecer con certeza que las fuerzas de seguridad les habían perdido el rastro.

El viaje duró poco: se movían dentro de los márgenes del norte del conurbano. A medida que se alejaban del Río de la Plata dejaban atrás el paisaje de las grandes casas de los ricos y se adentraban en la geografía de los barrios típicos de la clase media.

Rodolfo Galimberti había elegido el primer destino para los hermanos. El capitán montonero, que había llegado a secretario militar de la Columna Norte con solo veintisiete años, había sido un guerrillero extravagante desde sus inicios, como creador de la Juventud Argentina para la Emancipación Nacional (JAEN). Juan Perón lo entronizó como secretario de la Juventud Peronista y luego lo destronó. Su peinado a la gomina y su sobretodo negro parecían acompañar su pasión por las armas.

A él le había tocado la responsabilidad de supervisar a quienes acondicionaron la casa operativa —como se llamaba a las propiedades que se asignaban a las actividades clandestinas de la organización— de la calle Manuel García 5030/5050, en la localidad de Carapachay, municipio de Vicente López. La escala inicial de los Born: Piojo 1.

Galimberti —Alejandro, por su nombre de guerra— había elegido la propiedad dentro del territorio que correspondía a la Columna Norte: los municipios de San Martín, San Fernando, Tigre, San Isidro y General Sarmiento (que en 1994 se dividiría en José C. Paz, San Miguel y Malvinas Argentinas). La casa de Carapachay ofrecía buenas condiciones de seguridad. Además, su frente doble alojaba un garaje ancho y una cortina metálica que permitían el ingreso de dos vehículos a la vez: una ventaja en caso de que los guerrilleros y sus secuestrados llegasen en medio de una persecución policial.

El auto se detuvo. Todavía confuso por los efectos del golpe que le habían propinado con la culata de un arma, Jorge Born sintió que lo tomaban de las axilas y lo jalaban hacia la puerta. Una vez fuera del vehículo caminó un trayecto que le pareció corto. Le quitaron las esposas, le colocaron una cuerda entre las manos y le ordenaron que se sujetara. Experimentó una levedad extraña, mezcla del aturdimiento y el modo en que el suelo bajo sus pies se había esfumado; como si no pesara sus ochenta y tres kilos.

Quedó con las piernas suspendidas en el aire. De pronto creyó entender que no lo habían alzado sino que lo habían metido dentro de un hueco en el cual su metro ochenta no alcanzaba para que tocara el piso. Descendió 2,40 metros.

Sintió que lo sostenían desde abajo. Al fin pisó una superficie.

Le indicaron que avanzara unos pasos. Escuchó cómo se cerraba una puerta detrás de él.

Se quitó la capucha.

¿Qué era esa caja de zapatos donde se encontraba?

La midió con sus pasos. Tendría a lo sumo dos metros de ancho por tres de largo. Seis metros cuadrados. La falta de ventanas acrecentaba la impresión del encierro.

En un espacio tan restringido el mobiliario no podía sino ser escaso: una silla pequeña, un catre diminuto, un estante de fórmica y una mesita que se plegaba en una pared.

Sin los zapatos que le habían sacado durante el viaje, el frío se le filtraba por las medias. Pensó que el piso podía ser de cemento. Otros materiales le resultaban extraños: el techo y las paredes estaban recubiertos con planchas de telgopor. Más adelante descubriría que eso aislaba el sonido de su celda: por más que gritara, nadie lo escucharía.

El mayor desafío, supo pronto, sería tolerar el ahogo que le provocaban la falta de aire y la oscuridad. La única fuente de ventilación, un tubo que asomaba por un hueco en el piso, difundía apenas una corriente leve. La luz mortecina de una bombita de 60 watts que colgaba del techo no alcanzaba para iluminar ni siquiera un ámbito tan pequeño. Tendría que habituarse a vivir en esa semipenumbra sofocante.

Mientras exploraba el lugar, Jorge Born se preguntaba por su hermano. ¿Estaría bien? ¿Lo habrían soltado? ¿O lo habrían encerrado en otro pozo como a él? En ese caso, ¿podría verlo?

Ignoraba que Juan se encontraba en una celda enfrentada a la suya, de proporciones idénticas.

Habían pasado pocas horas de su ingreso a la cárcel del pueblo cuando un hombre informó a Jorge Born, con toda pompa, que él y su hermano estaban en manos de la Organización Político-Militar Montoneros.

 

La guerrilla peronista había regresado a la clandestinidad apenas trece días antes. A dos meses de la muerte de Perón, que el 1º de julio de 1974 había dejado el poder en manos de su viuda, los jóvenes revolucionarios habían retomado la lucha armada. No creían que el gobierno de Isabel Perón, débil y desprestigiado, pudiera concretar la utopía de patria socialista dentro de las normas institucionales.

CAUSA JUDICIAL Nº 41.811

Frente de Piojo 1, la primera cárcel del pueblo en la que fueron alojados los secuestrados.

Entre 1972 y 1974 habían participado del proceso político que puso fin a la proscripción del justicialismo de casi dieciocho años y permitió el regreso de Perón al país. Ellos habían allanado el camino para su tercera presidencia, se atribuían el triunfo. Y él había frustrado sus expectativas muy rápidamente: se había inclinado por la derecha del movimiento —la burocracia sindical, el ministro José López Rega— e inclusive los había repudiado.

