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Capítulo 6. Marzo de 1975. La liberación de Juan

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CAPÍTULO 6
Marzo de 1975
La liberación de Juan

Cuando Jorge Born II se decidió a iniciar la negociación con los Montoneros, sus hijos llevaban cinco meses en la cárcel del pueblo. Para Juan había sido un tiempo excesivo de encierro e incertidumbre, y se había desestabilizado. El psiquiatra montonero, que se había prestado a medicarlo, llegó a advertir, al menos, que si no lo liberaban pronto, el trauma podía dejar una huella duradera.

Las partes no habían logrado aún acordar una cifra cuando se hizo evidente la disparidad entre ellas. Desde los primeros intercambios se notó que Bunge y Born podría disponer de millones de dólares en billetes de baja denominación, pero que los Montoneros difícilmente lograrían resolver la cuestión logística del cobro y el movimiento ulterior del dinero.

Jorge Born III observaba a sus captores con desaprobación ya casi automática: eran unos improvisados. Lo alteró sobremanera que reclamasen sumas de dinero para cuyo manejo no estaban preparados. ¿Cómo podían ser tan necios?

Él había cumplido con su parte: su padre había abierto al fin la negociación. De a poco, también, él se había transformado en un interlocutor que, cautivo y en ropa interior, guiaba y les ofrecía soluciones a la guerrilla mentecata. ¿Pero qué aportaban los Montoneros? Born medía su desempeño con criterio de empresario y concluía —una vez más— que se comportaban como chiquilines. Pero el problema iba más allá de la ineficacia que le impedía respetarlos: la falta de planificación afectaba también su vida y la de su hermano.

 

Después del primer intercambio de cartas, habían dejado de lado los cien millones de dólares originales, pero se habían plantado en exigir ochenta.

Para avanzar hacia una nueva rebaja, Born los desafió:

¿Ustedes saben cuánto espacio ocupan 80 millones de dólares en billetes grandes?

Silencio. Algo extraño: los guerrilleros siempre tenían algo para decir. Parecían esperar la respuesta a un acertijo:

¡No caben en este cuarto! —escucharon.

El heredero tomó algunos de los papeles que los Montoneros le facilitaban para sus anotaciones y con suma prolijidad los rompió en pedazos con la forma aproximada de un billete. Formó un piloncito. Mientras los acomodaba, decía:

Ochenta millones de dólares en billetes de 100, serían 80.000 billetes de 100. Estos son diez billetes, digamos. Multiplíquenlo por 8.000. ¿Qué tal? ¿Dónde los guardan cuando los reciben? ¡¿En qué los transportan?! ¿Y en qué banco los depositan? ¡Qué digo! Ni una cuenta en un banco deben tener… Ustedes no tienen estructura, no tienen un pito… Ni saben lo que es un banco, salvo para asaltarlo.

Con las expresiones de su mundo (pito sustituía a la palabra carajo, más grosera) y la seguridad de quien ha tenido en sus manos fajos de dólares y ha movido dinero en los circuitos financieros del mundo, Born agregó:

Además, supongo que se habrán dado cuenta, ¿no?, para una operación ilegal no pueden usar billetes de alta denominación. Van a tener que usar de 50 o de 20 dólares… A ver, calculemos: ¿cuánto espacio pueden ocupar?

Para su sorpresa, los guardias no se molestaron por su lección sardónica, y aceptaron el desafío. Le proveyeron de un lápiz para que marcara en las paredes de telgopor el espacio físico que Born estimaba que un millón de dólares —uno, no 80— podía llegar a ocupar según la denominación de los billetes.

Podían dividirlo en 20.000 billetes de 50 dólares, en 100.000 de 10 dólares, o en 200.000 de 5 dólares, que sería lo más seguro. Las marcas en la pared dejaron estupefactos a los Montoneros.

Born aprovechó para seguir con las preguntas:

¿Qué piensan hacer con tanto dinero? A ningún lado pueden ir ustedes con esa plata… ¿La van a llevar a Cuba?

A la mención de la isla socialista siguió un silencio notable, marcó una pausa en el diálogo.

Eso a usted no le importa —lo cortaron.

 

Antes que pensar en sacar el dinero del país, los Montoneros necesitaban resolver asuntos más urgentes, como cubrir una cantidad importante de cheques sin fondos que habían librado dirigentes poco conocidos de la organización, cuya identidad podía quedar expuesta. Raúl Magario —el Gordo Kuki, jefe de Finanzas— le había informado a Mario Firmenich que el Nuevo Banco Italiano les había rechazado ya 150 cheques.

La contabilidad de Montoneros se manejaba entre pocos. Los movimientos se asentaban en dos libretas con cuentas idénticas ingresadas a mano, que se mantenían por separado por cuestiones de seguridad. Como jefe máximo de la Conducción Nacional (CN), Firmenich tenía una copia en custodia; la otra estaba en manos de Magario, quien reportaba a Roberto Perdía. Dentro de la estructura de la organización guerrillera, la división de Finanzas tenía carácter federal: dependía en forma directa de la CN, sin intermediarios.

Los Montoneros se habían quedado sin resto tras volcar sus fondos (el rescate de 500.000 dólares que habían cobrado por el secuestro del presidente local de la empresa Philips, Jan van de Panne) en la campaña presidencial de Héctor Cámpora y en el esfuerzo económico del matutino Noticias. El diario fue un experimento de prensa política con destino popular (no para los militantes, sino para el hombre común) que aspiró a combinar el ADN de La Opinión con el de Crónica: lo realizaron profesionales de la guerrilla peronista (Miguel Bonasso, Horacio Verbitsky, Juan Gelman, Francisco Urondo y Rodolfo Walsh) junto con buenos periodistas de oficio ajenos a la organización.

El regreso a la lucha armada, el 6 de septiembre de 1974, había puesto una presión extrema sobre cuentas casi en rojo: los Montoneros debieron asumir una cantidad de gastos fijos mucho mayor y tomar riesgos de alto costo económico.

Aunque nunca habían entregado sus armas al Estado, ni aun durante los 49 días de gobierno de Cámpora, ya no les alcanzaba con esa clase de pertrechos. La lucha armada requería mucha inversión en infraestructura para mantener casas operativas y vehículos en circulación por todo el país; asegurar los talleres en los cuales reparaban el armamento o fabricaban nuevo; financiar medios de propaganda que se imprimían de manera clandestina para burlar la censura y mantener informados a sus militantes; crear células en otros países para desarrollar contactos internacionales, y solventar al Servicio de Documentación, una división muy sofisticada que se dedicaba a falsificar todo tipo de papeles.

Además de mantener toda esa organización, la CN debía abonar a 1.200 combatientes un salario equivalente al de un obrero industrial. Después de pasar a la clandestinidad, algunos militantes con trabajos que podían servir de cobertura recibieron la orden de continuar con sus rutinas. El resto conformó una suerte de ejército revolucionario rentado.

Unos y otros —los que continuaron en la superficie y los que comenzaron a moverse en las sombras con identidades falsas— subordinaron cada aspecto de sus vidas, en el plano público y en el privado, a las decisiones de la Orga. Así hablaban los Montoneros: la Orga, una designación impersonal que por efecto del lenguaje escondía al sujeto de la acción, y reforzaba el carácter inapelable de las órdenes que se emitían en nombre de un colectivo al que se le atribuía un poder y un saber superiores.

El manejo del dinero, como tantos otros aspectos del grupo guerrillero, seguía una lógica muy verticalista. Las columnas y las regionales contaban con autonomía táctica para robar un banco, pero los frutos de los operativos de expropiación —en la jerga montonera— debían ser entregados a la CN, la única autorizada para determinar cómo se repartían esos fondos.