Los Montoneros habían apoyado la salida electoral y en especial la presidencia fugaz de Héctor Cámpora, y para eso habían suspendido sus actividades clandestinas, habían aportado funcionarios y diputados, habían expuesto a sus organizaciones de superficie y habían gastado sus fondos en publicaciones (un diario, entre ellas), movilizaciones y campañas. Cuando más las necesitaban, decididos a volver a las armas y la clandestinidad, sus reservas se habían agotado.

Entonces concibieron la Operación Mellizas.

Un único golpe que les procurase un botín millonario. Una garantía para la continuidad de la organización durante décadas. Un rescate récord que los inscribiera en la historia mundial.

Y la clausura definitiva de una etapa: el abandono del intento de acceder a la revolución mediante el sistema democrático.

Un dato, como decían en su jerga los jóvenes revolucionarios, definió la elección del objetivo. Un competidor de Bunge y Born, o tal vez alguien con mucho poder, sopló a un integrante de la Conducción Nacional (CN) de Montoneros que podían pedir hasta 200 millones de dólares. El grupo era tan poderoso que sus recursos en Suiza eran más que suficientes para afrontar pagos millonarios sin tener que vender siquiera una de sus empresas.

Hasta ese momento, el rescate más alto que una compañía había pagado por uno de sus gerentes era de 14.200.000 dólares.

Desde comienzos de 1972 diversos grupos guerrilleros habían perfeccionado el secuestro extorsivo como medio de financiación. Sus víctimas habituales, los directivos de las compañías extranjeras y los empresarios locales, les permitían recaudaciones mejores que —por ejemplo— el asalto a una sucursal bancaria, y sin correr tantos riesgos como en esas operaciones, en las cuales intervenían factores impredecibles como el público y los encargados de la seguridad. Los casos que involucraban a compañías o apellidos poderosos ofrecían, además, un golpe de propaganda.

Pero no todos terminaban de la mejor manera.

El secuestro del presidente en Argentina de la automotriz italiana Fiat, Oberdan Sallustro, el 10 de abril de 1972, conmocionó al país. El Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) lo capturó mientras se desarrollaba un conflicto sindical en la planta. Murió asesinado cuando la Policía Federal descubrió la cárcel del pueblo donde lo habían alojado, en el barrio de Mataderos de la Capital Federal.

Sallustro había nacido en Paraguay en una familia de inmigrantes que había combatido en Italia contra Mussolini: siempre se interpretó como una ironía trágica que cayera asesinado en nombre del socialismo. Más allá de la parábola, su muerte comunicó a otros empresarios un mensaje tan inequívoco como perturbador: permanecer en la Argentina significaba poner en riesgo la vida, además del capital.

Durante 1973 se concretaron ciento setenta secuestros, entre uno y dos de alto impacto al mes. Fue el período más activo del ERP, el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) que lideraba Mario Roberto Santucho. Entre las víctimas se contaron directivos y gerentes de compañías internacionales como Swissair, Coca Cola, Eastman Kodak, el Banco de Londres y Peugeot. A veces ni tan siquiera el pago del rescate garantizaba la tranquilidad: Charles Lockwood, de la firma de neumáticos Firestone, sufrió dos secuestros. También los empresarios argentinos corrían peligro. En el mismo período Santiago Soldati, hijo del presidente del Nuevo Banco Italiano, y Carlos Pulenta, productor vitivinícola, debieron pagar por su libertad.

Según el semanario estadounidense Time, hacia fin del año el sesenta por ciento de los representantes de firmas extranjeras habían abandonado el país.

La mayoría de sus pares huían, pero Jorge Born II, el padre de Jorge y de Juan, se había negado a considerar siquiera una mudanza temporaria al exterior. Pocos entendían su empecinamiento: podía elegir entre muchos destinos sin tener que comenzar de nuevo. Por su actividad original, la venta de granos, su empresa operaba con oficinas en el mundo entero: Londres, París y Amberes en Europa; también en los Estados Unidos y en varios puntos de América Latina.

Dentro del país, entre los directivos y las diversas sociedades del grupo, sumaban la propiedad de medio millón de hectáreas y de industrias cada una líder en su rubro: textiles Grandes Fábricas Argentinas (Grafa), envases Centenera y pinturas Alba, entre otras. La empresa de alimentos del grupo, Molinos Río de la Plata, producía algunas de las marcas más emblemáticas de la mesa de los argentinos de la época: el aceite Cocinero, la mayonesa Ri-ka y la yerba Nobleza Gaucha. La presencia dominante del grupo en el mercado interno le daba mucha visibilidad y lo convertía en un objetivo apetecible para las guerrillas clandestinas.

Pese a tanta exposición, Born II no había accedido siquiera a pagar el impuesto revolucionario que diversos grupos le exigían para poder hacer negocios en paz: en teoría —y al estilo de la mafia— ese desembolso protegía a los empresarios de males mayores.

El presidente del holding se negaba a ceder a la extorsión. Se ofuscaba: “Lo que es correcto es correcto, y lo que no es correcto no es correcto. Y punto”.

El dispositivo de seguridad de Bunge y Born —integrado por hombres ligados a los servicios de inteligencia y bien conectados con los militares— le había advertido de los riesgos que corrían él, sus hijos y sus familias.

“¿Cómo nos vamos a ir nosotros, que somos los capos? Diecisiete mil personas trabajan en nuestras empresas. Nos tenemos que quedar. Pase lo que pase”, solía repetir con fastidio cada que vez que alguien le insistía con que dejara la Argentina por un tiempo.

Después de recibir el dato inicial que puso en la mira a la familia Born, la conducción de Montoneros —que integraban Firmenich, Roberto Perdía, Horacio Mendizábal, Roberto Quieto y Julio Iván Roqué— ordenó a Horacio Campiglia, alias Petrus, que investigara al grupo. El jefe del Servicio de Informaciones de la guerrilla peronista pidió a Rodolfo Walsh —el periodista que en 1973 se había sumado a Montoneros proveniente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y ahora trabajaba bajo sus órdenes— que relevase los datos necesarios para planificar la operación. Debían atender en especial a los movimientos de sus directivos.

Si bien Bunge y Born se caracterizaba por el hermetismo que la protegía, los Montoneros lograron perforar esa barrera y conocer alguno de sus secretos. Concluyeron que Born padre y su principal socio eran demasiado mayores como para sobrevivir un período largo en una cárcel del pueblo. Born II nacido el 1º de julio del 1900, tenía 74 años; Mario Hirsch, el vicepresidente del grupo, 63. Aunque entre ambos manejaban los negocios en la Argentina (un conglomerado de empresas y grandes extensiones de tierra que concentraban la parte más sustancial de la riqueza del holding), los herederos Jorge y Juan Born resultaban una presa mucho más conveniente.

Se llevaban once meses, el mayor tenía apenas 40 años, se mantenían saludables y ocupaban cargos de relevancia en la estructura. Jorge era el número tres detrás de Hirsch y se encargaba de las ramificaciones del comercio de granos en los Estados Unidos y en Brasil; Juan tenía a su cargo el área administrativa de Bunge y Born e integraba el directorio de Grafa.

El seguimiento preliminar del Servicio de Informaciones arrojó que Born padre y su esposa Matilde Frías se habían mudado a un departamento en la Avenida del Libertador al 3500, junto al Palacio Bosch (la residencia del embajador de los Estados Unidos en Argentina) y frente al Parque Tres de Febrero, en la Capital Federal. La propiedad familiar de Béccar, una zona de colinas y mansiones en el norte del conurbano bonaerense, había quedado para los dos hijos mayores. Desde allí Jorge y Juan viajaban juntos al centro de la ciudad, hasta La Maison, el edificio donde compartían oficinas con un centenar de gerentes, argentinos y extranjeros que atendían los negocios de Bunge y Born en el mundo.

Los desplazamientos compartidos ofrecían un costado tentador: la promesa de un botín doble en un golpe único.

El entusiasmo inicial se aplacó cuando comprobaron que el esquema de seguridad que rodeaba a los herederos no parecía presentar fisuras. Se movían siempre con un auto de custodia y recorrían un trayecto casi sin desvíos por la Avenida del Libertador, una de las más transitadas del área metropolitana.

Los hermanos, conscientes del peligro que los rodeaba, no tomaban riesgos innecesarios. Pasaban casi todo su tiempo libre dentro de la mansión, detrás de una muralla cuya altura habían elevado y en la que habían duplicado los puestos de vigilancia.

Juan y su familia —su mujer Virginia Agote y sus cuatro hijos: Juan Cristian, Virginia, Pablo y Santiago— habían recibido la casa principal que había decorado Jean Michelle Frank, un diseñador de interiores francés de fama en los años ’20. Jorge Born II y Matilde lo habían frecuentado en su atelier de París: Frank les mostraba las maquetas a medida que desarrollaba el proyecto, y luego les mandaba las obras de sus artistas amigos —una lámpara del escultor Alberto Giacometti o un mueble del surrealista español Salvador Dalí— por barco.

Jorge Born III, su mujer Inés Magrane de Alvear y sus hijos Jorge, Inés Alejandra, Marisa y José Eduardo se habían acomodado en la casa secundaria, la más cercana a la pileta olímpica.

En su conjunto, la propiedad ocupaba la mitad de una manzana; la otra mitad pertenecía a la escritora Victoria Ocampo. En 1931 la vecina había fundado la revista Sur y su editorial, que difundieron en América Latina la mejor literatura local y extranjera en traducciones memorables, como las de Jorge Luis Borges o las de José Bianco. Por su casa, luego conocida como Villa Ocampo, pasaron los intelectuales y hombres de letras más destacados de buena parte del siglo XX. En el recuerdo de los hermanos, que habían correteado esos mismos jardines que ahora disfrutaban sus hijos, quedaban las quejas de Ocampo, fastidiada por el ladrido de sus perros.

Los Born ni siquiera salían los fines de semana; debía tratarse de algo imprescindible para que se hiciera una excepción. La custodia había decidido que dejasen de llevar a los hijos a sus colegios en Olivos (los varones a la Escuela Escocesa San Andrés y las mujeres al Northlands, ambos privilegiados, bilingües y de doble turno; ninguno mixto). Las esposas de Jorge y de Juan a veces se agotaban: preferían dejar el país antes que vivir de esa manera.

El Servicio de Informaciones de los Montoneros llegó a considerar que resultaría casi imposible emboscar a los hermanos. Hasta que un día, por casualidad, se vislumbró un plan viable. Los militantes a cargo del seguimiento vieron cómo una cuadrilla de poda de árboles cortaba el camino y desviaba a los automóviles sin trastorno alguno. Ese hecho los inspiró.