Magario en persona distribuía el dinero en efectivo por todo el país. Su mayor preocupación era la seguridad de las casas operativas en las que almacenaba el dinero. Ninguna precaución resultaba excesiva: las fuerzas de seguridad perseguían el dinero con tanto o más interés que a los militantes. La división de Finanzas debía estar atenta a las bajas: toda vez que caía algún montonero que manejaba datos sensibles, Magario ordenaba que los fondos se mudaran a otro lugar. El gobierno de Isabel Perón, que inventaba enfrentamientos y manipulaba la información sobre la represión a la guerrilla, ocultaba en forma sistemática los operativos en los que incautaba dinero de los guerrilleros. Ni siquiera los damnificados por las organizaciones podían reclamar.

El jefe de Finanzas vivía en un departamento de Carlos Calvo y Combate de los Pozos, en el barrio de San Cristóbal, pero se había convertido en un trashumante. Manejaba por la ruta en dirección a Mendoza cuando escuchó la noticia: los Montoneros habían secuestrado a los hermanos Born. Él no lo sabía.

La planificación de la Operación Mellizas había llegado hasta la construcción de las cárceles. Para cobrar el rescate descansaron en la experiencia de secuestros anteriores. Pero no calcularon que la cifra que le pedían al padre de los Born los obligaría a recurrir, por primera vez, a personas ajenas a la conducción de Montoneros para poder sacar el dinero de la Argentina.

 

Después de asistir durante meses, con impotencia, al choque entre la moral protestante de su padre y las desmesuras de los Montoneros, Jorge Born empezó a elaborar la idea de un trato. La clave, le pareció, era dividir el proceso en dos partes.

Había visto a Juan muy desmejorado y había advertido la precariedad de la estructura financiera de sus captores. Si la operación se escalonaba acaso se solucionarían ambos problemas: su hermano podría salir libre contra el pago de la mitad del rescate, mientras los guerrilleros terminaban de resolver las cuestiones operativas para cobrar la otra mitad.

La cúpula de Montoneros accedió, en parte bajo presión de la Columna Norte: el peligro de continuar con Juan encerrado en esas condiciones excedía a los que correrían si la Operación Mellizas se dividía en dos partes. Eligieron asumir los riesgos de confiar en que Born padre sería capaz de mantener la reserva y en que Juan no se convertiría en un hilo suelto para dar con el paradero del hermano. Después de todo, a nadie le convenía una filtración: los Montoneros se perderían de cobrar la otra mitad, pero Bunge y Born quedaría expuesto como un financista de organizaciones terroristas y el destino que le aguardaría a Jorge era previsible.

Sin embargo, nada hacía augurar lo peor. La compañía había negociado con el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) para que liberase a Alfonso Margueritte, un alto ejecutivo de Bunge y Born que la guerrilla de izquierda había secuestrado poco después del inicio de la Operación Mellizas. Se habían pagado 5 millones de dólares y el 7 de marzo de 1975 Margueritte había recuperado su libertad. Pero su salud se había debilitado demasiado durante el cautiverio: murió a los pocos meses.

El caso sentó un antecedente: Born padre había aceptado pagar el rescate por un gerente de la compañía.

Ahora solo restaba ver de qué modo se lograba que volviese a resignar sus principios para sacar a sus hijos de las entrañas de los Montoneros.

 

Las cartas iban y venían, y los números se ajustaban: los guerrilleros habían bajado a 80 millones de dólares y habían dejado pasar la nota en la que Born le sugería al padre que ofertase 50 millones de dólares. La cuestión operativa, en cambio, seguía desarreglada: Bunge y Born no disponía de esa suma en la Argentina y no podría ingresarla al país mediante el sistema bancario.

Jorge sabía que el dinero se guardaba en Suiza y que para disponer de efectivo su padre tendría que recurrir a Zurfin, la compañía financiera del grupo con asiento en Zürich, pero de ningún modo quería compartir esos datos con sus captores. Inventó la historia de un crédito que supuestamente habían tramitado en la Unión Soviética, un mercado de granos importante para Bunge y Born. El padre entendería el mensaje subyacente a la mentira que escribió en su carta: le sugirió que utilizara “con cuidado extremo el dinero de los rusos” para afrontar los pagos que exigían los Montoneros.