Cuando por fin recibió la propuesta de Campiglia para emboscar a los hermanos Born, la dirigencia que encabezaba Firmenich encargó a la Columna Norte que ejecutase el plan. Le correspondía: la sección de cuatrocientos hombres y mujeres tenía la responsabilidad de los operativos en la zona donde se produciría el secuestro doble.

En la estructura de los Montoneros la base territorial se hallaba en los municipios, en las Unidades Básicas de Combate. Las columnas agrupaban a un conjunto de unidades, por lo general de municipios vecinos. A su vez las columnas se concentraban en un número acotado de Regionales (Cuyo, Noroeste, Córdoba, Noreste, Patagonia, La Plata, Mar del Palta, Paraná, Santa Fe-Rosario y Buenos Aires). En el vértice de la pirámide se ubicaba la Conducción Nacional (CN).

La Columna Norte, al mando de Galimberti, gozaba de cierto prestigio dentro de la organización. A la personalidad arrolladora de su jefe se sumaban las características de su territorio, que lo convertían en un escenario ideal para el ensayo revolucionario: en esa parte del conurbano había emergido un cordón industrial pujante, con gran cantidad de fábricas cuyas comisiones internas habían reemplazado a la ortodoxia sindical por la izquierda peronista. Los Montoneros desarrollaban un trabajo territorial importante en las villas como La Cava pero también en barrios de clase alta como La Horqueta —contiguo a La Cava— cuyos jóvenes rebeldes llevaban el mensaje revolucionario a sus conocidos del Colegio Nacional y la Catedral de San Isidro.

La organización se ordenaba con jerarquías que mostraban la fascinación extrema de los Montoneros por las estructuras militares. El rango de miliciano equivalía al de soldado raso. Le seguían los de subteniente, teniente, teniente primero y capitán, el máximo dentro de cada columna. Los titulares de las Regionales debían ser oficiales mayores, un grado por debajo del oficial superior que se reservaba a los integrantes de la Conducción Nacional. Cada ascenso se debatía en tribunales que se constituían con ese fin, cuyas decisiones quedaban ad referéndum de los oficiales superiores. El procedimiento reforzaba otro rasgo muy marcado de la organización con posterioridad a 1974: el verticalismo.

Como la CN no se sometía a un proceso democrático para la toma de decisiones, simplemente bajaba a los milicianos su principio de subordinación estratégica, que clausuraba los debates.

En operaciones guerrilleras menores regía el principio de autonomía táctica: las distintas columnas podían desarrollar una acción sin la supervisión de la CN. “Son formaciones reagrupables”, explicó Firmenich al semanario francés Le Nouvel Observateur. “Se aproximan al objetivo en forma dispersa, si se trata de grandes operaciones, pero el ataque se libra en forma reagrupada, es decir, como una formación de infantería. La formación se dispersa otra vez para la retirada y cada grupo tiene la autonomía para librar pequeños combates con éxito”.1

En la Operación Mellizas, dada su relevancia, participaron representantes de todos los niveles: el jefe de la Columna Norte, el capitán Galimberti, el de la Regional Buenos Aires, el oficial mayor Fernando Vaca Narvaja, y un delegado de la CN, el oficial superior Roberto Quieto.

Este abogado de 36 años provenía de las FAR, que se habían creado como un grupo de apoyo al foco guerrillero que Ernesto Che Guevara lideró en Bolivia. Hacia el final de 1973, se habían fusionado bajo el nombre de los Montoneros al igual que las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y los Descamisados. Comparado con Firmenich, Quieto era un viejo guerrero: acumulaba más años de vida y de experiencia en operativos que la mayoría de los integrantes originales de la organización.

Quieto había realizado planificaciones complejas: robos a bancos (una sucursal del Galicia en Gerli y otra del Comercial de La Plata), el asalto a un camión militar y el copamiento de un destacamento policial. Firmenich solo había tenido protagonismo en la liberación de cuatro presas políticas de la cárcel del Buen Pastor, en la Provincia de Buenos Aires, en junio de 1971, cuando formaba parte de las Organizaciones Armadas Peronistas, el germen de Montoneros. Había cumplido un papel secundario en el debut de la Organización: el secuestro y el asesinato de Pedro Eugenio Aramburu.

“Es natural imaginarse que un hombre que no sale de su casa sino para cumplir acciones de guerra ha estado muchas veces al borde de la muerte”, escribió Gabriel García Márquez en su famosa entrevista a Firmenich, que publicó en la revista italiana L’Espresso en 1977. “Pero él solo ha tenido la impresión de estarlo una vez, y en una operación que vista a la distancia no valía la pena.”2

La anécdota, de diciembre de 1970, ubica a Firmenich y a un compañero, disfrazados de vendedores de café, en la quinta presidencial de Olivos. Le quitaron una subametralladora a un policía, quien se resistió e hirió a Firmenich en un dedo. “Fue un milagro”, citó el autor colombiano al guerrillero. “El dedo impidió que la bala me diera en el corazón.”