El cuento de los rusos podía resultar poco verosímil, pero las partes involucradas en la negociación sabían que nada se debía interpretar de manera literal. Si los Montoneros dejaban pasar una carta con la cifra de 50 millones, entonces quería decir que ya no pedían 80 millones; a su vez, si Born hijo introducía un tercer país, señalaba que la compañía pretendía pagar fuera de la Argentina y en moneda extranjera.

Con la negociación ya encaminada, Jorge Born empezó a recibir en su celda las visitas regulares de un encapuchado con talante de jefe. Parecía bastante astuto en el manejo de los números. Se entendían razonablemente bien.

Al final de cada intercambio establecían cuánto habían avanzado, o cuánto habían retrocedido, según el porcentaje de acuerdo alcanzado. Born nunca conoció la identidad de su contraparte. Según Rodolfo Galimberti,10 los encargados de cerrar el trato conformaban una lista corta: Firmenich, Perdía, Juan Julio Roqué y Horacio Mendizábal. Ellos decidían, aunque no hablaran personalmente, cada paso con el secuestrado.

La primera señal de que Born II ya no tenía reparos en pagar llegó cuando ofertó 30 millones de dólares a entregar en el exterior. Aunque no precisó si la cifra era para liberar a Juan o a sus dos hijos, a partir de ese momento Jorge se sintió mucho más tranquilo. Treinta millones tenían la contundencia necesaria para que los Montoneros no los mataran, ni a ningún otro familiar o gerente del grupo.

Los Montoneros también interpretaron la oferta como un progreso. Pero insistían en cobrar —al menos los primeros pagos— en pesos y en la Argentina. Tenían sus razones: los cheques rechazados, los salarios por pagar, la estructura que sostener y las operaciones por venir. Pero no las iban a revelar.

En la cárcel del pueblo y con la poca información que manejaba, Born no le encontraba sentido a esa terquedad: la inflación de 1974 había sido del 40,10 por ciento y la presión sobre los precios aumentaba a medida que se profundizaba la crisis política y económica que terminaría con el gobierno de Isabel. ¿Para qué querían tanto dinero en una moneda que cada día perdía valor? En cambio, no le costaba entender la resistencia de la compañía a pagar en el país y en moneda nacional: si tenían que cambiar dólares para comprar pesos tendría que sortear todo tipo de controles.

Mientras conversaban con otros detalles, la familia exigió que a Juan lo medicara un profesional hasta su liberación; los Montoneros, que volara a Europa apenas saliera y que no tomara contacto con nadie, ni tan siquiera con su círculo íntimo, hasta que su hermano Jorge también hubiese recuperado la libertad.

Arreglaban algunos asuntos por escrito, con el amigo de Jorge Born como correo, y resolvían otras cuestiones en llamados que requerían al menos dos comunicaciones. Quien atendía en la empresa debía prestar atención a un diálogo en apariencia algo incoherente: su interlocutor, de manera casual, iba soltando números que, todos juntos, componían el nuevo teléfono al que debía llamar.

Por fin recibieron por escrito “directivas para establecer una nueva vía de comunicación telefónica”, que sería la definitiva. Los Montoneros anunciaron:

“Ante la posibilidad de infiltración y a los efectos de mejorar las condiciones de seguridad de nuestras comunicaciones es necesario que tengamos una vía de comunicación.

Tiene que ser un teléfono ubicado en Capital Federal.

No puede estar vinculado a ninguno de los edificios de la empresa, ni de profesionales vinculados a ella (abogados, contadores, etc.).

Tampoco puede ser el teléfono de ningún director o ejecutivo de la empresa.

Exigimos que el teléfono sea el de algún familiar o amigo de confianza de algún directivo, excepción hecha de los familiares de los Born.

Para nuestra próxima comunicación nosotros le preguntaremos el costo de la mercadería. En caso de tener ustedes ya elegido el número telefónico, nos lo darán, previa suma del número de la cifra 235.271. Vale decir, si el número fuera 46-3245, ustedes le sumarían 235.271 y nos dirían por teléfono que el costo de la mercadería es de 698.516 con lo que nosotros, una vez efectuada la resta correspondiente, llamaremos al número indicado.

En este nuevo número tendremos comunicación diaria de 8 a 10 horas, y arreglaremos los detalles relacionados con el cobro. En el número por el cual hasta ahora hemos llamado seguiremos manteniendo comunicaciones diarias en el horario habitual y en estas llamadas simularemos no ponernos de acuerdo en la negociación”.11

Cuando quedó establecido que los 30 millones solo compraban la libertad de Juan, la cifra se plantó en 60 millones de dólares en total. Treinta millones por cada hermano. Una cifra récord, hasta hoy nunca superada. No obstante, Bunge y Born iba a tener que cumplir también con el resto de las condiciones que se habían impuesto en el veredicto del juicio político antes de obtener la liberación de Jorge.

La impaciencia de los Montoneros se traslucía en algunas cartas con el uso de las mayúsculas, el subrayado y el tono imperativo.

Ante la situación de estancamiento de las tratativas, hemos hecho una revisión total del caso para evitar una prolongación de este problema. Tiene que quedar claro que esta es nuestra ÚLTIMA PROPUESTA”, escribieron en una ocasión. Luego enumeraron todas las condiciones, “exigencias inamovibles de nuestra CONDUCCIÓN NACIONAL” y señalaron que, en caso de incumplimiento, procederían a ejecutar a los hermanos, en un día y a una hora determinada, amenaza que ya no resultaba creíble, pero que los Montoneros insistían en incluir en sus partes.

Después de que le hicieran llegar una cinta con las voces de sus hijos como prueba de vida, Born II se comprometió a realizar el primer pago en moneda nacional.

Delegó los operativos de entrega del dinero en Miguel Gans, un gerente de origen alemán, quien contaba con experiencia en cuestiones de logística y seguridad.

La primera entrega trascurrió bajo la supervisión de la Columna Norte, ya muy exigida por los imperativos inesperados y crecientes de la Operación Mellizas. No obstante eso, Galimberti no opuso reparos a la orden de la conducción: ansiaba liberar a sus hombres del peso que significaba custodiar a Juan. Con la experiencia que habían acumulado en otros secuestros extorsivos, habían establecido un procedimiento eficiente para el cobro. No tendrían que improvisar.

Los Montoneros enviaron por los canales habituales las “instrucciones para el cobro”, que se debían cumplir “estrictamente” si se quería garantizar la vida de “los señores Born”. En la nota se jactaban, con el lenguaje de una empresa líder, de conocer la materia: “Hemos desarrollado una determinada forma de efectuar este tipo de operaciones que garantiza la máxima seguridad para todas las partes”.

Como un candidato que busca empleo, los Montoneros ofrecían antecedentes que Bunge y Born podía corroborar: “Nosotros no podemos dejar de cumplir con lo acordado, porque jamás podríamos realizar en el futuro operaciones con otras empresas, lo cual nos impediría recurrir a esta, nuestra forma de obtener recursos para la organización militar del pueblo peronista. En todos los casos, una vez cumplidas nuestras condiciones, la organización cumplió con lo acordado. Alguna de estas empresas, por si quisieran hacer consultas son: Philips, Standard Electric, Cervecería Quilmes y Peugeot”.

En cuanto a la salud de Juan Born y las condiciones generales de los prisioneros informaron: “El estado físico es bueno, ya que recibe atención médica, pero puede deteriorarse. Esto es así porque su lugar de detención es de reducidas dimensiones. Esto no lo podemos variar por razones de seguridad. Además, en razón de las condiciones de detención, no mantiene conversaciones prolongadas ni ve rostros humanos ya que sus carceleros lo ven con capuchas. Próximamente le haremos llegar el parte médico de nuestro Servicio de Sanidad”.