Quieto no solo podía ser considerado un veterano en comparación con Firmenich, había vivido, además, la épica de la espectacular fuga de la cárcel de Rawson, donde estuvo preso junto con Vaca Narvaja y los jefes del ERP, Santucho y Enrique Gorriarán Merlo, en 1972. Los diecinueve guerrilleros que salieron detrás de ellos quedaron atrapados en el aeropuerto, y fueron detenidos en la Base Naval Almirante Zar, donde los ametrallaron en un intento de fuga que fingió la Marina. Solo tres sobrevivieron a la Masacre de Trelew.

A pesar de los antecedentes de Quieto, el resto de la CN le reprochaba un punto débil: su familia.

Los Montoneros, inspirados en la concepción del Hombre Nuevo del Che Guevara, creían que la entrega del revolucionario debía ser total. Condenaban los lazos sentimentales con personas que no formaran parte de la organización y solo autorizaban la formación de parejas con idéntico compromiso, capaces de entender la prevalencia de la lucha revolucionaria por encima de cualquier otro impulso.

Alicia Beatriz Testai, la compañera de Quieto y madre de sus dos hijos, no compartía la militancia. Y él intentaba mantener el contacto con su familia: una colisión de sentimientos que le costaría la vida.

 

Del operativo, bautizado Operación Mellizas, iban a participar en total cuarenta y cinco militantes, pero solo diecinueve necesitaban conocer ciertos detalles. A los demás, integrantes del anillo externo de contención, solo les darían instrucciones para el seguimiento de los autos: armarían un sistema de postas para vigilar al objetivo desde el punto de salida en la mansión de Béccar hasta la intersección elegida para la emboscada.

A los combatientes, que había seleccionado en atención a su experiencia y manejo de armas, Quieto los juntó por única vez y para un repaso general en la etapa final de la planificación. Los integrantes de los equipos de ataque y de contención del secuestro de los hermanos Born se conocieron entre sí el sábado 14 de septiembre de 1974, en el camping de un sindicato en Tandil, Provincia de Buenos Aires.

Las medidas de seguridad también se les aplicaban a ellos. Los condujeron tabicados, como se decía en la jerga montonera: los ojos tapados con algodones, escondidos detrás de anteojos negros grandes, para que no reconocieran puntos de referencia del trayecto. Los choferes sabían solo la dirección a la que se dirigían: ignoraban a quiénes llevaban y que se trataba de la Operación Mellizas. En la estructura montonera, cada célula conocía únicamente los datos necesarios para cumplir con su tarea, sin antecedentes, consecuencias o simultaneidades.

Al aire libre y con el cronómetro en la mano, Quieto ensayó cada movimiento con sus hombres, muchos de ellos veteranos de las FAR como él. Antes repasó cuestiones elementales, los preparativos típicos de cualquier operación.

El día del secuestro debían sincronizar los relojes según el indicador oficial de la radio, para que todos quedaran clavados a la misma, exacta, hora. En la parte trasera del mecanismo del reloj pegarían con cinta adhesiva un papel que avisara de su tipo sanguíneo. Se habían preparado quirófanos en dos casas operativas cercanas al lugar de la emboscada, con bancos de sangre y médicos de guardia que los atenderían, si resultaba necesario, por fuera del sistema de hospitales. Por último se untarían la yema de los dedos con pegamento, para que en la escena del secuestro no quedasen huellas dactilares que condujeran a su identificación.

A cada integrante de los equipos se le había asignado un acompañante —debían llegar al teatro de operaciones en parejas—, un vehículo de fuga y un lugar predeterminado en cada auto: no podían perder tiempo en improvisar. Para cada auto se habían elegido un chofer y un reemplazante, y ambos tenían que estudiar en detalle las calles de la zona en la Guía Filcar, hasta aprender de memoria todas las vías de escape.

Quieto les informó a los militantes que ya estaban listas las camionetas que usarían para chocar los autos de Born y de su custodia. En cambio, no dio detalles de cómo las habían conseguido: una había sido robada el 24 y otra el 30 de agosto, ambas en el Gran Buenos Aires. Tampoco les contó que, gracias a la división de documentación, los vehículos contaban con títulos de propiedad, fraguados a nombre de Escalona Hermanos SRL, y con patentes falsas para eludir las órdenes de captura que podría haber librado la policía bonaerense. Los jefes montoneros solo compartían información imprescindible.

Una vez capturados los Born y cumplido el protocolo de revisión y salvaguardia, había que trasladarlos a la cárcel del pueblo, donde los guardias tomarían la posta. Quieto escatimó otra vez los detalles: la organización no tenía una sino dos cárceles del pueblo para los hermanos. Si el operativo salía bien, los hombres de Quieto debían dejar el armamento en un lugar protegido y acudir al control de seguridad.

En los días previos al secuestro, además de memorizar cuestiones prácticas, debían repasar el marco teórico que brindaba el Manual Único de Instrucciones Tácticas para Operaciones Especiales. En sus páginas se indicaban dos factores determinantes para el éxito: la sorpresa y la iniciativa. En cualquier circunstancia —adoctrinaba— el Estado, con todas las fuerzas represivas de su lado, contaría con superioridad estratégica sobre la guerrilla; por ende, el objetivo de cualquier operación sería alcanzar una superioridad táctica relativa: contar con más fuerzas que el Estado en un momento determinado y en un punto establecido.

La inversión en la relación de fuerzas sería temporaria o contingente: con el paso del tiempo —apenas minutos— el adversario haría valer su predominio absoluto. Con ese criterio planificaron un secuestro que se debía ejecutar en menos de ciento veinte segundos.