A continuación recurrían al tono de amenaza más típico de la Orga: “Recordamos, además, que cualquier transgresión a las normas por nosotros impuestas, en especial en esta etapa, interrumpen inmediatamente la negociación”.

 

Al cabo de dos pagos, Gans entendió que la metodología de los Montoneros se repetía. Tomaban la precaución de variar la geografía de los encuentros, pero los pasos que le hacían seguir eran los mismos.

Todo comenzaba con una llamada que debía esperar entre las 7 y las 8.30 de la mañana, para recibir los datos sobre la cita inicial.

Le repetían que debía ir solo y desarmado, en un coche sin antena de radio o con la antena plegada, y la documentación en regla. En el baúl debía cargar cajas de vino marca Norton: algunas debían conservar su contenido original; en otras tenía que reemplazar las botellas por fajos de billetes.

¿El efectivo en cajas de vino? La primera vez que lo escuchó, Gans no pudo dar crédito a la ocurrencia de los Montoneros. Pero si algo le faltaba a los guerrilleros era sentido del humor: se trataba de una indicación, no de un chiste.

Con el dinero mezclado entre las botellas, el encargado de concretar el pago podía comenzar su camino hacia la cita inicial. Una vez que corroborasen que nadie lo seguía, le darían nuevas indicaciones. Click: fin de la llamada.

Desde la reunión preparatoria hasta que el dinero cambiaba de manos podían pasar entre tres y cinco horas de movimientos constantes. No era infrecuente que los Montoneros abortaran el procedimiento una vez en marcha, porque consideraban que las condiciones de seguridad no eran óptimas. Gans fortaleció la virtud de la paciencia.

Si se lograba llegar al punto de encuentro, un militante camuflado —el barrendero de una plaza, la enfermera con delantal blanco de un hospital, una monja que caminaba por la calle— guiaba al agente de Bunge y Born al escondite donde le habían dejado una fotocopia de una página de la guía de calles Filcar. En el mapa, que cubría las manzanas del barrio donde se hallaba, se podía observar un trayecto resaltado en birome, que el enviado de Born debía recorrer.

Aunque no siempre en su auto: como sospechaban que el vehículo de la compañía podía contener algún dispositivo que permitiera un rastreo de las fuerzas de seguridad, a mitad de camino lo cambiaban a otro vehículo. Por lo general, los móviles montoneros llevaban en la luneta una calcomanía llamativa —de la Pantera Rosa, por caso—, para facilitar su identificación y su seguimiento.

Gans pasaba las cajas de un baúl a otro; los guerrilleros supervisaban a la distancia para entrar en acción si fuese necesario. Al terminar la faena de descarga y carga, el gerente retomaba el recorrido con la ayuda de la fotocopia. En cierto punto otro vehículo se le ponía a la par. El acompañante agitaba un pañuelo por la ventanilla: debía doblar en esa calle, frenar y colocar las manos en el tablero, bien a la vista.

Gans y las cajas de vino Norton quedaban encerrados entre dos coches. Dos mujeres —maquilladas de más, con anteojos negros y pelucas que contribuían a disimular su aspecto—, bajaban de los autos de los Montoneros y se metían en los asientos traseros. Con voz firme, sin necesidad de exhibir sus armas, ordenaban al hombre de Bunge y Born que abriera la puerta del asiento del conductor y que se marchara a pie, sin mirar atrás.

Los Montoneros confirmaban con un llamado a La Maison que habían recibido “la mercadería”. Si todo había transcurrido sin sobresaltos, como una cortesía, les brindaban las coordenadas para que encontrasen estacionado el auto de la compañía que había cubierto el primer tramo.