En ese plazo tan breve —arengó Quieto a sus hombres en el camping— se jugarían la suerte del futuro de la organización y el sueño de la revolución. Tanto necesitaban el rescate.

El secuestro de los hermanos Born marcó para los Montoneros su regreso al origen de violencia y espectacularidad.

El 29 de mayo de 1970 dos jóvenes disfrazados de oficiales del Ejército, Emilio Maza y Fernando Abal Medina, tocaron timbre del departamento de Barrio Norte donde vivía el general y ex presidente de facto Aramburu. Mediante un engaño, y por fin amenazas, lo llevaron a una estancia en Timote, en el sudoeste de la Provincia de Buenos Aires. Lo sometieron a un juicio revolucionario de dos días. Lo sentenciaron a muerte. Lo ejecutaron y dieron a conocer su primera proclama:

 

MONTONEROS

1º de junio de 1970.

AL PUEBLO DE LA NACIÓN:

La conducción de Montoneros comunica que hoy a las 7.00 horas fue ejecutado Pedro Eugenio Aramburu.

Que Dios, Nuestro Señor, se apiade de su alma.

PERÓN O MUERTE – VIVA LA PATRIA

Aramburu fue ajusticiado por el papel que había cumplido tras el golpe de septiembre de 1955, que puso fin al segundo gobierno de Perón e inició la proscripción del justicialismo.

El primer presidente de facto, Eduardo Lonardi, con la consigna “ni vencedores ni vencidos”, había resultado demasiado tibio para la pretensión de las tendencias dominantes en las Fuerzas Armadas de eliminar todo rastro de Perón. A los pocos meses lo sucedió Aramburu, un convencido de la necesidad de desperonizar el país. Prohibió todos los símbolos del justicialismo e inclusive la mención de los nombres de Perón y Eva Perón, y sacó del país el cadáver embalsamado de ella.

En 1956 el levantamiento del general Juan José Valle, un intento cívico-militar de reimponer al peronismo en nombre el Movimiento de Recuperación Nacional, midió la resolución de Aramburu.

Jorge Born recordaba con nitidez la tensión de aquellos días: él cumplía con el servicio militar obligatorio como conscripto del Ejército en el Regimiento de Palermo. En ese mismo lugar Valle escuchó su condena a muerte y desde allí lo trasladaron hacia la ex penitenciaría del Parque Las Heras, donde fue ejecutado. Aramburu ordenó a los militares que patrullaran las calles. Con apenas veinte años, y a las órdenes de un sargento, Born salió con su fusil al hombro. Lo aterrorizaba la posibilidad de entrar en combate, pero la causa le parecía justa.

Vueltas de la historia: Walsh, quien en 1974 relevaría los movimientos de Jorge y su hermano Juan en la etapa previa a la planificación del secuestro, se ocupó de otros fusilamientos en aquellos días, los que se realizaron de modo clandestino en los basurales de José León Suárez, en la provincia de Buenos Aires. Su libro Operación Masacre marcó el periodismo de investigación en la Argentina.

Los Montoneros habían germinado en la militancia de los colegios secundarios después del golpe de Estado de Juan Carlos Onganía en 1966. Tras una década de experimentos frustrados de convivencia con Perón en el exilio, el militar de la Revolución Argentina disolvió los partidos políticos y clausuró las perspectivas de una salida electoral. Ante el ensayo de su presidencia de facto, al que se le notaban paralelismos con el intento de Aramburu por desperonizar la vida política, la resistencia contra el régimen se radicalizó.

En ese otro momento crítico, con puebladas y crecimiento de la actividad guerrillera, la muerte de Aramburu puso a los Montoneros en el escenario nacional.

El núcleo fundador tomó el nombre de la lucha de los gauchos rebeldes de las guerras por la independencia del siglo XIX. Aquellos jinetes habían enfrentado a las tropas españolas pertrechados como podían, en milicias conocidas como montoneras.

Al igual que su líder Firmenich —de padre ingeniero civil y madre profesora— la mayoría de aquellos dirigentes originales provenía de la clase media. La experiencia del peronismo no había torcido el destino de sus familias, como sí había sucedido con los peones rurales o la población más relegada de las provincias que encontró un futuro en la industria de Buenos Aires.

La nueva guerrilla reinterpretó a Perón, expulsado del poder cuando los Montoneros eran niños, a partir de los ecos de la Revolución Cubana del 1º de enero de 1959 y de las experiencias fallidas —civiles y militares— que intentaron erradicar la influencia del exiliado. Nada que Perón hubiera fomentado: había ignorado a su ex delegado, John William Cooke, cuando le sugirió que se instalara en la isla socialista y este había preferido ser huésped del dictador español Francisco Franco.

Los Montoneros sostenían que si la clase obrera era peronista la revolución no podía tener otra identidad. Una década más tarde Galimberti retocó el concepto en la revista Siete Días: “El proyecto siempre fue trans-peronista. Para Montoneros el peronismo era como un tranvía: había que tomarlo para llegar con ese medio a un paraíso que era un modelo ideal, un modelo vago en realidad, en el que entraban los pro-cubanos, los pro-chinos, los trotskistas: un berenjenal”.3

La juventud de los integrantes de la guerrilla y cierto espíritu de época los inclinaban hacia las idealizaciones. Admiraban sin reservas a Eva Perón, la abanderada de los humildes, quien había muerto de cáncer en 1952, en el pico de su imperio carismático y con apenas 33 años. Sus influencias mezclaban ese emblema de lucha con las lecturas sobre el peronismo combativo de Cooke, las guerrillas que proliferaron en América Latina inspiradas por el proceso cubano y la opción por los pobres de los sacerdotes del Tercer Mundo que sacudían a la jerarquía conservadora de la Iglesia Católica.