Los pagos en pesos se fueron sucediendo en esas excursiones por diferentes localidades, hasta completar 440 millones de pesos. Una cifra equivalente a 16 millones de dólares en el mercado negro, donde se pagaban 27,50 pesos por cada dólar.

Las entregas se interrumpieron cuando Born padre comunicó que ya había llegado al límite de sus recursos en moneda nacional: no quería afectar los flujos de caja de sus empresas en la Argentina ni realizar operaciones cambiarias por grandes cantidades que despertaran sospechas. Los Montoneros dudaban: iban a necesitar a un banquero de confianza que les cambiara dólares sin hacer preguntas.

El embajador de Cuba en Buenos Aires, Emilio Aragonés Navarro, ya se había mostrado dispuesto a colaborar, pero el gobierno de Fidel Castro había prohibido la tenencia de dólares en la isla y los Montoneros no tenían experiencia alguna en operaciones de lavado de dinero como para ingresarla al circuito bancario en Suiza.

Nunca habían manejado tanto dinero. Los nuevos desafíos y los nuevos dilemas se sucedían uno tras otro, y requerían de soluciones prácticas de las que carecían. También imponían cuestiones ideológicas: los Montoneros siempre habían exigido que sus militantes vivieran con austeridad (debían despojarse de sus bienes, si los tenían, y mantenerse sin más recursos que el ingreso de un obrero industrial), pero tal demanda adquiría otro sentido en un contexto de abundancia.

 

El éxito de la Operación Mellizas generó resquemores entre los jefes de las regionales, que empezaron a reclamar participación en el debate sobre cómo administrar y repartir el dinero: la disparidad entre los recursos de unos y de otros se había vuelto demasiado grande. La cúpula decidió dejar atrás la contabilidad informal, pero solo ella tendría acceso a las cuentas y sociedades en el exterior. Nadie más podría siquiera informarse sobre los números. A nadie deberían explicaciones.

Mientras construían sus vínculos en Cuba, la conducción de los Montoneros aceptó que le hicieran el pago siguiente en dólares. La inflación les comía el valor de los pesos porque no podían depositar la plata en un plazo fijo; al fin de cuentas, en un país de bruscas devaluaciones, el valor del botín se protegía mejor con dólares. El pago de 14 millones de dólares completó la primera etapa de la acción más importante del grupo guerrillero.

 

La liberación de Juan se produjo el 23 de marzo de 1975, al cabo de seis meses y tres días de un cautiverio que le resultó insoportable.

Un empleado de seguridad de la compañía le explicó que si bien ya no estaba en manos de los Montoneros, tampoco era libre del todo. Hasta que se resolviera la situación de Jorge, debía vivir en Europa, lejos de su mujer y de sus hijos, que se encontraban en el Uruguay. Su padre se había encargado de procurarle las comodidades que lo esperaban en Alemania.

Por el momento debía llevar los documentos que le habían preparado y subirse a un avión privado que lo llevaría de inmediato a Montevideo. Allí haría los trámites para el embarque a un avión comercial con destino a Europa, y esperaría apenas dos horas hasta el despegue.

Ni siquiera llegó a enterarse que una semana antes, River había ganado el partido que lo dejó a la cabeza del campeonato.

Aunque había pasado más de medio año casi sin contacto humano positivo, la idea de vivir aislado de todo lo que le resultaba familiar representó un alivio para Juan. Se encontraba muy frágil. Necesitaba recomponerse.

Notas:

10 Testimonio de Galimberti en la causa judicial N° 41.811 que se tramitó en San Martín, provincia de Buenos Aires, un desprendimiento del expediente por el secuestro de los hermanos Born.

11 Los intercambios de notas no quedaron asentados en la causa judicial por el secuestro de los hermanos Born porque la familia nunca los entregó a la Policía de la provincia de Buenos Aires. El contenido de las comunicaciones está tomado de la causa de Heinrich Metz, el gerente de Mercedes Benz secuestrado por los Montoneros el 24 de octubre de 1975.

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