Nunca se sintieron del todo cómodos con la heterodoxia del Movimiento Nacional Justicialista (MNJ), capaz de contener a expresiones contrarias a las luchas populares gracias a la ambigüedad permanente de su líder, quien desde el exilio intentaba contentar a todos. No obstante, habían creído que con la guía de ellos, los jóvenes combativos, el ex presidente volvería al país y daría por terminada la etapa de reformismo para dar lugar a cambios radicales: la patria socialista.

Un error grave en su apreciación de la realidad.

En las propias filas del Partido Justicialista chocaron primero con los jefes sindicales, los burócratas, habituados a negociar con el poder de turno en virtud de la fuerza que obtenían al arrogarse o detentar la representación del movimiento obrero. En oposición a la componenda, los Montoneros adherían a la lucha armada. Perón, en cambio, no. Sus formaciones especiales pronto supieron qué valoración hacía de ellas.

Pocas semanas antes de su vuelta final a la Argentina, el ex presidente desplazó a Galimberti como delegado de la juventud y entregó a López Rega el armado de la comisión que quedaría a cargo de los preparativos para su llegada. El Brujo —un ex cabo policial dedicado a las ciencias ocultas— se había convertido en el custodio de la intimidad de Perón y de Isabel, el nombre artístico y de iniciación esotérica con que se conocía a su tercera esposa, María Estela Martínez, una ex bailarina sin estudios a quien había conocido en un cabaret de Panamá.

Perón aterrizó en Buenos Aires un viernes lluvioso de noviembre de 1972. Bajó las escalinatas del avión y se detuvo en la pista para saludar —la sonrisa enorme, los brazos alzados en su gesto típico— protegido por el paraguas del sindicalista José Ignacio Rucci. Se avecinaban las elecciones a las que había convocado el último presidente de facto de la Revolución Argentina, Alejandro Agustín Lanusse, de las que el viejo general había quedado inhibido por su exilio. Durante los veintiocho días que permaneció en el país, designó a Héctor Cámpora su candidato sustituto —casi interino— y diseñó la estrategia del Frente Justicialista de Liberación (FREJULI).

Para la elección de Cámpora los Montoneros dejaron las armas y demostraron una capacidad de movilización enorme. Sus organizaciones —la Agrupación Evita, el Movimiento Villero Peronista, la Juventud Universitaria Peronista, entre otras—, conocidas en conjunto como Tendencia Revolucionaria, influyeron en las campañas para elegir gobernadores, diputados nacionales y concejales en todo el país. Por eso se sintieron defraudados en el reparto de los cargos, que favoreció a los sindicatos y a los sectores del centro a la derecha del MNJ. López Rega asumió como ministro de Bienestar y Acción Social.

Además, agotaron sus recursos económicos: el rescate que habían cobrado por el secuestro del directivo de Philips se diluyó a una velocidad inesperada.

El regreso definitivo de Perón a la Argentina había alimentado la esperanza de que la violencia habría de menguar. Pero las guerrillas de izquierda no creían en la democracia y ambicionaban una revolución, mientras que los Montoneros perdieron su primera batalla interna el mismo día que Perón pisó el país para quedarse.

Los tiroteos del 20 de junio de 1973, que pasaron a la historia como la Masacre de Ezeiza, dejaron trece muertos y al menos trescientos heridos. Además, al día siguiente, Perón culpó a los que “ingenuamente piensan que pueden copar nuestro movimiento”. El enfrentamiento con los grupos armados de derecha que organizó el coronel Jorge Osinde, a cargo del operativo por decisión de López Rega, mostró a los Montoneros un anticipo del porvenir.

Cámpora renunció antes de que pasara un mes, el 13 de julio, y dejó el camino abierto para la tercera presidencia de Perón. Aunque vivía obsesionada por la sombra de Evita, Isabel consiguió mucho más que ella: que Perón, anciano y con la salud debilitada, la eligiera como compañera en la fórmula presidencial. Las contradicciones internas del peronismo estaban a punto de explotar.

Sin admitir su autoría, los Montoneros mataron a Rucci el 25 de septiembre de 1973, a dos días de las elecciones que consagraron la fórmula Perón–Perón. Furioso, el presidente electo denunció la existencia de “grupos marxistas terroristas infiltrados” dentro de su movimiento.

La crisis final se expresó en público, como una catarsis teatral, durante la movilización por el Día del Trabajador del 1º de mayo de 1974: Perón echó a los Montoneros. Los jóvenes plegaron sus banderas y se retiraron de la Plaza de Mayo, donde dejaron un espacio vacío muy visible.

López Rega se sintió con poder total, ya sin contrapeso. Diez días más tarde, el cura Carlos Mugica fue asesinado después de dar misa en la Iglesia San Francisco Solano de Villa Luro. El sacerdote, un miembro de la clase alta que predicaba en la villa de Retiro, se había alejado de los Montoneros, a quienes había apoyado en sus inicios, porque criticaba su camino de confrontación con Perón. El Brujo se apresuró a culparlos: a esa altura del conflicto resultaba difícil distinguir entre la violencia de unos y de otros.

Con la Triple A de López Rega la práctica del terrorismo echó raíces profundas en el Estado.

Perón murió dos meses después de aquel 1º de mayo. Dejó al país en manos de su viuda y del superministro.

Las acciones de la Triple A y la hostilidad oficial —que se manifestó, entre otras cosas, en la clausura de su diario Noticias en agosto— afectaron a los Montoneros. Comenzaron a evaluar el regreso a la clandestinidad.

El 6 de septiembre convocaron a un grupo de periodistas y los llevaron hasta un galpón donde Firmenich, Juan Carlos Dante Gullo y otros dirigentes de la organización armada formularon el anuncio que cambió el destino de miles de jóvenes y que torcería también el de los hermanos Born.

Volvían funcionar como una milicia ilegal.

Centenares de dirigentes y miles de militantes de la Tendencia Revolucionaria quedaron expuestos a las represalias, sin cobertura política. Los Montoneros ofrecieron apenas el consejo de los principios que habían utilizado a comienzos de los ’70: “No cuente ni permita que le cuenten, no pregunte ni permita que le pregunten”. Y ya.

Firmenich confiaba en la posibilidad de librar una guerra victoriosa en la ciudad. Creía que podía sacarle ventaja a un Ejército que se vería obligado a permanecer encerrado en los cuarteles. Los soldados montoneros, aunque con menos recursos, se moverían por todas partes. Podían actuar en territorio enemigo, replegarse a la noche y permanecer siempre alertas.

La empresa requería de fondos para enfrentar a las fuerzas represivas del Estado durante mucho tiempo. El secuestro de los Born resolvería el problema.

Pasada la primera quincena de agosto la CN ordenó el robo de los vehículos que usarían para chocarlos. Enrique De Pedro —Quique o Miranda, el secretario militar de la Columna Norte y hombre de la confianza de Quieto— había entrado entonces en la fase final de la construcción de las celdas ocultas donde alojarían a los hermanos. Para ingresar a las casas designadas con los materiales y sin llamar la atención de los vecinos, Miranda había demorado unos cuantos meses, aunque no llegó a los seis que había pedido.

Las fechas demuestran que la Operación Mellizas se concibió para financiar el salto a la clandestinidad de los Montoneros: antes del anuncio oficial del regreso a la lucha armada ya tenían todo planificado.

La cronología también muestra que la resolución se tomó antes de la muerte de Perón: los tiempos que exigió Miranda para la construcción de las cárceles del pueblo hacen pensar que poco antes o poco después de que Perón expulsara a los Montoneros de la Plaza de Mayo, el 1º de mayo de 1974, él ya juntaba los primeros ladrillos.

Tres semanas antes de iniciar la Operación Mellizas, en busca de un impacto simbólico, la guerrilla en las sombras reveló detalles del asesinato de Aramburu. Aquel que inició su historia. Aquel que Perón nunca condenó en público.

La Causa Peronista, el semanario de propaganda que dirigía Galimberti, reconstruyó los hechos con los testimonios de Firmenich y Norma Arrostito, la única mujer en el núcleo primitivo de Montoneros. Ellos y Fernando Abal Medina, pareja de Arrostito, habían realizado el secuestro; muerto Abal Medina en septiembre de 1970 en un tiroteo con la policía, ninguna otra fuente los superaba.

Como una paradoja formidable, el retrato de los Montoneros repitió la imagen de Aramburu que tenía la alta sociedad argentina: un hombre de coraje y convicciones que enfrentó su final con dignidad.

Según sus verdugos, Abal Medina le informó al militar: “General, el Tribunal lo ha sentenciado a la pena de muerte. Va a ser ejecutado en media hora”. Un breve diálogo enalteció al condenado:

General —dijo Fernando—, vamos a proceder.

Proceda —dijo Aramburu.

La reconstrucción parece improbable: la misma crónica del 3 de septiembre de 1974 contó que Aramburu estaba amordazado y por ende impedido de hablar. “Le pusimos un pañuelo en la boca y lo colocamos contra la pared”, se lee en la publicación.

Con los hermanos metidos en una cárcel del pueblo, cuatro años después de aquel símbolo sangriento, los Montoneros ya no procuraban saldar cuentas con la historia. Solo querían dinero. El relato apenas intentaba disimular lo evidente.

¿Estaría la familia Born dispuesta a financiarlos con una cifra extraordinaria a cambio la libertad de los hijos?

Con el correr del tiempo, la cuestión generó habladurías en los círculos sociales que frecuentaban los Born.

El dilema mortificó intensamente a Jorge Born padre. Los Montoneros jamás imaginaron cuánto.

La Maison, el edificio emblemático de estilo flamenco de Bunge y Born en el centro porteño.

Notas:

1 Le Nouvel Observateur, París, Francia, 17 de julio de 1978.

2 Entrevista de Gabriel García Márquez a Firmenich, publicada en la revista L’Espresso el 17 de abril de 1977, “Mañana en la Casa Rosada”.

3 Revista Siete Días, Buenos Aires, Argentina, 6 de abril de 1983.

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